jueves, 18 de agosto de 2016

El extremeñu

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura.



Cuentan que a Gustavo Bueno, el filósofo recientemente fallecido, le invitaron una vez a integrarse en ETA, allá cuando la organización independentista daba sus primeros pasos. Le decían que era un movimiento que, entre otras cosas, quería recuperar el vasco, el idioma más antiguo de la humanidad, según ellos. El filósofo – genio y figura – les contestó: “¡Coño, pues cuanto más antiguo sea, más cerca estará del lenguaje de los chimpancés!... ¡Vaya mérito que os atribuís!”. Años después, siendo profesor en Asturias, le dio por poner en evidencia toda aquella bobada del bable y las raíces celtas de la patria astur, motivo por lo cual alguno de sus compañeros – tildado por Bueno de “cretino” (aunque mejor hubiera sido “soplagaitas”) – lo denunció y hasta propuso desterrarlo. Por suerte para los asturianos la cosa no cuajó, y Gustavo Bueno pudo seguir dando sus prodigiosas clases en la Universidad de Oviedo.

Me viene esto a la memoria por haber leído hace poco en el diario a un filólogo local quejarse de que el “estremeñu” – presunta lengua que, según este experto, hablábamos los extremeños antes de que Franco nos impusiera el castellano – corre el riesgo de desaparecer por desidia administrativa y por no estar presente en las aulas ¡Pues no tenía ni idea de este grave problema! El asunto de la presencia en las aulas me ha dejado, por demás, especialmente preocupado. ¡Cómo no tenían bastante los chicos con dominar el español, el inglés y, a veces, una segunda lengua extranjera, ahora viene este filólogo a demandar que se enseñe también el extremeñu (del que él mismo, por cierto, parece ser su principal investigador, gramático y poeta vivo)!

A ver. No es por despreciar, pero me parece que en España hay entrañables dialectos (como el extremeñu) que, pese a su innegable valor para lingüistas y etnólogos, no son lenguas de cultura lo suficientemente relevantes como para requerir su presencia en la escuela. Y aquello de que sea “lo que se habló aquí (hasta la imposición franquista del castellano)” no es ni de lejos (caso de que no fuera un disparate, que lo es) un argumento suficiente. Recuerdo a un profesor de música lamentarse hace años de que en su comunidad no tenía tiempo para enseñar a Beethoven o Brahms. La razón era que gran parte de la programación estaba consagrada a un músico de la región. “Es mediocre – me decía compungido –, y está a años luz de los clásicos, pero es el de aquí, qué le vamos a hacer”. Espero que no ocurra un día algo parecido con – digamos – El quijote y El miajón de los castuos.

Siempre he presumido de que los extremeños no hayamos entrado al trapo de la demagogia nacionalista, con su chovinismo barato, sus mitos edénicos, su victimismo, o su burda confusión entre cultura y folclore. Tal vez sea por falta de una burguesía deseosa de acaparar poder. O porque, por vivir en tierras de frontera, estemos hechos a integrarnos con gentes y culturas diferentes. El escritor Jesús Sánchez Adalid, al recibir hace años la Medalla de Extremadura, dijo que los extremeños carecíamos de identidad y que, gracias a eso, éramos libres. Sumar identidades – y no buscar diferencias – ha sido, hasta ahora, nuestra forma de ser y crecer.

Confieso (y de esta me destierran) que cuando mis alumnos me piden consejo al acabar el bachillerato les invito a estudiar lo más lejos posible. No es que aquí la Universidad me parezca mejor o peor. Es una simple medida de higiene mental. Hace años, hasta los españoles más humildes – bien que solo los varones y por la tosca vía del servicio militar – estaban obligados a salir del terruño al menos una vez en su vida. Hoy, un chaval puede estudiar desde primaria hasta el grado universitario sin moverse de su pueblo. ¡Solo faltaba que lo hiciera en el dialecto local! Tanto provincianismo no puede ser bueno. Como tampoco – y esto es obsesión mía – el invertir hora tras hora en aprender lenguas. Si me dejaran gobernar el mundo propondría el esperanto para todos: la de tiempo que ganaríamos para pensar en qué decir, en lugar de en cómo decirlo. Porque – con permiso de los filólogos – lo importante no está en los detalles. Sino en lo importante. ¿Lo digo en extremeñu?


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