Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
Aquí, en mi pueblo, que es también el
suyo y al que están ustedes invitados, el Ayuntamiento tuvo la feliz
idea – hace un año, ya – de recuperar un paraje natural, situado
a las afueras, y que andaba casi convertido en un vertedero. El lugar
es bonito, lo cruza una cañada real y está rodeado de charcas
frecuentadas, en invierno, por multitud de aves. Está cerca, además,
del parque natural de Cornalvo, y de restos arqueológicos
importantes, como los de la basílica paleocristiana de Casa Herrera.
Dicho y hecho, el Ayuntamiento se
aplicó a la “recuperación ambiental del paraje” (así
reza en el proyecto financiado por la Junta de Extremadura y fondos
europeos). Cubrió el vertedero de tierra y sembró decenas de
árboles, dejando unos – misteriosos – claros entre unos y otros.
A los pocos días, alisó y anchó la pista que conduce al lugar, y
dispuso en aquellos claros unos bancos de madera, modelo chiringuito
rústico, que no eran más que el preludio de lo inevitable, de la
guinda del pastel (o más bien del relleno del pavo): unas enormes
barbacoas de piedra y ladrillo que – orgullo del albañil que las
perpetró – parecían, entre los árboles aún raquíticos, tótems
prehistóricos de alguna tribu consagrada al consumo obsesivo de
chuletas.
Enseguida entendí lo que, en mi
pueblo, significa “recuperación ambiental de un paraje natural”.
Nada de conservar senderos o construir observatorios para contemplar
pájaros. ¡Quita ya! Lo “natural” era reconvertir caminos en
pistas de cuatro carriles, sembrar mesas y barbacoas de uso público
(por si alguien olvidó la suya), y – menos mal – dejar crecer
algunos árboles para dar sombra a los comensales. Porque en mi
pueblo (que es el suyo), disfrutar, lo que se dice disfrutar de la
naturaleza, consiste fundamentalmente en dejar el coche bajo un pino
– abierto para oír bien la radio –, sacar sillas y mesas
playeras, y pasar el día comiendo y bebiendo hasta no poder más.
Lo de contemplar la fauna o escuchar los pajarillos mientras se
degusta un libro o se mantiene una plácida conversación es de una
sosería que igual mola en Dinamarca, o en la Selva Negra, pero que
aquí no aguanta ni Dios.
En mi pueblo, que no es de gente
ecologista y con poca sangre, a la naturaleza no se la
contempla, más bien se la usa sin
contemplaciones: para tirar basura, para limpiar el coche,
para hacer moto-cross o para pegar tiros a todo lo que se mueva. Y,
sobre todo, y por lo visto (en nuestro famoso paraje), para criar y
comer chuletas.
Porque hay que comer chuletas. Hasta no
hace mucho, en mi pueblo y en tantos otros, tener un cerdo en el
corral era un seguro de vida contra el hambre, y la carne un lujo
destinado a los días de fiesta. Ahora, criar cerdos, terneras,
corderos o pollos en serie es un negocio boyante. Y comer carne
todos los días y a todas horas la reacción a siglos de carestía,
un signo popular de estatus y vigor, y una mezcla entre el carpe
diem latino y el estilo de vida importado de las
urbanizaciones anglosajonas que se ven en la tele.
De poco sirve recordar a la gente los
peligros para la salud que acarrea el consumo de carnes rojas,
ni la suma de sustancias sospechosas que se inoculan a los
animales para asegurar su rentabilidad, ni el incalculable
sufrimiento que se les infringe en las granjas industriales en
las que se les engorda en un cajón del que no salen hasta llegar al
matadero. Ni eso, ni mostrarles que el mantenimiento del ganado que
llena de carne las barbacoas del primer mundo genera la mayoría de
los gases de efecto invernadero, o que consume la mayor
parte del grano que se cultiva en el planeta. De hecho, con
apenas un 15% de ese grano se acabaría, mañana mismo, con el
problema del hambre.
Pero no. Si alguien filmara un
documental sobre el entorno natural de mi pueblo, podría prescindir
de esos fondos musicales tan cursis mezclados con el sonido del agua
y los pájaros y reproducir, sin complejo alguno, las canciones de
Georgie Dann. ¿Se acuerdan? Yo las llevo escuchando durante todo
el rato que he tardado en escribir esto, aquí, al lado de este
valioso paraje natural donde ya no queda un solo ser vivo que no esté
alrededor o dentro de... ¡La barbacoooa!...
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