Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es extremadura
Según un viejo cuento griego hay tres
tipos de personas en un Estadio olímpico: los que van a competir
(los atletas), los que van a negociar, y los espectadores. ¿Cuál de
estas personas realiza una actividad más digna de un ser humano? No
es el deportista – dice el cuento –, pues sus fines (saltar,
correr) no son muy diferentes de los de un animal. Tampoco el
negociante, pues su conducta está guiada por el mismo principio
económico (obtener el máximo beneficio con el mínimo coste) que
rige la vida en la selva. Tan solo el espectador – concluye la
historia – hace algo específicamente humano: contemplar el
mundo desinteresadamente. El hombre es el único animal capaz de
pasar el tiempo contemplando algo con lo que no puede alimentarse ni
copular: estrellas, hormigas, átomos... ¡O pelotas de tenis!
Cuando cuento esto en clase mis alumnos
se quedan desconcertados. Para la mayoría de ellos los deportistas y
los negociantes son los modelos humanos a imitar. Decirle al típico
chico deportista que se pasa las tardes entrenando en la piscina o en
la pista de saltos que el sentido de su vida es comparable al de un
pez o un canguro es un golpe bajo. Si añades que todo aprendiz de
emprendedor no es (según el cuento) más que un mono codicioso ya
tienes un grupo de adolescentes profundamente indignados deseando
discutir sobre los fines profundos de la vida. ¿Tendrán que ver con
el deporte? ¿Con los negocios? ¿Con el negocio deportivo?...
Tanto en la Grecia antigua como en la
Europa moderna, el deporte comenzó siendo una noble afición para
entretenimiento de aristócratas (la única clase que contaba con
tiempo que perder) y acabó como un espectáculo profesional con que
distraer a la gente de los asuntos públicos y enriquecer a
espabilados “emprendedores”. El poeta griego Simónides – como
cualquier publicista o periodista actual – invocaba a la “musa
que proporciona dinero” para componer sus himnos a las estrellas
olímpicas. Y los tiranos de toda Grecia descubrieron enseguida la
virtus dormitiva que tenía el espectáculo deportivo sobre
las masas. Solo al final de la época clásica surgieron voces
críticas como la de Eurípides, que repetía lo que, ya un siglo
antes, dijera el poeta Jenófanes a sus contemporáneos: “No es
justo preferir la simple fuerza corporal a la sabiduría”.
Naturalmente, todo el mundo pasó olímpicamente de ellos.
Mucha falsa idealización ha corrido,
desde entonces, sobre las Olimpiadas. Pero ni antaño ni hoy parece
que fuera más que un pasatiempo pijo convertido enseguida en un
lucrativo negocio con que entretener a la gente. Porque – y por
extraño que parezca – a mucha gente le entusiasma embobarse viendo
encestar un balón, o celebrar como si le fuera la vida en ello que
un tipo corra, nade o salte un poco más rápido o lejos que otro.
Junto a esto, el significado religioso, ético o estético de los
juegos, las treguas sagradas, el espíritu de hermandad entre
naciones y tantos tópicos olímpicos al uso no son, ni fueron, más
que una sublime intención original, o una brumosa y
sobredimensionada leyenda acerca de los – siempre míticos –
orígenes.
Para comprobar la absoluta falsedad de
esos tópicos no tienen más que asomarse a la realidad de las
olimpiadas de Brasil. Lo que verán es un inmenso negocio montado a
costa de la seguridad y la miseria de miles de trabajadores, un
dispendio de dinero público en un país con millones de pobres y una
galopante crisis económica encima, un espectáculo obsceno con que
tapar los escándalos e intrigas de la clase política, y un lodazal
de violencia en el que – según Amnistía Internacional – la
policía ha asesinado impunemente a miles de personas (presuntos
delincuentes) y ha reprimido con saña a las cientos de miles que se
han manifestado reiteradamente en contra de la celebración de los
Juegos. A tanto ha llegado la violencia policial que correr delante
de la policía para salvar la vida se ha propuesto, con cínico humor
negro, como nuevo deporte olímpico en las favelas de Rio de Janeiro.
Por añadidura, y como era de esperar,
los costosos fastos olímpicos no han certificado la hermandad entre
los pueblos, ni han detenido ninguna guerra, ni representan la más
mínima oportunidad de progreso económico, cultural, moral o
político para la gente, sean, ahora, las del Brasil, o fueran,
antaño, las de cualquier otro lugar. Lo que la aristocracia griega
(o su versión moderna encarnada en el Barón de Coubertin) concibió
como una refinada celebración de los valores de la nobleza guerrera
(patriotismo, heroísmo, desinterés, juego limpio...) no es, ahora,
más que un enorme tinglado publicitario y mediático con el que se
enriquecen el COI (dueño de todos los derechos) y las élites
locales, y que se paga– a menudo durante lustros – con el dinero
de todos. Una inmensa (y a veces sangrienta) estafa en la que el
espectáculo deportivo parece haber tomado el lugar de la religión
como nuevo “opio del pueblo”.
Por lo dicho, estas olimpiadas no
deberían obtener más que nuestro más soberano y olímpico
desprecio. Aunque mucho nos tememos que si no hicieron caso al poeta
Jenófanes, mucho menos nos lo harán a nosotros. Seguro que ahora
mismo está comenzando la final, la semifinal o los cuartos de alguna
rara especialidad de su gusto... Por cierto, la moraleja del cuento
del principio es que para cultivar lo que nos hace personas hay que
contemplar y comprender el mundo.¡Pero no el que sale en la tele!
Sino ese otro que se quedó fuera del estadio, y que, por si
fuera poco, es el nuestro.
¿ Que diría Nietzsche de las Olimpiadas ? Este artículo me recuerda al pensamiento de Aristóteles , pensar y obserbar desinteresadamente.
ResponderEliminarBuena pregunta, Fran. Él, desde luego, no era muy amigo de los dioses olímpicos; creo que prefería la ruidosa selva de dionisos y sus locas bacantes. En lo de Aristóteles tienes toda la razón.
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