Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura
Mi amiga la pintora Carmen Palop usa un
término preciso y sugerente para describir el paisaje y el estado
anímico que provoca el estío extremeño. Lo llama la rastrojera.
La rastrojera es la de los campos en estos días de agosto. Un
paisaje de piel dura, pero suave de mirar, en que el rojo y amarillo
deslucidos de la tierra se mezclan con la calima gris y el azul
lechoso y lejano del cielo. Es un tiempo que invita al recogimiento,
a meterse en casa, como los lapones en invierno, para salir unas
pocas horas al día a buscar víveres y contacto social. Lejos del
estrépito y el agobio de las playas, o de la novelería del turismo,
la rastrojera invita al viaje interior, la lectura, la
reflexión, la realidad virtual y a soportar alguna que otra resaca.
El momento culminante de esta vivencia espiritual es justo después
de la siesta, cuando comienza a caer la tarde y la luz cegadora, el
aire seco, y el silencio absoluto del campo – punteado a ratos por
el zumbido de la chicharra – dibujan las lindes de un mundo onírico
que parece estar más allá de la vida. O, al menos, de toda
actividad visible o esperable. Es el instante místico del encuentro
con la nada. El nirvana ibérico. La liberación absoluta de
toda preocupación, liberación que se encarna expresivamente en el
gesto sublime y casi salvaje del bostezo...
Pues a este estado rastrojero y
de negación del mundo nos ha conducido la presente situación
política. Lo de “política” se dice por rutina, o por estilo,
porque poco de política, en el más noble sentido, ha tenido
la situación durante estos largos y tórridos meses. El sopor
comenzó ya en junio, cuando los españoles todos, o al menos muchos,
dieron un decidido paso hacia el mismo lugar en el que estaban. Hacia
lo malo conocido. El realismo veraniego sucedió a la engañosa
primavera, esa que siempre hace soñar con amores y vidas de estreno.
Aquel entusiasmo fue tan fugaz como una coalición de izquierdas. No
pudo ser. Este país no quiso cambiar. La sonrisa sexy de los jóvenes
podemitas (y los castizos cánticos de los que ya veían su
patrimonio en manos de las hordas rojas) se evaporó como los ríos
en verano y se trocó en áspera apatía de secarral – que barrizal
ya lo era – y supina indiferencia.
Miren desde el camino, ventana o
ventanilla ese plano continuo del paisaje agosteño, desde el
amarillo quemado de la tierra exhausta al plomizo blanco del cielo.
¿No es como una metáfora del estado moral del país? Así de
arrastrojada se nos ha quedado la urna del alma tras meses de
la misma retórica, las mismas tertulias en la tele, las mismas
maniobras caciquiles, la misma pachorra desvergonzada de los mismos
que todos sabemos que van a seguir haciendo lo mismo en cuanto nos
acabemos de dormir... Pero no se preocupen, alguien vela por
nosotros. Si andan por la rastrojera y dejan que el aire les abrase
un par de horas la cabeza, verán dibujado en el cielo el inmenso
rostro de Rajoy, como un gran buda de sonrisa bobalicona y bostezo
incipiente. La actividad de Gautama-Mariano ha sido estos meses la
levitación estival, la quietud del yoga bajo el sopor del mediodía,
la renuncia a todo deseo menos el de no moverse del sillón. El
presidente en funciones sabe que a sus votantes – mientras nada
cambie, y se mande como Dios manda – les trae sin cuidado la
política. Y a él también. Por eso habla, anda, y casi corre, como
recién levantado de la siesta. Y espera, cabeceando, como una mantis
religiosa con plaza en algún negociado de provincias, que la cosa
caiga por su propio peso. Al fin y al cabo es él o él, o terceras
elecciones (y también él).
Si Rajoy es como el runrún metálico
de la chicharra, Sánchez es el silencio profundo del campo, el mundo
onírico, el viaje interior, el misterio... Si Rajoy lleva meses
paseándose en camiseta y rascándose mientras mira de reojo la
semifinal de algo, Pedro Sánchez es la viva imagen del héroe en
tensión: contraído el rostro, desconfiada y dura la mirada, atento
a la víbora que acecha tras cada matojo. Entre la espada del
harakiri del apoyo al PP, y la pared del nicho en que se ha
dejado colocar por amigos y enemigos, el correoso Sanchez parece que
no se rinde, se revuelve y sigue caminando hacia algún sitio –
protegida la cabeza con unas pocas encuestas desvaídas – en busca
de no se sabe qué: ¿una vuelta más a la ruleta de las elecciones
en un tú contra mi – ¡por fin! – frente a Mariano? ¿Un loco
intento de valor para descender hasta las grutas de Podemos (a
rescatar, quizás, a la Princesa de Errejón)? Sólo él lo sabe (si
lo sabe). La verdad verdadera es que el único que parece jugar a
algo lejanamente cercano a la política es Rivera. Un juego fácil –
prepararle carambolas al PP –, pero que lo tiene – o eso quiere
dar a entender – como puta por rastrojo. Pobre. Pero listo. Ya
veremos si no pasa de palanganero a vicepresidente. Mientras, a
nosotros se nos agostó la
paciencia. Todo esto está a años luz de esa nueva política que no
hace tanto (aunque parezca un siglo) creíamos que podía llegar a
florecer en este país de secano. Hoy solo queda la rastrojera.
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