Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Todo el mundo critica el irrespirable ambiente político del país, pero nadie propone medidas concretas para mejorarlo. Y el violento «diálogo» de sordos que protagoniza la vida pública, y que es similar en las instituciones y en la sociedad, no parece que vaya a detenerse.
Es cierto que exigir a los políticos que
debatan en un tono más mesurado y constructivo parece ingenuo. Al fin, lo que
ocupa a la mayoría de ellos es la lucha por el poder, y entre esto y el
servicio a consignas, intereses y fidelidades partidistas, poco tiempo y
capacidad les queda para debatir de forma objetiva y desinteresada sobre los
asuntos públicos.
¿Pero qué pasa con el resto de la
sociedad? Los ciudadanos que no hacemos carrera política no tenemos que
pelearnos por el poder, ni servir a nadie, ni repetir medias verdades o
argumentarios ad hoc; podemos, pues, dialogar de forma honesta,
independiente y racional. Si es verdad que cada sociedad tiene los políticos
que se merece, ¿por qué no hacemos algo como sociedad para merecer unos
políticos mejores?
Ahora bien, para conseguir que proliferen
socialmente pautas de comportamiento más edificantes es imprescindible adoptar
medidas educativas de calado. Medidas que hasta la fecha nadie se ha tomado muy
en serio. Enseñar a los más jóvenes a dialogar racionalmente, a argumentar con
corrección, y a analizar con profundidad y sin prejuicios los problemas éticos
y políticos que conforman el debate público, es esencial para generar una
ciudadanía madura e inmune al espectáculo de la trifulca partidista.
Leo en la prensa que, desde el último
informe PISA, a las familias les preocupa que sus hijos no reciban una
enseñanza de calidad y estén en desventaja en un mundo global, tecnológico y
ultracompetitivo. Pero ese mismo mundo podría irse al garete si, además de
matemáticas, informática o idiomas, no enseñamos a los futuros ciudadanos todo
aquello que garantiza una convivencia pacífica y democrática: la educación en
valores comunes, la reflexión ética, el desarrollo de la capacidad
argumentativa y dialéctica, el pensamiento crítico frente a la multiplicación
de bulos y falacias…
La democracia es un caldo de cultivo
perfecto para la controversia. Esta es su mayor virtud, pero también su mayor
debilidad. Para que sea más virtud que debilidad es imprescindible educar para
afrontar esa controversia; esto es: para formar una ciudadanía capaz de
compartir, comprender, analizar y enjuiciar puntos de vista diferentes sin
tener que darse de garrotazos. ¿Comprenderemos esto antes de que el proceso de
descomposición social en que estamos inmersos sea irreversible?
Mientras haya una parte de la población que no quiera es imposible. ¿Acaso no era un primer paso la Educación para la Ciudadanía que se ha convertido en el campo de batalla de las derechas? ¿Porqué iban a permitir la educación en la crítica quienes defienden el pensamiento único?
ResponderEliminarGracias por la reflexión. Es un endiablado círculo vicioso, que hay que romper por algún lado. Y creo que debe ser el Estado el que tome aquí la iniciativa y promover un plan de educación cívica, ética y crítica mucho más serio y potente.
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