Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Qué hoy
vivamos especialmente envueltos en una nube de «noticias» falsas es una «noticia»
falsa o, cuando menos, cuestionable. Desde los albores de la historia han
existido mitos, cuentos chinos e «información» al servicio de intereses
políticos, económicos o bélicos. Unas más que otras, apenas hay sociedad humana
que no se haya fundado sobre bulos y creencias irracionales – no hay más que
escuchar el discurso de cualquier nacionalista –. Es cierto que los bulos se
difunden ahora más rápida y masivamente que antes, pero también las culturas
eran antes más pequeñas y estáticas,
por lo que los bulos venían a cundir lo mismo.
Con esto no quiero decir, ojo, que los
bulos no sean peligrosos. Lo son, y mucho. Ante todo, porque lastran el
desarrollo pleno y libre de las personas y las sociedades, manteniéndolas en un
estado de inopia, idiotez y minoría de edad.
Ahora bien, igual que el efecto más pernicioso de los bulos se da en las personas, la causa de su éxito intemporal está también en ellas. Es innegable que a la gente le gustan las «noticias» falsas; y la razón es que estas son aparentemente más interesantes, emocionantes y psicológicamente placenteras, especialmente si están hechas a medida de nuestros prejuicios. Es siempre más cómodo y satisfactorio aceptar «información» objetivamente dudosa, pero acorde con nuestras ideas e intereses, que arriesgarnos a cambiar de opinión (o de forma de vivir). En cierto modo, los bulos llaman al agradable e irresistible autoengaño de tener razón a toda costa (nos va mucho en ello). Por eso, para vencerlos no bastan las leyes, ni el celo de los periodistas, ni el conocimiento de los poderes que controlan a los medios. Hace falta, más que nada, incidir en la educación de la gente.
Es por ello que la OCDE ha propuesto
introducir en los planes de estudio contenidos dirigidos a la «alfabetización
mediática e informacional»; y que algunos países, como Finlandia, o
recientemente España, incorporan dichos contenidos de manera transversal en
diversas materias y etapas educativas. Pero con esto tampoco basta. Aprender
cómo se elabora un bulo o cómo se manipulan datos estadísticos es insuficiente
cuando la gente está decidida a creerse lo que le hace más feliz. Es necesario
algo más drástico: es preciso rescatar el espíritu filosófico y la actitud
inquisitiva y crítica que (algunos mitómanos) suponemos en la raíz misma de nuestra
cultura.
Sócrates pensaba que una vida sin
reflexión no valía la pena. Platón nos enseñó a distinguir entre opinión y
conocimiento. Los grandes filósofos modernos (Descartes, Hume, Kant…) tuvieron
a la «duda sistemática» como condición de todo desarrollo intelectual y moral.
En general, la filosofía nos impele a priorizar la búsqueda de la verdad sobre
la mera satisfacción psicológica o el interés privado, y nos muestra que lejos
de esa búsqueda no es posible una vida digna y plena.
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