Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Asistí hace unos días a
un encuentro en el Ateneo de Cáceres junto a su presidenta, M.ª Ángeles López
Lax, y a su presidente de honor Esteban Cortijo – cuyo reciente libro sobre la
historia del Ateneo he tenido el honor de prologar –. La cosa iba sobre el
futuro de una actividad tan aparentemente anacrónica como la de promover el
encuentro y el debate entre ciudadanos, así porque sí, de cuerpo presente y sin
ser pretexto para pasar la tarde en un bar, obtener un título académico o
medrar en un grupo político, secta o sección de los Boy Scouts.
Cuando me preguntaron qué
ventaja específica podría tener hoy – en la época de Internet, del consumo
pasivo de cultura y del individualismo global – esto de acudir a un ateneo, la
respuesta me vino como un resorte: dialogar con gente distinta y participar de
un fenómeno cultural vivo, austero si quieren, pero libre del mercado, del
tiesto administrativo, del espectáculo mediático y del elitismo vetusto y
críptico (que no crítico) de la academia.
Solo por lo primero, por
el encuentro con ciudadanos con creencias, ideologías y conocimientos
diferentes, merece mil veces la pena acudir a lugares como el Ateneo de Cáceres
(o a las actividades de la Sociedad Científica de Mérida que organiza el
profesor Rufino Rodríguez, otro reducto de pluralidad y convivencia en
nuestra Comunidad). No hay nada más opuesto a una parroquia o a un seminario
universitario – en donde se discute, desde luego, pero de manera tan hiperespecializada
que (por motivos diferentes a los de la parroquia) se pierde la noción de
realidad –.
Y ojo que con lo de «parroquia»
no me refiero solo a la iglesia, sino a todas aquellas congregaciones
escolásticas (empezando por las de los adeptos al laicismo) cuyo principal
objetivo es celebrar que tienen las mismas ideas y que están encantados de
conocerse (o de agarrarse unos a otros de los pelos – como un Barón de
Münchhausen colectivo –, no vayan a incurrir en el error de pensar y hundirse
en la ciénaga de las dudas). Conozco algunas de estas «parroquias», tanto de
derechas como de izquierdas; en ellas la programación es tan previsible
y uniforme como los gustos, gestos, opiniones y discursos de quienes acuden
regularmente a ellas a comprobar que, al menos en su particular burbuja, todo
sigue en orden…
Frente a ese espíritu
sectario, acomodaticio y entontecedor del que no quiere arriesgar ni saber nada
que no confirme (o a lo sumo matice) sus ideas, del que deja de leer un
periódico o se marcha de la sala porque se ha dado voz a quien no piensa como
él, o del que hace escrache al «enemigo» para que no pueda ni hablar (¡no vaya
a ser que le convenza!), está el espíritu ateneísta y cívico del diálogo y
hasta la amistad – la más interesante y provechosa – con el que difiere,
incluso hasta las antípodas, de nuestra visión del mundo, y que es el único que
en el fondo puede confirmarnos en (o librarnos de) nuestras inciertas certezas.
Vayan pues al Ateneo, y piensen en esos pobres bienaventurados que lo tienen
todo claro, porque – como decía el maestro Serrat– de ellos es el reino… de
los ciegos.
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