Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Hace unos días se hicieron públicas las
imágenes del telescopio espacial Euclid, lanzado hace casi un año para
captar el universo más lejano y oscuro. Las imágenes son espectaculares, pero
el asunto ha pasado sin pena ni gloria por el saturado escenario mediático.
Parece que la gente tenía mejores cosas que ver. ¿No es increíble?
Tal vez no tanto. Seguramente la mayoría
de las personas tenemos un concepto de lo real más exigente que el que supone
el universo de los científicos, e intuimos que casi cualquier otra cosa o
imagen (una serie de ficción, un conflicto diplomático, las canciones de una
artista pop o los estertores de un niño machacado en Gaza) es más real y merece
más atención que las lejanas galaxias fotografiadas por un telescopio.
La cosmovisión actual es, de hecho, una
de las más pobres que ha parido la historia. No solo carece de encanto
mitológico, sino de profundidad filosófica. Describir el mundo como un evento
espaciotemporal surgido inexplicablemente de la nada y compuesto en un 95% de
una materia desconocida no parece especialmente interesante. Si a eso sumamos
la incapacidad congénita de la ciencia para comprender las cosas que más nos
importan (la felicidad, la justicia, la conciencia, el propio conocimiento, la
razón de ser del mismo cosmos…) tenemos una explicación plausible de por qué a
la gente le importan relativamente poco las fotografías del Euclid.
Es posible que hace siglos, aún sin
telescopios ni imágenes detalladas a todo color, la gente estuviera mucho más
pendiente del cielo. Y no porque no hubiera otros estímulos distractores
(realmente los había y, a escala, seguro que tan absorbentes como los de hoy),
sino porque entonces el cielo era parte de una realidad poblada de elementos
trascendentes (míticos o racionales) que explicaban el mundo, lo relacionaban
con nuestra condición existencial y hasta parecían útiles para orientar
nuestras decisiones vitales.
Ahora, la gente no ve en el cielo más que
imágenes psicodélicas, parecidas a las que puede generar cualquier ordenador,
asociadas a una montaña de datos que pocos comprenden y que, en el fondo, no
sirven más que para inventariar el aspecto más superficial (visible,
cuantificable) de una ínfima parte del mundo.
Alguien dirá que esta cosmovisión
desencantada que nos trae la ciencia nos libra al menos de dogmatismos
irracionales (más allá de los dogmas consustanciales a la propia ciencia,
claro). Es cierto. Pero promueve, por el contrario, un nihilismo huero (y no
menos irracionalista). Tampoco dudo que la ciencia moderna, ciega para los
problemas metafísicos, epistemológicos, existenciales, morales o estéticos,
pero esforzadamente precisa para todo lo demás (si es que queda algo), pueda
seguir generando nuevos y sorprendentes ingenios que, si no nos matan antes,
sirvan para proporcionarnos una vida más cómoda y longeva. Pero ¿para qué
querríamos una vida tan larga y ociosa si no se nos da la más repajolera
esperanza de saber qué diablos pintamos aquí?
Yo creo que no vivimos en una época nihilista sino existencialista. Lo único que hay es lo que podemos comprobar que existe aquí. Estamos en el mismo punto que hace un siglo. Los intentos de revolucionar nuestra civilización e iniciar un nuevo punto de partida a través del comunismo y del fascismo no llegaron a buen puerto. Estamos en la misma situación surgida en la crisis finisecular del XIX. Las previsiones pesimistas de que la gente se volvería loca no acertaron tanto. La gente no está más loca que hace siglos. ¿Cómo soportas vivir en un universo que parece presentarse enigmático y absurdo? Pues de la misma manera que superas un evento traumático; como puede ser la muerte de tu madre. Tratas de digerir el trago amargo y sigues adelante día a día.
ResponderEliminarGracias por la reflexión. La analogía que presentas es discutible, pues se supone que el universo es todo lo existente. La superación de un trauma se supera apoyándote en cosas más firmes que aquello que se ha roto; las dudas se despejan a partir de alguna certeza; pero cuando lo que suponemos como referencia absoluta se presenta como absurdo, seguir, como dices, "adelante" (¿hacia donde es adelante?) parece igualmente un sinsentido.
EliminarDesconfiad de todo lo que publica un hombre que no sabe PLANTAR SUS CEBOLLAS.
EliminarPudiera parecer en una lectura quizás apresurada que la reflexión que expone el autor del artículo es un alegato contra la ciencia en general, contra las observaciones cada vez más rigurosas y exhaustivas del universo físico en que residimos, no sabemos muy bien por qué y para qué, dicho sea de paso. Qué duda cabe que de los resultados de esas observaciones se puedan extraer medidas que en muchos casos repercutan, siendo optimistas, en mejoras de nuestras condiciones materiales de existencia. No creo que esta reflexión se asiente sobre un fondo integrista o reaccionario; se desprenden de los numerosos textos publicados por el autor unos modelos ideológicos y convicciones muy alejados de la intransigencia o cobardía intelectual. Una sutil ironía podría a lo mejor confundir a sus lectores.
ResponderEliminarPero sí que me parece visible un serio reproche , reconvención o regañina, al papel de la ciencia en el último siglo, cada vez más despojada, en su camino ciego, frío y neutro, de una envoltura ideológica (en su sentido no marxista) , filosófica o ética, que vincule esa pormenorizada y profunda exploración de la materia o el universo con las acuciantes preguntas o interrogantes de aquellos seres humanos que aún no hayan desistido de planteárselas. Probablemente en el pasado, incluso en el más remoto, como acertadamente señala el autor, esas observaciones estaban ligadas, como refutación o confirmación, a las convicciones religiosas o míticas que trataban de explicarnos nuestra existencia y nuestro sentido. Y esa pudiera ser la razón por la que tanto las imágenes del Euclid, como el bosón de Higg, pongamos por caso, nada menos que la “partícula de Dios”, pasaron sin pena ni gloria por nuestras pantallas telediarias. No creo que ni mucho menos sea tarde para llamar a la convergencia no revuelta de ambos procesos de análisis de la realidad, en el sentido más amplio que quepa de esta.