sábado, 26 de septiembre de 2015

¿Una educación sin filosofía?

Texto publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.


Algunos alumnos me confiesan, durante el curso o, más a menudo, después de él (a veces, al cabo de los años), que la asignatura de filosofía les despertó, en la secundaria, a cuestiones antes impensables para ellos. Algunos me han llegado a decir (sin duda, exageradamente) que antes de dar clases de filosofía apenas habían “pensado de verdad” en nada. A muchos los he visto cambiar de creencias, sufrir crisis religiosas, tener discusiones inauditas con sus padres y amigos, en parte debidas (según ellos) a la filosofía. Casi todos dicen salir de clase desorientados, pero también impacientes por volver, al día siguiente, a las preguntas nuevas y radicales que han brotado en el aula. Digo “radicales” porque afectan a la raíz de la existencia de cada individuo. Pensar casi por primera vez en lo que es el mundo y lo que pinta uno mismo en él, en la razón de las propias creencias, en lo que de verdad es verdad y mentira, en el bien y el mal, en lo justo y lo injusto, sin prejuicios, más allá de los tópicos al uso… Todo eso representa una experiencia insustituible e inolvidable para muchos de mis alumnos. Incluso los que aún no llegan a apreciar estos asuntos (no todo el mundo madura a la misma velocidad) se quedan “tocados”, intuyen que algo muy importante se está cociendo en las clases, y aunque no lo entiendan, entienden que ahí hay mucho por entender. Y que en ese entenderlo se juegan el cómo, el qué y el por qué de sus vidas.

¡Pensar! En clase de filosofía hay que pensar. Buena parte de los chicos que me llegan son supervivientes de la burocracia educativa. Están acostumbrados a memorizar contenidos y a resolver problemas de tipo académico. Pero a pocos se les ha estimulado a pensar por sí mismos. La mayoría comienzan a hacerlo en filosofía por la sencilla razón de que en ella se tratan los “asuntos de la vida”: el sentido de la existencia, la muerte, la forma en que hemos de vivir y relacionarnos con los demás, la libertad, el poder, la injusticia, el compromiso político...

Pero no solo es pensar. Más allá de ese ejercicio de torsión íntima que es la reflexión está el otro: el pensar hacia los demás, el diálogo. La primera idea que tienen muchos chicos de lo que es "debatir" proviene de lo que ven en la televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate “en serio” se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, descubren que es más eficaz y enriquecedor resolver los problemas así, convenciendo y dejándose convencer...

Se me ocurren mil cosas más para justificar la permanencia de la filosofía en las aulas. Al fin y al cabo somos seres racionales, vivimos (y, a veces, morimos) por ideas, y desarrollar esa condición y conocer las más grandes ideas que han parido o descubierto los filósofos bastaría para justificar con creces la relevancia de esta asignatura. A veces me pregunto cómo podría alguien opinar, votar, creerse de verdad algo o alguien sin conocer todas esas ideas. ¿Como podría, por ejemplo, ser ateo, o cristiano, o creer lo que dice la ciencia, u opinar a favor o en contra del aborto, o votar a izquierdas o derechas, sin tener ni idea de las ideas que hay tras cada una de esas posturas o imposturas? Toda nuestra civilización se ha construido sobre pilares filosóficos: el platonismo, el cristianismo, el iluminismo ilustrado, el liberalismo, el socialismo, el historicismo, el materialismo cientifista y cien ismos más. Desconocerlos supone hundirnos en un estado de inopia y vulnerabilidad ideológica que solo es admisible a súbditos o adeptos, nunca a ciudadanos o a personas.
El Roto

Es verdad (lo reconozco) que tal vez sea imposible consignar en los informes de la OCDE si un alumno ha aprendido a pensar y a dialogar. Admito también que es improbable que en las pruebas PISA pueda valorarse, algún día, el grado en que conocemos las ideas que nos hacen ser (y conocer, y valorar y hacer) todo lo que somos. Y, sin embargo, no dejo de pensar que no hay nada realmente más formativo (y transformativo) que todas esas inconmensurables habilidades filosóficas. ¿Debemos, entonces, prescindir de ellas? ¿Es siquiera posible concebir una filosofía de la educación tan necia que prescinda de la educación filosófica?... Bueno. Pues sí. Es posible. Es la filosofía que late tras la LOMCE. Es la filosofía educativa en la que, entre otras, destaca la idea de que no conviene hacer proliferar las ideas entre las mentes jóvenes. El Mercado, que es quien manda y decide, las quiere breves, útiles y claras. Como en un libro de instrucciones. Como en el eslogan de una empresa. O como en un código legal que solo pueda admitir una masa de súbditos o adeptos.

De todo esto, por cierto, pienso discutir mañana con mis alumnos. Si todavía nos dejan.









jueves, 10 de septiembre de 2015

La educación, a merced de todos los vientos.

Artículo publicado originalmente por el autor en el diario.es 



El calendario escolar comienza este año con tan solo un par de cosas claras. La primera es la confusión e incertidumbre que hemos de afrontar alumnos, docentes y familias, durante este curso y quizás el siguiente. La segunda es la confirmación de lo acostumbrados que estamos, en este país, a la irresponsabilidad política en un asunto tan trascendente como el de la educación.

De un lado, el gobierno ha dejado a toda la comunidad educativa a caballo entre dos leyes, la última de ellas (la LOMCE) convertida en un huracán destructivo de lo que a muchos nos parecen principios elementales de la educación: la formación integral de las personas, el amor al conocimiento, o la importancia de la motivación, la curiosidad y la alegría de aprender. En lugar de una ley construida desde el consenso y que dote (¡al fin!) de cierta estabilidad al sistema educativo, la LOMCE se ha impuesto, además, de forma autoritaria y trapacera, contra el criterio de casi todos; ha dado lugar a diecisiete sistemas educativos distintos, uno por cada autonomía; obliga al alumnado menos favorecido a abandonar la opción de los estudios superiores con catorce o quince años; y, en nombre de la excelencia y la calidad educativa, elimina apoyos, consagra la masificación en las aulas, introduce currículos improvisados a toda prisa, y amenaza al alumnado con reválidas que no obligan más que al adiestramiento y a la memorización de respuestas. ¿Hace falta seguir?

Por el otro lado, la situación tras las pasadas elecciones autonómicas, y la que se prevé tras las legislativas de diciembre, que contagian de incertidumbre a algo (el sistema educativo) que debería estar relativamente a salvo (y no en el centro) de la batalla política. ¿Se derogará la LOMCE caso de perder el PP su mayoría absoluta, o simplemente se modificará en algunos de sus aspectos más polémicos? ¿Se paralizará su aplicación actual, en caso de que se derogue o modifique? ¿Habrá una nueva ley educativa? ¿Cómo y cuándo será? ¿Qué pasará, a todo esto, con el alumnado y sus familias? ¿Sobrevivirán a este maremagnum legal? ¿Podrán padres y madres asumir el gasto, entre otros, de renovar constantemente los libros escolares?...

Ante tamaña incertidumbre, y frente a todo lo que significa la LOMCE, algunas comunidades han decidido, sencilla y responsablemente, negarse, es decir: ralentizar todo lo posible, incluso al precio de ser objeto de requerimientos legales, la implementación de la nueva ley. Algunos creímos que en Extremadura, bajo la presión de PODEMOS y el apoyo de sindicatos y plataformas docentes y ciudadanas (firmantes, el pasado junio, del Manifiesto Urgente sobre la Educación en Extremadura), el nuevo gobierno de Fernández Vara iba a estar entre esas comunidades. Imaginábamos que el presidente iba a encerrarse durante el verano con sus consejeros y asesores para promulgar leyes, programar un nuevo comienzo de curso y, así, evitar aplicar decretos que, muy probable y justamente, habrá que comenzar a desaplicar en unos meses. Pero nos equivocábamos. Pese a todo nuestro esfuerzo, se ha impuesto la larga siesta administrativa de agosto, y la kafkiana pesadilla que es este curso está a punto de empezar. Pagarán el precio el alumnado, esos seres sin entidad electoral y a los que nadie pregunta nunca nada. Pero también sus familias, que habrán de asumir el incremento de tasas, los cambios de libros y la disminución de las becas. Y, por supuesto, los docentes que tendrán que hacer lo imposible para que, pese a tanta confusión e irresponsabilidad, nuestro alumnado siga confiando en que otro futuro, otra educación, y otra forma de hacer política son aún posibles.


jueves, 3 de septiembre de 2015

De cuando los cavernícolas de Platón se levantaron a pintar bisontes.


Divina proporción de la Caverna Aurea, obra de Carlos Plaza de Miguel 
Aquí tenéis una nueva especulación sobre el arte y su relación con el pensamiento reflexivo. Es una reelaboración de una vieja entrada de este blog, y ha sido publicada en el número de septiembre de Humano, creativamente humano. 


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