miércoles, 22 de febrero de 2023

¿Existe un capitalismo «piadoso»?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El lenguaje es un gran invento. No solo sirve para comunicar mensajes. También para imbuir de modo subrepticio ideas que faciliten ciertas interpretaciones de estos mismos mensajes. Así, cuando estos días se habla de «capitalismo despiadado» – a propósito de la subida de precios— se está reforzando la idea de que existe un «capitalismo piadoso», e incluso de que esa forma piadosa de capitalismo sea la más normal, siendo la despiadada una derivación accidental de la misma.

Es curioso también que la expresión aluda indirectamente al término «piedad», de claras resonancias religiosas. Es curioso porque solo desde una perspectiva estrictamente religiosa podríamos decir que el capitalismo admite la cualificación de «piadoso», al menos desde una cierta interpretación del cristianismo, tal y como analizó hace mucho el sociólogo Max Weber.

Contaba Weber que ante el problema aparentemente irresoluble de conciliar el modo de producción capitalista con la estigmatización cristiana del afán de lucro, la moderna Reforma protestante ofreció una solución casi perfecta: la de sacralizar el trabajo productivo y el éxito empresarial como una prueba de la predestinación divina. De esta manera, y mientras que la Iglesia católica seguía condenando la usura (es decir: el negocio bancario) y la acumulación de riqueza como actividades pecaminosas, en los países protestantes proliferaba la doctrina (tan oportuna) de que el enriquecimiento personal no solo no era un problema para acceder al paraíso, sino el pasaporte más seguro para llegar a él.

Este retorcimiento doctrinal del significado de «piedad» está también en la base del liberalismo, en el que se ofrece una versión secularizada de la justificación religiosa del «capitalismo piadoso». La diferencia es que mientras en el protestantismo es la providencia divina la que designa a través del éxito económico a los predestinados al cielo, en el liberalismo es la mano invisible del mercado la que distingue a los que deben salvarse en la tierra, demostrando que entre el Dios protestante y el Mercado las diferencias son, en todo caso, de matiz: ambos derraman justicia y riqueza de forma inescrutable (y a través de sus intermediarios, los más ricos), ambos son omnipotentes y omnipresentes, y ambos representan un dogma sagrado e indiscutible…

Ahora bien, más allá de esta concepción religiosa del «capitalismo piadoso», ¿tiene realmente sentido la expresión o es un oxímoron de libro? Si la analizamos a la luz de su opuesto («capitalismo despiadado») y desposeemos el término «piedad» de su aura religiosa, designando con él valores como la compasión o la solidaridad, la respuesta es muy clara: el capitalismo, por principio, no puede ser piadoso, sino necesariamente competitivo y depredador (¿cómo podría darse, si no, la acumulación particular de capital y recursos que lo define?).

Realmente, lo opuesto a «capitalismo despiadado» no es «capitalismo piadoso» (ni ninguna de sus variantes laicas: capitalismo de rostro humano, capitalismo responsable, capitalismo del bienestar, capitalismo sostenible…). Lo opuesto al «capitalismo despiadado» (es decir, insensible a toda ley distinta a la del Mercado) es el «capitalismo intervenido» por alguna instancia realmente distinta de él.

Esa otra instancia, en nuestras democracias liberales, es o debe ser la del interés común, por lo que es perfectamente legítimo que el Estado, en nombre de ese interés común, regule el funcionamiento del mercado cuando sus turbulencias especulativas perjudican gravemente a la mayoría; interviniendo, por ejemplo, en la comercialización y producción de bienes de indudable interés público, como alimentos, energía, fármacos, vivienda, u otros más complejos, como lo es el propio dinero.

Con esto no se está invocando al fantasma del comunismo ni amenazando a las clases medias (cada vez más esquilmada por ese mismo capitalismo). Este intervencionismo es lo que se ha venido haciendo – aunque cada vez con más dificultades – desde que el capitalismo es despiadado (es decir, desde que el capitalismo es capitalismo). Y en todas direcciones; también (y sobre todo) en la del interés de los más privilegiados.

Es por ello extraño que a las propuestas de regulación del precio de alimentos básicos o hipotecas en momentos críticos (como el presente), se conteste una y otra vez aludiendo al dogma del Mercado. ¿Por qué no se contestó del mismo modo a los bancos que, tras la crisis del 2008 (debida justamente a la falta de regulación), fueron rescatados con más de 100.000 millones del dinero de todos? La piedad con los despiadados es un mal negocio, y desde un punto de vista político tiene que estar sujeta a contrapartidas. Se trata aquí de la ética, amigos. Y no del Mercado. 

miércoles, 15 de febrero de 2023

De la LOMLOE y más allá.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


La implantación de una nueva ley educativa genera siempre malestar y desconcierto, especialmente si los afectados no ven con claridad la necesidad de esta. ¿Había razones suficientes para promulgar otra ley educativa (más allá del compromiso electoral de derogar la ley anterior)? Yo creo firmemente que sí. Pero me temo que esas razones no se han expuesto con suficiente claridad a la ciudadanía.

La más importante razón para reformar la ley educativa ha sido la necesidad de actualizarla para integrarla con más firmeza en el marco común europeo. Este marco (el llamado «Espacio Europeo de Educación») responde al proyecto de modernizar y unificar los planes de estudio de las naciones miembro con objeto de fortalecer desde la raíz el proyecto político de la UE. Una Europa más fuerte y cohesionada requiere de una mayor compenetración de sus realidades culturales y, por ello, de sus modelos educativos. 

Fruto de este esfuerzo de integración son las dos novedades principales de la LOMLOE. La primera es una apuesta mucho más decidida por el enfoque competencial propuesto por la UE hace ya casi veinte años. Desde un punto de vista pedagógico, dicho enfoque consiste en que el alumnado aprenda a través de una experiencia contextualizada de los contenidos educativos, involucrando en ello las diversas dimensiones de su personalidad (cognitiva, moral, social, afectiva), de su desarrollo (académico, personal, cívico-social) y del propio aprendizaje (conceptos, destrezas, actitudes, valores).

La segunda novedad de la LOMLOE es la introducción en el currículo de todas o la mayoría de las áreas y materias de contenidos relativos a valores y principios dirigidos a la educación de la ciudadanía (la interculturalidad, la equidad, la democracia, la solidaridad, la sostenibilidad, la igualdad de género, el respeto por los derechos humanos, etc.). En este sentido, la LOMLOE propone educar – tal como hace cualquier otro sistema educativo de cualquier otra cultura – en los valores colectivos que sustentan la vida social. Pero – a diferencia de otros sistemas y culturas – a hacerlo de modo integral (a través de la práctica educativa y el trabajo con todo tipo de contenidos), a limitarse a un sistema de valores mínimo y consensuado, y a orientar esta educación cívica desde una perspectiva ética y crítica que evite todo adoctrinamiento dogmático (si bien en esto último la ley se ha quedado notablemente corta). 

Otra razón con la que justificar la LOMLOE es la de (volver a) situar los principios de equidad e inclusión en el centro de la actividad educativa. Frente al discurso simplista sobre la falta de interés o esfuerzo personal, los datos muestran con tozudez que el éxito y el fracaso escolar dependen fundamentalmente del entorno socioeconómico del alumnado, por lo que resultaba necesario reestablecer e incrementar normas y medidas estructurales con que paliar en lo posible las desventajas de partida de un gran número de estudiantes.

Hay otros aspectos que justificaban igualmente la necesidad de una nueva ley educativa: la necesidad de dar cobertura legal a estrategias didácticas exitosas pero aún poco comunes, la atención a la educación afectiva, la prometida regulación de la carrera docente… Pero queremos exponer también aquello en lo que la LOMLOE, por justificada que esté, debería ser corregida o superada.

Lo primero es que esta ley no nazca de un pacto político que asegure su perdurabilidad, por lo que todo el ambicioso plantel de objetivos que hemos enumerado aquí, por valioso que sea, podría quedarse fácilmente en nada. Esto no es una característica específica de la LOMLOE (sino de todas las leyes educativas de los últimos cuarenta años), pero sí que merece, al menos, una reflexión.

Lo segundo es el carácter aún muy insuficiente (cuando no casi simbólico) de la educación cívica y ética en la nueva ley. Resulta incomprensible que se insista en el papel fundamental de la educación para afrontar problemas tan graves como la corrupción, la violencia machista, la irresponsabilidad medioambiental, las adicciones, la polarización ideológica y mil asuntos más, y la materia que se ocupa directamente de todo esto siga siendo una «maría» sin apenas horas en un curso perdido de la ESO.

Y lo tercero y último no a mejorar, sino a erradicar del todo, es la obsesión por convertir la ley en un tinglado burocrático que coarta el trabajo docente y que nada tiene que ver con el espíritu que la motivó. 

Sobra decir que estas tres objeciones podrían subsanarse si hubiera voluntad política y una ciudadanía crítica y bien formada que la guiara y corrigiera. La LOMLOE habría venido justo a promover, como hemos dicho, esa educación cívica y ética. Pero (insistimos) en esto se ha quedado claramente corta. Cortísima.

 

miércoles, 8 de febrero de 2023

Contra la memoria



Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Soy incapaz de aprender nada de memoria. Al menos, voluntariamente. La razón fundamental es que no me da la gana. Y no me da la gana porque memorizar atonta, y no hay nada más aburrido que embotarse en la repetición mecánica de algo. Tal vez esto de memorizar sirva, a lo sumo, para relajarse (como rezar o hacer meditación) pero (como rezar o hacer meditación) no sirve para aprender nada. 

Tal es mi tirria a memorizar que cuando tuve que estudiar el código de circulación intente reescribirlo, more geométrico, como la Ética de Spinoza, a ver si así me lo aprendía. Fue imposible, claro: ni yo soy Spinoza ni el sistema de señales de tráfico es lógicamente sistematizable, te pongas como te pongas. Pero eso sí, gracias a que me puse, se me quedó el dichoso código en la cabeza. Está claro: razonar (sin más) implica memorizar; mientras que memorizar (sin más) no supone necesariamente razonar; ni de lejos.

Una ventaja de no querer o saber memorizar es que uno tiene que repensar con frecuencia las cosas. Y esto, en relación con asuntos de enjundia (que son los que hay que pensar, ¿para qué si no?), es un ejercicio muy saludable. Saber no consiste en memorizar enciclopedias (¿se acuerdan de las enciclopedias?), sino en mantener el tono intelectual de aquellos que las hicieron posibles. Y cultivar esa inquietud intelectual no se logra memorizando o calculando mecánicamente. Ni siquiera leyendo lo que suponemos que pensaron otros. Ya advirtió Platón en el Fedro (y no cito de memoria) que la generalización de la escritura iba a acostumbrar a la gente a repetir ideas solo por el hecho de haberlas leído y memorizado, aumentando significativamente el número de eruditos atorrantes…

Por supuesto que siempre hay necesidad de recordar datos, aunque esto es algo secundario para alguien que razone con cuidado. Tengo un amigo filólogo que es capaz de leer en varias lenguas (todas románicas, cierto) sin haber memorizado listas de reglas o vocabulario. Le basta dominar las estructuras del idioma (por haber traducido mucho latín y griego), reconocer algunas palabras muy comunes, e ir induciendo o deduciendo hipótesis a partir de ellas y del contexto. Piensen que un número excesivo de datos o detalles impiden pensar y saber nada. ¿Recuerdan (grosso modo) a Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar y, por lo mismo, de pensar en nada?...

Es por todo esto que me resulta tan extraña y desencaminada la defensa numantina que hacen de la memoria algunos de mis colegas docentes. Piden que no caricaturicemos su posición mencionando aquella práctica estúpida de memorizar listas de reyes godos y cosas parecidas, pero es que no se sabe muy bien qué es, entonces, lo que defienden. Si es que todo proceso cognitivo implica emplear la memoria, a esto no se opone nadie. Y si de lo que se quejan es de que los alumnos no manejan tantos datos de memoria como antes, la réplica es fácil: no hace falta. Igual que la aparición de la escritura (pese a la objeción de Platón) permitió que la gente dedicara menos tiempo a repetir cosas, y más a crear y pensar, el auge, hoy, de la cultura digital está acabando con rémoras (como pasarse un mes recabando datos que se pueden encontrar y organizar ahora en unos minutos) que obligaban entonces, por economía del tiempo, a utilizar mucho más la memoria…

Estos colegas míos deberían saber, en fin, que aprender no es nunca el resultado de memorizar nada, sino que es el memorizar lo que resulta (entre otras cosas) de un buen aprendizaje, es decir, de aquella experiencia que, lejos de limitarse a instalar datos en la cabeza, cambia y reorganiza tu forma de pensar y vivir.

Sé todo esto porque estudié con aquellos viejos profes sesentayochistas que, como pedagogos deseosos de aprender a enseñar les darían hoy unas cuantas vueltas a algunos de mis colegas más jóvenes. Y lo hice, además, en un cole en el que no te obligaban a memorizar nada (ni a hacer demasiados exámenes). Gracias a ello hoy soy, como decía, casi completamente incapaz de aprender nada si no lo pienso y ordeno antes de forma crítica en mi cabeza…

Pese a esto, creo que no me ha ido mal del todo. Como tampoco a la mayoría de los alumnos que han pasado durante años por mis manos. Ellos me han confirmado que no hay otra forma posible de aprender que rehuyendo de toda memorización mecánica (es decir, de toda memorización a secas), y, por supuesto, de esa obsesión por los exámenes – casi todos de memorieta – que pervierten el aprendizaje, transformándolo en adiestramiento perruno y alienante.

 


miércoles, 1 de febrero de 2023

¿Podrá filosofar la IA?


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Estamos descubriendo que la inteligencia artificial (IA) puede realizar tareas que creíamos exclusivas de un ser humano, como dialogar o crear textos e imágenes originales. Y esto parece solo el principio. Además de simular procesos cognitivos complejos, estos sistemas prometen emular nuestra capacidad de juicio, sustituyéndonos a la hora de tomar decisiones. ¿Serán capaces?

Si así fuera, el uso masivo de la IA nos dejaría a casi todos sin trabajo. No solo a quienes se dedican a tareas puramente mecánicas sino, en general, a todos aquellos cuyo oficio puede describirse esencialmente en lenguaje algorítmico. ¿No sería más eficaz y barato sustituir, por ejemplo, a un médico por un sistema de IA entrenado (en las mejores universidades) para interpretar pruebas, diagnosticar y establecer tratamientos? ¿Y no podríamos hacer lo mismo con abogados, ingenieros, pilotos o físicos experimentales? ¿Quién se «salvaría» de ser sustituido por una máquina?

No es fácil responder a esta pregunta. Aparentemente al menos, una IA podría entrenarse para hacer cualquier cosa, desde imitar los mecanismos heurísticos que rigen la creatividad de un artista a simular (con un algoritmo estructuralmente parecido al del médico) el sacramento de la confesión…

Advierto que introduzco las palabras «simular» o «imitar» solo por prudencia, porque realmente no sé en qué se distinguirían esencialmente las tareas hechas por una IA de las que haría un ser humano. Además de que la imitación es la raíz de todo aprendizaje, y no solo del de las máquinas. Un ser humano empieza a serlo imitando la forma de hablar y pensar de sus progenitores, y un médico o artista imitando (y mejorando si es capaz) los procedimientos en los que se forma. ¿Qué diferencia fundamental habría con una IA que, además de imitar, pudiera incorporar información nueva, aprender de sus errores, generar hipótesis o creaciones originales, y revisar y rehacer sus propios algoritmos? Las máquinas han sido hecha por nosotros, es cierto; pero también nosotros hemos sido hechos y educados por otros…

Una objeción típica al desempeño de ciertas tareas por parte de la IA es que una máquina no podría entender ni expresar emociones. Pero esta objeción tampoco parece suficiente. Si las emociones fueran completamente refractarias a los algoritmos, tendríamos que concluir que son absolutamente irracionales e incomprensibles (incluso como emociones), ¿y quien las querría entonces? Y si el problema fuera que aún no hemos entendido sus complejos mecanismos lógicos (y subsidiariamente biológicos, sociológicos, ideológicos, etc.), entenderlos e imitarlos sería cuestión de tiempo. Al fin, si entendemos las emociones como fenómenos emergentes surgidos de la cultura y de la bioquímica cerebral, todo ello (pautas sociales, patrones neuronales) sería asimismo reducible a información lógicamente estructurable. Y si esto fuera posible, toda otra serie de actividades (las de educador, psicólogo, cuidador, etc.) quedarían en manos de la IA.  ¿Qué podría impedir, por ejemplo, que un sistema inteligente de educación interpretara los sentimientos y necesidades del alumnado, le proporcionara una experiencia educativa personalizada y evaluara objetivamente su aprendizaje, expresando para ello las actitudes emocionales más apropiadas (empatía, preocupación, orgullo…)?

Por no salvar, no salvaría (si es que de salvar se trata, que igual es condenar a la extinción) ni el oficio de informático. En la medida en que la programación es otra actividad reducible a pautas heurísticas y algoritmos, los sistemas de IA podrían llegar a ser (¡cada vez lo son más!) completamente autoprogramables. Por cierto: ¿Equivaldría esto a convertirlos en seres autónomos o libres?

¿Y la filosofía? ¿Podría filosofar un sistema de IA?... Se trata de una pregunta enorme y ella misma filosófica. Veamos. Si la filosofía arranca de la necesidad de responder a la pregunta acerca del ser y el sentido de todo, ¿podría la máquina preguntarse por el ser y el sentido de sí misma? ¿Podría poner en cuestión los conceptos de realidad, verdad, máquina o inteligencia…?

Y, sobre todo, ¿podría plantearse una IA si aquello que le han enseñado a reconocer como “bueno”, “justo” o “bello” es realmente bueno, justo y bello? ¿Podría autoprogramarse hasta el punto de generar sus propios criterios éticos, políticos o estéticos? Fíjense que los seres humanos, por muy estrictamente que se nos eduque, podemos reparar en el carácter convencional o incompleto de toda esa formación, cuestionarlo todo y rebelarnos contra códigos y normas, incluyendo el código genético y las normas sociales. Podemos, incluso, querer acabar con el mundo entero (con nosotros en él), por no considerarlo justo o digno de existir… ¿Podría también querer todo esto un sistema de IA? ¿Podría ella misma responder a esta pregunta? ¿Y a esta…?


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