sábado, 24 de octubre de 2015

Prohibido prohibir (la religión en la escuela).

Este texto fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura. 

Llega la temporada preelectoral, y el debate sobre la educación religiosa vuelve al escaparate mediático. ¿Se debe impartir religión en la escuela? Caso de que se deba, ¿se debe impartir integrada en el horario escolar, como una materia más, cuya evaluación sea computable para la nota media, etc.? Y, caso de afirmar todo lo anterior, ¿se debe obligar a cursar una materia alternativa a los alumnos que no quieran esa formación religiosa? Vayamos, pues, por partes.

¿Se debe impartir doctrina religiosa en la escuela? Los que afirman que se amparan en el derecho de los padres a elegir libremente la educación de sus hijos. Los que afirman que no argumentan que la escuela no es lugar para contenidos dogmáticos o religiosos, en ocasiones extraños a los valores constitucionales, y que dichos contenidos deben quedar confinados al ámbito privado o al propio de la institución específica a la que pertenecen (es decir, a la Iglesia). Bien. Para avanzar un poco en este viejo debate convendría, antes de nada, evitar o zanjar los juicios más (a mi juicio) superficiales, y quedarnos con lo más fundamental que anda en liza. La defensa a ultranza de la libertad de los padres, por ejemplo, es algo que nadie mantendría en serio (¿Tendrían derecho los padres a educar a sus hijos en los principios de una secta de suicidas o de practicantes del incesto?). Tampoco es sostenible que en la escuela solo se puedan impartir materias no dogmáticas. ¿Qué es una materia dogmática? La propia ciencia asume como dogmas sus axiomas y toda una serie de presupuestos filosóficos (de los que normalmente –y a diferencia de la teología— ni siquiera es consciente). Las enseñanzas artísticas parten, también, del presupuesto (irracional) de que el gusto o el arte carecen de criterios racionales (y de que es de mal gusto, o poco estético, exigir argumentos lógicos al que degusta o crea obras de arte). Si hubiera que eliminar todo dogmatismo de la escuela, tendríamos que cerrarla. El verdadero nudo del debate es otro. Entre defensores y detractores de la religión en la escuela lo que hay son dos visiones del mundo (y del hombre y sus valores) aparentemente opuestas. El catolicismo no carece de valores humanistas y universales, como he leído en algún panfleto, tan solo tiene los suyos (que para los católicos, como para todo el que cree estar en lo cierto, han de ser universalmente ciertos y válidos). Igual que el iluminismo ilustrado, el cientifismo o el socialismo (ese “cristianismo para laicos”, decía con sorna Nietzsche) tienen también su propia concepción del hombre y de lo que le es valioso. Que la polémica en torno a la religión en la escuela es, en el fondo, un debate entre concepciones distintas del mundo o el hombre lo muestra, además, el habitual cruce de acusaciones entre unos y otros: ambos se acusan, justamente, de querer adoctrinar a los alumnos (cuando en el fondo, de lo que quieren acusarse, unos y otros, es de no adoctrinar a los alumnos en las ideas correctas). Si esto es así, podemos hacer dos cosas. Resolver esta vieja polémica o, si como parece, esto no es de momento posible, acatar que, en una democracia, las controversias ideológicas no deben resolverse mediante prohibiciones, sino mediante el diálogo, hasta cuando es posible, y mediante la elección individual cuando este ya no lo es. Por eso creo que la escuela debería ofrecer todas las opciones ideológicas (en una democracia perfecta, hasta las más dogmáticas y antidemocráticas), a la vez que propicia el debate entre ellas (o, al menos, la libre elección individual). La religión católica ha de estar presente en la escuela, lo mismo que cualquier otra opción ideológica que la sociedad demande. Eso sí: siempre que, a la vez, se enseñe a debatir y a optar de forma crítica y argumentada, desarrollando la correspondiente competencia racional o filosófica. Pluralidad de opciones y capacidad crítica y racional. Esos son los dos rasgos que distinguen a una sociedad democrática y que, consecuentemente, deberían también distinguir a su sistema educativo.

Supuesto, pues, que deba ofertarse Religión Católica en la escuela, la segunda cuestión es cómo. Ofertarla en todos los cursos y ciclos educativos (como se hace ahora), y junto a las materias de alcance más universal (entre las cuales podría haber una materia de Religión –no de doctrina católica— en el más amplio sentido) es tan desproporcionado como lo sería la obligación de ofertar, no sé, clases de socialismo o de arte griego desde primaria a bachillerato. Esta injustificada persistencia no tiene más interés que el de la Iglesia católica por aumentar fácilmente el número de sus fieles. Ni siquiera cabe la justificación de que el alumno conozca y valore la impronta que el cristianismo (o el catolicismo) ha dejado en todos los aspectos de nuestra cultura. Se supone que eso ya se enseña en otras materias (historia, filosofía, literatura...) y desde un punto de vista más objetivo y reflexivo, que es de lo que, para ese caso, se trata.

Parece sensato, entonces, que la Religión Católica sea una asignatura opcional. Y que, dado su carácter específico, se imparta fuera del horario lectivo, o en sus márgenes (en las últimas o las primeras horas, por ejemplo), que su evaluación no cuente para la nota media, y (añadiría) que se oferte solo en en los últimos años de la secundaria. Su fuerte contenido ideológico y moral, y la forma dogmática de exponerlo, hacen de la materia de Religión algo no apto para mentes infantiles. La formación en una confesión religiosa concreta debería ser siempre una decisión adulta y consciente. Y tanto escuelas como padres deberían evitar que los niños puedan ser adoctrinados de una manera tan insistente (por la religión católica o por cualquier otra doctrina). Tal vez una familia crea que sus creencias son excelentes para sus hijos. Pero creo que sería más excelente aún procurar que fueran ellos los que la valoraran libremente así, a su debido tiempo.

Dicho todo lo anterior, la última cuestión es fácil de responder. La materia de Religión Católica, caso de que se imparta (fuera o en los márgenes del horario escolar común), no debe ir acompañada de una materia alternativa obligatoria para los que no la escojan. La obsesión de la Iglesia española por obligar a los alumnos que no quieren formación católica a cursar otra materia mientras sus compañeros dan Religión es una incongruente muestra de falta de fe. Los obispos parecen tener poca o ninguna confianza en el valor de lo que enseñan cuando quieren evitar a toda costa que la alternativa a dar Religión sea, simplemente, no darla e irse uno a su casa.

Por cierto: si castigar con una materia alternativa a los que no quieren formación católica es algo incomprensible (y muy poco cristiano), todavía lo es más que esta materia alternativa sea la de Valores Cívicos, o la de Valores Éticos, tal como ha establecido la LOMCE. Solo a un ultraliberal descreído de todo espíritu democrático se le ocurre pensar que la formación en los valores constitucionales que rigen nuestra convivencia (los valores cívicos), o la reflexión racional en torno a los valores, en general, que orientan nuestra elecciones vitales o políticas (los valores éticos), sean enseñanzas optativas a las que no tengan acceso los alumnos que escogen Religión. Justo antes decíamos que una de las competencias más fundamentales que debe contribuir a desarrollar el sistema educativo de un estado democrático es la competencia para evaluar racional y críticamente todas las opciones que se nos presentan en la escuela o en la vida (o en las urnas). Pues bien, esta competencia es justo la que desarrollan esas materias que, como la Filosofía, la Ética, o los Valores Éticos, se han convertido, con la LOMCE, en materias mayormente...¡Optativas! Como si reflexionar y analizar crítica y racionalmente todo lo que cada día hacemos y pensamos fuese no más que una opción, y no una necesidad humana ni la mayor garantía de madurez ciudadana y democrática que puede acreditar una sociedad.



domingo, 18 de octubre de 2015

Hay cosas con las que no se bromea... lo suficiente. Sobre humor, filosofía y libertad de expresión.

Texto publicado originalmente por el autor en el Correo Extremadura

Hace unos días, la Audiencia Nacional imputó a un tuitero por mofarse del denunciante del edil de Ahora Madrid, Guillermo Zapata. El tuitero contestó a un comentario del denunciante (Daniel Portero, presidente de la asociación Dignidad y Justicia) referido a la polémica con Zapata: "Después del archivo de Zapata, ¿se atreve alguien a hacer un chiste de 'humor negro' conmigo o mi padre asesinado a tiros en la casa de Granada? Espero que no". El tuitero imputado respondió con el mensaje por el que ahora se le juzga: "Claro que sí. ¿Le dices que me preste el colador?".

Independientemente del buen o mal gusto del bromista. ¿Debe ser objeto de sanción contar un chiste? Por lo enconado de algunas opiniones, da la impresión de que hubiese aquí algo profundamente esquivo a los razonamientos. Tal vez porque el humor también lo sea.

Los que consideramos inadmisible el delito de opinión o la censura, tenemos como argumento favorito el de que todo se puede argumentar. Pensamos que no hay que censurar al xenófobo o al machista, sino dejar que exponga sus opiniones. ¿No es acaso la democracia el reino del diálogo, en el que todo el mundo puede expresar sus creencias y someterlas al juicio de los demás? ¿Tan inseguros estaremos de nuestras convicciones como para prohibir las que se les oponen? ¿No será mejor ponerlas constantemente a prueba para comprobar su firmeza? Claro, se nos dirá, ¿pero y las opiniones que incitan al delito, como las que exaltan el terrorismo o llaman a la guerra santa? Pues tampoco estas se deben censurar. Incitar al delito no es delinquir. Y los ciudadanos ya somos mayorcitos para saber si hacemos caso o no de esas incitaciones. Otra cosa son la difamación o la humillación de alguien. Pero también aquí los defensores de la libertad de expresión tenemos opciones. La difamación se desmonta con pruebas y mejores argumentos. Y la humillación se repara, mejor que peor, si se demuestra injustificada e inmerecida. Pero, insisto, la condición de todo esto es que aquello que se exprese, sea lo que sea, encaje en un discurso argumentativo. El problema es cuando este encaje no es posible, o no está nada claro. Dos son los casos: el insulto y... el humor.

Ni los insultos ni las expresiones humorísticas tienen fácil relación con lo argumental. Aunque por motivos distintos. Los insultos son previos a la argumentación, o la sustituyen burdamente; las bromas, en cambio, van, a menudo, más allá de ella. Los insultos son, en el fondo, bastante tolerables. Como suele decirse, no insulta quien quiere, sino quien puede. Además, en cuanto carecen de argumento, es fácil despacharlos como exabruptos que descalifican al emisor más que al receptor. Aún así – dirá alguien – hay gente que se siente herida o acosada por los insultos. Cierto. Pero en este caso, más que la censura, lo que funciona es fortalecer y educar a los que se sienten vapuleados por lo que no tiene mayor importancia (es como tratar esas fobias en las que uno tiene miedo a lo que no merece provocarlo).

Hemos dicho que los insultos son relativamente tolerables. Al menos, cuando no van acompañados de la risa. La risa es mucho menos soportable que el insulto; porque un buen chiste sobre tu persona o sobre lo que dices no admite ninguna defensa argumental. Las expresiones cómicas no están más acá de los argumentos, como ocurre con los insultos, sino, a veces, más allá de ellos. Y aunque esto admite gradaciones (hay risas burdas como un insulto; e insultos tan agudos y veraces que despiertan la risa), la risa, el chiste, nos puede dejar planchados, o callados, sin capacidad de réplica. Ni que decir tiene que esto molesta mucho a mucha gente. La risa es subversiva. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado.

¿Pero hay que censurarla entonces? De ninguna manera. Primero, porque siempre se nos escapa, la risa. Segundo, porque la burla es una manera infalible de recordar lo falibles que son nuestras infalibilidades (vamos, lo cómicas que son nuestras grandilocuentes tragedias). Si el discurso del genio o de la autoridad competente provoca un chiste o nos hace reír, es que su discurso carece de verdadero genio o de autoridad real (o que va sobrado de ir sobrado, lo que también puede provocar ese llanto de miedo al ralentí que es, según algunos, la risa). Así, si el humor negro nos hace reír (y nos hace reír a todos, con más o menos disimulo) es que el discurso moral sobre cómo hay que tomarse las cosas del dolor y la muerte es risible; es decir: que es humano y perfectible. Y la risa, tan solo, nos advierte de ello. ¿Habrá algo más útil?
Revulsivo y crítico, síntoma de nuestras debilidades y errores, vacuna contra el fanatismo y la estupidez, y enemigo de todo lo que se oculta a la luz como tabú sagrado, el humor es, un poco, como la filosofía. Y si, como decía el poeta Scutenaire, "hay cosas con las que no se bromea...lo suficiente", podríamos decir con cualquier filósofo que "hay cosas que no se razonan... lo suficiente".

Por si todo esto fuera poco, el humor es, también, el bálsamo de fierabrás más dulce y efectivo contra el dolor del mundo. Y, a veces, ese bálsamo tiene que ser negro, negrísimo. Porque la vida también lo es. ¡Y ella empezó primero!




lunes, 12 de octubre de 2015

Hijo, no quiero que acabes como Bill Gates.


Texto publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura



Hace unos días me topé con un papel conteniendo una serie de reglas o recomendaciones para estudiantes. Estaba colocado, sin firmar, en el tablón de anuncios de una de las aulas en las que doy clase. Investigué un poco y descubrí que recogía los consejos que, por lo visto, daba el empresario multimillonario Bill Gates a los estudiantes americanos (una especie de Tabla de la Ley para jóvenes emprendedores). Lamentablemente, de todas esas recomendaciones no encontré ni una que no me pareciera falsa, vulgar y contraria a todo lo que creo que debe ser la educación. Así que, junto a esa lista dispuse otra, titulada “Recomendaciones para no ser como Bill Gates”. Les expongo las dos, para que juzguen ustedes mismos.

Regla 1 de Bill Gates: La vida no es justa, acostúmbrate a ello.
Regla alternativa: La vida no es justa, pero puede y debe serlo. Solo los ignorantes o los injustos insisten en la necesidad de la injusticia.

Regla 2 de Bill Gates: Al mundo no le importará tu autoestima. El mundo esperará que logres algo, independientemente de que te sientas bien o no contigo mismo.
Regla alternativa: Si los logros que espera el mundo de ti tienen que ser a costa de tu amor propio, tu conciencia o tus principios, entonces ese mundo es demasiado inmundo. ¡Hay que cambiarlo!

Regla 3 de Bill Gates: No ganarás cinco mil dólares mensuales justo después de haber salido de la preparatoria y no serás un vicepresidente hasta que con tu esfuerzo te hayas ganado ambos logros. Regla alternativa: Probablemente nunca serás vicepresidente de tu empresa ni ganarás cinco mil euros mensuales (además de esfuerzo, te harían falta dinero, suerte o, quizás, cierta falta de escrúpulos). Pero alégrate: una vida digna y feliz no tiene necesariamente que ver con todo eso.

Regla 4 de Bill Gates: Si piensas que tu profesor es duro, espera a que tengas un jefe. Ese sí que no tendrá vocación de enseñanza ni la paciencia requerida.
Regla alternativa: Si tu profesor es como un sargento de marines, es probable que crea que la vida es como una guerra, y que nadie actúa por amor o vocación, sino por miedo a las balas o por ansia de medallas, y que siempre tendrás un jefe (incluso tú mismo) para clavártelas en el corazón (las balas o las medallas). Ten paciencia con ese profesor, olvídalo y sigue tu camino.

Regla 5 de Bill Gates: Dedicarse a voltear hamburguesas no te quita dignidad. Tus abuelos tenían una palabra diferente para describirlo; le llamaban “oportunidad”.
Regla alternativa: Trabajar sin una necesidad real y en una tarea repetitiva no es ninguna oportunidad para nada que tenga que ver con ser un ser humano (a lo sumo sirve para irte más veces de compras o para creer, con luterano afán, que el trabajo santifica – el remunerado, claro –).

Regla 6 de Bill Gates: Si metes la pata, no es culpa de tus padres. Así que no lloriquees por tus errores, aprende de ellos.
Regla alternativa: Meter la pata no es voluntad de nadie. Y aprender de los errores debería serlo de todos. También de quienes se han hecho cargo de tu educación y que, tras tantos años, no han logrado evitar que “metas la pata” (tal vez porque educar sea algo muy difícil, y no porque tú seas un “desastre sin remedio”).



Regla 7 de Bill Gates. Antes de que nacieras, tus padres no eran tan aburridos como son ahora. Ellos empezaron a serlo por pagar tus cuentas, limpiar tu ropa y escucharte hablar acerca de la nueva onda en la que estabas. Así que antes de emprender tu lucha por las selvas vírgenes contaminadas por la generación de tus padres, inicia el camino limpiando las cosas de tu propia vida, empezando por tu habitación.
Regla alternativa: Ningún padre o madre competente te culparía de la mediocridad de su propia vida, ni consideraría que cuidarte o escucharte es motivo de aburrimiento, ni se molestaría porque sueñes con un mundo distinto de este que (penoso y a duras penas) te dejamos ocupar, ni dejaría de sentirse orgulloso de que te intereses por el medio ambiente... Pero si ese es el caso, plantéate mejorar las cosas de tu propia vida, empezando por tus padres.

Regla 8 de Bill Gates. En la escuela puede haberse eliminado la diferencia entre ganadores y perdedores, pero en la vida real no. En algunas escuelas ya no se pierden años lectivos y te dan las oportunidades que necesites para encontrar la respuesta correcta en tus exámenes y para que tus tareas sean cada vez más fáciles. Eso no tiene ninguna semejanza con la vida real.
Regla alternativa: En la vida real mucha gente prefiere vivir bajo otras leyes que las de la selva. Tal vez sean unos pobres ingenuos, o tal vez crean que las personas somos algo más (y mejor) que una horda de “perdedores” y “ganadores” en pos de una abultada cuenta en el banco.

Regla 9 de Bill Gates. La vida no se divide en semestres. No tendrás vacaciones de verano largas en lugares lejanos y muy pocos jefes se interesarán en ayudarte a que te encuentres a ti mismo. Todo esto tendrás que hacerlo en tu tiempo libre.
Regla alternativa: Si el trabajo (eso a lo que dedicas la mayor parte de tu tiempo) no te resulta gozoso ni te ayuda a encontrarte a ti mismo, entonces... te está costando la vida. Piensa si no te convendría emplear tu tiempo libre en construir un mundo en que vivir y trabajar no sean cosas opuestas.

Regla 10 de Bill Gates. La televisión no es la vida diaria. En la vida cotidiana, la gente de verdad tiene que salir del café de la película para irse a trabajar.
Regla alternativa: La gente que vive de verdad (no la que se cree cualquier película) procurará tener un trabajo que le permita tomar café, ver buen cine, y no quedarse dormido con el “sueño americano”.

Regla 11 de Bill Gates. Sé amable con los "nerds" (los más aplicados de tu clase). Existen muchas probabilidades de que termines trabajando para uno de ellos.
Regla alternativa: Sé amable con la gente, independientemente de quien vaya a trabajar para quien; y no creas, como el pobre (rico) de Bill Gates, que la gente (incluso la más aplicada) es así de rencorosa...







domingo, 4 de octubre de 2015

Gracias a Dios, no somos una tribu gala. Nacionalismo y cosmopolitismo.

Personajes de Asterix y Obelix, de A. Uderzo y R. Goscinny
Texto publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.


Recordábamos el otro día junto al escritor Jesús Sánchez Adalid (en Los sábados al Sol, el programa de Chus García en Canal Extremadura) el comienzo de su discurso tras recibir, hace unos años, la Medalla de Extremadura: “Gracias a Dios – dijo – , los extremeños no tenemos identidad”. Y por eso – añadió – “somos libres”. ¿Qué querría decir Sánchez Adalid con esto?... ¿De verdad carecen de identidad los extremeños? ¿Y por qué esto ha de hacernos más libres? Hablar de la identidad (es decir, de lo que somos) no es moco de pavo. Los antiguos griegos decían que no hay conocimiento más útil que el conocimiento de uno mismo. De saber lo que somos depende el saber de lo que nos conviene, y también de los derechos que nos es justo reclamar. Veamos.

La identidad humana posee múltiples aspectos. Es un asunto que va, desde luego, más allá de la simple identidad orgánica (esa que nos identifica con una especie animal y sus instintos). Más que código genético las personas tenemos un vasto “programa” de conductas aprendidas, que es el que conforma nuestra identidad cultural, haciéndonos partícipes de un determinado grupo social, de su idioma, sus tradiciones y creencias. Para el nacionalismo común este tipo de identidad representa algo fundamental. La comunidad cultural – se afirma – es el caldo donde se cuece la identidad personal; el individuo es, originariamente, un producto social. Por ello (y dado que en la metafísica nacionalista lo originario equivale a lo más importante) las personas son, fundamentalmente, parte de una nación o pueblo (son esencialmente españolas, catalanas, galas o saharauis). Que las personas sean parte esencial de una comunidad invita a pensar a algunos que, a viceversa, la comunidad también participe esencialmente de los rasgos que distinguen a una persona: la libre voluntad (en clave nacionalista: “nuestro modo especial de ser”) y el entendimiento (idem: “nuestro modo de interpretar el mundo”). Y que, por ello, los pueblos y naciones pueden erigirse en sujetos políticos soberanos (algo, por principio, restringido a las personas).

¿Y qué pasa con nosotros, estos extremeños, según Sánchez Adalid, sin identidad? ¿Es que no somos nadie? Lo que seguramente quería decir el escritor es que hay otros modos de ser persona, más allá de pertenecer a esta u aquella comunidad o aldea. Es más, diríamos nosotros: es que ser persona consiste, justamente, en liberarse de esa relación de pertenencia. El ser humano es infinitamente más que una suma de naturaleza y cultura. Posee una dimensión moral y racional que le empuja a valorar y pensar más allá de toda determinación genética o histórica. La única determinación esencial del hombre consiste en carecer, en origen, de una esencia determinada y, por eso, en estar condenado a buscarla. Desde esta perspectiva, la identidad humana no es un ser ni un estar (ni un ser que se defina por su estar en ningún sitio), sino un hacerse siempre inquieto. La identidad, en lo seres que se saben incompletos, no es un principio estático, sino dinámico; un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. Sumar identidades es nuestra forma de crecer. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien, pero amar, tanto o más, la tierra de tus antípodas te hace mucho mejor persona.

Ahora bien, si la identidad de los seres humanos consiste, esencialmente, en esa capacidad de valorar y pensar que les empuja a buscarse en los demás (en formas de vivir que, por extrañas, obligan a evaluar y enriquecer la nuestra; y en razones que, por contrarias, obligan a pensar y mejorar las propias), entonces todos los seres humanos somos iguales. No ya solo porque la capacidad de valorar y pensar (es decir, la capacidad moral y racional) sean comunes a todos los hombres (seamos de donde seamos y hablemos el idioma que hablemos), sino también en cuanto se supone que, para desarrollar nuestro mundo de valores y de ideas, la diferencia no es el término de la identidad humana (como afirma el nacionalista), sino solo el comienzo y el motor de su búsqueda.

Si todos los hombres somos esencialmente iguales, a todos deben corresponderles los mismos derechos y el mismo grado de soberanía política. Restringir esta igualdad en nombre de diferencias y derechos atribuibles a entidades (como los pueblos o naciones) que no solo no son personas, sino que ni siquiera representan rasgos relevantes para la identidad de las mismas, es irracional e inmoral. La justificación del nacionalismo liberal (el originario) no es más que la transferencia de poder y riqueza hacia nuevas élites económicas (legitimada bajo ciertos mitos edénicos). La justificación del (presunto) nacionalismo de izquierdas es (para regocijo de aquellas élites) no más que una increíble confusión entre esos mitos y la realidad, entre las personas y sus orígenes, entre el Pueblo y “mi pueblo”. La justicia es un asunto moral y, por tanto, de personas. Pero los pueblos no tienen moral, tienen costumbres (y la costumbre es solo el referente originario – no el importante – de la palabra “moral”).

A la luz de este cosmopolitismo alérgico a nacionalismos, y que aún sueña con una humanidad sin fronteras ni naciones, es como hay que entender la expresión de Sánchez Adalid: “Gracias a Dios, los extremeños no tenemos identidad (…)”. Al fin y al cabo, el cosmopolitismo es una suerte de ecumenismo secularizado (Jesús es también sacerdote). Y este, el ecumenismo cristiano, una (con)versión evangélica del humanismo griego. Ese del que aún no hemos acabado de convencer (quizás estábamos muy ocupados colonizándolos) a Asterix y Obelix, esos simpáticos galos independentistas.




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