miércoles, 27 de septiembre de 2023

VOX, los ODS y el currículo educativo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Este verano, mientras le daba vueltas a cómo programar el nuevo curso escolar, me tope de golpe con las declaraciones de la consejera extremeña de VOX, Camino Limia, afirmando que combatiría desde la Junta la «nefasta» Agenda 2030. Me quedé de piedra. Pues el conocimiento de la Agenda 2030 y de sus diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible es un contenido insoslayable del currículo educativo. ¿Entonces? ¿Qué debía hacer con mi programación? ¿Obedecer a las autoridades educativas que nos impelen a promover los objetivos de la Agenda 2030, o a la consejera que nos dice que dicha agenda es nefasta y que hay que luchar contra ella?  ¿Qué vamos a hacer, por ejemplo, cuando los alumnos – o sus familias – nos pregunten que por qué insistimos en promover algo que, según el gobierno regional, es nefasto pero que, según ese mismo gobierno, es parte estructural de todo el currículo educativo?

Que la Agenda 2030 y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) formen parte estructural del currículo educativo quiere decir que son contenidos básicos de prácticamente todas las áreas y materias, desde Educación Infantil al Bachillerato. Por estar, suelen estar hasta en la materia de Religión Católica, algo que no tiene nada de extraño, dado el interés de la Iglesia por la pobreza, la solidaridad, la justicia o la paz, que es de lo que tratan fundamentalmente los ODS.

¿Entonces qué? ¿Respetamos la normativa curricular, o celebramos las sorprendentes declaraciones de la señora Limia denigrando las leyes a cuyo cumplimiento debería estar consagrada? Mientras el gobierno se aclara con esto en sus recién estrenados despachos, desde las menos glamourosas aulas los profesores y profesoras necesitan respuestas. Yo, de momento, les sugiero lo siguiente. Lo primero cumplir la ley, como debe hacer cualquier ciudadano y, de forma ejemplar, un profesor o maestro. Y lo segundo, tratar en clase la cuestión de cómo es posible que la Agenda 2030 y los ODS les parezcan «nefastos» a algunos políticos y gobernantes.

Porque la verdad es que las razones de la oposición de VOX a los ODS no se dejan comprender muy bien. ¿A qué se oponen exactamente? ¿Saben realmente de qué tratan los ODS? ¿Ignoran que tal Agenda, elaborada a través de un largo proceso de consultas y acuerdos, fue democráticamente aprobada por la Asamblea General de la ONU en 2015 merced al voto de 193 países, entre ellos el gobierno de España, entonces en manos del Partido Popular? ¿Por qué desean unirse a la nómina marginal de países que no suscribieron la Agenda, entre ellos Arabia Saudí, Corea del Norte, Nicaragua, Irak o Siria?

Para aclarar la cuestión al alumnado se podrían recorrer, uno tras otro, los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible, a ver cuáles son los que justifican que a la consejera Limia le parezca nefasto el conjunto de todos ellos. ¿Están Limia y VOX en contra de acabar con la pobreza (ODS 1), con el hambre en el mundo (ODS 2) o con la desigualdad de género (ODS 5)? ¿Les fastidia que se promocionen la salud y el bienestar de todos (ODS 3), la educación de calidad (ODS 4), el acceso universal al agua y a los saneamientos (ODS 6) o la reducción de las desigualdades (ODS 10)? ¿Les resulta nefasto que se desarrollen las energías no contaminantes, la innovación industrial o el trabajo digno (ODS 7, 9 y 8)? ¿Están en contra del crecimiento económico (ODS 8)? ¿Les importa un pimiento la conservación de los océanos o la protección de los ecosistemas terrestres (ODS 14 y 15)?

Sé que para VOX, en la misma onda friki y paranoica de los antivacunas o de los que creen que la CIA conserva extraterrestres en los sótanos del Pentágono, la emergencia climática, ratificada año tras año por la inmensa mayoría de los científicos, no es más que una confabulación progre; pero el cambio climático incumbe básicamente a uno solo de los ODS. ¿Da eso para decirle a los extremeños que la Agenda entera es nefasta?

Se afirma también desde el entorno de VOX que la Agenda 2030 es un instrumento ideológico (¿intentar acabar con la pobreza mediante una agenda mundial es una malvada conspiración ideológica?), que está adscrito a grupos de poder nada transparentes (¿será la ONU menos transparente que… no sé, el Yunque o el OPUS?), y que resulta perversa para el sector agrario y el desarrollo de la gente desfavorecida (¿una agenda destinada a promover la sostenibilidad del propio sector agrario y a luchar contra el hambre y la desigualdad global es perversa para el campo y para los desfavorecidos?). 

En fin, si alguien lo entiende que lo explique. Y, mientras tanto, que todo esto sirva a los docentes para impartir una buena lección sobre los ODS; y, más importante aún, una buena lección sobre cómo ser ciudadanos críticos frente al ejercicio irreflexivo e irresponsable del poder.   

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Desnudos y el rollo de la educación sexual

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
y en El Periódico de España.

Ya conocen el calvario que están viviendo más de treinta niñas de Almendralejo tras difundirse imágenes suyas manipuladas con inteligencia artificial para que aparezcan desnudas. Para más inri parece que los responsables directos son niños, también menores, que conocían a las chicas. Es una auténtica película de terror que no va a acabar aquí. No solo por el sufrimiento de las víctimas, que va para largo, sino por el efecto contagio que provoque el caso.

Ante lo ocurrido en Almendralejo, la reacción de las autoridades es similar a la que da ante otros terribles sucesos (violencia de género, acoso escolar, suicidios, adicciones, discursos de odio, etc., etc.): abrir una investigación, crear observatorios y grupos de trabajo y, sobre todas las cosas, la socorrida apelación a la educación. Y en concreto, en este caso, a la educación sexual.

No está mal. La educación es la estrategia fundamental para prever este tipo de delitos. Especialmente si quienes los cometen son menores y si, como es el caso, la regulación estricta y a tiempo de todas las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías es poco menos que imposible.

Ahora bien, antes de hacer las declaraciones retóricas de rigor nuestros responsables políticos tendrían que informarse un poco. Porque resulta que esa famosa educación sexual que invocan cada vez que hay un caso de acoso, agresión o violencia machista (es decir, casi cada día), ¡ya la hay! ¡Está en el currículo educativo! Muchos y muchas docentes hemos peleado y trabajado durante años para que estuviera allí. Otra cosa es que las administraciones competentes no suelan hacerle el más mínimo caso, y la tengan convertida en una inservible “maría”.

Fíjense, además, que en los currículos oficiales no solo aparece, como saber básico y obligatorio, la educación afectivo-sexual, sino también el área y materia que le sirve de contexto, que es la Educación en Valores Cívicos y Éticos. Un contexto imprescindible, pues la educación sexual que buscamos no consiste fundamentalmente en información sobre sexualidad (que también es importante y nunca viene mal), sino en promover aquellas ideas, valores y actitudes que deben presidir nuestras relaciones con los otros, especialmente las íntimas, a las que, por tabúes culturales y por estar tradicionalmente sujetas a la moral religiosa, el sistema educativo no les ha prestado nunca atención.

La educación cívica y ética debe estar vinculada a la educación sexual (como de hecho está en los programas educativos) por lo mismo que ha de estarlo a la lucha contra el acoso escolar, la prevención de las adicciones, la resolución pacífica de los conflictos, la eliminación de actitudes discriminatorias, la promoción de conductas seguras en las redes o la creación de hábitos saludables y sostenibles entre los más jóvenes. La razón es que todas estas conductas (y las contrarias) dependen de las ideas y valores éticos que tenemos en la cabeza, de manera que si no tratamos con esas ideas no haremos, educativamente hablando, absolutamente nada.

Ahora bien, la única disciplina que se ocupa de tratar críticamente esos valores e ideas es la ética. Las demás materias se ocupan de explicar o describir el mundo, no de ayudarnos a prescribir lo que debemos hacer en él. Tampoco basta con que esa educación ética se trate transversalmente, ni dejarla únicamente en manos de la familia, ni reducirla a cursillos de concienciación en los que el alumnado recibe la homilía correspondiente para olvidarla, con toda justicia, a los quince minutos. 

Educar a niños y adolescentes para que cambien realmente su conducta y no ocurran hechos tan desgraciados como los de Almendralejo implica un trabajo serio, diario, realizado por especialistas, en el que, con paciencia, conocimiento y dotes didácticas, se vayan desmontado y transformando esos sistemas de ideas y valores que hacen, por ejemplo, que un chico vea deseable y aceptable publicar fotos humillantes de sus compañeras. Sin ese trabajo de fondo, todo lo que puedan hacer los demás (sexólogos, psicólogos, policías, jueces, periodistas…) es inútil.

Así que sí, claro que hace falta educación sexual y ética. ¿Quién lo duda? ¡Solo hace falta que nos dejen impartirla! Es decir, que la administración dé tanta importancia a las clases de ética como la que da a las matemáticas, el inglés o la lengua. Mientras todo el ambicioso plan de educación cívica y ética, educación sexual incluida, previsto por la ley, quede reducido a una o dos miserables horas semanales en un solo curso por etapa, todas las declaraciones de los políticos sobre el papel fundamental de la educación (sexual o no) para resolver todos o casi todos los problemas que copan los periódicos, no será más que un rollo infumable que nadie, y menos los profesores y profesoras de ética, nos podemos creer.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Pandilleros de ayer y hoy


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El último informe de la Fiscalía General del Estado nos advierte de un aumento alarmante de conductas violentas en niños y adolescentes, incluyendo agresiones sexuales y homicidios. La Fiscalía relaciona este aumento con la proliferación de bandas juveniles violentas, que parecen estar extendiéndose más allá de las grandes ciudades. Pero el asunto quizás sea un poco más complicado.

Antes de nada es difícil de creer que el problema se reduzca a la simple existencia de bandas juveniles. Las pandillas existen desde hace mucho. No pocos de los que hoy peinamos canas tuvimos algo que ver con las tribus urbanas de los 70 y 80. Y todos recordamos decenas de películas, algunas memorables (West Side Story, The Wandered, Grease…), sobre jóvenes pandilleros norteamericanos dándose mamporros. Cosa que no implicaba, ni mucho menos, un aumento de la violencia juvenil como el que refleja el informe citado. ¿Entonces?

Tal vez el problema se vea más claro pensando en lo que significa pertenecer hoy a una de esas pandillas juveniles, en contraposición a lo que suponía hace tres o cuatro décadas. Pertenecer a un grupo juvenil era entonces una parte más de los ritos de paso a la edad adulta; integrarte ahora en ellos parece una salida desesperada para chicos que no tienen la más mínima confianza en que exista ninguna «edad adulta».

Fíjense que el argumento de aquellas películas de jóvenes rebeldes que marcaron nuestra adolescencia (especialmente a los chicos) era siempre el de cierto ritual de tránsito a la madurez: unos mismos personajes arquetípicos, expuestos a aventuras en las que ponían a prueba sus virtudes varoniles (valentía, lealtad, camaradería, etc.), y que acababan por dejar a un lado la cazadora de cuero para casarse con la chica que habían dejado preñada o marcharse a la universidad que les correspondía por su estatus. El mensaje escasamente subliminal era claro: uno podía jugar a ser rebelde, e incluso a coquetear con el delito, hasta que comprendía que el orden social era la prolongación natural de la propia subversión pandillera, y pasaba entonces a integrarse en los grupos de referencia (en las “pandillas”) de los adultos: la familia, la hermandad universitaria, el ejército, la empresa…

¿Qué pasa, por el contrario, en las pandillas que proliferan hoy en la periferia de ciudades como Madrid y se extienden por todos sitios? Lo primero es que estas nuevas pandillas no son asociables a un ritual de paso entre formas de sociabilidad más o menos asentadas (de la familia a los grupos de referencia adultos ligados al trabajo), sino más bien a una estructura estable que las sustituye a todas. Esta estructura, a imitación de las maras y otros grupos parecidos, llegan, de hecho, a suplir el papel de la familia para sus miembros más jóvenes y operan como entorno laboral alternativo (pequeña delincuencia, tráfico de drogas, extorsión) para los más mayores, de manera que te captan en la infancia y te retienen para siempre, como las sectas o las familias mafiosas. 

El por qué proliferan las pandillas inspiradas en este modelo es una pregunta complicada, y seguramente tiene que ver con fenómenos socioculturales a gran escala, como la desarticulación de la familia tradicional y de sus valores, la precariedad laboral y la falta de arraigo social que esto provoca, o el debilitamiento general de los lazos sociales, sustituidos hoy por conexiones virtuales intercambiables y de baja intensidad. La «pandilla tribal» que suponen maras y similares supone, de hecho, una propuesta comunitaria que, con sus valores, fines, señas de identidad y lazos socioafectivos, constituye un mundo completo y concreto que oponer al anónimo y desangelado supermercado cultural y humano que ofrece la «aldea global».   

Por otra parte, que estas nuevas pandillas generen más violencia no es raro, dado su formato tribal y la necesidad de retener a sus miembros durante más tiempo. Emprender acciones violentas y delictivas en común es siempre un factor de cohesión (especialmente si hace en nombre del grupo – y contra otro grupo –), además de proporcionar una suerte de entorno laboral alternativo. Eso sin contar con que la violencia, y la sensación de poder inmediato que genera, es de por sí atrayente para la mayoría de los chicos.   

¿Cómo luchar contra esto? Las causas estructurales están ahí, y no van a desaparecer. Engordar el código penal, abrir canchas de baloncesto o celebrar campañas educativas en las escuelas es insuficiente. Es mucho más importante activar la función disolvente del pensamiento crítico. Una educación crítica bien planificada inmuniza a la mayoría de los chicos frente al rudimentario y patriarcal sistema de creencias y valores de las pandillas (y de otras organizaciones sectarias). Es también cierto que esto les deja frente a un tiempo y un mundo que, pese a su relativo grado de civilización, es hostil, frío y solitario como pocos. Pero, de momento, no parece que dispongamos de una opción mejor.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Cursos de Kalashnikov

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


A principios de este mes se celebraba el comienzo del curso escolar en Ucrania. Se entiende que en las escuelas aún no destrozadas por la guerra. Ya saben que el criterio para elegir colegio no es allí el ambiente o la calidad de los profesores, sino que el centro cuente o no con refugio antiaéreo. En esos colegios-refugio los estudiantes escuchan dos tipos de sirenas: las de las clases y las que advierten de un misil; tienen dos mochilas: la de los libros y la de emergencia para llevar al refugio; y viven dos vidas: la inmediata, que es infernal, y la otra, la civilizada, que es la que sus profesores intentan por todos los medios que no olviden. 

Conocí hace unos meses a algunos de esos profesores ucranianos. Y me sorprendió la vehemencia con la que defendían públicamente la importancia de la formación en valores democráticos y derechos humanos. ¿Educar a los niños en el respeto a los derechos humanos y en valores democráticos en mitad de una guerra sin cuartel? Si a mí me sonaba extraño, ¿cómo les sonaría a los estudiantes de Kiev o Járkov que han perdido a padres, amigos o compañeros?

Nada que ver, desde luego, con lo que hacen en las escuelas rusas. Allí, en lugar de valores cívicos y democráticos, los estudiantes de secundaria aprenden a utilizar rifles de asalto, pistolas, granadas y drones. El gobierno ha promovido también una revisión concienzuda de los manuales de Historia, para que en ellos se exalte más aún la grandeza de Rusia, la necesidad de sacrificarse por la patria y la perfidia de Occidente y de sus valores. Ambas cosas, el entrenamiento militar y el adoctrinamiento ultranacionalista, compondrán el próximo curso una asignatura bien dotada de horas, llamada «Fundamentos de Seguridad y Defensa de la Patria», que será impartida por veteranos de guerra…

No sé qué pensaran ustedes, pero dado como están las cosas, a cualquiera le surge la duda: ¿no será el tipo de educación escolar rusa más coherente y efectivo que el que pretenden esos ingenuos profesores ucranianos? ¿Para qué diablos sirve hablar de civismo y derechos humanos en mitad de una guerra? ¿Qué sentido tiene formar ciudadanos críticos cuando lo que más se necesita son soldados obedientes?

No son preguntas fáciles de responder. Es cierto que los principios éticos que inspiran los derechos humanos pueden servir de motivación para combatir – justamente para defenderlos –, pero para pelear con eficacia tal vez convenga olvidarse de ellos (cuanto menos civismo y respeto por esos derechos tenga un soldado en combate tanto más eficaz será). Por otro lado, los combatientes rusos también tienen principios y valores – la grandeza de Rusia, sus sagradas tradiciones, etc. – transmitidos igualmente por la escuela y no menos poderosos para empujar a la lucha.

¿Entonces? ¿Valdrá la pena seguir enseñando a los niños y niñas ucranianos (y de otras partes del mundo) los valores que sustentan la convivencia pacífica y las libertades democráticas? Yo estoy convencido de que sí, aunque no sea sencillo comprender las razones. Allá van algunas.

La primera es que educar a la población en la guerra y los mitos nacionales, robando tiempo y recursos para hacerlo en valores cívicos o conocimiento crítico, es una apuesta errónea a medio y largo plazo, a no ser que hablemos de una sociedad guerrera, cosa que hoy por hoy no parece que haya (ni Rusia ni ningún otro país viven hoy de hacer la guerra). Las guerras parecen, de hecho, un «negocio» cada vez más infrecuente y ruinoso. Ucrania acierta, pues, al seguir educando a sus ciudadanos en los parámetros de una sociedad abierta y civilizada, en lugar de en los valores y prácticas de un cuartel.

La segunda razón es que los valores tradicionales y ultranacionalistas que se empeñan en transmitir Putin y otros jerarcas populistas son opuestos (de hecho, son una reacción) a los valores modernos y cosmopolitas que rigen nuestro mundo global. Y esta globalización cultural, propiciada por el mercado, la tecnociencia y los medios de comunicación, es ya irreversible, por lo que toda sociedad empeñada en oponerse a ella está irremediablemente condenada al fracaso.

La tercera razón que se me ocurre es menos utilitarista, y como diría algún filósofo, más puramente ética: la civilización, la cultura de la palabra y de las razones es objetivamente mejor que la cultura de la violencia y las emociones patrias. Y lo es porque promueve un nivel de conciencia y, por tanto, de libertad y solidaridad universal, más adecuado para la realización plena de la naturaleza humana. La libertad, o la solidaridad con quienes no comparten ADN, grupo de referencia o intereses materiales, son, de hecho, características distintivas de la humanidad; la violencia y los sentimientos particulares de pertenencia son, en cambio, rasgos biológicos de lo más común. 


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