miércoles, 16 de marzo de 2022

Educación para jóvenes europeos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura



Si la Unión Europea llega a consumar alguna vez un proyecto identitario a la altura de sus ambiciones económicas y políticas, eso será (o no será) gracias a los jóvenes. Y creo que en esto hay motivos para ser optimistas, al menos en nuestro país, donde parece que la gente joven tiene, en general, una buena opinión del proceso de integración europea.  

Hay motivos para explicar esta buena disposición entre los jóvenes: mayor nivel de formación, una exposición menor que la de sus mayores a la demagogia nacionalista, una educación – aun mínima y sometida a vaivenes políticos – en los valores propios a una ciudadanía democrática y cosmopolita (tolerancia, aprecio por la igualdad y la diversidad, insistencia en el diálogo como modo de solventar conflictos, respeto por los derechos humanos, preocupación por el medio ambiente…), y una cierta experiencia, todavía minoritaria, y a veces obligada, de estudio y trabajo en otros países de la Unión.

En cualquier caso, si queremos afianzar una identidad europea libre de eurocentrismos xenófobos, populismos y nacionalismos disgregadores, hay que trabajarse más seriamente aquello que desde hace cincuenta años se viene llamando la «dimensión europea de la educación». Quizás sería bueno implantar ya, en colegios e institutos, un área o ámbito, e incluso un departamento didáctico, consagrado a la UE y que promueva y fortalezca ese sentido de identidad abierto al mundo que nos define como ciudadanos europeos. 

¿Y de qué habría que tratar en esa materia o ámbito europeo de educación? Lo primero, como es obvio, de la fundamentación ética de los valores que tenemos en común, y sin los cuales no hay proyecto de integración que valga. Y subrayo lo de «fundamentación ética» porque uno de los valores más sutiles, pero más específicos, de la identidad europea es justamente el de la reconsideración crítica de todo valor. Diríamos que el «espíritu europeo» es tan alérgico a los dogmas que necesita reevaluar y refundar de continuo, ética y filosóficamente, sus pocas pero significativas certezas. De ahí el segundo de los asuntos fundamentales a tratar en una educación para el «ser europeos»: el del pensamiento crítico, esto es, el de la competencia para enjuiciar las creencias propias y de otros en orden a comprobar su validez racional y medir sus implicaciones morales y políticas.

El tercer objetivo de una materia en Unión Europea debería consistir en una enérgica inyección de teoría crítica del conocimiento (tal como se hace, por ejemplo, en el Bachillerato Internacional), con objeto de «vacunar» al alumnado contra las cada vez más complejas estrategias de manipulación y desinformación que pululan, inevitablemente, en un sociedad abierta y plural como la nuestra.

Otro aspecto esencial del «espíritu europeo» es su radical diversidad, de manera que educar para ser europeo habría de consistir también en desarrollar la capacidad empática de comprender otras posiciones y costumbres políticas, morales o sociales, sin tener que dejar por ello de ser uno lo que ya es. A esto en filosofía se le suele llamar «dialéctica», y en términos más prosaicos se puede detallar como el ejercitarse en un tipo de identidad flexible, integradora y evolutiva que no niegue la diversidad como amenaza, sino como un motivo para crecer y perfeccionarse.

El quinto elemento de una educación paneuropea debería ser, sin duda, el de una formación teórica y práctica en el sentido de la equidad. No hay identidad ni sentimiento de pertenencia a una comunidad democrática y fundada en los derechos humanos si antes no se dan unas condiciones suficientes de igualdad y justicia en el acceso a la educación, el trabajo, la justicia, la participación política y los servicios y beneficios públicos.

En cuanto al sexto «tema» fundamental para reforzar nuestra identidad europea, este debería de ser, justamente, el de relativizarla y proyectarla al mundo; esto es: el de desarrollar una perspectiva global, transdisciplinar y sistémica de comprensión de problemas de naturaleza planetaria (la desigualdad, la guerra, las cuestiones ecosociales, el cambio climático…) como principal herramienta de una ciudadanía mundial capaz de hacer frente a los mismos.

Más allá de estos seis elementos básicos (la ética, el pensamiento crítico, el conocimiento, la dialéctica, la justicia y la conciencia global), ya solo restarían unas pinceladas acerca del patrimonio y las lenguas y, como algo completamente imprescindible, la participación efectiva (y afectiva) en el propio proceso de integración, por ejemplo, mediante la intensificación de los intercambios internacionales entre estudiantes (la generalización de las becas Erasmus en secundaria es una excelente iniciativa a este respecto). Ahí tienen ustedes la simiente de un curso, a completar durante toda la vida, sobre lo que fundamentalmente significa la Unión Europea.


domingo, 13 de marzo de 2022

Cómo mejorar la docencia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


El Ministerio de Educación acaba de publicar un documento con veinticuatro medidas para la mejora de la profesión docente en el ámbito no universitario. Es una buena noticia. Como suele decirse, la calidad de un sistema educativo nunca es mayor que la de sus maestros y profesores. Da igual cuánto dinero se gaste en digitalizar los centros, cuánto se renueven los currículos, o cuanto crezca el ya hipertrofiado laberinto de leyes educativas; al final de todo está el docente, y lo que este sepa y pueda hacer con su alumnado. Por ello, mejorar realmente la selección, la formación y la carrera de los profesionales de la enseñanza es coger al fin el toro de la calidad educativa por los cuernos; al menos, por uno de ellos.

El de la docencia es un oficio apasionante pero duro. Dar clases es solo la punta del iceberg. Por debajo están las tareas de coordinación, las tutorías, la atención a los alumnos, la planificación, la preparación de las sesiones, la elaboración de material, la evaluación, la formación, la investigación… No hay dinero que pague esto, ni que compense la enorme responsabilidad que supone guiar y formar cada año a cientos de niños, adolescentes y jóvenes. Por esto es esencial que aquellos que ejercen la docencia, sea al nivel que sea (y tan trascendental – ¡o más! – es la educación infantil como la universitaria), tengan una decidida vocación y sean los mejores entre los mejores. 

¿Pero los mejores en qué? No es fácil definir con precisión el oficio de uno. Un docente no es solo un experto en la transmisión del saber, es también un referente cívico y personal para su alumnado y, si me apuran, para la sociedad entera. Por eso, para ser maestro o profesor no solo cuentan las aptitudes académicas o las habilidades didácticas; también importan, y mucho, la vocación, el carisma y la integridad personal, rasgos que, aun siendo decisivos para explicar los resultados más visibles del trabajo educativo, son en sí mismos imposibles de medir.

La aptitud académica no debe infravalorarse. No he oído nunca opinión más estúpida que aquella que afirma que un maestro o un profesor de secundaria “no tiene que saber demasiado”. Es del todo imposible transmitir o divulgar con eficacia nada que no se conozca con la mayor profundidad. Da igual la materia de la que se trate: el docente tiene que ser un experto de primer nivel en aquello que enseña. Por ello hay que aplaudir la propuesta ministerial de endurecer el acceso tanto a los grados de educación infantil y primaria como al máster de educación secundaria. Es lo que hacen otros países que se toman muy en serio la educación. Y es una pena que esta filosofía no se extienda también al proceso selectivo de ingreso al cuerpo, para que a la evaluación cada vez más decisiva de la competencia pedagógica le correspondida una exigencia mayor en el examen de la capacidad científica. Nadie entiende que se exija lo que se exige a un ingeniero de telecomunicaciones o a un notario, y no a quienes han de ocuparse de educar a los ciudadanos.  

Otro aspecto a no despreciar es el didáctico. Los maestros y profesores son pedagogos, por lo que es incomprensible que los haya sin idea alguna de pedagogía, y que presuman, incluso, de no guiarse más que por la gramática parda de la clase magistral y el examen. Es como si hubiera médicos alardeando de no tener más conocimiento que el de los cirujanos barberos. Por ello, hay que alegrarse también de que se planteen medidas largamente demandadas, como la de las asignaturas didácticas en los grados, o el refuerzo de la formación práctica, que tendría que ser mucho más seria, guiada por tutores expertos y bien pagados, y realmente decisiva para acceder a la profesión.

En cuanto a lo demás y más importante – la vocación, el carisma, la integridad personal…– no hay grado en que se enseñen ni manera reglada de evaluarlo. Lo primero de ello, la vocación, debería ser la condición para afrontar con éxito las pruebas y demostrar el nivel de excelencia exigible para ejercer la docencia. En cuanto al tipo de carisma – ligado fundamentalmente a la sabiduría – y la integridad personal que caben esperar de un maestro, son dos de las cualidades que definen a los mejores ciudadanos. Ahora bien, ¿cómo atraer a estos a la enseñanza? La retribución importa, pero no es lo esencial. Lo decisivo es la satisfacción en el trabajo, es decir: el poder hacer bien las cosas. Y para ello se precisa una escuela bien dotada, una administración que dé al profesor la máxima autoridad y confianza, unas ratios que favorezcan el trabajo artesanal con cada alumno, y tiempo y facilidades para que el docente progrese, se forme e investigue en su disciplina y en la didáctica de la misma… Parece un sueño, sí. Pero es la única manera de hacer algo realmente decisivo por el sistema educativo. 


martes, 1 de marzo de 2022

Contar cuentos

 

Ilustración de Daniel Gil Segura

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

 

«¿Qué somos los seres humanos?» Se trata de una pregunta de eterna actualidad. Si no tuviera sentido o respuesta tampoco lo tendrían la mayoría de las cosas que nos preocupan. «¿Quién eres?» – pregunto a cada alumno al comenzar el curso –. Todos responden diciendo su nombre, su condición de estudiantes, si son chicos o chicas… ¿Pero es eso lo que son? Nuestra identidad no está en el nombre, ni en lo que habitualmente hacemos, ni en los rasgos del cuerpo. La cultura, los genes o el género importan. Pero una vez nos ha despuntado la conciencia nuestro ser no está ya ahí. La prueba es que podríamos trastocarlo todo (nombre, lugar, ocupación, sexo, género…) y seguir siendo, de una forma u otra, la misma persona. 

Ya sé que no está de moda depreciar el cuerpo, pero lo que somos (y tal vez dejando aparte la sesera) no forma parte de él. Por eso, si queremos saber quién era alguien ya extinto no buscamos examinar su cadáver ni sus huesos, ni su ADN, ni las imágenes de su cerebro, sino entender los signos (palabras, gestos…) que nos dejó su psique grabados aquí o allá. No somos un montón de vísceras, sino aquello que nos pasa por la mente o, si quieren, por ese fabuloso descubrimiento o invención suya que es el cerebro. 

Ahora bien, por la mente pasan muchas cosas (sensaciones, emociones, deseos, decisiones, sueños, ideas…). ¿Cuál de ellas determina lo que somos? En general, las ideas mandan. Percibimos, sentimos o queremos en función de las ideas con las que entendemos el mundo, interpretamos lo bien o mal que nos va en la vida o concebimos nuestros mejores propósitos. 

Pero las ideas, sean innatas o aprendidas, discurren también en la mente de los animales. ¿Qué nos diferencia entonces de ellos? Una idea que siempre me convenció es que lo que nos hace específicamente humanos es la asociación entre las ideas y una cierta manera de usar el lenguaje. Es innegable que los animales disponen de sistemas de comunicación muy sofisticados, pero solo los humanos podemos utilizar el lenguaje para viajar con él por el tiempo y el espacio, y hasta para explorar mundos distintos al mundo, desde el de las matemáticas al de las ficciones literarias. Con el lenguaje, los humanos podemos hacer cuentas y contar cuentos y, con ellos, dar y darnos cuenta de lo que pasa y lo que somos. 

El siglo pasado, el psicólogo evolutivo Jean Piaget investigó el extraño fenómeno por el que los niños, durante cierta fase de su desarrollo, hablan solos o con sus juguetes imitando en ocasiones el diálogo que sostienen con otras personas. Casi al mismo tiempo, el psicólogo soviético Lev S. Vygotsky postuló que los niños, al crecer, interiorizan este uso egocéntrico del habla en la forma de un diálogo íntimo y silencioso consigo mismos. Este machadiano soliloquio sería el origen de la consciencia humana, ese insólito fenómeno por el que nos reconocemos como la primera persona del relato con que vamos dando cuenta de todo; un relato en el que el narrador, el público y el protagonista son el mismo tipo: nosotros. 

Ahora bien, para ser quienes somos tal vez no baste una simple narración interna de lo que pasa y nos pasa. Una de las condiciones de la identidad es la continuidad. La frase «yo soy yo» solo significa algo si los dos yoes ahí escritos son en algún sentido el mismo. Esto descarta inmediatamente que nuestra identidad resida en el cuerpo, todas y cada una de cuyas partículas cambian y envejecen a cada instante, pero tambien que se ancle en la mente o la consciencia, donde todo se hace y deshace igualmente en el tiempo. ¿En qué «lugar» de mí mismo mantengo entonces mi mismidad? ¿En qué se fundamenta la creencia de que somos siempre el mismo bañista en el heracliteano río de los días? 

En uno de sus fantásticos cuentos describe Michael Ende a una caravana de vagabundos saltimbanquis que caminan confiando en que su errático viaje a ninguna parte dibuje sobre el mundo una palabra que desvele el sentido de sus pasos. Tal vez sea este anhelo lo que nos define. De hecho, y aunque las palabras – esas perras negras, que diría Cortázar – correteen sin parar dentro nuestro, hay algo entre ellas a veces – una forma, una estructura armoniosa y coherente, una «redondez» narrativa y hasta una sublime espiral poética o filosófica – que las hace convertirse en uno de esos luminosos cuentos en los que el sentido trasciende y sobrevive a todo lo que transcurre en ellos. ¿Será esa forma lo que somos? 

Somos el animal que cuenta cuentos. En eso consiste toda nuestra cultura y también nuestra manera específica de ser conscientes. Pero solo si ese discurrir íntimo adquiere la unidad y el sentido de las buenas historias, podremos decir que rozamos esa cima casi imposible de la propia identidad: el alma o forma inmortal del cuento mismo que nos cuenta. 

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