Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Más o menos todos tenemos un ramalazo
místico, un cierto gusto por lo mistérico y sacro, por lo que creemos o
sentimos que nos trasciende y nos permite soñar que somos algo más que barro y
tiempo. Y esto no solo atañe a las personas religiosas. Lo místico se busca de
múltiples maneras: a través de la contemplación intelectual, en la abnegación
moral, mediante la experiencia estética…
El correlato estético de la vivencia
mística es el sentimiento de lo sublime. Según los filósofos, lo sublime es
aquello que sentimos ante lo infinito, lo incomprensible, lo
inconmensurablemente poderoso… Decía uno de ellos, Edmund Burke, que lo sublime
genera un terror placentero, y al leerlo no puedo dejar de recordar el miedo (a
la vez que la curiosidad) que de niño me producía la Semana Santa: el denso y lúgubre
olor del incienso, las filas de fantasmagóricos penitentes portando cruces y
hachones, y sobre todo los pasos, esos tétricos galeones que navegaban sobre la
multitud con sus bamboleantes ídolos cargados de un misterioso y grandioso
poder ante el que uno solo podía sentir temor y culpa.
Lo sublime y lo místico son también el
elixir mágico del poder político. No hay época o cultura en la que el poder no
se haya sustentado en una representación sublime de sí mismo. Recuerden a los
faraones y emperadores antiguos, a los caciques tribales o a los monarcas
absolutos. Ninguno de ellos tenía o tiene una capacidad excepcional para
coaccionar a la gente; ni argumentos suficientes para demostrarles la legitimidad
de su poder; su principal recurso para imponerse es y era el de provocar esa
experiencia mística y sublime que nos horroriza a la vez que nos encanta y
subyuga.
Es por esto por lo que las figuras de
poder humano se representan a sí mismas envueltas en un halo de misterio y a
través de ceremonias religioso-teatrales en las que no solo se atemoriza a la
gente, sino que se la persuade del sentido trascendente y sobrehumano del orden
social y del poder que lo rige. ¿Cómo no reconocer la potestad y autoridad de
un emperador, un jefe tribal o un rey absoluto cuando se nos presentan imbuidos
(y semiocultos) en sus fastuosos trajes ceremoniales, observándolo todo sobre
un imponente trono, o rodeados por la temible y emocionante coreografía de un
desfile militar?
En algunos ritos teatrales del poder,
como el de nuestra Semana Santa (creada durante la contrarreforma como
expresión propagandística de un poder político plenamente sustentado en la
creencia religiosa), se busca generar una ilusión múltiple: la de la
trascendencia del «statu quo», haciendo desfilar a las distintas instancias y jerarquías
sociales junto a las imágenes sagradas; la de la sacralidad del poder terrenal,
emparentándolo con la omnipotencia, eternidad, unicidad y justicia divina –
recuerden a Franco bajo palio – ; la de la validez universal de los valores
comunes; o la de la relevancia existencial del individuo, haciéndole partícipe,
aun solo como figurante, de un entramado sublime, terrible y mágico a la vez,
que colma de orden y sentido su vida.
¿Y hoy? ¿Qué ocurre en nuestra época
aparentemente secularizada? ¿En qué resortes ideológicos y estéticos se
sustenta hoy el poder de los poderosos? El poder político carece desde hace
mucho de esa aura de misterio y sacralidad que lo volvía incontestable hace
siglos. ¿Entonces? ¿Cómo hace para generar conformidad y obediencia?
Antes de responder a esta pregunta
conviene hacer una distinción entre el «poder nominal» (el de los
políticos que nos representan en el parlamento, los partidos, los jueces, etc.)
y el poder más real, el gran poder
que rige globalmente el mundo, y que parece constituido por una suma
desorganizada de intereses y designios de grandes corporaciones financieras,
tecnológicas y mediáticas.
Es este último el que parece presentarse
hoy de ese modo misterioso y omnipotente, místico y sublime, con que
legitimaban su suprema autoridad los emperadores y reyes de antaño. Un poder
oculto que escruta todos nuestros datos, nos chantajea con las infinitas
baratijas del mercado y nos mantiene seductoramente entretenidos a través de las
vidas virtuales ofrecidas por redes y pantallas.
Parte de ese entretenimiento es, por
cierto, el del «show business» de la política tradicional, ese pobre y triste teatrillo
decimonónico en que los parlamentarios, a modo de grotescos bufones, parecen
mantener la ilusión de control democrático y marcar la diferencia con ese otro
poder, terrible e inconmensurable, que gobierna el mundo sin que, alucinados y
subyugados por él, queramos poder hacer nada por evitarlo…