Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
España se ha convertido en estos días en la sexta nación del mundo en legalizar la eutanasia. Me enorgullezco de que este país – al que algunos lunáticos y revolucionarios de salón aún tachan de franquista o poco democrático – vuelva a colocarse a la vanguardia en el reconocimiento de los derechos individuales. Y me alegro, no menos, de que la ley española vaya a ser, como es frecuente, de las más garantistas del orbe. Ojalá todas las decisiones socialmente relevantes – votar, presentarse a unas elecciones, ser funcionario, tener hijos… – se sometieran al mismo grado de control y rigor que esta de ayudar a un ciudadano a morir con dignidad y sin sufrimientos innecesarios.
El “garantismo” de las leyes (y la burocracia que
inevitablemente lo acompaña) es, junto a la educación ética y ciudadana, la
mejor barrera de contención de los excesos democráticos, sean en su versión
liberal o en su versión más populista o “asamblearia”. En el caso de la
eutanasia (y otros parecidos) nos protege, entre otras cosas, de los efectos
que puedan derivarse de prejuicios y creencias irracionales. Valga, por
ejemplo, la idea (compartida por liberales y parte de la izquierda) de que
tenemos una suerte de irrestricto derecho “natural” sobre nuestros cuerpos.
¿Es mía y solo mía mi vida orgánica o cuerpo, de manera que
pueda hacer con él lo que quiera (transformarlo, mutilarlo, sacrificarlo…) y
exigir o adquirir la ayuda de los demás para hacerlo? ¿Debería poder solicitar
asistencia para, por ejemplo, quedarme sordo o parapléjico (se han dado casos)
o para suicidarme, sin más pretexto que la expresión de mi soberana
voluntad? Creo que en esto, como en otras cosas (los cambios de identidad de
género, la oposición a las vacunas…), se están adoptando, sin la suficiente
reflexión, los presupuestos teóricos del liberalismo más irracional.
Analicemos, por ejemplo, la extensión del principio liberal
de propiedad a la idea de que nuestra vida es nuestra no más que por “tenerla”,
o por haberla usado un número reglamentario de años. De un lado, está claro que
mi cuerpo o vida orgánica forman parte de esa esfera de lo “propio” que
identifico primariamente con mi persona. Mas, de otro lado, y aquí nos
apartamos de la tendencia de opinión vigente, ni mi cuerpo ni mi personalidad
son posibles, ni tienen sentido, fuera del contexto social al que pertenecen:
los seres humanos somos seres netamente sociales, y son los demás los
que, además de darnos la vida, nos hacen ser como somos, prestándonos un
lenguaje y un sistema de referencias simbólicas que, interiorizados, representan
el germen de nuestra propia conciencia y dignidad; por ello, el uso de la propiedad
de uno mismo se debe, también, a los otros, y ha de ser validada
(justamente) por ellos, hasta el punto de que, en ciertas circunstancias
(inmadurez, incapacidad, locura, delito), es y debe ser limitada y sometida a
control.
La otra pata ideológica del presunto derecho irrestricto a
“hacer lo que quiera con mi cuerpo” es cierta idea (igualmente liberal) de
libertad como simple ausencia de obstáculos a una voluntad deseante que no
necesita justificarse, ni siquiera ante sí misma. Una concepción de libertad
esta, tan tiránica como autocontradictoria, pues del hecho de que se exhiba una
gran voluntad de poder (y se haga lo que se quiera) no se infiere que se
tenga poder sobre la voluntad (y se sepa y decida lo qué se quiere hacer).
Solo es realmente libre aquel que sabe y domina las ideas que le mueven a
querer. El que solo hace lo que quiere no es más que un esclavo
caprichoso.
Así que sí, usted puede hacer con su vida o cuerpo lo que
quiera (faltaría más), pero, en la medida en que es un ser social y afecta, con
su conducta, a sus congéneres, conciudadanos, deudos y afectos, la ley debe
asegurarse de que, en sus decisiones más trascendentales, disponga de la
plenitud de conciencia y la capacidad crítica suficiente para comprender y
explicar los motivos de lo que hace, así como de la madurez y la virtud
suficiente como para actuar con la suficiente responsabilidad, tanto para
consigo mismo como para con todos los seres que configuran esa extensa y
compleja red social de la que participamos y por la que nos co-pertenecemos
unos a otros.
Si la libertad es, en fin, para quién sabe, la
propiedad, incluyendo la de la propia vida, debería ser para el que la
merece. Y, tal vez, no todos merecen o pueden poseer y decidir en el mismo
grado, ni siquiera sobre sí mismos.