martes, 30 de noviembre de 2021

¡La ética, esa maldita María!

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es


Las “Marías”, ya sabrán o recordarán ustedes, son aquellas asignaturas de naturaleza “decorativa” que dábamos en el colegio y que le importaban un bledo a todo el mundo. Solían ocupar un espacio mínimo o simbólico en el horario (una o, con suerte, dos horas por semana) y las impartían profesores que, en muchos casos, no tenían ni idea, con lo que, en buena lógica, se dedicaban a matar al tiempo proyectando películas o charlando de lo primero que se les pasaba por la cabeza. Eso sí, en la época de los sacrosantos exámenes, nos dejaban la hora para estudiar. Y esa era, casi siempre, la única utilidad que tenían.

“Marías” las hubo y las hay de diversos tipos. Hagan memoria: la plástica, la educación física, el arte, la religión y, desde luego, la ética. Algo, esto último, que siempre me llamó mucho la atención. La educación plástica es fundamental, sin duda, y la educación física, y la música. Y la religión, para qué nos vamos a engañar, también significa mucho para mucha gente. Pero, ¿y la ética? – pensaba yo – ¿No es acaso lo más importante de todo? ¿No es fundamental saber algo (o intentarlo) acerca de un asunto tan peliagudo como el de “lo bueno y lo malo”? 

Porque a ver: la vida, la salud, el dinero, el amor, la religión, la música, o lo que sea, nos parecen importantes porque las consideramos cosas “buenas” (y definan bueno en el sentido que crean más bueno: placentero, conveniente, debido, justo, digno…). ¿Pero por qué han de ser “buenas”? De hecho, hay gente que no las considera así (los suicidas, los que se enganchan a drogas peligrosas, los que desprecian la riqueza, los que practican la castidad, los talibanes que odian la música…). Fíjense que incluso para averiguar si algo es realmente más importante (es decir: “más bueno”) que la ética haría falta la reflexión ética…

Ahora bien, siendo la ética lo más importante de todo (o, al menos, la materia que sirve para pensar en qué es lo más importante de todo), ¿cómo es que se la trata en el sistema educativo como una maldita María? Además, el resto de las tradicionales Marías (la educación física, la música, la religión…) tienen, como mal menor, otros espacios disponibles para quien esté interesado: los gimnasios y polideportivos, las escuelas de música, las parroquias… ¿Pero y la ética? ¿Dónde se imparte ética más allá de la escuela?

Hay quien responde a esto último que “en casa”; es decir, que es en el entorno privado donde hay que transmitir la moral y los valores. Pero ni a mí ni a los adolescentes a los que doy clases nos convence para nada esta respuesta. Primero, porque no solemos estar de acuerdo con gran parte de los valores que se nos transmiten, casi siempre sin razón suficiente, desde el entorno familiar, social o mediático. Y segundo, y más importante, porque nos parece que sobre esto de la ética tiene que haber algo más que el saber infuso y parcial (cuando lo hay) de la familia, las tertulias de la tele o los colegas.

¡Y vaya si lo hay! Cuando uno abre cualquier manual de filosofía y se va al capítulo dedicado a la ética, comprueba que sobre esto tan presuntamente infuso o subjetivo de “lo bueno y lo malo” existen decenas de escuelas, tendencias y teorías, tanto antiguas como de rabiosa actualidad, y cientos de libros, tesis y expertos investigando, debatiendo, produciendo ideas y participando de comités científicos, médicos, empresariales o políticos. Esta ética no es, por demás, ninguna lista de mandatos o valores que haya que adoptar por narices, o desde argumentos ya inventariados, sino una disciplina que lo analiza todo: desde lo que es una “norma” o un “valor” hasta las peculiaridades del lenguaje en el que expresamos y justificamos nuestros particulares juicios morales. Un saber, además, en que se diseccionan y afrontan problemas cotidianos que a mucha gente ni siquiera le parecen problemas, sino “cosas que pasan” (la desigualdad económica, el sometimiento de las mujeres, las consecuencias del desarrollo tecnológico, la manipulación de los medios, la injusticia de las leyes, y mil más).

Porque, y esta es otra, mucha gente, gobernantes incluidos, piensa que la ética y la simple educación en valores son lo mismo, confusión que se debe, sin duda, a que a menudo se usa el mismo término para designar al que es “bueno” y al que estudia “lo que es bueno”, al que hace “lo que hay que hacer”, y al que se pregunta de forma sistemática “por qué hay que hacerlo”. Pero es claro que ambas cosas son muy distintas. La educación en valores está dirigida a la transmisión de aquellos mínimos principios morales o normativos que deben regular la convivencia y el comportamiento de las personas, mientras que la ética se ocupa de la reflexión racional acerca de los valores y de lo valioso en sí, dotando al alumno de las herramientas y hábitos (teorías y enfoques éticos, conceptos de filosofía moral, pensamiento crítico y sistemático, lógica y ética de la argumentación, procedimientos dialógicos, análisis de dilemas morales, etc.) necesarios para afrontar por sí mismo los retos y desafíos de su entorno, además de establecer de forma autónoma y responsable su propia escala de valores.

Además, todo esto tan sumamente importante que transmite la ética (y no, o solo circunstancialmente, la educación en valores) no lo puede enseñar “transversalmente” ninguna otra materia. En todas las materias se puede desentrañar un problema moral, ejercitar el diálogo argumentativo o practicar el pensamiento crítico, pero solo en ética se trata de todo esto de manera sustantiva, exhaustiva y problematizada, atendiendo a sus fundamentos, condiciones, normas, tipos, propiedades y límites. Pensar lo contrario sería tan absurdo como pensar que, dado que en todas las asignaturas se habla o se manejan números, podemos convertir a la lengua o la matemática en “Marías” con una hora semanal.

Porque, hablando claro: que después de tanto bla-bla-bla de los políticos sobre lo importantísimo que es la educación para resolverlo todo (desde el cambio climático a los discursos de odio, pasando por el machismo y la violencia contra las mujeres, el consumismo, las adicciones, la desinformación, la corrupción, el suicidio juvenil, el género, y mil asuntos más) ahora resulte que la única materia que se ocupa directamente de todo esto en la educación obligatoria sea una asignatura consagrada a la educación en valores (no estrictamente a la ética) y con una sola hora a la semana (35 horas en toda la ESO, mientras que Religión, por ejemplo, dispone de 140) es, si lo hubiera, de juzgado de guardia político – un juzgado, por cierto, que tendría que estar compuesto de ciudadanos éticamente bien formados –.

En conclusión, sin una profunda educación ética y bien dotada de horas y espacios en las escuelas e institutos, vamos a generar ciudadanos no solo incapaces de afrontar de forma madura dilemas y decisiones de relevancia personal y social, o de entender a fondo lo que implican sus propios juicios y posiciones morales o políticas, sino algo peor aún: ciudadanos inermes ante todo tipo de demagogos, sectarios, salvapatrias, tunantes y vendehúmos; esto es, vamos a contribuir, más aún, a crear el peor de los mundos posibles. Piénselo. Y pongan, por favor, toda su competencia ética en hacerlo.

Ética, educación cívica y el lugar de la filosofía en la educación en democracia.

 

En estos días, y al calor de la movilización por la recuperación de la educación ética y filosófica en la enseñanza secundaria, hemos tratado de las complejas relaciones entre ética y educación cívica, y del papel de la filosofía como eje de la educación en democracia. Lo primero fue en las Jornadas de Fin de Proyecto "El filósofo, la ciudad y el conflicto de las facultades", en la Universidad Complutense de Madrid. Y lo segundo en el Aula Manuel Alemán de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. 

Aquí se puede ver una buena parte del acto en la UCM






lunes, 29 de noviembre de 2021

Patrimonio y «terruñismo».

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La primera vez que hice turismo por el interior del Reino Unido me llevaba unos chascos de aúpa. No era raro que perdiera una mañana para llegar a algún sitio señalado como yacimiento o monumento histórico y que no encontrara allí más que el solar o los cuatro muros esparcidos de algún inapreciable edificio. A veces, el inevitable Centro de interpretación (con su tiendecilla de libros y souvenirs) era más grande que lo que interpretaba.  Si algo me impresionó, en fin, de aquella tierra, fue el modo, exquisito hasta la exageración, en que cuidaban de su patrimonio.

¿Y en nuestro país? ¿Ocurre lo mismo? Ya se imaginan la respuesta. Aún recuerdo como la joven guía de un pequeño museo arqueológico (creo que por Osuna) nos contaba que las preciosas figurillas y monedas romanas que se exponían ahora en las vitrinas eran las mismas que usaban los niños para jugar en cierto lugar junto al pueblo. Yo mismo, hace más de veinte años, aún le daba al fútbol entre las piedras (literalmente, pues servían de portería) del circo romano de Mérida. Un inglés alucinaría con todo esto. Teniendo mucho más patrimonio histórico que otros países (o quizás por eso), lo hemos tratado durante años con la punta del pie. Y una prueba son los más de mil monumentos (castillos, conventos, ermitas, palacios…), sesenta y uno en Extremadura, que permanecen en la Lista Roja del Patrimonio, esto es, al borde de la ruina completa.

Es cierto que existe una sensibilidad cada vez mayor hacia estos lugares y edificios singulares, y una idea más ajustada y lúcida que la que se tenía antaño de los beneficios, no solo económicos, que supone el invertir en ellos. No es difícil. Hay que estar ciego para no ver que si unimos (y no acabamos por malvender y estropear) el impresionante patrimonio natural de Extremadura – uno de los mejor conservados de Europa – y su rico y variadísimo catálogo monumental (restos megalíticos, templos tartésicos, edificios romanos…) dispondremos de una mina turística y cultural de primer orden. 

Y lo mejor es que para extraer réditos de esta mina no hace falta contaminar o cargarse nada, ni realizar un esfuerzo financiero inasumible. Aunque sí emprender políticas más decididas, tanto en la promoción turística y educativa, como en la adquisición de la titularidad de buena parte de ese patrimonio que, por estar emplazado en terrenos privados, depende para su conservación de la buena voluntad y generosidad de particulares. 

Más allá de esto, solo hace falta crear (¡Y mantener!) una mínima infraestructura de señalización, servicios y accesos públicos, y renovar la que anda abandonada. Lo digo porque localizar y visitar alguno de estos monumentos representa a veces una odisea, además de algún que otro conflicto, pues la inexistencia (o la frecuente ocupación privada) de caminos públicos obliga a la petición de favor a los propietarios o a andar saltando vallas como un furtivo. Y tampoco vendría mal algo de vigilancia. No puede ser que restos arqueológicos o edificios históricos de primer orden se hallen sin control alguno y a merced de cualquier vándalo en mitad del campo.

Todo esto que hemos dicho para el patrimonio material también vale, por supuesto, para el inmaterial, como las fiestas populares, la gastronomía, la música, la literatura oral o las hablas vernáculas, incluido el llamado extremeñu, que no es “la lengua de los extremeños” como algunos exagerados claman (a la vista o al oído está), pero que sí es un elemento patrimonial (no identitario, conviene separar muy bien ambas cosas) que ha de ser investigado y documentado antes de que desaparezca del todo, cosa que pasará, por la sencilla razón de que no se debe (aunque se pueda, como ocurre en otras comunidades) obligar a la gente a hablar una lengua a la fuerza.

Toda esta demanda de protección del patrimonio no tiene nada que ver, por cierto, con el “terruñismo”, el chauvinismo provinciano o la frecuente idealización edénica de lo ya perdido. Proteger y conservar las tradiciones más importantes, incluso las peores (no más allá del museo), es una estimable estrategia para reconocer lo mejor que somos y prevernos de lo peor. Pero ojo, esto no implica sustituir la cultura viva y real por un folklore impostado y casi obligatorio, como el que por motivos políticos (en el peor sentido de la palabra “político”) se cultiva en otras partes del país. 

Conocer y hacer conocer esta bendita tierra, con sus infinitos encinares, sus cielos límpidos, sus inigualables monumentos y sus gentes, es un filón maravilloso de riqueza cultural y de la otra. Hagámoslo más grande, no empeñándonos en buscar de forma artificiosa “nuestras diferencias”, sino procurando que todos se reconozcan en lo más hermoso y significativo que poseemos. 

jueves, 18 de noviembre de 2021

Halloween, identidad y metaverso.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Es tradicional discutir cada año sobre la amenaza que representa Halloween para nuestras más rancias costumbres. Una discusión en la que suele olvidarse que la cultura es necesariamente algo vivo, cambiante y sujeto, siempre, a influencias externas. De hecho, si nos pusiéramos a escarbar descubriríamos que la mayoría de nuestras tradiciones son fruto de la influencia o colonización de otros pueblos (celtas, fenicios, romanos, árabes o, ahora, anglosajones).

¿Se imaginan las protestas de los antiguos celtíberos por la invasión de latinajos de la que proviene nuestro idioma? ¿O el desprecio con que los viejos despotricarían del “foot-ball” a principios del siglo pasado? Pues ya ven, no hay ahora nada “más nuestro” que hablar español o jugar al fútbol. Y así con todo. Por eso hay que reírse a mandíbula batiente de aquellos que pregonan el acabose cultural que, según ellos, supone celebrar Halloween. Más aún cuando muchos de los que reniegan hoy de las pérfidas costumbres extranjeras son los mismos que, de jóvenes, sufrieron la incomprensión de sus mayores por darle caña al rock, vestir como vaqueros de Wisconsin o desmelenarse en la “discothèque”. ¡O tempora, o mores!

Que los chicos de hoy prefieran, en fin, deambular por la ciudad disfrazados de zombi a comer castañas pilongas en el campo es tan normal como que los mayores nos escandalicemos de ello y entonemos un afectado lamento de idealizada nostalgia por “lo nuestro”. Ha pasado siempre. Lo peliagudo es que confundamos “lo nuestro”, no ya con lo que (si acaso) conviene conservar en un museo, sino “con lo que hay que imponer por ser parte consustancial de nuestra identidad”. Cuando la gente se pone identitaria se acabó la risa, y toca echarse a temblar.

Lo menos malo que puede pasar cuando la gente enferma de “terruñismo” es que le dé por el folklore, es decir, por la momificación subvencionada de lo que antes fue cultura viva (y que, como todo lo vivo, tiene irremisiblemente que morir). Y ojo que el folklore y su estudio no están mal en sí. El problema viene cuando pretende imponerse como lo que no es, como cultura viva, y se obliga cordialmente a los niños a vestirse de lagarterana, a leer al bardo local en la escuela (por malo que sea), o a aprender el aurresku o la sardana para exhibirse el día de la fiesta nacional. Algo que, de momento, y toquemos madera, no ha pasado aún por aquí.

Decía hace años el escritor Sánchez Adalid (justo en el discurso de entrega de la medalla de Extremadura) que, gracias a Dios (Adalid, además de escritor es cura), los extremeños no tenemos identidad y que, justo por eso, somos libres. No puedo estar más de acuerdo. Tal vez, frente a la estrechez cateta de otros, los aquí presentes hemos intuido que la identidad humana, más que un anclarte en las costumbres de “toda la vida”, es un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. No hay mejor forma de crecer que sumando identidades. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien; pero amar la tierra y costumbres de tus antípodas te hace, seguro, mejor persona.

Por supuesto, esto no quiere decir que todo cambio cultural sea bueno. Todo depende de la dimensión y, sobre todo, de la dirección del cambio. A este respecto, es sorprendente que la gente discuta ardorosamente sobre la “colonización cultural” que representa Halloween y se quede tan pancha acerca de otros cambios de costumbres infinitamente más graves.

Casi nadie habla aquí, por ejemplo, de la reciente apuesta de Facebook y otras grandes empresas por la creación de entornos virtuales digitales (el llamado “metaverso”) a los que, tal vez en poco tiempo, tendremos que “teletransportarnos” para trabajar, relacionarnos, dar clases, comprar, opinar, entretenernos, manifestarnos, votar o hacer todo tipo de gestiones con la misma naturalidad con que lo hacemos ya en el tosco Internet bidimensional de toda-la-vida.

Y fíjense que no se trata de la simple “colonización” de nuestro paisaje cotidiano, ya de por sí repleto de pantallas generadoras de “realidad”, sino de la paulatina sustitución de este por otro mundo virtual creado y controlado hasta el último detalle por los ingenieros de esas gigantescas empresas tecnológicas que son Facebook, WhatsApp, Microsoft, Amazon, Apple…. ¿No es de esta “super invasión cultural” de la que tendríamos que estar hablando (aunque sea en el enjambre de redes sociales que ella nos proporciona) en lugar de sobre la pervivencia de la “chaquetilla”? Si no reparamos en cosas como esta, los zombis vamos a ser nosotros, y no los chiquillos que se disfrazan en Halloween.

martes, 9 de noviembre de 2021

Filosofía o la utilidad de las utilidades

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Decía Kant que la filosofía, justo por no ser inmediatamente útil para nada, era el más necesario y libre de los saberes. Diríamos que, gracias a estar “liberado” de lo urgente y cotidiano, el filósofo puede dedicarse a lo más práctico de todo: a averiguar para qué debe servir lo que sirve o, como decía Machado, a buscar la “utilidad de las utilidades”.

Así, no es que la filosofía “no sirva para nada” sino, más bien, que “no sirve a nada ni a nadie”. Y justo por no servir a nada ni a nadie, puede servir para todo (para lo más fundamental de y del todo) y consagrarse a la búsqueda de la verdad, caiga quien caiga (o caiga lo que caiga). ¿Habrá algo más útil que esto?

Veamos un ejemplo de cómo la filosofía sirve en efecto para todo en el ámbito, siempre polémico, de la educación. En general, cualquier asunto o disputa mínimamente interesante sobre educación ha de echar mano de la filosofía. Piensen en qué, por qué y para qué debemos educar a niños y adolescentes. Toda respuesta que demos a estas preguntas habrá de deducirse de alguna concepción (consciente o inconsciente, crítica o acrítica) de lo que son y deben ser las personas, la sociedad, el conocimiento o el mundo; esto es: de una determinada perspectiva o modelo filosófico de la realidad. De hecho, las teorías pedagógicas o las políticas educativas se diferencian por la “filosofía de la educación” que sustenta a cada una de ellas. Y reparen que digo “filosofía” y no “ciencia” de la educación. La razón es que no hay ciencia positiva alguna que se ocupe del “deber ser” ni, por tanto, del cómo, en qué y para qué “debemos” educar a nadie.

Pensemos ahora en lo que debemos enseñar al alumnado. En cuánto de ciencia, religión, valores, arte o hábitos físicos se le debe transmitir. O en si hay que enseñárselo todo junto, en “ámbitos”, o en compartimentos estancos como hasta ahora. Para aclarar estas cuestiones debemos igualmente echar mano a la filosofía y preguntarnos qué es un saber, en qué se diferencian y qué tienen en común las distintas disciplinas, o cuál es la verdad y el valor de sus respectivas y presuntas verdades y utilidades. Así, por ejemplo, si no queremos impartir materias aisladamente (lógico, dado que en ningún sentido esencial están aisladas), será imprescindible aplicar una perspectiva sistémica, articulada, reflexiva y crítica del saber en general y de cada una de sus partes, esto es: un saber del saber mismo. O lo que es igual: una filosofía del conocimiento.

Vayamos al cómo enseñar. Seguro que todos coincidimos en que una enseñanza verdaderamente eficaz es aquella que hace que el alumnado comprenda a fondo, valore y asimile determinados saberes (y que, motivado por ello, adopte determinas actitudes y se ejercite en ciertas destrezas). Ahora bien, ¿qué es comprender a fondo algo sino entender sus causas y principios últimos? Esto es: saber no meramente lo “qué” ocurre, sino también “por qué” y “en orden a qué” ocurre. Si a un niño o adolescente no se le alimenta el deseo natural de saber las razones profundas de las cosas, para tener, así, una visión coherente y con sentido de lo real (por discutible y perfectible que esta sea), este deseo se le desinfla, y ante ese alumno desmotivado solo caben ya las amenazas, los exámenes, las broncas, el esfuerzo mecánico: todo lo que, en suma, nada tiene que ver con educar a nadie.

Afrontemos, al fin, la que es, acaso, la pregunta filosófica más importante con respecto a la educación: ¿para qué educarnos o educar a nadie? Es obvio, en primera instancia, que la educación es imprescindible para sobrevivir, pero para eso vale casi cualquier educación (y no hacen falta escuelas ni maestros). Educarnos debe servir, como diría Aristóteles, no solo para vivir, sino para vivir bien. Y aquí nos topamos con el problema de los problemas filosóficos: qué es el bien. O, en un sentido más social: qué es lo justo. En una y otra cosa (en el saber y la práctica de lo bueno y justo) solo cabe avanzar pensando y dialogando como hacen la ética y la filosofía.  No hay otro camino. Y sin andar en esa búsqueda activa y crítica es imposible ser buena persona o ciudadano libre y responsable.

Dicho lo dicho, espero haber mostrado que la filosofía, aunque particular y superficialmente inútil, sirve general y fundamentalmente para todo lo que es importante (empezando por la reflexión en torno a lo importante mismo). Y que, en el ámbito de la educación, es necesaria para que esclarezcamos en qué, cómo y para qué debemos educar y educarnos. Ahora, señores gobernantes, dejen ustedes al común de los ciudadanos (los que no puedan o quieran acceder al Bachillerato) sin ética ni filosofía y, por muy modernas, europeas, competenciales y molonas que sean sus nuevas leyes educativas, no servirán para nada. Para nada justo o bueno, claro.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Apología del tertuliano

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.



Los tertulianos de los medios tienen (tenemos, he de incluirme en el lote) muy mala prensa, aunque, como pasa con los vicios, se fustigan en público y se disfrutan en privado. Curiosamente, se les vilipendia con frecuencia desde las secciones de opinión de los periódicos, es decir: por parte de esa otra especie de tertuliano en formato monólogo que son (somos) también los columnistas. No digamos si, además, el crítico es novelista y está acostumbrado a opinar lo que le viene en gana bajo el legítimo pretexto de la ficción – ¿habrá mayor tertulianismo que ese? –

No sé, en fin, a qué viene esta manía de crucificar a los que se dedican a opinar en los medios audiovisuales, es decir: a exhibir ante la cámara o el micrófono lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace de la noche a la mañana en casa, en el trabajo, en cualquier lugar público y, por supuesto, y a todos los niveles, en los corrillos del poder: opinar y juzgar sobre todo y sobre todos. ¿A qué viene entonces ese desprecio por los tertulianos de la tele? ¿Tan difícil es ver la viga en el ojo propio?

A veces creo (opino) que la cosa está en lo mucho que se acredita uno desacreditando cosas. No sé si es algo autóctono o un rasgo universal de los seres humanos, pero a la gente le encanta vapulear moralmente a la gente (“la gente” es ese extraño colectivo al que, dado el desprecio con el que se le refiere siempre, parece que no perteneciera nadie). Cuanta más gente hundo o desprestigio, más me enaltezco y justifico yo mismo: esa es la idea.

Uno de los argumentos de los que critican el tertulianismo es que los tertulianos no suelen ser expertos en lo que tratan y se limitan, por tanto, a opinar sobre todo sin demasiado rigor. Es cierto. Pero no conviene confundir las cosas. Una tertulia (pública o privada, mediática o no) no es un congreso académico, sino una reunión de personas hablando y diríamos que en ejercicio de su ciudadanía democrática. ¿Y qué ejercicio es ese? Pues está claro: el de opinar, a partir de la información de la que el ciudadano medio dispone, sobre asuntos (por frívolos que sean a veces) de interés público.  

Esto último es importante aclararlo. La democracia es el imperio de la opinión y no, en absoluto, del juicio de los expertos – lo que equivaldría a una suerte de tecnocracia u oligarquía de sabios –. Esto quiere decir que, aunque confiemos en los expertos y los científicos para obtener información, la toma de decisiones no depende de ellos, sino de la ciudadanía en su conjunto. Esto tiene su lógica: la ciencia es un saber descriptivo y técnico, que se ocupa de hechos, y no de valores, por lo que carece de competencia política para dilucidar lo que es justo e injusto. Así, dado que no creemos que haya expertos o científicos en el asunto de la justicia, no queda otra que recurrir a la opinión, sea la de uno solo (como en los regímenes despóticos), sea la de la mayoría (como en las democracias). De ahí el valor político y cívico del debate de opinión, esto es: de las tertulias y los tertulianos, sean de barra, de plató, de red social o de bancada parlamentaria.

Por supuesto, esto no quiere decir que no se pueda y se deba mejorar la calidad del debate público. Es cierto que las tertulias mediáticas (y todas las demás) son caldo de cultivo para la demagogia y el populismo, algo casi consustancial a la democracia, siempre en un tris de convertirse en un patio de vecinos, pero evitarlo no consiste en denigrar el trasiego de opiniones que la constituye (sustituyéndolo por el pontificado de los tecnócratas), sino en perfeccionarlo.

De entrada, hay que reconocer que encender la tele o la radio y toparse con una tertulia (preferentemente política o cultural, pero hasta las más frívolas valen) es democráticamente preferible a hacerlo con un desfile, una corrida de toros o la Santa Misa (los tres programas favoritos del extinto régimen). En segundo lugar, se trata de elevar el nivel, diríamos filosófico, del tertuliano medio. No dictaminando que sean los más sabios o filósofos los que únicamente hablen, ni haciendo que los que siempre hablan sean filósofos, sino dándole voz a una ciudadanía filosóficamente cada vez mejor formada.

Es el sueño con que alucinamos algunos en esta caverna: el de concebir la democracia como el gobierno de un pueblo educado para hacer política, esto es, para poder dilucidar libre, pero también crítica y racionalmente (si es que ambas cosas, ser libres y actuar racionalmente, no son lo mismo), lo que es o no es justo. Y hacerlo, claro está, en diálogo –o tertulia – permanente con los demás. No se va a lograr mañana. Pero si nos acostumbramos a hablar y discutir – en los medios, en la calle, en las aulas, en donde sea –, las cosas solo pueden ir a mejor. O eso opino yo.

Sobre el día de los difuntos


Una breve reflexión sobre el día de los difuntos. Hoy en El Periódico Extremadura. 

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