miércoles, 25 de mayo de 2022

¿Qué es lo que no se entiende de la palabra “universidad”?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Estamos en época de exámenes, entre ellos los de EBAU (la antigua selectividad), y la prensa nos recuerda en tono laudatorio que determinadas titulaciones universitarias exigen una nota de ingreso casi imposible. Hace años era el grado de Medicina, y ahora el premio a la exigencia se lo lleva el doble grado de Física y Matemáticas. Hay hasta una lista “top cien” con las carreras en las que es más difícil entrar. ¿No les resulta increíble celebrar tal estupidez?

¿Por qué deberíamos aplaudir como papanatas una política universitaria que lo que hace es recortar un servicio público? ¿Por qué no va a poder un chico o chica con buenas notas, o incluso regulares, estudiar la carrera de sus sueños en la universidad pública (sobra decir que los que pagan una privada no necesitan notas ni siquiera regulares)? Todos conocemos estudiantes de enorme talento que no empezaron a demostrarlo hasta que no pudieron aplicarlo en algo que les interesara de verdad.

Afirma en la prensa el decano de una de las facultades que participan de este doble grado de Física y Matemáticas (la Facultad de Física de la Complutense) que uno de los motivos para limitar el acceso es que faltan recursos (laboratorios, personal…), pero no explica por qué no se les da prioridad a tales recursos, siendo como son tan demandados, y uno tiende a creer que el verdadero motivo es otro, a saber: que “si ponemos pocas plazas – declara el decano aludido – nos aseguramos de que los que entran son los mejores y, por tanto, podrán cursar las asignaturas con menos dificultad”. Es decir, que se trata también (¿o fundamentalmente?) de mantener un ridículo espíritu elitista alrededor de unos conocimientos presuntamente más difíciles y que parece que no pueden estar al alcance de cualquiera que se esfuerce por adquirirlos.

Y ojo: poner el conocimiento al alcance de todos no quiere decir abaratar dicho conocimiento, sino dar a todo el mundo (y no solo a cierto estándar – bastante discutible – de estudiante modélico) la oportunidad de dominarlo. Y este es precisamente, o debería ser, uno de los significados del término “universidad”: el del empeño por universalizar el saber. Más aún cuando hablamos de saberes (la física y la matemática) fundamentales no solo para entender otras ramas de la ciencia, sino también para acceder a aquellos modos de gestión y producción de información de los que dependen hoy los flujos económicos y de poder.   

Un segundo significado esencial del término “universidad”, igualmente ajeno a todo tipo de elitismos, es el de ser la institución en la que se promueve un conocimiento total, es decir: un conocimiento que atiende a todas las dimensiones del saber y a todos los aspectos de la persona, y que lo hace, además, enraizándose críticamente en las ideas y concepciones que, desde la antigüedad clásica (aunque no solo desde ella), determinan nuestra manera de conocer y pensar.

Que la universidad, haciendo honor a su nombre, haya de proporcionar un saber y una formación total o universal, quiere decir que, lejos de concebirse como una formación profesional de alto nivel al servicio de las empresas (que deberían prestar y pagar por sí mismas esa formación, al menos en su dimensión más específica), ha de entenderse como lo que desde su origen fue: una institución educativa diseñada para el cultivo de la ciencia y el conocimiento puro (sea o no útil para multiplicar el dinero), la capacitación política de la ciudadanía y el desarrollo moral de las personas. Más aún en una época como la nuestra, en la que apenas tenemos más certidumbre que la de los enormes desafíos políticos que vamos a tener que afrontar colectivamente: el cambio climático, la distribución de los escasos recursos, el aumento de las desigualdades, los populismos antidemocráticos, el cambio de modelo productivo, la disminución del trabajo disponible, etc. Una época para la que más nos vale formar ciudadanos ética y políticamente activos, dueños de un saber global y una concepción integral de la realidad, que mileuristas casi analfabetos y super-especializados en sectores económicos que lo mismo están hoy en la cima de la empleabilidad que son completamente olvidados en unos años.

Me enteré hace unos días que en las universidades norteamericanas existe un “currículo fundamental” (“core currículum”) obligatorio en todos los grados y por el que se dota al alumnado de una formación intelectual básica y general (tanto de humanidades como de ciencias) a través del análisis y el diálogo crítico o socrático en el aula. Una formación que es tan importante y decisiva para los estudiantes como la que los capacita como especialistas en una u otra rama del saber. Bueno sería que lo copiáramos, y que no nos hiciéramos siempre con lo peor, sino también con lo mejor del modelo imperante.

lunes, 23 de mayo de 2022

El pseudodebate educativo

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


La disputa entra las llamadas nueva y vieja pedagogía está condenada a perpetuarse; no porque sea en sí misma irresoluble, sino por la cantidad de tópicos y malentendidos que contiene. Como en otros ámbitos de la “guerra cultural” en que andamos permanentemente distraídos, pocos son los que se paran a definir los términos con los que se discute, a cuidarse de argumentar con rigor (o incluso sin él), o a tener en cuenta datos que socaven la posición defensiva u ofensiva previamente adoptada.   

Así, me reencuentro en un reciente artículo en prensa (“La nueva y la vieja pedagogía” de la profesora y filósofa Rosa María Rodríguez Magda), con el viejo tópico de que las nuevas pedagogías, en su afán por que los niños “sean felices y la cultura no les dañe”, los “infantilizan” y les impiden ser “sabios y críticos”. Bien. Como titular de prensa no tiene precio. ¿Pero en qué nos fundamos para suponer que atender al bienestar o felicidad del alumnado está reñido con la educación y la cultura? ¿Es el sufrimiento, entonces, la vía adecuada para el aprendizaje? Tal vez algunos pedagogos (que no sean predicadores o instructores militares) puedan creer justificable esto último, ¿pero es cierto? Hay “sabios y críticos” filósofos que piensan todo lo contrario (que la felicidad y la sabiduría son inseparables). ¿No habría
que discutir un poco sobre esto?  

Prosigue el artículo citando otro lugar común del “debate pedagógico”: el del presunto contubernio entre la “nueva pedagogía” y el neoliberalismo. Ahora bien, si esto fuera verdad, resultaría que el neoliberalismo estaría promoviendo una pedagogía del “igualitarismo”, la “inclusividad” y la “convivencia” (que es como describe la autora a la “nueva pedagogía”). ¿No es un poco extraño? ¿Se podría decir, entonces, que la “vieja pedagogía” del “esfuerzo y el mérito individual”, la “excelencia” y la “competencia” (es decir, de aquellas bazas en que se ha escudado siempre la ideología neoliberal) es la que mejor sirve a las opciones no liberales?

Igual de inconsistente o “líquido” es el retrato de la “nueva pedagogía” que hace la autora como presunto fenómeno “posmoderno” (o “post-transmoderno”, como dice ella). Así, se afirma que en la nueva pedagogía “lo fragmentario sustituye a la visión global”. ¿Pero es así? Basta una consulta superficial a los documentos que inspiran o desarrollan esa “nueva pedagogía” (los currículos de la nueva ley educativa, por ejemplo) para encontrar justo lo contrario: una fijación por integrar objetivos, capacidades, contenidos y materias (hasta el punto de que se habla ya de una nueva competencia clave – la “competencia global” – entendida como la capacidad para entender la realidad desde una perspectiva integrada). ¿Entonces?

Afirma también la autora que en la nueva y postmoderna pedagogía lo “subjetivo sustituye a lo objetivo”, pero sin precisar nada más. ¿Querrá esto decir que enseñar de modo más activo, haciendo partícipe al alumnado, implica que este invente los contenidos; o que prestar una (mínima) atención a la educación emocional (la hermana pobre o inexistente de los sistemas educativos) supone dejar de razonar en las clases? ¿Es, por demás, posible una “formación sin enseñar contenidos”, como dice la autora que hace la nueva pedagogía? ¿Qué estamos entendiendo entonces por “contenido”?

Acaba la articulista apelando al argumento de autoridad, y citando a la experta en educación Inger Enkvist y a la filósofa Hannah Arendt, aunque sin que esto ayude a aclarar nada. ¿Qué quiere decir Enkvist cuando afirma que las “nuevas pedagogías” conducen al fracaso? Porque en definir qué se entiende por “fracaso” (y por “logro”) educativo está gran parte de la madre del cordero del debate pedagógico. Tampoco explica Rodríguez Magda en qué contexto afirma Arendt que no hay que “dirigirse a los niños como adultos y creer que deben ser autónomos” (¿no habíamos quedado que no había que infantilizarlos?), ni considerar el “juego como un medio idóneo para el aprendizaje” (contrariando sin más a lo que, desde Platón, afirman la mayoría de los pedagogos desde hace siglos).

Todas estas preguntas, y muchas más, quedan en el aire, por lo que el artículo, como tantos otros, más que aportar luz a un debate complejo y repleto de ambigüedades, lo que hace es limitarse a difundir sofismas como el de los excesos de la pedagogía (¡como si lo que sobrase a los docentes españoles fuese formación pedagógica!), la eliminación de la memoria (una falsedad aprendida de memoria y repetida mecánicamente), o el carácter pernicioso de la tecnología (desde el prejuicio generacional de que la cultura digital condiciona o distorsiona la educación más que otros contextos o mediaciones socio-comunicativas).

Es lamentable, pero así, y con este nivel de discusión, difícilmente iremos nunca a ningún lado.

domingo, 22 de mayo de 2022

Europa, Borges y los bárbaros

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El pasado día 9 coincidieron dos actos especialmente relevantes y, en las actuales circunstancias, de signo preocupantemente opuesto: el Día de Europa, en el que se conmemora la declaración del ministro francés Robert Schuman, germen de la Unión Europea, y el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi que celebra cada año Rusia y cuyo acto central es un gran desfile militar en Moscú.

Que ambos eventos sean, en la presente situación, con el telón de fondo de la guerra en Ucrania, significativamente opuestos quiere decir que, más que nunca, enaltecen valores e ideales completamente distintos. La cooperación política y económica, y la construcción de un marco identitario común, con objeto de evitar nuevas guerras, en el caso de la UE, y la guerra como forma de autoafirmación de una identidad diferenciadora y excluyente, y de unos intereses geopolíticos y económicos particulares, en el caso de la celebración de Putin.

A este respecto, y aunque ambas están relacionadas con el fin de la II Guerra Mundial, las dos celebraciones suponen formas muy diferentes de encajar las lecciones de la hecatombe que supuso dicho conflicto. La Unión Europea, con todos sus innumerables defectos, ha logrado empezar a materializar durante estos setenta años el ideal de una sociedad internacional de apoyo mutuo que, bajo la cobertura ideológica de un cosmopolitismo ilustrado, convierta la guerra en un medio ineficaz de lograr objetivos (todo ello desde la certeza de que una nueva guerra mundial sería la última para todos). La visión, sin embargo, que representan Vladimir Putin y la derecha populista y ultranacionalista que lidera en Rusia (y que es espejo de la que carcome también a Europa) supone la utilización de la violencia en todas sus dimensiones como el modo fundamental de lograr los objetivos políticos.

Hay que añadir, para no incurrir en ingenuidades, que la propuesta que representa la UE tiene, hoy por hoy, la forma de un pequeño (aunque vistoso) islote en mitad de la tormentosa confluencia entre potencias (Rusia, China o los propios EE. UU) ancladas aún en las estrategias del realismo político y de la lucha militar y económica por la supremacía.

Desde luego, es difícil de creer que desde ese pequeño islote político que es la UE vaya a imponerse mañana la paz perpetua kantiana sobre la nietzscheana y ancestral voluntad de poder de las naciones y los hombres. Por el contrario, es mucho más probable, por no decir inevitable, que antes o después eclosione de nuevo el conflicto entre unos y otros. Pero mientras tanto, y justamente por ello, Europa no debe cejar en su propósito, convencida de que, al fin, la verdadera victoria es la que impronta al mundo con los valores e ideas del vencedor.

Recuerdo siempre a este respecto un fabuloso cuento de Borges, la Historia del guerrero y la cautiva, en la que un bárbaro, enamorado de la belleza de las ciudades latinas que arrasaba, acabó abandonando a los suyos y defendiendo a Roma hasta la muerte. Si observan ustedes con perspectiva verán que es esto mismo lo que ha ocurrido con frecuencia en el curso de la historia. Somos como somos en Occidente (y, justo por su influencia, en la casi totalidad del planeta), por la impronta que nos dejó ese minúsculo islote político que fue la Grecia clásica, aún amenazado como estuvo siempre por grandes potencias militares (Persia, Esparta y luego Roma) que, sin embargo, y salvo Roma (que adoptó íntegramente la cultura helénica), no han dejado más que una modesta huella en el mundo.

Mientras tanto, y además de persistir en la fidelidad a los ideales y actitudes que han inspirado este reducto político de pluralidad y convivencia que es hoy Europa, cuyas imperfecciones y legitimidad no nos cansaremos, desde luego, de cuestionar (la autocrítica es parte esencial de nuestra idiosincrasia), podemos y debemos seguir haciendo todo lo que podamos por aminorar o retrasar, al menos, la victoria coyuntural de la barbarie, en este caso, la que representan Putin, su odio expreso a los valores occidentales (o, lo que es lo mismo, a los derechos humanos), y su salvaje incursión bélica en Ucrania, en Siria, o en todos aquellos lugares que pretenden, legítimamente, hacer lo mismo que el bárbaro del cuento de Borges.

Por respeto a los principios en los que tenemos nuestra principal baza, y justo para evitar, hasta que sea inevitable al menos, la guerra, las acciones de la UE deben, pues, incidir en lo ya hecho: un bloqueo económico total contra el régimen de Putin y un apoyo militar legal, aún midiendo cada paso, a los que, fuera de nuestras fronteras, defienden los ideales europeos de quien no tienen nada que ofrecer más que rencor, involución y barbarie.


sábado, 21 de mayo de 2022

Sobre el manifiesto contra la LOMLOE

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Un grupo de más o menos reconocidos intelectuales acaba de publicar un manifiesto contra la nueva ley educativa, la LOMLOE, y en defensa, dicen, de la enseñanza como bien público. Entre otras cosas, se afirma en él que la LOMLOE es incompatible con una educación de calidad, entendiendo como tal una “instrucción basada en los conceptos nucleares de esfuerzo, mérito y contenidos”. Una afirmación harto simplista, pues tales “conceptos nucleares” son, cada uno de ellos, un complejo compendio de particulares y discutibles suposiciones.

El concepto de mérito, por ejemplo, presupone ingenuamente que todos los chicos compiten en igualdad de condiciones y que la competencia que demuestran es, ante todo, fruto de su iniciativa y empeño personal. Pero esto no está en absoluto claro. De hecho, la mayoría de los factores de los que depende el “éxito” académico de un alumno (dotes naturales, educación recibida, influencias del entorno…) no dependen fundamentalmente de ninguna decisión suya; como tampoco depende de él, por cierto, que el sistema educativo decida estimar como meritorio el dominio de determinadas capacidades en lugar de otras. 

Otra prueba de la discutible relevancia del concepto de mérito es que la inmensa mayoría de los alumnos y alumnas que obtienen peores resultados académicos pertenezcan a entornos socioeconómicos deprimidos. Sería mucha casualidad que todos ellos fracasaran por “falta de mérito”. Es especialmente sangrante, por ello, que muchos de mis colegas (algunos, para más inri, de izquierdas) insistan en el cuento de la cenicienta neoliberal de que la “excelencia educativa” y la “cultura del esfuerzo” (contra lo que, según ellos, va la LOMLOE) sean la única y mínima oportunidad que tiene la gente humilde de triunfar en un sistema social que los aliena y explota, con lo que estarían confirmándonos (a) que con la desigualdad social no hay quien pueda, (b) que los que están abajo han de esforzarse el doble por llegar arriba (así es la vida), y (c) que los que no logran “triunfar” y dejar de ser pobres (la inmensa mayoría) lo tienen merecido por no haberse esforzado lo suficiente, con lo que a su inferior condición de partida han de sumarle la humillación moral de postularse como responsables de la misma. 

A esta simplona y demagógica noción de “mérito” une el manifiesto la crítica, no menos superficial, a la presunta “disminución de contenidos” que propugna la LOMLOE, cuando lo que realmente promueve esta ley es todo lo contrario: la amplificación de la propia noción de “contenido”, que no solo se refiere a los conceptos de toda la vida, sino también, y con el mismo nivel de explicitud y rigor, a un buen número de destrezas, actitudes y valores. Además, la misma ley, y por el desarrollo del enfoque competencial al que obligan las recomendaciones europeas, exige ahora un dominio pleno (no solo teórico y académico) de tales contenidos, de forma que no solo sirvan para hacer ejercicios en una pizarra, sino también para pensar, plantear y resolver cuestiones en muchos otros ámbitos. 

Reivindica también el manifiesto que no desaparezcan las notas numéricas y las “Menciones de Honor”, lo que presupone otras dos cuando menos discutibles creencias. La primera es que la complejidad que implica la evaluación de un alumno pueda ser reducida a algo tan absurdo como la diferencia entre un 4,75 y un 5 en la puntuación de un examen; y la segunda, que el interés de un ser humano por aprender sea asimilable al de un perro de Pavlov por salivar, es decir, a algo que solo se manifiesta bajo la promesa de un premio o mención.

Acabo refiriéndome al asunto del adoctrinamiento. Dice el manifiesto que los conceptos de tipo moral o ideológico deben ser desplazados de las aulas. ¿Pero cómo? No hay un solo sistema educativo en el mundo, ni una sola ciencia, saber o práctica, que no incorpore, de forma explícita o implícita, aspectos ideológicos y morales (concepciones del mundo, criterios más o menos acríticos de verdad, creencias sobre el ser humano, pautas morales y cívicas, nociones políticas, presupuestos estéticos…). Así, y como cualquier otra ley educativa de cualquier lugar y época, la LOMLOE establece los valores (emanados de leyes y principios vigentes) que han de regir la convivencia y la propia práctica educativa. ¡Ni existe, ni es posible, una educación moralmente aséptica tal como la que propugna el manifiesto!

Lástima, eso sí, que la ley no haya insistido en dotar de mayor presencia en todos los niveles educativos a materias que, como la ética, sirven precisamente para inmunizar al alumnado contra la asunción acrítica de todo presupuesto moral o ideológico (también de los que se desprenden del manifiesto que hemos comentado).  De ser así, la LOMLOE habría dado un paso aún más decisivo en la tarea de mejorar la calidad educativa y, por lo mismo, de preparar a los alumnos para un verdadero ejercicio, crítico y comprometido, de la ciudadanía.

viernes, 20 de mayo de 2022

Ucrania y el descuadre de la izquierda

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Sospechar está muy bien. Sirve para desvelar intenciones o fuerzas ocultas. Pero deja de aparejarse noblemente con el pensamiento crítico cuando se delata como un simple mecanismo de defensa. Y es esto lo que le pasa a parte de la izquierda con respecto a la guerra de Ucrania: que dice que sospecha y que no le cuadran las cosas, cuando lo que realmente no cuadra (ni siquiera consigo misma) es la posición que ha decidido adoptar.

Y no cuadra por varias razones. La primera porque es de una parcialidad que asusta. Vean si no: indignación unánime cuando el agresor es el imperialismo occidental (en el Sáhara, Palestina, Cuba, Iraq…) y casuística y suspicacia máxima cuando se trata del otro (imperialismo). No hay más que leer estos días a los columnistas de los periódicos más alternativos. ¿Cambiarían esta suspicacia por la indignación y la pancarta si la invasión de Ucrania fuera obra de la OTAN? Ni lo duden.

El segundo elemento de descuadre es lo que el filósofo Santiago Alba llama con acierto “elitismo paranoico”. Según este delirio negacionista, compartido por parte de la extrema izquierda y la ultraderecha, la información (“pro-ucraniana”) que recibimos es pura propaganda de guerra (la de los USA y la OTAN, claro). De manera que el invasor podría estar realmente defendiéndose, las matanzas ser ficticias y los bombardeos a saber. Solo ellos, una pequeña élite al loro de las artimañas del sistema, sabe realmente de qué va la cosa. ¿Se puede hacer algo ante una paranoia de este tamaño? Poco: cualquier objeción en contra no sería más que otra prueba de lo manipulados que estamos los demás.

Un descuadre por la tangente es el “recurso a la complejidad”. “Es muy complejo de analizar”, te dicen, con superioridad, si te posicionas en defensa del país agredido. “Hay que contextualizarlo muy bien”, añaden. “No es una cuestión de buenos y malos (dicen con descaro los que no se cansan de moralizar sobre todo), sino de un enrevesado conflicto geoestratégico ante el que poco cabe hacer y todos son culpables”. “¡Vaya!”, dices tú, sospechando (no vas a ser menos) que todo sería muchísimo más simple si, de nuevo, el agresor fuese la pérfida OTAN.

A este recurso a la complejidad se le adjunta a veces una suerte de pesimismo realista no menos desconcertante. De golpe, la misma izquierda que expresa con entusiasmo su idealismo y su ira revolucionaria frente a los tejemanejes yanquis en Oriente Próximo o América Latina, admite resignada que frente al expansionismo ruso no hay nada que hacer, que Putin ya avisó de que no quería intrusos en su “zona de seguridad”, y de que nos merecemos lo que está pasando por no apreciar en lo que valen los delirios hegemónicos del sátrapa ruso. ¿No es esto un tanto sospechoso?

Para ahondar en el descuadre, no falta en algunos una auténtica (y miserable) demonización de la víctima. Así, para ellos Ucrania no es realmente una democracia a defender, sino un nido de nazis (¿por qué no también de drogadictos, como afirma Putin?) cuyos siniestros gobernantes (el principal de ellos un sospechoso cómico proliberal) estarían sacrificando a su pueblo para hacerle el juego (el juego que sospechan ellos) a la OTAN. ¿Serviría de algo recordarles que hay muchos más nazis y ultraderechistas en la mayoría de los países de la UE, o que las barbaridades del régimen de Sadam Hussein o Afganistán no debilitaron ni un ápice la (justa) condena a la invasión USA? No. Imbuidos como están de la falaz suposición de que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, y de que Putin, pese su imperialismo agresivo, su tradicionalismo ultraconservador y la oligarquía mafiosa a la que representa, igual tiene todavía su sex appeal como viejo espía bolchevique, se muestran inmunes a toda evidencia.

El último contrasentido del que se sirve la izquierda para mantenerse libre de toda relevancia política es la apuesta por un pacifismo paternalista empeñado en dictaminar lo que realmente conviene a los ucranianos, y en reivindicar unas negociaciones de paz que, fracaso tras fracaso, y con la bota del agresor en la cabeza, no pueden ser más que una rendición de facto. Como si de pronto, los adalides de las luchas justas y la rebelión de los pueblos oprimidos manifestaran una aversión mística e incondicional a las armas. Parece que el pueblo ucraniano no tiene derecho a vender cara su libertad y soberanía. Y que aquello del “no hay paz sin justicia” o “el más vale morir de pie que vivir de rodillas” no cuadra cuando se trata del enemigo secular del imperio yanqui. 

Algo no cuadra, en efecto, en parte de la izquierda. Y ganas dan, como dice un amigo mío, de animarlos a irse a la Rusia de Putin. Tal vez eso les ayude a juzgar con más claridad todo lo que los ucranianos están defendiendo por nosotros, y que no es sino el “pérfido” imperio del que (muy cómodamente) viven y en el que (a diferencia del otro) pueden decir y desvariar todo lo que quieran sin ir por ello a la cárcel.

jueves, 19 de mayo de 2022

El derecho al odio

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Es frecuente que recordemos con viveza cada pequeña humillación o violencia sufrida. Más aún si no supimos o pudimos responder a ella. El maltrato injustificado al que nos sometió una autoridad, la actitud prepotente y amenazante de alguien, un insulto gratuito, la cacicada de un jefe o un profesor… Son situaciones que recordamos con vergüenza y rabia, imaginando una y otra vez lo que tendríamos que haber dicho y hecho para enfrentarnos al que nos violentaba así.

Si nos afectan tanto esas cosas, ¿qué grado inconmensurable de humillación y rabia no sentirá una persona a la que le arrancan a bombazos todo lo que tiene? Si yo recuerdo durante años abusos anecdóticos como los referidas antes, ¿qué no le pasará por la cabeza a alguien al que le han hundido la casa, le han matado a la madre, o los soldados le han violado consecutivamente a la hija y a la nieta, como contaba hace días en los medios un anciano ucraniano? ¿Qué clase de abismal falta de respeto es que un tipo al que no conoces, desde un bunker a mil kilómetros, y para satisfacer sus propias ambiciones, te trate como a un insecto insignificante y arrase con tu casa y tu ciudad, te deje sin medios de vida, asesine a tus hijos, y te obligue a morir o a convertirte en un paria dependiente de la caridad ajena?

A veces me pregunto cómo hacen los que resisten en las ciudades sitiadas de Ucrania sin apenas esperanza de victoria o siquiera de supervivencia. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿No estaría constantemente tentado por la idea de rendirme y optar a conservar la vida? ¿Qué es lo que alimenta el valor, que parece a veces temeridad, de los soldados y la población civil ucraniana (o siria, o yemení, o…)?

A veces creo que la respuesta esté en el odio. Es tan brutal, tan indeciblemente humillante la violencia que ejerce a veces un tirano sobre ti, que el odio que inevitablemente genera supera cualquier previsión o cálculo sobre tus propias fuerzas. El odio, como ocurre con el amor, puede generar una energía casi sobrehumana, y proporcionarte, incluso en las peores condiciones, la vitalidad necesaria para hacer lo que tienes que hacer sin desmayarte o dejarte vencer por el pánico.

Pero no es solo odio o rabia lo que hace que nos opongamos hasta el final a la iniquidad y el abuso. Es también la conciencia, tal vez no muy clara, de que sin haberte enfrentado al que te pone la bota en la cabeza, es muy difícil llevar una existencia digna o simplemente soportable. Si ya es imposible superar del todo los acontecimientos traumáticos que asociamos a una guerra, que no decir si has de afrontar la humillación añadida de rendirte al tirano que ha arruinado tu vida y asesinado a tus seres queridos. Y mucha gente en nuestro país sabe, lamentablemente, de lo que hablo.

El odio, hace falta decirlo, no siempre es malo o negativo. La aversión hacia quien nos aplasta y el deseo de zafarnos a toda costa de él, es un sentimiento, como se diría ahora, de lo más saludable. Hay cosas, actitudes y actos que han de ser extirpados con decisión y ante los que toda capitulación es una invitación a que el mal se multiplique. Tenemos derecho a odiar. Es, en ocasiones, y desgraciadamente, nuestra única opción. El odio y la intolerancia (o la “tolerancia cero”, para decirlo con un eufemismo políticamente correcto) son actitudes necesarias frente a la arbitrariedad y la violencia. Sin este despeje enérgico de lo que los imposibilita, no hay diálogo ni convivencia pacífica posibles. No solo el odio o la intolerancia, por supuesto; también son imprescindibles la memoria, la exigencia imprescriptible de justicia, el reconocimiento y reparación de las víctimas, y, sobre todo, la competencia para oponernos con todas las fuerzas, incluyendo la de las armas, a los que se creen legitimados para tratarnos a los demás como carne de cañón o víctimas colaterales de sus propios fines e intereses.

Releía hace unos días un viejo ensayo del famoso antropólogo Marvin Harris. En él quería demostrar que las religiones (singularmente el cristianismo) que predican el amor incondicional y el “poner la otra mejilla” al enemigo germinan históricamente cuando las opciones más expeditivas han fracasado (en el caso de los judíos del s. I, la de deshacerse a las bravas de la ocupación romana), y es entonces que a los vencidos solo les queda conformar su maltrecha dignidad a la esperanza de una justicia celeste. De ser como dice Harris, habría una prueba más de que nadie puede vivir en la pura ignominia, de que la mera existencia no representa nada especialmente valioso, y de que, pese a los fatuos e inconsistentes modelos morales que se nos inculcan, estos no pueden evitar, justo por su debilidad e inconsistencia, que todavía haya personas dispuestas a luchar y morir por principios que son también, al menos nominalmente, los nuestros.


martes, 17 de mayo de 2022

Sexo, drogas y religión

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lamento ponerme lírico, pero la primavera nunca ha sido una estación de penitencia fácil. Pese a las apariencias, o precisamente por ellas, a mí me resulta casi insoportable. No hay luz que, como la suya, desvele tan cruel y claramente nuestras miserias y, a la vez, nuestros deseos más imposibles, aquellos que, como decía el poeta, son una pregunta cuya respuesta no existe.

No sé cómo lo ven ustedes, pero hay algo en la luz y la lucidez sensual de estos días que despierta al amor más inefable y enfermizo. Ya sabrán por experiencia que padecemos del mal crónico de la insatisfacción y que, hechos como estamos – dice otro plomizo poeta – de la materia de los sueños, no podemos conformarnos con nada que no sea ese todo que prometen, como un espejismo mentiroso – como un camino sin retorno – todas las mañanas de abril del mundo.

Porque la primavera no es solo la encarnación del mito de la reencarnación de las almas y la resurrección de los cuerpos, que suponemos rebrotarán un día como el azahar o las garrapatas, sino el fuego que nos recuerda la expulsión del paraíso y el inicio del ciclo del tiempo en torno al recuerdo de lo entrevisto y extraviado.

Dicen los mitos, y explican algunos filósofos (habitualmente los más feos) que toda belleza es el espejismo sensible de una perfección y plenitud que no podemos ni concebir, pero con la que alguna vez fuimos uno y de la que, por algún extravagante motivo, se nos separó, condenándonos, como a Sísifo, a hacer rodar el tiempo en este vía crucis consistente en ir deshaciéndonos de todo lo que parece pero no es.

Si el tiempo es deseo, la primavera es el mecanismo que le da cuerda, su forma misma. Platón inventó un cuento para pensarlo. Contaba que allá en las cumbres eternas del Olimpo, donde celebran los dioses su fiesta inmortal, y justo el día que – no casualmente – se festejaba a Afrodita (diosa de la belleza), el dios que todo lo tiene (un tal Poros) y la diosa carente de todo (llamada Penia) tuvieron accidentalmente un hijo al que llamaron Eros (es decir: Amor). Este diosecillo bastardo, apunta el filósofo, somos nosotros, que, como hijos caídos del cielo, hacemos tiempo enamorándonos fugazmente de todo aquello que afrodisiacamente (por Afrodita) nos recuerda y señala el camino a casa.  

Este amor por las señales es la sustancia misma del fenómeno religioso, que, en sentido genérico, no es otra cosa que el deseo erótico de religarse con aquella plenitud que fuimos y de cuyos excitantes destellos nos parece ver un reflejo en los días y los cuerpos que más lucen. Desde esta perspectiva, religión es todo: es lo que hacen el filósofo o el científico cuando buscan volver al Reino (la realidad real) a través de la idea que lo comprende y unifica; o lo que padece el artista, empeñado en duplicar el espejismo de la belleza idealizado por su imaginación; o lo que obran el santo o el héroe, encarnando ese mismo ideal con sus hazañas. Y religión es también lo que hace primaveral y humildemente la mayoría: dejarse de ideas y salir a pillarla.

La embriaguez es una de las formas más primarias de manifestación de lo religioso. En todas las culturas, la pérdida parcial o total de la conciencia y el logro proporcional de un determinado estado emotivo es parte esencial del rito por el que se busca la religación con lo Absoluto. En la mayoría de las religiones tradicionales, ese estado de embriaguez se logra mediante la danza, el canto o el rezo rítmico, la exposición a estímulos y situaciones con efecto emocional (imágenes magníficas, músicas sublimes, olores, daños o gozos físicos…) y no pocas veces con el consumo de sustancias estimulantes. Se supone que ese estado de gracia, es decir, de entusiasmo ciego (de fe) y liberador (de la razón), es el que nos predispone al encuentro con lo divino.

¿Hace falta decir mucho más? Todo el ritual que celebramos por las calles en esa fastuosa fiesta de la primavera que es la Semana Santa cumple con casi todo lo dicho. Observen si no ese magnífico teatro barroco lleno de músicas sentimentales, imágenes danzantes, cantos descarnados, olores sensuales, trajes de fiesta y madrugadas en vela que transforma estos días nuestras calles y ocios. 

Y de este espíritu religioso no se libra nadie, ni los que celebran la pasión de forma (aparentemente) más profana. Los miles de jóvenes, por ejemplo, que invocan y festejan el deseo de plenitud primaveral bebiendo y bailando en las terrazas de esos bares low cost que son las bolsas del super. Fíjense: ritmo, cánticos, danzas, luces oscilantes, olores, y esa belleza fugaz, gloriosa y terrible de los días y los cuerpos. Es lo mismo: pura primavera, absoluto deseo, y una nostalgia incurable para la que no tenemos más remedio que el embriagador bálsamo de fierabrás de la religión. Amén. O evohé. Lo que ustedes prefieran.

lunes, 16 de mayo de 2022

Adoctrinamiento y filosofía

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Vuelve la polémica en torno a la nueva ley educativa. Además del tema de la presencia o no de la filosofía en secundaria (aquí, la Consejería ya ha asegurado que se impartirá como optativa en la ESO), el debate gira en torno a dos de las trifulcas habituales en cada reforma educativa: la cuestión del presunto adoctrinamiento de algunas materias, y el asunto de la renovación pedagógica. Cuestiones ambas que tienen, también, una relación directa con la filosofía.

La polémica sobre el adoctrinamiento en las aulas la provoca habitualmente la derecha, denunciando que determinadas materias, como las de educación en valores cívicos, tienen una fuerte carga ideológica. Y es curioso, ya de entrada, que la controversia la genere una derecha que a la vez que ataca el adoctrinamiento escolar en valores cívicos, defiende el adoctrinamiento escolar en religión, reivindicando por sistema el refuerzo de la materia de religión católica o pidiendo que se subvencionen los colegios religiosos.

Arguye la derecha que el adoctrinamiento religioso en la escuela es por elección familiar y, por ello, legítimo. A lo que los progresistas responden que la educación en valores cívicos (es decir: los valores que emanan de las leyes, la Constitución o la Declaración de los Derechos Humanos) es imprescindible, porque sin compartirlos no hay sociedad ni convivencia democrática que valgan. A esto la derecha vuelve a replicar que sí, que algunos valores sí, pero que otros (como los relativos a la ecología, el feminismo, los derechos LGTBI, la educación afectivo-sexual, la memoria democrática…) son discutibles o entran dentro de la batalla política. Los progresistas replican que estos valores están ya recogidos en leyes en vigor. La derecha aduce que esas leyes no las han votado ellos. Y así una y otra vez. ¿Qué se puede hacer frente a esta discusión bizantina?

La respuesta se ha repetido muchas veces. Para prever el adoctrinamiento (sea del signo o tipo que sea), tanto en las aulas como en la sociedad, no hay nada como la educación filosófica. La filosofía, cuando se imparte adecuadamente, enseña a identificar las ideas de fondo de cada doctrina, a evaluar su racionalidad y pertinencia ética, y a argumentar con los demás al respecto. Y todo esto a partir de un bagaje de textos en los que se han tratado y analizado aquellas ideas de mil formas distintas durante más de dos mil años. Sabiendo todo eso es muy difícil que nos adoctrine nadie que no nos convenza. Y convencer no es lo mismo que adoctrinar, ¿no?

Por cierto, que la controversia entre doctrinas no solo afecta a los asuntos éticos, políticos o religiosos. La gente cree ingenuamente que las ciencias o las artes están libres de creencias y valores, y que lo que dicen o expresan no admite disputa, pero esto no es cierto. La ciencia está cargada de ideología (como mínimo, de ciertas ideas preconcebidas sobre el mundo o el propio conocimiento), y las obras de arte no digamos. Si los alumnos no aprenden a analizar crítica y filosóficamente las ideas y valores subyacentes a las teorías científicas, económicas, psicológicas, históricas, etc., que les enseñan en clase (no digamos los que subyacen a las noticias, las series, los videojuegos, la publicidad o todo lo que aparece por Internet), estarán atados de por vida a esas ideas prejuiciosas. Por esto, y no por prurito intelectual o por conservar ninguna tradición, es por lo que es imprescindible la filosofía en las aulas.

Frente a la otra polémica, la relacionada con la renovación pedagógica, el asunto es más complejo. Los renovadores afirman que el mundo ha cambiado, y que esto exige cambios en la manera de educar a los jóvenes, pues los métodos más tradicionales no funcionan. Por otra parte, los menos o nada renovadores afirman que los cambios propuestos no son los adecuados, pues desincentivan el esfuerzo y promueven un aprendizaje poco o nada riguroso, por lo que abogan por dejar las cosas como están o retornar a formas más clásicas de enseñar.

Ahora bien, con respecto a esta disputa la filosofía también tiene algo que decir y hacer. Si se constata, por mero sentido común, que ningún aprendizaje es posible sin contar con la voluntad o interés del aprendiz o sin la comprensión profunda de lo que se aprende, algo en lo que deberían coincidir las posiciones en liza, toca reconocer que el paradigma más puro de esta forma de aprender es precisamente la filosofía, definida como el amor o voluntad de saber, y como aquella ciencia que no admite como válido nada que no se pueda comprender desde sus cimientos y en relación con todo lo demás. 

Decía el gran filósofo Kant que no se enseña filosofía, sino a filosofar, esto es: a pensar sin descanso para comprender mejor el mundo y que nadie nos engañe. Educar en filosofía es, pues, la mejor garantía, no solo para evitar el adoctrinamiento, sino para promover una educación comprensiva y tan innovadora y competencial como rigurosa. ¿Quién da más?

 

 

domingo, 15 de mayo de 2022

Fucking machotes

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Desde pequeño me hicieron saber de mil maneras posibles que tenía que ser un machote. Cosa nada fácil. Porque ser un machote como Dios manda comprende privilegios, sin duda, pero también deberes. Uno tiene que personificar como un campeón tanto las viejas virtudes platónico-católicas como las más modernas y protestantes (ser valiente, justo, templado, esforzado, exitoso, competitivo…). Vamos, ser algo así como una mezcla entre el Cid y John Wayne. O entre Héctor y Ulises. O ya puestos, entre Vladimir Putin y Will Smith. ¡Uf!

Una de las cosas que según los entandares machotes nos toca hacer a los hombres es proteger paternalmente a las hembras, a las que se las supone en general menos fuertes y virtuosas. Esas «hembras» a salvaguardar en su integridad y honor no son solo tu novia o esposa, sino también tus hermanas, tu madre, tu patria, y hasta tus obreros, si eres un machote paternal y emprendedor.

Este castizo machismo del caballero que toma como deber sagrado el de la protección de su territorio y posesiones permanece casi inalterable hasta el día de hoy. No hay más que asomarse al paisaje ideológico de casi todas nuestras producciones culturales, incluyendo las que consumen a diario los más jóvenes (canciones, películas, videoclips…). El estereotipo del novio machote propietario de una hembra por la que habla y decide, y el de la chica mona o fetén, satisfecha de tener enganchado al macho más sandunguero o prometedor de la manada, responden a realidades más frecuentes de lo que quisiéramos. Y no solo entre adolescentes de barrio y coche tuneado, ojo, sino también entre jóvenes y adultos con másteres y pinta alternativo-burguesa.

Uno de los recursos a los que el machote protector echa mano sin reparo alguno (por no decir que con el mayor de los entusiasmos) es el de la violencia. Los machos saben que un hombre hecho y derecho, en ciertas circunstancias, ha de desenfundar el revolver y tomarse la justicia por su mano. O conquistar a ostias, o con todo el morro, lo que él o los suyos necesitan (un bien de primera o enésima necesidad, un polvo, un cargo, un contrato…), además de vengar sin remilgos, y a la siciliana, todo tipo de insultos y afrentas al honor. Los machotes crecemos, así, peleándonos y midiéndonos a ver quién es el más fiero, el más astuto o el que la tiene más larga. Y si hay hembras por medio, no digamos. Pocas cosas más temibles que la embestida de un macho con necesidad de demostrarle a su chati lo hombre que es.  

Si queréis un ejemplo de rabiosa actualidad ahí tenéis a Putin, que no solo ha cultivado a conciencia la imagen de macho alfa más casposa y peliculera, sino que se la cree hasta el punto de provocar guerras en las que protagonizar el papel de matón protector de la madre patria. Porque un rasgo de los chulos de playa de más altos vuelos es este de erigirse en paterfamilias de la nación, en padrino de la Cosa Nostra, o en ser como “un río para mi gente”, como dice (más cursi y ególatra imposible) el llorica de Will Smith. 

Porque, como es de prever, todo esto viene al caso del actor Will Smith y su sonado puñetazo a un cómico delante de millones de espectadores, niños y adolescentes incluidos, que han acabado de aprender con esto cómo tiene que comportarse un puto machote cuando alguien se burla de su señora. Señora a la cual, por descontado, se le ha asignado con toda naturalidad el papel de desvalida víctima, sin voz ni voto, y destinada a ser salvada por el oficial y caballero de turno.

Pero lo más grave del caso de Smith es que este, tras darle un puñetazo a un tipo delante de millones de personas, volviera tranquilamente a su sitio, como un vaquero que acabara de hacer justicia, sin que nadie se atreviera a decir ni pio, sin que se detuviera la ceremonia y sin que se expulsara al matón. Después de esto, ¿qué diablos voy a hacer yo con el próximo alumno que le pegue a otro en clase? ¿Darle un Oscar?... Casi nadie ha hecho más que Hollywood por el machismo y el matonismo en el mundo. Pero esta gala supera con creces todas las sagas de Rambo y Shwarzenegger juntas.

Y una última cosa sobre el humor y la violencia. Un chiste puede molestar y violentar. Pero ni lo hace en el mismo registro que un puñetazo, ni le da a nadie licencia para repartir ostias. Ante una broma de mal gusto solo cabe hacer otra, si se tiene más ingenio que músculo, o defender con argumentos lo inadecuado del chiste haciendo callar así, y por derecho, la risa de la gente. Otra opción, igual de útil para llamar la atención sobre los presuntos límites del humor, pero infinitamente más legítima y elegante, hubiera sido levantarse e irse, mandar a la porra una ceremonia donde las bromas personales son la norma, y donar el Oscar a alguna asociación de enfermos de alopecia. Pero claro, para eso hay que ser significativamente más noble e inteligente que machote.

 

sábado, 14 de mayo de 2022

Didáctica de lo monstruoso

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

En su uso peyorativo, el término «monstruoso» refiere lo que es deforme y perverso. Sobre todo lo primero; de hecho, es la deformidad del monstruo, y la correspondiente dificultad para definirlo, prever su conducta y establecer nexos de identidad con él, lo que provoca que lo percibamos como algo malo y amenazante para nuestra integridad. 

Monstruos hay muchos. Desde aquellos más inocuos de los cuentos y la cultura popular, cuya deformidad se reduce a aspectos superficiales, hasta los que hacen daño real y muestran una deformidad mucho más profunda: el tirano, el fanático, el maltratador, el psicópata…

Sea como sea, la oposición a lo monstruoso es uno de los motivos que nos mueven a obrar y a pensar (tanto a nosotros como a los héroes que pueblan nuestros mitos y relatos). Enfrentarse al monstruo en todas y cada una de sus dimensiones (el caos, la ignorancia, la maldad, la fealdad…) es, cuando menos, la finalidad de la filosofía y, en un sentido fundamental, de la educación, entendidas ambas como una búsqueda compartida del sentido, la verdad, la bondad, la justicia y la belleza.

Ahora bien, en filosofía, educación, o en la vida misma, hay dos formas de encarar este objetivo. La primera es la que tiende a la «deconstrucción» de lo monstruoso, hasta desvelar la imposibilidad misma de su existencia. La segunda, en cambio, acepta lo monstruoso y maligno como algo constitutivo al mundo y frente a lo cual solo cabe, a lo sumo, aprender a convivir. ¿Cuál de estas dos concepciones y estrategias es la más certera?

La pregunta no es baladí. De cómo respondamos a ella dependen muchas cosas, desde cómo actuar frente a la guerra provocada por los delirios de un tirano a cómo educar a los niños. Como mañana comenzamos en Cáceres el XXX Encuentro Iberoamericano de Filosofía para Niños y Niñas, dedicado precisamente a la relación entre la filosofía, el miedo y los cuidados, me centraré en lo segundo.

¿Cómo educar a los niños en una relación adecuada con lo monstruoso? Desde la filosofía y el enfoque educativo más racionalista (aquel que considera reducible el caos a forma, lo aleatorio a ley y lo malvado a simple ignorancia), la didáctica de lo monstruoso no requiere ninguna prevención especial. Todo lo contrario: los niños tienen que conocer cuanto antes la fealdad, la maldad y la deformidad del mundo para aprestarse a la lucha dialéctica contra todo ello. Una lucha a la que les empuja su propia naturaleza racional. Los monstruos de todo orden les tendrían que ser presentados, pues, gradualmente, como un reto creciente para su imaginación, voluntad y raciocinio. 

Sin embargo, desde la perspectiva más irracionalista o «posmoderna», anclada al polo dialéctico de lo que los filósofos llaman «la diferencia», lo monstruoso, es decir, lo caótico, aleatorio y «otro», aparece como irreductible a ley, razón o unidad. Por ello, lo lógico es que los niños – y todo el mundo, en la medida en que nadie está a salvo de su propia monstruosidad – sean celosamente protegidos de esa tentación diabólica. Muchos padres y educadores proponen, en este sentido, censurar o trastocar el aspecto más terrorífico de, por ejemplo, los cuentos infantiles, negando así la presencia de aquello que, paradójicamente, entienden como parte esencial de lo real.

Esta última posición implica, no obstante, una paradoja aún mayor. Dado que en ella se da el máximo valor a la pluralidad y la diferencia, la categoría misma de lo monstruoso se relativiza y diluye. «¿Por qué va a ser el monstruo el dragón, y no el héroe que lo vence con su ingenio y espada – imponiendo un sesgo especista y poniendo en peligro la amenazada diversidad de las bestias –?», plantean algunos educadores. (Por cierto, quien quiera puede leer esto en clave política y compararlo, sin ir más lejos, con determinadas interpretaciones sobre la guerra desatada en Ucrania por el sátrapa de la foto).

Desde la perspectiva citada se produce pues una curiosa situación: lo monstruoso (lo caótico, irracional, perverso…), que se concibe como parte innegable de la realidad, es, a su vez, incalificable como tal, pues toda categorización objetiva resulta imposible en un mundo constitutivamente irracional. Lo monstruoso, entonces, es y no es. ¿Habrá algo más propiamente terrible y monstruoso que esto?

Si queremos, en fin, seguir batallando con las monstruosidades que nos rodean, parece que toca apostar por el primero de estos enfoques, y reconocer y desmembrar analíticamente, uno tras otro, a todos nuestros monstruos, es decir, a todos nuestros miedos. Así que sí: los niños tienen que reconocer al hombre del saco, a la bestia, al ogro, al tirano, o a los falsos monstruos con que expiamos nuestras propias barbaridades. Para destriparlos. Tal como hacen con sus juguetes. Y por la misma razón: para conocerlos y, en esa misma medida, desarmarlos.

 

viernes, 13 de mayo de 2022

Filosofía y educación cívica: ¿matrimonio de conveniencia o amor verdadero?

La Revista Pensar Juntos ha tenido la consideración de publicarme este artículo sobre las complejas relaciones entre la ética filosófica y la educación cívica en el marco de la educación reglada. 

Para ver la ponencia correspondiente al artículo: 

Guerra y ciudadanía mundial.

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Un dato interesante y alentador es el desarrollo, acelerado desde mediados del siglo XX, de una «opinión pública globalizada» y con capacidad de movilización frente a acontecimientos o situaciones de interés común. Una opinión pública que ha crecido engranada al poder y alcance de los medios y, en los últimos veinte años, a la expansión de internet y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Ejemplos recientes de los efectos de esta opinión «mundializada» son, entre otros, la «primavera árabe», los movimientos de regeneración democrática que dieron lugar al 15M en España, o la globalización de las reivindicaciones feministas o ecologistas. En todos estos casos se han logrado cambios políticos a escala nacional e internacional, incluso cambios de gobierno y hasta de régimen a veces. 

Frente a las guerras, sin embargo, esta «opinión pública global» (distinta a las corrientes de opinión interna que, salvo en las democracias liberales, son rápidamente amordazadas en situaciones de conflicto), no ha sido nunca muy efectiva. Hace treinta años, impresionado por las imágenes de televisión sobre el asedio a Sarajevo, participé junto a otros dos mil estudiantes en una marcha pacifista que llego hasta el frente; pero en una época sin móviles ni internet todo quedo en poco más que una extravagancia. Diez años más tarde, la injustificable invasión norteamericana de Irak generó por todo el planeta manifestaciones multitudinarias, en algunos casos de millones de personas. Estas movilizaciones fueron más efectivas – señal de que el mundo empezaba no solo a visualizarse, sino también a conectarse –, pero tampoco lograron detener la contienda. Un poco después, la guerra de Siria, pese a las terribles imágenes que nos llegaban por TV, solo despertó protestas masivas en relación con los refugiados que arribaban a Europa.

¿Podrían cambiar las cosas ante la guerra que asola ahora mismo Ucrania? Hay, de entrada, dos poderosas razones para responder afirmativamente a esta pregunta, y son la peligrosidad y las consecuencias económicas, ya palpables, de un conflicto de mayor envergadura política y en el que andan involucradas las dos mayores potencias nucleares del mundo.

Pero hay también una tercera razón que, aunque no sea suficiente (ahí tienen el caso de Siria), sí que parece cada vez más necesaria. Me refiero al nivel de «conexión» antes nunca visto entre personas con capacidad de influir, aun a pequeña escala, en un entorno global. Esta «conectividad», debida esencialmente a la expansión de las tecnologías digitales, y asentada en un contexto ya enraizado de intercambio comercial y simbólico, supone el despliegue masivo y cotidiano de dos de los componentes esenciales de toda comunidad civil: la información y la comunicación. 

Con respecto a la información, es innegable que, pese a los bulos y otras estrategias de desinformación, la cantidad de gente que está al tanto de lo que ocurre en cualquier parte del planeta es hoy mayor que en cualquier otra época. Y esto tanto con respecto a la información más superficial (las «noticias»), como a los conocimientos necesarios para interpretarla. 

Una de las consecuencias, por cierto, de esta circulación global de la información es la de rebajar el peso de aquellos elementos ideológicos más particularistas que están en el origen de la mayoría de las guerras modernas. Se podría decir, incluso, que el auge del nacionalismo y el populismo que soportamos hoy, no responde más que a una reacción coyuntural de defensa frente al proceso inexorable de globalización cultural (y en último término política) que supone la mundialización del mercado, la tecnología y la información misma.

La proliferación de la información y de la comunicación global serían, así, dos elementos clave para que la opinión pública internacional, todavía ciega y sujeta a burdos mecanismos de manipulación, adoptara progresivamente la forma de una ciudadanía global consciente de su papel histórico. El tercer y último elemento de esta decisiva transformación sería el reconocimiento generalizado, por parte de esa comunidad virtual, de aquellos principios democráticos que se deducen naturalmente de la propia conectividad universal: centralidad del individuo y sus derechos, horizontalidad de los procesos de formación de la opinión, mayor empatía, cooperación y movilización internacional…  

Me gusta pensar que el logro, de facto, de una verdadera ciudadanía mundial, y de su correspondiente reconocimiento político, solo precisaría de un poco más de tiempo. Y, claro está, de que ninguna de las reacciones desesperadas contra esta tendencia a constituirnos en una comunidad global lo transforme todo del único modo en que ya es posible: mediante una destrucción igualmente global de los lazos que nos unen y de la civilización que los sustenta.

Unidas Podemos y el «no pasarán»

  

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura


La gente corea en Kiev, y en español, el viejo “no pasarán” de la resistencia de Madrid a las tropas de Franco. Las comparaciones son odiosas, pero hay cosas que sustancialmente coinciden: la defensa de unos principios por encima de consideraciones pragmáticas, la resistencia del débil frente al más poderoso, la movilización popular, o la fuerte dimensión simbólica de la lucha, por la que la voluntad democrática de muchos decide no ceder al imperio tiránico de la fuerza.

Visto lo que está ocurriendo, pocos entienden, en fin, la oposición a la entrega de armas al gobierno ucraniano por parte de un sector de la izquierda española. Una izquierda que, a la vez, no deja de exhibir su vínculo con aquella tradición republicana y antifascista que, aun sabiéndolo todo perdido, decidió que las tropas del general golpista y la violencia criminal de los facciosos no iban a pasar por encima de la dignidad, la razón y la democracia. Es extraña esta coincidencia, así que uno espera unos argumentos más que contundentes por parte de esta izquierda, ultra-pacifista sin matices, del «no a la guerra»

El principal argumento de los dirigentes de Unidas Podemos – el de que hay que apostarlo todo a la diplomacia – les resulta incomprensible y retórico incluso a sus propios simpatizantes. ¿Qué esfuerzo diplomático no se ha intentado para detener el conflicto? ¿Qué líder mundial no ha hablado aún con Putin para hacerle entrar en razón? ¿Cuál es el plan diplomático alternativo que propone UP? El único que conozco es el de pedir a EE. UU y China (es decir, al imperialismo made in USA y a otro tirano de la misma catadura política que Putin) que arreglen el problema.

Fíjense hasta qué punto no han cesado los «esfuerzos diplomáticos» que hasta el propio gobierno agredido se ha prestado a negociar sin ni siquiera exigir un alto el fuego y mientras su población está siendo masacrada bajo las bombas. ¿Qué mayor humillación (de la que, además, no puede nacer paz duradera alguna) que dialogar con el abusón que te está moliendo a palos mientras hablas? ¿Qué hay, en fin, de aquello que decía el Che sobre “morir de pie” y “vivir de rodillas»?

El segundo argumento del sector «ultra-pacifista» de UP es fruto de una especie de cálculo humanitario-pragmático. Dado que la guerra está ya decidida a favor de Putin – dicen –, ayudar con armas no serviría más que para prolongar el conflicto y aumentar las víctimas, con lo que es preferible ceder. Este tipo de razonamientos, por legítimo que parezca, no casa con los principios de la izquierda, el primero de los cuales ni es, ni ha sido, ni merece ser el de la paz o la vida a cualquier precio, sino el de la aspiración a la justicia, sin la cual no hay ni paz ni vida que valgan. Además, el paternalismo de decidir por el pueblo ucraniano el precio que ha de pagar por defender su dignidad, es repulsivo. Imaginen ese mismo argumento en boca de los gobiernos inglés o francés para denegar ayuda militar a la Republica Española frente al golpista Franco. La respuesta, tanto en un caso como en otro, solo podría ser una: dennos ustedes las armas y ya decidiremos nosotros hasta qué punto queremos o no jugarnos la vida por defender los principios que (supuestamente) compartimos.

¿O es que Putin no es acaso un dictador sanguinario que justifica su poder absoluto en los mismos términos y con los mismos elementos (ultranacionalismo, tradicionalismo, vinculación con una oligarquía corrupta y unas fuerzas de seguridad como soporte económico y policial del régimen…) que Franco – y casi cualquier otro tirano moderno –? Con el agravante, además, de que Putin, no contento con oprimir al país más grande del mundo, pretende extender su régimen dictatorial a media Europa. 

¿Entonces? ¿En qué diablos están pensando los herederos del “no pasarán” y el “Madrid tumba del fascismo”? Es indudable que hay muchas otras formas de hacer la guerra al tirano y que, entre ellas, la asfixia económica puede ser muy eficaz. Pero esto no justifica obstaculizar el legítimo derecho de los ucranianos a defenderse militarmente de la agresión bárbara de un gobierno bárbaro que vende el retorno a la barbarie como antídoto obligatorio frente a la «decadencia de la modernidad occidental», y para el que, por cierto, todos los dirigentes de UP merecerían la cárcel a poco que abrieran la boca.

Y sí, amigos de UP, las guerras suponen muerte y sufrimiento. También las guerras económicas, pues la gente que perdería su empleo en Europa si se paralizara la producción por un deseable boicot al gas y el petróleo ruso, también serían, aún en menor medida, víctimas. La cuestión, como siempre, y más allá de lemas pacifistas carentes de todo sentido de lo real (y de lo ideal) es si esta guerra es o no es justa. Y si lo es, no hay más remedio que afrontarla, con todo el dolor del mundo, y con todas sus consecuencias.

La violencia necesaria


Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

No se cansa uno de oír y leer aquello de que “hay que rechazar todo tipo de violencia”. Es la típica frase que no se cree nadie, pero que hay que repetir a la fuerza como un mantra retórico y perfectamente inútil en discursos, documentos administrativos y currículos escolares.

¿Pero cómo que debemos rechazar “todo tipo” de violencia? – se pregunta uno tras oír semejante sandez –. ¿Tenemos entonces que impedir que la policía o los jueces hagan su trabajo? ¿Hemos de prescindir de las fuerzas armadas? ¿Dejaremos de obligar (esto es: de violentar) a los escolares con currículos y exámenes sobre (por ejemplo) la “necesidad-de-rechazar-todo-tipo-de-violencia”? Si “todo tipo” significa “todo tipo” en la frase de marras, es evidente que lo que se propone en ella es que, por ley, no haya ley, policía, ejército o sistema educativo que valga. ¿Es eso lo que queremos?

Es obvio, pues, que no se trata de “rechazar todo tipo de violencia”, como se afirma tan a la ligera, sino de rechazar “toda violencia que no sea legítima”. Algo que, en lugar de hacernos bostezar ante la declamación retórico-moral de turno, podría movernos a pensar acerca de las razones que podrían legitimar la violencia (si es que tal cosa es posible).  

Antes de nada, convendría establecer que la violencia no es algo “connatural” al ser humano (como esgrimen los adalides del realismo político). Si violentar o ser violentado por otros fuera consustancial a las personas, no habría violencia alguna, pues lo violento consiste, justamente, en intentar forzar dicha forma sustancial. La violencia es, pues, una opción ética y política.

Ahora bien, la ética y la política se componen de dos elementos fundamentales: los principios y la práctica de estos. O en un sentido más pragmático: los fines y los medios. Entre ellos, la violencia es declaradamente un medio, aun cuando sea el peor y más ineficaz de todos. Un medio que podría entenderse como legítimo cuando concurren estas dos (polémicas) condiciones: (1) los principios a los que sirve son en sí mismo legítimos (y más significativos que el mero “estar en paz”); y (2) no hay ninguna otra forma viable de hacerlos cumplir.

El asunto es que esas dos condiciones suelen darse con frecuencia, y tanto en el ámbito de la moral privada como en el de lo político. La razón es que, si bien no somos meros animales que solo respondan a la “ley de la fuerza”, como afirman algunos ignorantes demagogos de la derecha, tampoco somos puros seres de luz y razón, como parece creer cierta izquierda acomodadamente pacifista, y que en muchos casos no sabe lo que es vivir bajo un régimen tiránico. Y como no somos ángeles, sino que tenemos cuerpo y emociones (tal como nos recuerda constantemente la filosofía más cool – y anoréxica en ideas – del momento) necesitamos de la ética y la política, es decir: en último extremo, de la violencia legítima. Y tanto sobre nosotros mismos (como cuando “nos forzamos” a aplicar con coraje los principios a los que nos debemos) como sobre la comunidad entera (como cuando nos regulamos con leyes justas que, como todas las leyes, han de implementarse bajo el recurso de última instancia que son la coacción y la fuerza).

Pero ojo, justificar la violencia legítima no quiere decir justificar necesariamente la guerra, aunque esta, a veces, sea legítima y justa. Hay muchos tipos de violencia que cabe ejercer antes de llegar a ese punto. Un ejemplo, válido para el caso de la intolerable agresión rusa sobre Ucrania, es el bloqueo económico al régimen de Putin (y a la población que o bien lo apoya o bien se ha resignado a soportarlo). Otro, nuestra capacidad para esforzarnos en resistir los perjuicios inevitables del bloqueo, si se hace a conciencia, violentando nuestros deseos de despreocuparnos e ir a lo nuestro.

Lo señalaban hace unos días el nobel de economía Paul Krugman y el expresidente François Hollande: si se persiguieran las gigantescas fortunas opacas que los oligarcas rusos que apoyan a Putin mantienen en el extranjero (fortunas que suponen hasta el 85% del PIB del país) y, complementariamente, se dejara de comprar el petróleo y el gas ruso, el régimen tendría los días contados y se prestaría a negociar sin derramar una gota más de sangre.

Ahora bien, esta doble medida supondría, en primer lugar, y como dice Krugman, perjudicar a algunos de nuestros propios e influyentes oligarcas, enredados en múltiples trapicheos financieros con sus homólogos rusos, y, en segundo lugar, afrontar las consecuencias económicas de liberar a la UE de su dependencia energética con respecto a estos mismos oligarcas. ¿Estaríamos dispuestos a ejercer esa violencia justa y legítima sobre nosotros mismos? Putin cree que no tendremos agallas para enfrentarnos a nuestra propia corrupción ni a nuestros deseos de volver a vivir a todo tren tras la contención obligada por la pandemia. Y por eso se ha lanzado a esta guerra. ¿Tendrá razón?

jueves, 5 de mayo de 2022

La estafa del carpe diem

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en la revista Ex +


La expresión «carpe diem» recoge un antiquísimo motivo literario y filosófico: el de vivir con plenitud el presente antes de que se lo lleve el tiempo. Una idea de lo más vulgar, pero que ha inspirado a poetas hedonistas, filósofos románticos y místicos de todas las épocas, y que hoy es un tópico recurrente de la cultura popular, la publicidad y las «parasofías» en boga (el mindfulness, la meditación…). Sea como fuere, la idea es una estafa.

Lo es, en primer lugar, porque es mentira. La intensidad o plenitud de una vivencia no depende de lo que material y fugazmente ocurra en ella, sino de la red de significados desde la que la interpretamos, otorgándole valor y sentido. Una red que no tiene que ver con el presente, sino con la cultura, la historia y las creencias y expectativas personales. Las sensaciones superlativas (una comida exquisita, la delectación ante un cuadro, un beso de película…) no son «instantes eternos» por lo que ocurra en ellos, sino por las creencias que les asociamos (el valor gastronómico de ciertos alimentos, el aura de prestigio que rodea al arte, los mitos románticos sobre lo que significa dar un beso…).

Si algo nos encandila o emociona no es, en fin, por su dimensión presente, sino por su pasado y su futuro, por lo que nos recuerda y lo que nos hace proyectar. Concentrarse en el ahora no es el clímax de la experiencia, sino acercarse a la forma de vivir, estrecha y seminconsciente, de los animales. Sirve, a lo sumo, para tomarse un respiro. O para adaptarse mejor a esas nuevas formas de esclavismo que son el vivir a salto de mata y el matar toda vitalidad a golpe de clics, gags, chats, zascas, instagrams, tiktoks y el resto de las marcas registradas del vive-el-instante. Pero para nada más.

Olvídense, pues, del carpe diem, de esa muerte en vida que es entregarse-al-presente. Una existencia consciente y humana está hecha de historia y de sueños, de la narración de lo que fuimos y del compromiso con lo que hemos de ser. Lo demás, ese «gozo momentáneo» que nos vende la industria política del aturdimiento, no es más que humo, nada, una colección de sandeces. Medítenlo. Pero de verdad: llenando (y no vaciando) la mente de ideas. 

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