jueves, 30 de septiembre de 2021

Astérix y los pueblos indígenas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Mallorca.


Sale a la luz que una comisión escolar canadiense ha quemado o destruido cerca de cinco mil obras de las bibliotecas de Ontario por considerar que presentaban estereotipos de los pueblos indígenas, eran irrespetuosos con sus prácticas culturales o, simplemente, contenían términos como “indio” o “esquimal”, considerados hoy peyorativos. Entre las obras destruidas se encuentran ejemplares de Astérix o Tintín, así como novelas y cuentos dirigidos al público infantil y juvenil.

No por esperables, dejan estas cosas de generar preocupación. Digo esperables porque hace ya tiempo que las guerras culturales se han convertido en novedoso opio y fuente de adrenalina política para el pueblo. Juzgar moralmente a los demás siempre pone, y en este resurgimiento del espíritu puritano mucha gente se está acostumbrando a exigir (o peor: a tolerar) que se prohíba todo lo que parezca ofensivo a cualquier minoría o colectivo con capacidad de convocatoria. Comenzaron con la cultura popular, censurando series de TV, canciones de rap o películas de Walt Disney. Metieron luego la cabeza en los museos, con campañas para retirar obras de arte “poco edificantes”. Y hace años que andan destrozando bibliotecas y removiendo estatuas. Todo esto a la vez que mantienen campañas de acoso y derribo de todo aquel o aquella (artistas, profesores, humoristas…) que no comulga con el pack biempensante.

Más allá de lo difícil que resulta soportar a estas hordas de iluminados odiadores (obsesionados por los “delitos de odio” de quienes no odian lo que ellos), de su insufrible complejo de superioridad moral (que les impele a protegernos paternalmente de todo mensaje pernicioso, como si fuéramos cretinos morales), y de la absoluta ineficacia de sus métodos (¿habrá algo que incite más a la lectura que prohibirle un libro a un niño? ¿Y algo más educativo que leerlo con él?), el problema más grande y profundo que parece tener este tipo de ultras puritanos es el de la risa.

Y no les faltan motivos. Fíjense que los argumentos, por razonables que sean, se pueden desactivar fácilmente con falacias, eslóganes, ataques o apelaciones al activismo o la emoción, pero la risa es siempre incontenible y casi siempre incontestable. Una buena broma nos deja sin réplica. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado. Y esto, siempre tan conveniente, de que se rían de ti y de lo que dices, no lo soporta cualquiera. Y menos un fanático.

Tal vez por esto, la liga de colegios católicos de Ontario aficionada a quemar libros la haya tomado con Astérix el Galo, la divertidísima colección de historietas de Uderzo y Goscinny en que los autores se burlan amablemente de todo y de todos (empezando por los propios galos, que son constantemente caricaturizados, junto a los belgas, los ingleses, los españoles…) y en la que, curiosamente, lo que se transmite – de forma harto ingenua – es una defensa a ultranza del indigenismo frente al imperialismo romano.

Y digo de forma ingenua porque – ahora que andan moviéndose y derribándose estatuas de Colón y otros –, los pueblos indígenas no son ni han sido unos ángeles que no merezcan, como todo dios, su ración de burla y crítica. Lo siento por los que siguen creyendo en el bíblico (o rousseauniano) mito del Edén, pero no hay pueblo o civilización, por colonizada que haya sido, que no tenga sus luces y sus sombras. De hecho, algunos de los pueblos conquistados fueron, antes, tiránicos y crueles conquistadores de otros como ellos. Y muchas sociedades de cazadores-recolectores son y han sido tan belicosas y sanguinarias como sus medios les han permitido. Desengáñense: hasta ahora, y salvo casos marginales, ningún grupo humano se ha asentado sobre un territorio sin usar de la fuerza para ocuparlo y/o para evitar la intrusión de otros, y me temo que muy pocos, si es que alguno, ha dejado de aprovecharse, cuando la opinión la pintaban calva, de las debilidades del vecino.

Esto no quiere decir, obviamente, que uno apruebe o tolere la humillación, la marginación o el genocidio de los pueblos indígenas, ni que ponga al mismo nivel a los hoy poderosos y a los que ya no lo son, ni que no haya que resarcir, en justicia, a todas las víctimas posibles de todos los atropellos cercanos. Lo que hay que tener claro es que la batalla para erradicar las relaciones de dominación tiene que proyectarse hacia el futuro, sin negar o mitologizar el pasado, sino reconociéndolo como tal y aprendiendo de él. Quien no conoce y comprende la historia está condenado a repetirla. La prueba está en observar a estos aprendices canadienses de Torquemada.

domingo, 19 de septiembre de 2021

La «patologización» de lo moral


“Los jugadores de cartas” (1894-95), de Paul Cézanne

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura

Borrachos, jugadores, salidos, avariciosos, empollones, tragaldabas, traviesos… Para todas estas calificaciones morales se dispone hoy de un sustituto médico: alcohólicos, ludópatas, víctimas del síndrome de hipersexualidad, workaholics, aquejados del trastorno de apetito desenfrenado, afectados por déficit de atención e hiperactividad … No son los únicos. También tenemos los adictos a internet (ciberdependientes), a las compras (oniomaniacos), al ejercicio físico (vigoréxicos), a la comida sana (ortoréxicos), al running (runnoréxicos), a los viajes (dromómanos), al dinero (crematomaniacos), al móvil (nomofóbicos)…  Gran parte de las conductas que, con el lenguaje de antaño consideraríamos moralmente censurables o anómalas, tienden a considerarse ahora como trastornos psicológicos.

Convertir presuntos defectos morales en problemas médicos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La ventaja es el conocimiento profundo de ciertos patrones de conducta antes caricaturizados y atribuibles a simple malicia o cretinez. La desventaja, y no pequeña, consiste en concebir a la gente como víctimas pasivas de todo tipo de enfermedades, en lugar de como personas capaces de tomar sus propias decisiones.

Para algunos filósofos, esta “patologización” de los comportamientos anómalos o indeseables sería un síntoma más del “posmoralismo” hedonista e infantiloide en el que, tras el ocaso de los grandes ideales, se hunde nuestra civilización. En el reino de la posverdad y del relativismo de los valores – suelen decir –, no hay otro fin que el del culto al cuerpo y la rápida satisfacción de los deseos particulares, de manera que las conductas descontroladas (que proliferan en este caldo de cultivo) son concebidas como simples disfunciones a eliminar, sin mayor esfuerzo (moral), por el profesional (el psicólogo) de turno. Además – siguen diciendo – esta reducción de lo moral a psicología (de lo “bueno” al “bienestar”) representa la excusa perfecta para que el Estado, en aras de garantizar la seguridad y la salud de los cuerpos, restringa las libertades y los derechos individuales…

Yo creo, no obstante, que hay algo más viejo y profundo en esta patologización de lo moral.  Hagamos un poco de “arqueología” filosófica. Ya en la época clásica, y frente a la extravagante (pero exquisitamente lógica) teoría socrático-platónica de que toda conducta humana es fruto del conocimiento (o de la falta de él), algunos pensadores, como Aristóteles, reaccionaron postulando la existencia de la “acrasia”: un misterioso estado pasional de debilidad por el que las personas eran incapaces de llevar a cabo aquello que les dictaba su razón. Ante esta incomprensible “autorresistencia” solo cabía la fuerza de voluntad. Toda la moral occidental descansa, desde entonces, sobre este voluntarismo, según el cual la persona buena es aquella que, dominando voluntariosamente sus pasiones más irracionales, es capaz de imponerse a sí misma lo que su entendimiento reconoce como digno o valioso.  

Ahora bien: si la voluntad es la mediación entre razón y sinrazón, ¿de qué naturaleza, racional o irracional, es ella misma? Esta cuestión no es fácil de responder. Para los platónicos, la voluntad solo tenía entidad confundiéndose con la razón, mientras que para los aristotélicos se identificaba con ciertos hábitos o virtudes prácticas. Durante la Edad Media, la voluntad moral se vinculó con la fe y la gracia divina, y, en la modernidad, con una suerte de entidad metafísica ajena a toda explicación científica (Kant) que acabó resolviéndose en pura irracionalidad (Schopenhauer, Nietzsche). Tras este recorrido, después de la “muerte de Dios”, y de las ideologías justificadas en la “voluntad de poder”, ¿qué podría quedar hoy de ese vetusto y cuasi maldito concepto de “voluntad”? Nada.

Ahora, muerta la voluntad, solo quedaban dos instancias a las que acoger el criterio moral: el entendimiento, volviendo así a la tesis platónica (lo bueno es lo que determina la razón), y la emotividad (lo bueno es lo que me hace sentir bien), que es sobre lo que finalmente se fundó nuestra “sociedad del bienestar”.  ¿Qué es entonces, desde esta concepción postmoderna y sensualista, un problema moral? Respuesta: un simple estado emocional de malestar (como el que siento cuando no puedo dejar de beber, jugar, trabajar, etc.). ¿Y cómo ha de solventarse? Como diría Spinoza, con una pasión más fuerte, esto es: mediante un estado de pasividad aún mayor, inducido desde fuera, por alguien que (por nuestro bien) nos somete, trata, cuida y dirige. En esto consiste fundamentalmente la patologización actual de los problemas morales: en el ocaso de la voluntad y el triunfo de lo irracional, de la acrasia y de las pasiones. Incluso de la pasión por lo patológico mismo. Hasta el punto de que no sé si seguir pensándolo o hacérmelo mirar.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Garzón y la cruzada contra el juego

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El ministro de Consumo afirma que el juego es malo, o insano (que es lo mismo, pero oculto bajo un aséptico tecnicismo). Y que, dado que es malo (o insano), hay que regular al máximo su publicidad, no sea que nos pervierta, débiles e influenciables como somos. ¡Suerte tenemos de este ministro que nos salva de nosotros mismos!

Qué juego, por cierto, es el que es malo (insano), no lo deja muy claro el ministro. Porque juego, lo que se dice juego, lo es casi todo. Y si por malo (insano) entendemos lo que, por ejemplo, es peligroso, igual habría que empezar por censurar la publicidad bancaria o bursátil (el juego especulativo arruina vidas y haciendas). Ah, y las canciones de amor (no hay juego más doloroso que el del querer), cosa esta última (con lo de la bolsa no se van a atrever) que, dada la vocación moralizadora y profundamente intolerante de algunos, no descarto en absoluto.

El ministro aclara que los juegos que son malos (insanos) son los de azar. Pero azar lo que se dice azar lo hay en todo juego. ¿Se refiere al bingo, a las rifas benéficas, a las tómbolas, las timbas, al dominó de los jubilados, a los concursos de la tele…? Dado el castizo vicio que tenemos, por ejemplo, con la compra de loterías y cupones, ¿va a hacer el ministro que el anuncio del Gordo de Navidad, o los entrañables comerciales de la ONCE, se emitan también de madrugada?

Pero no. Según el ministro, los juegos malos-malos son los juegos de azar que tienen que ver con el (no menos lúdico) asunto del deporte. Ahora bien: ¿esto descalifica las quinielas o las porras del bar? No. Las quinielas, además, son un juego de apuestas deportivas controlado por el propio Estado. El juego malo (insano) de verdad es, en fin, el de las apuestas deportivas privadas que prolifera libre y legalmente en páginas de internet y locales (prohibidos a menores) en los que ningún ciudadano está obligado a entrar. ¡Una locura de libertinaje que nuestro santo ministro no puede permitir!

Subamos el nivel. Preguntémosle al ministro por qué son malas (insanas) las apuestas deportivas (no controladas por el Estado). Porque otros celosos y puritanos defensores de las buenas costumbres – las damas católicas, los evangelistas, el Ejército de Salvación… – tienen sus bien asentados motivos religiosos. ¿Y nuestro ministro? Dado que malo equivale a insano, la cosa debe ser un asunto de salud. Y en efecto: los juegos de azar (relacionados con el deporte y no controlados por el Estado) son malos porque pueden crear (¿solo ellos?) “adicción”. He ahí la palabra mágica que lo justifica todo. El asunto es, pues, de “salud pública”, de “seguridad”, vaya. Y ante esto no hay libertad ni moralidad individual que valga.

Porque ya saben, al ser asunto médico (y no moral), los problemas dejan de ser responsabilidad de cada uno, y pasan a ser asunto de expertos y del ministerio técnico del ramo. Así, la idea subyacente es que el jugador frecuente (el aficionado a las apuestas deportivas no estatales) no es un vicioso responsable de lo que hace, sino un pobre enfermo, un disminuido moral, un niño desvalido necesitado, no, quizá, de un mejor juicio (si es que necesita tal cosa), sino de un ejército de técnicos y terapeutas que le ayuden a corregir su insana conducta.

Acabamos. ¿Tiene entonces que protegernos el bueno del ministro del riesgo de convertirnos en “ludópatas” (ya que el concepto moral de “vicioso” parece descatalogado)? Pues depende. En un país de ciudadanos dueños de su vida y no sujetos más que a su conciencia y a sus particulares vicios, no, en absoluto. En un país de menores de edad temerosos de los infinitos peligros, adicciones o virus que amenazan su salud y seguridad, y convencidos de que necesitan un Estado que los proteja hasta de sí mismos, por supuesto que sí. Y adivinen hacia cuál de estos dos tipos de sociedad nos acercamos casi adictivamente.

Los demás va de suyo. Como el ministro ha decidido que jugar a ciertos juegos de azar es insano, y la ciudadanía ha asumido que el Estado le proteja de todo lo que el Estado declara insano, el mismo ministro, contando con la minusvalidez de esa infra ciudadanía, ha determinado censurar y regular los mensajes que recibimos (e incluso quién los emite, prohibiendo que “figuras de relevancia” participen en los anuncios de apuestas) para que – como somos imbéciles – nada ni nadie nos puede engañar y nos haga daño. Lo extraño es que, a estas alturas, nos dejen votar. Aunque ya sospechamos que nos dejan porque creen que votar, lo que se dice votar, no es más que una pantomima orquestada por la publicidad. La misma que, por nuestro bien (o salud), se empeña en controlar el ministro. Al fin y al cabo, ¿qué diablos sabremos nosotros de lo que es “sano” e “insano”?

jueves, 2 de septiembre de 2021

Ética y estética

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Volvemos a las andadas con el caso de Plácido Domingo, uno más de los que tienen a la llamada “cultura de la cancelación” como trasfondo. Como algunos aluden a que el debate incumbe a la relación entre ética y estética, vamos a tratar brevemente de este asunto.

Mi opinión es que el boicot al tenor u a otros artistas, convictos o sospechosos de delitos sexuales o actitudes sexistas, racistas, homófobas, transfóbicas, etc. (Allen, Polanski, Gibson, Rowling y una larga lista), no tiene sustancialmente nada que ver con el problema de las relaciones “ética-estética”, sino que refiere un asunto de cariz básicamente ético, y en torno al que se supone una, cuando menos discutible, concepción de lo que debe ser una política de reparación de las víctimas y de prevención del machismo, el racismo o cualquier otra actitud a erradicar.

En cuanto al problema de lo ético y lo estético, este suele referirse a la relación que se da entre el contenido de una obra de arte y los valores vigentes (y no, o muy torcidamente, a la relación entre la obra y la catadura moral del artista). Así, el problema entre ética y estética se plantea cuando en una obra o evento artístico se representan contenidos que, según el censor (que hace también, involuntariamente, de intérprete y crítico de arte), se consideran moralmente reprobables (la exaltación del terrorismo o el machismo, la incitación al odio, el maltrato de animales como en los toros – donde no solo se “representa” sino que se realiza de verdad –, etc.). Mas este no es el caso que nos ocupa aquí: las óperas que interpreta Plácido Domingo no representan, por si mismas, una incitación al acoso sexual…

De otro lado, el criterio de “superioridad de lo ético sobre lo estético” que se propone para justificar el rechazo a los recitales de Plácido Domingo no se aplica a todos los casos análogos, lo que debilita la autoridad del criterio. Al menos de momento no pedimos un certificado de penales o de “buena conducta” a la generalidad de los autores (cuando se conocen) de las novelas, canciones, cuadros o monumentos que admiramos. Tampoco lo hace el Estado cuando, por ejemplo, celebra un concurso para contratar o dar un premio (es más: lo que se exige en estos casos es el anonimato, para que el conocimiento de la identidad del artista no afecte al juicio objetivo sobre su obra). Bien. ¿Deberíamos hacerlo a partir de ahora, y rechazar a artistas que no estén limpios de ciertos delitos, actitudes u opiniones? En cualquier caso, ¿por qué boicotear la obra de P. Domingo o W. Allen y no la del misógino Nietzsche, la del traficante Rimbaud o la del maltratador Picasso, por no hablar de miles de hermosísimos monumentos, templos, pirámides o ciudades enteras construidos y financiados gracias a la sangre y el hambre de la gente? ¿Deberíamos dejar de ir a verlos y negarnos a que se mantengan con dinero público?

Y, por descontado, todo esto no afecta únicamente a la estética. Sabemos, por ejemplo, que muchas empresas de renombre han explotado hasta la extenuación y la muerte a hombres, mujeres y niños. ¿Deberíamos dejar de comprar la ropa que se confecciona en los insalubres talleres de China o Malasia, o los automóviles o medicamentos de empresas que se aprovecharon, en un pasado no tan lejano, de la mano de obra de los prisioneros nazis? O, por dar más ejemplos, ¿renunciamos a todos los avances tecnológicos (entre ellos internet) que son fruto de la investigación con fines bélicos o del trabajo de científicos moralmente sospechosos?...  

Los casos como el de Plácido Domingo no son, en fin, un problema de “ética y estética”, sino de ética, y de política. Y la cuestión pertinente respecto a ellos es si la estrategia de señalamiento masivo de todo aquel cuya conducta nos parezca intolerable es o no es apropiada o si, cuando menos, debe sujetarse a ciertos límites marcados por las garantías jurídicas, la prudencia antes de acabar con la reputación de alguien, el principio de la reinserción (y no del simple encapirotamiento moral) o la atención a propósitos más educativos que punitivos. 

Pues todos sabemos que la única solución consistente al problema del acoso sexual (y la mayor muestra de apoyo, por tanto, a las victimas) es la educación. Y someter a acoso a quien acosó, ojo por ojo, señalándolo indefinidamente por algo de lo que se ha arrepentido, no parece muy educativo. A no ser que concibamos la educación como escarmiento. Si es así, bien podríamos llevar a los niños, como se hacía hace siglos, a las ejecuciones o linchamientos públicos, y decirles: mira, querido, esto que le ha pasado a ese señor es lo que te va a pasar a ti si haces lo mismo. Incluso si fuera un procedimiento eficaz (que ni lo es ni lo ha sido nunca), el fin, por noble y justo que sea, no justifica esos medios.

 

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