¿Es la violencia consustancial al ser humano y, por tanto, algo
(lamentablemente) inevitable? En algunas personas está instalada esta creencia
(que ellos creen justificada por la ciencia: la biología, la psicología, etc.). Este fue, además, el asunto que discutimos ayer, a propósito del Día
internacional de la violencia de género, en la tertulia radiofónica del programa Nunca es tarde, en Canal Extremadura.
Es violencia, en general, forzar la naturaleza de algo o de
alguien, esto es: obligarlo por la fuerza a ser lo que no es o no quiere ser. Es
violencia cortar una flor (en la medida en que está en su naturaleza crecer) o
enjaular un pájaro (en cuya naturaleza esté volar) o violentar a un ser humano
(en cuya naturaleza está actuar por su propio criterio y libre voluntad).
Ahora bien, dado que la violencia parece ser un hecho
generalizado (tanto en la naturaleza como en el ámbito humano) resulta tentador
pensar que en la naturaleza de los seres está el “forzar a otros” o el “ser
forzados por otros”, es decir, que la violencia es consustancial al mundo. Así,
en la naturaleza de muchos animales (incluido el animal humano) estaría matar,
violar, dominar por la fuerza a otros, etc. Y en otros (los más débiles) ser
matados, violados, dominados, etc. La violencia parece, por tanto,
inevitable, natural.
¿Por qué me parece falso esto? En primer lugar porque disuelve el
problema (sin resolverlo). Si la violencia (forzar la naturaleza de
algo) es esencial a la naturaleza de los seres (si las leyes de la naturaleza o de la realidad decretan la necesidad del uso de la fuerza), entonces no es posible violencia ninguna. O, mejor, lo violento sería no ser violento. Así, un león vegetariano, o un
Estado pacifista, estarían violando, según el argumento, su propia naturaleza.
Y también la gacela o el súbdito al resistirse o rebelarse (al menos, más allá
del punto en que esta resistencia o rebelión hace más fiero y efectivamente
violento al león o al gobernante).
Ahora bien. Ninguna ley de la naturaleza obliga a ser
violentos, ni siquiera a los leones. Y si alguna lo hiciera, aun quedaría apelar a una
ley más fundamental (y no menos natural o real): la ley moral, que aún obliga más, al menos a los seres
–como nosotros—que la tienen.
Contra el naturalismo más cientifista (que esta en la base de la creencia en la inevitabilidad de la violencia) hay que argüir que hay leyes y leyes, y no todas al mismo nivel. Las particulares leyes de la naturaleza que descubre la ciencia están subordinadas a las
leyes (no científicas) que determinan lo que es ciencia y no lo es, lo que es verdadero
y falso, y también lo que es bueno y malo. Todas estas, las “leyes de la
legitimidad” (de la legitimidad epistémica y la legitimidad moral), no
necesitan el aval de los hechos (al revés, los hechos las necesitan a ellas,
pues nada es verdaderamente un hecho si no se ajusta al criterio previo de “que
ha de ser un hecho”, ni ninguna verdad se desprende de hechos sin el criterio
epistémico previo de que “la verdad está en los hechos” –lo cual no es, claro
está, ningún hecho—). Pero es que, además (y a la vez), estas mismas “leyes de
leyes” son hechos innegables. Es un hecho que consideramos a una creencias
verdaderas y a otras falsas o erróneas. Y es un hecho que juzgamos las cosas y
las acciones como buenas y malas (y que actuamos en consecuencia, contrariando,
incluso, algunas de esas leyes naturales, como cuando alguien hace huelga de
hambre o sacrifica su vida por una idea). Incluso si, amplificando el concepto de “natural” (hasta identificarlo con el de “realidad”), supusiéramos que también son de alguna forma naturales la
reflexión y la moral, tendríamos que reconocer que en nuestra naturaleza o
realidad (en nuestra esencia) está el juzgar los hechos y las creencias según criterios que necesariamente los trascienden.
La violencia no solo es ontológicamente innecesaria (existe
pero podría no existir), sino moralmente cuestionable (existe pero quizás
debería no existir).
Por lo primero, ninguna ley o teoría científica justifica la
idea de que la naturaleza sea el reino de la violencia. Más bien es lo
contrario: en muchísimos casos evolucionan mejor los organismos que se asocian
y cooperan por interés mutuo. Esto incluye a los organismos sociales más
complejos, tal como las culturas humanas. El hecho de la violencia no
justifica, además, ninguna necesidad legal. Del hecho de que exista violencia (o cooperación, o linces ibéricos, o el hecho que sea) en la naturaleza no se deduce que tenga que existir siempre o necesariamente.
Pero incluso si aceptáramos como verdadera la creencia de
que la violencia es un rasgo necesario, esencial, por definición, de la
naturaleza (y, por extensión, de la naturaleza humana), esto tampoco nos
obligaría a aceptar moralmente dicho rasgo. De hecho, la violencia genera rechazo
moral y esto nos obliga a pensar que, o bien tenemos una naturaleza extraña y
contradictoria (naturalmente violenta pero, a la vez, capaz de rechazarse a sí
misma), o bien que no todo en nuestra naturaleza (o esencia) es “natural”.
Tenemos una dimensión moral (y que esto sea un “estrato” de lo natural o algo
trascendente a la naturaleza es irrelevante ahora mismo). Nuestra naturaleza se
abre al juicio, a la esfera de lo valioso. Y como seres naturalmente juiciosos
que somos, estimamos la violencia como un fenómeno juzgable y, en la medida en
que es juzgado como negativo, inaceptable y evitable.
¿Por qué es inaceptable la violencia (no solo de género, sino
todo género de ella)? Desde los presupuestos de una ética racional, por pura
consideración del más preclaro principio de identidad. Todo ser tiende a ser lo
que es. Y para un ser racional y autónomo, como estimamos que es el ser humano,
ser lo que es equivale a conducirse según su propio criterio. Por convicción,
no por coacción. Violentar a una persona es, en todos los casos, intentar
forzarla a actuar según criterios heterónomos: por una fuerza externa a si
misma. Es decir, intentar obligarla a que haga lo que no quiere, o lo que es
igual: intentar obligarla a que sea lo que no es. A que se “contradiga” a sí
misma. Esto, sea el grado que sea en el que se logre (en un grado profundo es
imposible, como toda contradicción lo es), es destructivo. Pero no solo para el
agredido, sino también para el agresor. Incluso más aún para él.
El agredido se limita a recibir la violencia, casi siempre en lo más “externo” de su persona: su cuerpo, sus emociones, el estrato más superficial de su voluntad y sus creencias (en su estrato más profundo, el pensamiento, nadie puede violarle). Pero el agresor padece esa misma violencia es lo más íntimo y propio: en la intención consciente de ejercerla; en el error de creer que de violentar o negar la identidad a algo puede obtener algo más que pura disgregación: nada. El agresor (y no el agredido) es el que niega su identidad como ser racional.
El agredido se limita a recibir la violencia, casi siempre en lo más “externo” de su persona: su cuerpo, sus emociones, el estrato más superficial de su voluntad y sus creencias (en su estrato más profundo, el pensamiento, nadie puede violarle). Pero el agresor padece esa misma violencia es lo más íntimo y propio: en la intención consciente de ejercerla; en el error de creer que de violentar o negar la identidad a algo puede obtener algo más que pura disgregación: nada. El agresor (y no el agredido) es el que niega su identidad como ser racional.
Si la violencia es contradicción y desintegración en uno
mismo, y entre uno y su (otro) semejante (lo cual es casi lo mismo), lo único
que cabe contra ella es educación y amor. Es completamente absurdo intentar
acabar con la violencia (desvelándola como innecesaria y estéril) mediante el
recurso (igualmente innecesario y estéril) a la violencia. No hay violencia
realmente legítima. Nunca, jamás, se ha corregido o construido nada esencial
con la violencia. Todo, hasta lo más nimio, ha sido hecho por amor, es decir: por
el deseo de identidad con lo que intuimos que se nos asemeja y puede contestarnos desde el mismo deseo y el mismo lógico derecho a la integridad.