jueves, 30 de abril de 2020

Pandemia y política de lo común



Cuando Margaret Thatcher – siguiendo la recia tradición nominalista de los filósofos británicos – dijo aquello de que “no existe la sociedad, sino solo (el esfuerzo de) los individuos”, olvidaba que aquello con que emitía su proclama ultraliberal, y la proclama misma, pertenecían sin remedio a la esfera de lo social y lo común – desde lo común a la especie de su cerebro a lo común del lenguaje y las ideas desde las que hablaba –.

Un poco antes, el filósofo John Rawls especulaba con la irrelevancia de la noción de “mérito”: poseer o no poseer las capacidades y recursos que determinada sociedad valora – decía –, incluyendo la voluntad para lograrlos, no depende tanto del esfuerzo individual como del azar natural y el entorno sociocultural al que se pertenece. Según Rawls, una sociedad justa – incluso en términos liberales – ha de compensar esas desigualdades inmerecidas revirtiendo a la comunidad el fruto del trabajo y el talento de los más afortunados.

Desde hace años prende el discurso en torno a la vieja noción de lo común (Christian Laval y Pierre Dardot), una noción que cuestiona los fundamentos filosóficos, jurídicos y económicos del capitalismo y la propiedad privada. El discurso – una vez se le desnuda de sus vertientes sectarias – es sencillo: todo aquello que interesa de modo imperioso a todos, y en torno a lo cual se articulan las prácticas comunitarias más fundamentales, no puede estar al servicio del interés particular de nadie. A todos nos interesa igualmente comer, beber, respirar, desplazarnos, disponer de un techo, comunicarnos, estar sanos y educar y desarrollar nuestro talento; así que la tierra, el agua, el medio ambiente, la energía, la vivienda, el acceso a los medios de comunicación, a la salud, a la educación y al trabajo no son cosas que se deban dejar exclusivamente en manos de un mercado que ha transgredido insistentemente todo marco de referencia político y comunitario.

Estas tres consideraciones – la naturaleza social del individuo, el carácter mítico de la idea de “mérito” y la necesidad de gestionar en común lo común – deberían estar más claras en situaciones en las que -- como esta que vivimos ahora -- redescubrimos con nitidez nuestra dependencia con respecto a los demás, la vulnerabilidad colectiva ante un virus que no hace distinciones individuales, y la necesidad de un denodado esfuerzo comunitario para salir con bien de la que se nos avecina. Esto último es importante. Un esfuerzo de tal magnitud precisa de una gran confianza en el valor y sentido de la comunidad, algo que se fortalece gestionando juntos aquello que nos importa a todos: la energía, los recursos básicos, el empleo, la vivienda, la salud, la educación, la investigación e incluso el software – no debería poder ser, por ejemplo, que las redes que nos permiten comunicarnos (o educar o administrar justicia…), o los programas de investigación de los que depende la salud de todos, estén, como ahora mismo están, en manos de corporaciones privadas – .

¿Qué esto es una forma de socialismo o comunismo elemental? Tal vez ¿Y qué? Las críticas al comunismo suelen centrarse en su ineficacia o impracticabilidad (es demasiado bueno para nosotros, pecadores y codiciosos como somos, decían ya los teólogos cristianos) y a la violencia, brutal, con que ha intentado históricamente imponerse. ¿Pero podría ser que las cosas cambiasen? ¿Que empezáramos a entender que, en un mundo globalmente desgobernado, con extremos de desigualdad nunca vistos, sujeto a una catástrofe climática inminente y a la competencia feroz por recursos cada vez más escasos, lo último que se necesita es “más mercado” o contentarse con fórmulas apenas simbólicas de control estatal e internacional del mismo?

Y no se asusten, no es el “espectro de Marx” lo que invocamos, sino solo la conciencia de que aquello que ha asegurado nuestro éxito como especie y como individuos – la cooperación y el espíritu comunitario – se atrofiará si no se ejercita en lo mismo que los filósofos clásicos entendían como fundamento de la virtud cívica y política: la gestión colectiva de lo que necesariamente nos afecta a todos. ¿No les parece de sentido común?

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí. 

martes, 28 de abril de 2020

Sobre los efectos de la Pandemia. Entrevista en El Periódico Extremadura


"(...) Ahora más que nunca se demuestra que es necesaria una reflexión, que haya comités éticos funcionando a pleno rendimiento en los hospitales y que no se desvincule la técnica de la ética. Esa creencia de que son los médicos o la ciencia quien debe solucionar todo sin que nosotros tomemos decisiones es una idea propia del pensamiento mágico, una concepción pueril. Por eso es importante una formación ética en las escuelas y que los jóvenes y la población en general tengan hábito de reflexión sobre estos asuntos tan delicados que solo los vemos en circunstancias como esta, pero que están ahí siempre"
Fragmento de la amable entrevista que nos ha hecho Rocío Cantero para El Periódico Extremadura, y que puede leerse completa aquí





jueves, 23 de abril de 2020

¿Libertad? ¿Qué libertad?


Uno de los efectos más anunciados de la crisis del coronavirus es el del fortalecimiento del modelo hobbesiano de Estado; esto es, de aquel que, en nombre de la seguridad, encuentra legítimo prescindir de derechos y libertades individuales. Así, con el pretexto de una situación de emergencia fácilmente perpetuable (en la que el enemigo orwelliano es ahora un virus recurrente y el valor inapelable el de la salud pública – tan sacrosanto como antaño la salvación de las almas o el sacrificio por la patria –), al ya exhaustivo registro digital de datos, hábitos y opiniones, se unirían la censura informativa, los límites a la libertad de expresión o la vigilancia electrónica de todos nuestros movimientos.

Ahora bien, aunque una sustanciosa cantidad de filósofos y politólogos (Agamben, Gray, Han…) coinciden con la visión que acabo de exponer, no todos inciden en el elemento capital de esta modulación totalitaria del Estado: el consentimiento a la misma por parte de la ciudadanía. La nimia explicación que suele darse a este hecho es que la gente antepone las pasiones a la razón: el deseo de seguridad y pertenencia al principio racional de autonomía individual en que parecen fundarse nuestros modernos modelos éticos y políticos. 

Pero esta explicación, digo, es insuficiente. No solo porque en ella se asuma una suerte de psicologismo falso (la gente no actúa directamente por emociones o deseos, sino por el valor de objetividad que atribuye a las creencias que los determinan), sino también porque tiende a confundir dos concepciones distintas de lo que sea la “autonomía individual”... Para leer el resto de este artículo, originalmente publicado en El Periódico Extremadura, pulsar aquí.



jueves, 16 de abril de 2020

Fin de curso


Llevamos un mes de confinamiento más otro esperándonos; lapso al que habrá que sumar una vuelta escalonada a la normalidad. Esto quiere decir que, en el mejor de los casos, las escuelas podrían abrirse a finales de mayo o principios de junio, justo cuando, en circunstancias normales, comienza la recta final del curso. ¿Qué se puede hacer entonces para darlo por acabado? Ahí van un par de consideraciones y alguna propuesta. 

Lo primero es comprender que proseguir el curso de modo telemático no es una opción. Cuando los profesores escuchamos, atónitos, cómo la Administración, a la vez que cerraba las escuelas, difundía el mensaje de que “todo seguiría igual”, pero “por internet”, supusimos que no era más que una mentira piadosa para que no cundiera el pánico y ganar algo de tiempo. Pero, tras cuatro semanas de cuarentena, es hora de hablar más claro: ni el curso “ha seguido por internet”, ni existe un sistema educativo “on line” que permita hacerlo. Hay, sí, profesores y gestores entusiastas de las nuevas tecnologías, Centros muy implicados en el trabajo con plataformas digitales, alumnos y familias más o menos comprometidas y/o estresadas con el invento, una red más o menos regular de formación, y meritorios esfuerzos por dotar de recursos a alumnos desfavorecidos… Pero todo esto no constituye un sistema educativo público, ni siquiera de “campaña”. No ya porque en muchos hogares aún falten medios (equipos, ancho de banda, apoyos, orientación) que garanticen cierto nivel de equidad, ni porque a los docentes les falte por adquirir competencias digitales; es que las Administraciones, desbordadas o bloqueadas, no han tomado realmente ninguna decisión relevante al respecto: ni han establecido protocolos de gestión, ni criterios de actuación docente, ni adaptación de currículos, ni patrones de seguimiento del trabajo en los Centros, ni comités de expertos, ni nada que pudiera sustentar un proyecto viable de fin de curso virtual. Por tanto, seguir y evaluar el curso telemáticamente resultaría, a estas alturas, un completo despropósito.

La segunda consideración, y en línea con lo anterior, es un requerimiento para que esas mismas Administraciones, más allá de delegar en Centros y docentes, tomen, de una vez, las decisiones oportunas. ¿Cuáles? Alternativas hay muchas. Eso sí, dicho lo dicho, todas ellas habrían de pasar por la recuperación de las clases presenciales: desde el plan de continuar el curso a finales de mayo, a la propuesta de reiniciar el curso en septiembre.

Ahora bien, dadas las circunstancias, la opción de recuperar el curso en mayo-junio, o incluso julio, parece difícil (la falta de climatización de los Centros sería aquí un problema añadido), con lo que se debería ir pensando en dar el curso por finalizado – o, al menos, parcialmente aplazado –, sumando la materia que se considere indispensable al curso próximo (mediante una adaptación curricular generalizada) y evaluando lo impartido en este en base a lo logrado en los dos primeros trimestres (más alguna nota positiva en relación con el trabajo durante el confinamiento). En caso de cursos terminales, o alumnos que no pudieran superarlo, se podría habilitar un período excepcional (septiembre y octubre), para finalizar o recuperar presencialmente el trimestre o el curso, retrasando así unas semanas el inicio del nuevo periodo académico. Todo ello sin demérito del apoyo que, durante todo ese tiempo, se pueda proporcionar a alumnos y familias vía telemática, a través de profesores, tutores y orientadores, concentrando especialmente el esfuerzo y los recursos en aquellos alumnos que más lo necesiten – de manera que, tampoco en educación, “se deje a nadie atrás” –.

En todo caso, la Administración ha de decidirse. Y si la suspensión del curso “relaja” a los alumnos (como preocupa a algunos), mejor que mejor. ¿O es que temen que – aún encerrados como están – se desmanden, o que pierdan interés en aprender – en lugar, como es natural, de ganarlo – en caso de eliminar o aplazar unos cuantos exámenes? Supondría una muy pobre reflexión; y una más lamentable concepción aún de lo que significan la educación y el aprendizaje. 
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí. 


viernes, 10 de abril de 2020

¿Quién debe morir?


 Se trata de un viejo y endiablado dilema ético. ¿Qué hacemos cuando, por falta de recursos, capacidad, tiempo u otros factores, no es posible salvar a ciertas personas sino al precio de sacrificar a otras? ¿Qué debemos hacer cuando hay más enfermos graves que respiradores, más personas necesitadas de trasplante que órganos disponibles, más náufragos ahogándose que flotadores o espacio en el bote de salvamento...?  ¿Cómo decidimos en todos esos casos quién vive y quién muere?

El dilema resulta tan doloroso que, incluso en el contexto de una simple discusión teórica, muchas personas se inhiben o acuden a argucias infantiles para evitarlo. Así, se invocan supuestos criterios técnicos, como si un problema moral (y político) se pudiera salvar mediante protocolos profesionales o el concurso de expertos; o, más puerilmente aún, se invoca a la suerte, o al “orden de llegada”, como si la justicia pudiera impartirse con un dado, o decidir que decidan la suerte o la casualidad nos eximiera de responsabilidad alguna.

¿Qué hacer entonces? Algunos, imbuidos de una moral kantiana, arguyen que dejar morir a una persona inocente es siempre y en toda circunstancia un crimen execrable. Los principios morales merecen – según ellos – un respeto absoluto, incondicional, sean cuales sean las consecuencias que devengan de su aplicación (justo en esto consiste – dicen – actuar moralmente). Dicho de otro modo: el fin nunca justifica los medios; menos aún si el “medio” es un ser humano. ¿Que esto supone que mueran más personas? Como si morimos todos. La dignidad y la justicia están por encima de todo.

La mayoría de las personas no acepta hoy planteamientos como el anterior. ¿Cómo no va a medirse la bondad o la justicia de una acción en virtud de sus consecuencias? Priman las éticas “utilitaristas”, para las que la moralidad de un acto depende de que su “coste” en dolor no sea mayor que sus presumibles “beneficios” en términos de bienestar para la mayoría. Así, si sacrificar a enfermos con esperanza de vida X (o a X personas) resulta la única manera de salvar a enfermos con esperanza de vida X+1 (o a X+1 personas), deberíamos proceder – por doloroso que sea – a ese sacrificio. Para el utilitarismo ético el fin sí que justifica (en ciertos casos) los medios; especialmente si el fin es salvaguardar la vida del mayor número (dos valores morales estos – el de la vida y el del mayor número – que, paradójicamente, se asumen hoy como anteriores a la moralidad misma).

Ahora bien, las éticas utilitaristas generan multitud de problemas (diríamos – en términos utilitaristas – que tal vez más problemas de los que resuelven). El primero y fundamental es el de cómo someter a cálculo cosas como el valor de una vida humana. ¿Valen en esto criterios puramente cuantitativos (edad, esperanza de vida)? ¿O deberíamos acudir a criterios cualitativos (la capacidad para disfrutar, lo que aporta socialmente una persona…)? ¿No podría suponer más beneficio para todos salvar a un científico competente – un gran oncólogo, por ejemplo –, o a un artista genial, aunque fueran ya viejos, que a un joven burócrata sin aspiraciones? Son ejemplos muy provocativos, pero que sirven para descabalar la idea-tabú de que todas las vidas humanas son, en todos los sentidos, igualmente valiosas – algo que no concuerda con el hecho de que la mayoría valore más la vida de sus parientes, amigos o compatriotas (por no hablar de la suya propia) que la de los extraños, la de los “buenos” que la de los “malvados”, la de los que tienen “derecho” a asistencia sanitaria que la de los que no, etc. – .

Otro problema-tipo del utilitarismo deviene de la dificultad de calcular las consecuencias a largo plazo de nuestras decisiones. Pensemos, por ejemplo, que la normalización en el uso de criterios utilitaristas en hospitales condujera a la administración a despreocuparse de aumentar los recursos sanitarios; esto, en términos propiamente utilitaristas, supondría un mal mayor a más largo plazo. ¿Entonces?

Los expuestos no son los únicos problemas morales y teorías éticas que implican y competen a este tipo de dilemas, pero sí algunos de los principales. ¿Nos atrevemos a pensarlos?   

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura  y también en El Día de Tenerife

viernes, 3 de abril de 2020

¿Qué es “tomarse las cosas con filosofía”?


Cada vez que me preguntan por “lo que dice la filosofía” con respecto a todo lo que está pasando, me hago el sueco. Ahora no es el momento – digo –. Y es verdad: la filosofía es pura impertinencia; más aún en momentos en que todo se rebaja a salvar la bolsa y/o la vida. Supongo, de otro lado, que los que me preguntan esperan frases motivadoras con aire de profundas o poéticas, como las que se comparten en las redes junto a una puesta de sol o cosas así. Y eso sí que no. ¿O sí? Tomaremos por el camino de en medio. Expondremos con cinco impertinencias (básicas) en qué consiste eso que la gente llama “tomarse las cosas con filosofía”. Ahí van.

(1) La realidad nunca es lo que parece. Apague un momento la TV y pregúntese hasta qué punto, en el mundo inmediato que pisa, está la muerte asolando el planeta. La verdad: no mucho más que de costumbre. Por tanto, relájese. No quiero decir que se olvide de las UCI colapsadas (o los recortes en sanidad), ni de los ancianos muertos (o de lo solos que mueren y viven); solo que repare en que la pandemia, el confinamiento, sus efectos económicos y el correspondiente y sobreactuado despliegue informativo, no son toda la realidad. Está también usted, que es un mundo, ¿no? Y el otro, el de fuera, que sigue girando – a saber por qué ni para qué –. Si es usted de la clase de ciego que necesita ver para creer, medite un rato frente al espejo y, luego, contemple igual de ensimismado el firmamento. Verá como todo le parece distinto. O, al menos, más pequeño. 

(2) Vamos a morir todos. A usted y a mí nos quedan unos años de vida (muchos, pocos, no vamos a entrar en detalles). Todos los días, con pandemia o sin ella, mueren cientos de miles de personas. En todas las culturas se trata con la muerte a través de prevenciones rituales, tabúes, interpretaciones religiosas; pero en ninguna se la niega o esconde. En la nuestra – en la que ya solo envejecer parece un fracaso – el mercado, con su elixir tecnocientífico, nos ha vendido la quimera (solo para humanos premium) de una vida indefinidamente larga y bien surtida. Por eso la muerte nos deja más patitiesos de lo normal. ¿Cómo es posible que la gente muera así-aquí? Pues ya ve: sin entrar en detalles, como en todos lados.  

(3) No se crea nada. Al menos, nada que no entienda. Es tentador dejarse llevar por todo tipo de expertos, periodistas, famosos, filósofos y blogueros iluminados. Nada. No haga caso. Tampoco de los políticos (esto es más fácil: repiten frases ensayadas, como en el teatro). Menos aún de los científicos (más allá del microscópico campo de su ciencia no saben de lo que hablan). Manténgase despierto y haga el esfuerzo de entender por sí mismo. Piense que si no piensa acabará por acabar aplaudiendo al primer salvapatrias que cambie la mascarilla por la jeta.  

(4) Haga de la necesidad virtud. No hay teoría ética que no concuerde de algún modo con este aserto popular. La inteligencia humana es capaz de vislumbrar algo valioso casi en cualquier circunstancia. Aprovéchela, pues, para hacerse – en ese orden – más sabio, bueno y hermoso; al fin, con algo tendrá que compensar lo pobre que va (a volver) a ser. Ah, y ríase de todo. Se lo merece.

(5) No sea ingenuo: el Reino no va a advenir por un virus. Lo que se expande por el mundo es un virus nuevo, no una nueva idea. Y aunque – faltaría más – la culpa de todo la tiene el capitalismo, la mayoría seguirá pensando que la vida no merece la pena sin (soñar con) conducir un Lamborghini y tutear al director de su banco. Habrá cambios, desde luego, pero para que todo siga más igual (más endeudamiento, más precarización, más privatización, más demagogia nacionalista, más control de la población...). Habrá nuevos ricos (en Oriente) y pobres (en Occidente) – en el sur la miseria se mantendrá estable – y, probablemente, algún nuevo organismo internacional de relumbrón. Y usted seguirá leyendo artículos como este – o mejores y verdaderamente revolucionarios – gracias a las empresas que “generosamente” permiten crearlos y difundirlos en red.

Ahora, tras estas cinco espantosas vulgaridades, pensemos en algo serio y realmente impertinente. O quedémonos callados.

 Este artículo fue publicado en El Periódico Extremadura. Para leer la versión impresa pulsar aquí. 

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