martes, 29 de diciembre de 2020

La propiedad del cuerpo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


España se ha convertido en estos días en la sexta nación del mundo en legalizar la eutanasia. Me enorgullezco de que este país – al que algunos lunáticos y revolucionarios de salón aún tachan de franquista o poco democrático – vuelva a colocarse a la vanguardia en el reconocimiento de los derechos individuales. Y me alegro, no menos, de que la ley española vaya a ser, como es frecuente, de las más garantistas del orbe. Ojalá todas las decisiones socialmente relevantes – votar, presentarse a unas elecciones, ser funcionario, tener hijos… – se sometieran al mismo grado de control y rigor que esta de ayudar a un ciudadano a morir con dignidad y sin sufrimientos innecesarios.

El “garantismo” de las leyes (y la burocracia que inevitablemente lo acompaña) es, junto a la educación ética y ciudadana, la mejor barrera de contención de los excesos democráticos, sean en su versión liberal o en su versión más populista o “asamblearia”. En el caso de la eutanasia (y otros parecidos) nos protege, entre otras cosas, de los efectos que puedan derivarse de prejuicios y creencias irracionales. Valga, por ejemplo, la idea (compartida por liberales y parte de la izquierda) de que tenemos una suerte de irrestricto derecho “natural” sobre nuestros cuerpos. 

¿Es mía y solo mía mi vida orgánica o cuerpo, de manera que pueda hacer con él lo que quiera (transformarlo, mutilarlo, sacrificarlo…) y exigir o adquirir la ayuda de los demás para hacerlo? ¿Debería poder solicitar asistencia para, por ejemplo, quedarme sordo o parapléjico (se han dado casos) o para suicidarme, sin más pretexto que la expresión de mi soberana voluntad? Creo que en esto, como en otras cosas (los cambios de identidad de género, la oposición a las vacunas…), se están adoptando, sin la suficiente reflexión, los presupuestos teóricos del liberalismo más irracional.    

Analicemos, por ejemplo, la extensión del principio liberal de propiedad a la idea de que nuestra vida es nuestra no más que por “tenerla”, o por haberla usado un número reglamentario de años. De un lado, está claro que mi cuerpo o vida orgánica forman parte de esa esfera de lo “propio” que identifico primariamente con mi persona. Mas, de otro lado, y aquí nos apartamos de la tendencia de opinión vigente, ni mi cuerpo ni mi personalidad son posibles, ni tienen sentido, fuera del contexto social al que pertenecen: los seres humanos somos seres netamente sociales, y son los demás los que, además de darnos la vida, nos hacen ser como somos, prestándonos un lenguaje y un sistema de referencias simbólicas que, interiorizados, representan el germen de nuestra propia conciencia y dignidad; por ello, el uso de la propiedad de uno mismo se debe, también, a los otros, y ha de ser validada (justamente) por ellos, hasta el punto de que, en ciertas circunstancias (inmadurez, incapacidad, locura, delito), es y debe ser limitada y sometida a control.

La otra pata ideológica del presunto derecho irrestricto a “hacer lo que quiera con mi cuerpo” es cierta idea (igualmente liberal) de libertad como simple ausencia de obstáculos a una voluntad deseante que no necesita justificarse, ni siquiera ante sí misma. Una concepción de libertad esta, tan tiránica como autocontradictoria, pues del hecho de que se exhiba una gran voluntad de poder (y se haga lo que se quiera) no se infiere que se tenga poder sobre la voluntad (y se sepa y decida lo qué se quiere hacer). Solo es realmente libre aquel que sabe y domina las ideas que le mueven a querer. El que solo hace lo que quiere no es más que un esclavo caprichoso.

Así que sí, usted puede hacer con su vida o cuerpo lo que quiera (faltaría más), pero, en la medida en que es un ser social y afecta, con su conducta, a sus congéneres, conciudadanos, deudos y afectos, la ley debe asegurarse de que, en sus decisiones más trascendentales, disponga de la plenitud de conciencia y la capacidad crítica suficiente para comprender y explicar los motivos de lo que hace, así como de la madurez y la virtud suficiente como para actuar con la suficiente responsabilidad, tanto para consigo mismo como para con todos los seres que configuran esa extensa y compleja red social de la que participamos y por la que nos co-pertenecemos unos a otros.

Si la libertad es, en fin, para quién sabe, la propiedad, incluyendo la de la propia vida, debería ser para el que la merece. Y, tal vez, no todos merecen o pueden poseer y decidir en el mismo grado, ni siquiera sobre sí mismos.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Poner notas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


¿Cómo juzgar correctamente al prójimo? En la vida diaria no solemos preocuparnos de esto (al prójimo lo despellejamos sin más). Pero cuando se es juez de oficio, aunque sea de calificaciones escolares, la cosa se complica. Más aún si el que califica es profe de filosofía.

¡Jo, profesor! – me dicen los alumnos—. ¿No podrías contarnos cómo nos vas a evaluar y ya está? Pero a ver – les respondo –, ¿qué pensaríais de mi si, tras daros la vara con aquello de que el filósofo lo cuestiona todo, os impusiera ahora unos criterios de evaluación, así, porque sí?  ¡No es porque sí, sino porque lo dice la ley! – saltan unos cuantos –. Bien. ¿Y qué pensáis? – les replico – ¿Hay que cumplir siempre la ley, o solo cuando nos parece razonable o justa?

¡Siempre hay que cumplir la ley! – afirma mi alumno más kantiano – ¡Si no, sería un desastre! Tal vez – le digo yo –. Pero cumplir con la ley no quita para que podamos discutir sobre ella. A ver – les pregunto –: ¿a quién sería justo poner mejor nota, al alumno que apenas trabaja, pero demuestra ser muy competente, o al que se esfuerza lo indecible pero solo obtiene resultados mediocres? ¿Qué debemos premiar más: el esfuerzo o el talento? 

Una concepción de la justicia “liberal” (empieza el rollo, lo veo en sus caras) insistiría en que la calificación del alumno dependa, fundamentalmente, del reconocimiento de su competencia individual (el que vale, vale). Pero otra, más ligada a las virtudes públicas, querría valorar también ciertas propiedades morales (que el alumno trabaje, se porte “bien”, etc.). ¡Pero la moral es una cosa privada de cada uno!  – dirían los “liberales”, para los que la misión de la escuela se reduce a hacer al alumno competente y competitivo –. Invectiva ante la que los “moralistas” contraatacarían afirmando que los medios importan tanto como los fines, y que virtudes como la honestidad o la constancia son fundamentales para que cualquier empresa o sociedad funcionen.

Analicemos ahora una segunda cuestión. Supongamos – les digo de nuevo a mis alumnos – que tuviera información objetiva de vuestras circunstancias familiares y personales (si contáis con tiempo y ayuda para estudiar en casa, si sois ricos o pobres, si sufrís de violencia o de alguna enfermedad o discapacidad grave…). ¿Debería todo esto condicionar mi calificación?

De nuevo asoman aquí dos concepciones distintas de lo que es “justo”. La más “liberal” abogaría, otra vez, por considerar de forma abstracta el rendimiento del alumno; al fin y al cabo – se dirá – gran parte de las desigualdades son inevitables (hay alumnos “más cortitos” que otros, se oye decir en las sesiones de evaluación). De otro lado, una concepción más social y equitativa de la justicia defendería que todas las desigualdades sean corregidas o compensadas, dando, por ejemplo, más facilidades para obtener buena nota a los alumnos con mayores dificultades para lograrla.

Estos enfoques, pueden, por cierto, cruzarse. Una teoría, por ejemplo, socio-liberal de la justicia, buscaría compensar las desigualdades entre alumnos, pero daría más valor, en la evaluación, al talento (y no a las virtudes morales). Y otra, de corte liberal-conservador, se despreocuparía de las desigualdades, pero sí que evaluaría ciertas virtudes en el alumno (que sea modosito, disciplinado, etc.). En regímenes totalitarios encontraríamos concepciones de la justicia (y de la evaluación del prójimo) en las que se mezclarían el enfoque social y el moral en su sentido más fuerte, de forma que, además de paliar las desigualdades (y, de paso, las diferencias, como cuando se viste a los niños – o a los ciudadanos – de uniforme), se evaluaría la fidelidad ciega de los alumnos a valores y virtudes (su amor a Dios o al líder, su patriotismo, su espíritu revolucionario…), o la estricta adecuación de su talento a los objetivos marcados por el Estado.

Vale – me cortan los chicos –. Todo eso está muy bien. ¿Pero cómo vas a evaluarnos tú? No lo sé – les confieso –. Por un lado, me debo, como decís, a los criterios que impone la ley. Pero, del otro, no dejo de darle vueltas. ¿Qué ignorante osadía es esta de juzgar a los demás? ¿No debería juzgarse, en todo caso, cada uno a sí mismo? El único examen importante es el examen de conciencia, decía el sabio Sócrates. Así que – acabo – preguntaos que queréis realmente ser y hacer, y si os habéis acercado más o menos a esa meta tratando de filosofía (o de matemáticas, historia o lo que sea) durante estos meses. En último término, ¿qué otra cosa puede ser lo justo o bueno sino aquello que uno mismo reconoce como tal?

 

sábado, 19 de diciembre de 2020

La idiotez del idioma



No falla. Siembras en una conversación el tema del idioma, y afloran, al instante, las idioteces (fíjense que idioma e idiotez comparte raíz). Has estado, quizás antes, señalando la luna (mencionando temas infinitamente más importantes) y ni flores; pero basta con que muevas un poco el dedo con el que señalas, para que comience la batalla dialéctica.    

¿Por qué, a veces, genera más entusiasmo el asunto del “cómo” decimos las cosas que lo “que” propiamente decimos? ¿A qué esta adoración fetichista por el idioma en que uno habla y piensa? ¿Qué es esto de que las lenguas tengan derechos y hayan de ser conservadas o protegidas mediante la imposición, nolens volens, de políticas lingüísticas? Son varios los argumentos, y están anudados como en una red ideal para capturar incautos.

Uno de ellos es la tesis de que el idioma que uno habla configura su manera de pensar y ver el mundo. Esta teoría, por popular que sea, jamás ha sido demostrada. En la era moderna fue sostenida por los filólogos románticos alemanes del XIX, para los que el idioma era parte sustancial del “Volksgeist” o “espíritu del pueblo” (idea tan querida por nazis y fascistas de todo signo), y tuvo su correlato científico en la más que refutada hipótesis Sapir-Whorf, que ya solo sirve para inspirar películas de marcianos (La llegada, de D. Villeneuve; no se la pierdan).

Más allá de los experimentos que la desdicen, la popular (e intuitiva) idea de que por hablar un idioma distinto piensas (y eres) distinto, es impugnada por el hecho recurrente de la traducción. ¿Son inconmensurables los idiomas? ¿Es imposible traducir un texto, por ejemplo, del mandarín al vasco? – se preguntan desde hace decenios los filósofos del lenguaje –. Pues según lo que se entienda (tanto en mandarín como en vasco) por traducir. Si “traducir” quiere decir trasvasar un concepto o significado de un significante a otro, la traducción es siempre razonablemente posible. Es obvio que nunca será exacta y que siempre supondrá un acto de “recreación” del traductor, pero es que esto también pasa en el seno mismo del idioma. Entender a alguien, incluso en tu misma lengua, supone un ejercicio de traducción por el que captas lo (que tu supones) esencial de un mensaje, obviando parte de las innumerables connotaciones con las que probablemente se emite. Este mismo proceso “selectivo” gobierna de igual modo la memoria o el pensamiento (escuchar, decir, memorizar o pensarlo todo, es, por definición, imposible; acuérdense del pobre Funes, el antológico personaje de Borges).

Si la inconmensurabilidad entre lenguas es impensable (el que cree que no se puede decir en chino lo mismo que en vasco ha de poder pensar la misma cosa en ambos idiomas, aunque sea para negarla en uno de ellos), ¿qué es lo que mantiene viva la tesis terraplanista de que por hablar distintos idiomas pertenecemos a mundos culturales distintos? Pues es claro: el fetichismo en torno al idioma es un “arma de construcción masiva” de esa “unidad de destino en lo particular” que es la nación.

A diferencia del habla, el idioma es una institución política, cuyo objetivo no es solo establecer estándares de comunicación en un determinado territorio, sino también asignar un marchamo de pertenencia al grupo enraizado en la creencia de que tu misma identidad personal (tu carácter, tus ideas) depende de que “cómo” digas las mismas cosas que dicen (de otro modo) los demás seres humanos.

Así, es obvio que las medidas de inmersión en lenguas autóctonas (como en catalán o euskera) no solo obedecen a criterios culturales – como la preservación de determinada lengua –, sino, sobre todo, al objetivo, no disimulado, de hacer “distintivo” lo distinto y marginar (o someter) al que no habla como “nosotros”, imponiendo la abstracción política del idioma sobre el concreto derecho de la gente a hablar, comunicarse o aprender en la lengua que quiera, más aún si esta es su lengua materna y forma parte de las lenguas cooficiales de un Estado. 

Preservar por la fuerza un idioma o cualquier otra tradición es una idiotez supina. ¿Se imaginan que obligasen a los andaluces a escuchar flamenco o a los extremeños a comer migas para “preservar el patrimonio cultural”? Los idiomas viven y mueren (el catalán o el castellano viven, por ejemplo, gracias a la muerte del latín), y no son ellos los que deben imponerse a las personas, sino las personas las que deben imponerse a ellos, pensando y hablando (no importa a través de cuál) para una comunidad idealmente cosmopolita, diversa y formada en el espíritu de concordia y diálogo. El logos, decía el viejo filósofo Heráclito, es uno, ya se sueñe en finlandés o suajili. No seamos idiotas y despertemos.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

¿Por qué nos gustan los malos?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lo confieso: me encantan los malos. Al menos en la ficción (eso ayuda). Me embolico con las pelis y las series de narcos, mafiosos y tunantes de toda calaña. Siento una enorme simpatía, cuando no admiración, por los grandes capos, los magnates de la droga, las familias dedicadas al crimen organizado, los pistoleros crepusculares, los caníbales refinados y los sicarios posmodernos. ¿Qué me pasa?

He de añadir que los malos que me gustan son malos de los buenos, y poco tienen que ver con ningún bandido justiciero, simpático timador o ladrón de guante blanco. A los antihéroes que yo me refiero – queridos monstruos como Tony Soprano, Michael Corleone, Walter White, Frank y Claire Underwood… – les da igual aplastar lo que sea y a quién sea con tal de acrecentar su poder y su riqueza, un deseo que apenas disfrazan (cuando lo hacen) como interés por los “suyos” o como natural “adaptación al medio”. ¿Por qué, entonces, los amamos? ¿Por qué nos revienta que los pillen o que se desmorone su imperio? ¿Por qué seguimos el culebrón de sus vidas con el mismo entusiasmo con el que roncamos viendo Gandhi o Cuento de Navidad? 

Empecemos por disolver un equívoco importante: no hay en esto ninguna “fascinación por el mal”. Es imposible que nos fascine nada que no nos parezca realmente bueno, por más que, a la vez, lo tildemos explícitamente de malo. Qué le vamos a hacer, no siempre estamos de acuerdo con nosotros mismos. Eso sí: convendría hacer terapia filosófica y reconocer los valores que encarnan todos esos magníficos desalmados. A ver si así nos aclaramos. 

El primero de estos valores es el del poder. Es evidente que, a todos, por más que disimulemos, nos atrae imperiosamente el poder. No solo por la supremacía y los privilegios que promete, sino por algo más profundo. El poder designa la capacidad para conformar el mundo a la horma de nuestros deseos. ¿Y quién no quiere eso? En este sentido, la admiración que provoca el poder es independiente de para qué se use. El poderoso seduce por poderoso, ya se trate del Papa o de Hitler, de Dios o del diablo. 

Otro valor indudable de estos malvados antihéroes es su talento. El “malo” no solo tiene poder (antes de que, por exigencias del guion, lo pierda o se le arrebate), sino que lo tiene gracias a su inteligencia, penetración, conocimiento del medio, dotes sociales, inventiva y hasta eso que ahora llaman “inteligencia emocional”, por la que es capaz de reconocer y controlar emociones propias y ajenas. ¿No es para admirarlos? 

Y no es solo eso. Frente al simple y maniqueo representante del “bien” (el policía obcecado, el fiscal justiciero, el político incorruptible), el antihéroe típico de las series (parece proliferar, por razones varias, en este formato) exhibe un discurso ético más complejo y ambiguo, y, por ello, más familiar al de un espectador inteligente. Si hacemos abstracción de la ley (y de los artificios estéticos y narrativos), el “malo” llegar a ser, en ocasiones, no solo ejemplo de emprendimiento económico, sino también moral: un carismático creador, a lo nietzscheano, de su propio sistema de valores. Es por ello que goza, en la imaginación del público, de una vida sublime, tal vez breve (la moraleja obliga), pero emocionante y lúcida como pocas. 

Otros valores que, en la ficción, suelen hacer buenos a los malos son el valor, la honestidad consigo mismos, la autoestima, y la resiliencia con que se enfrentan a un sistema (el Estado, los grandes “poderes fácticos”) que, en general, es bastante más poderoso, corrupto y despiadado que ellos. En muchos casos, el narco o el mafioso encarnan descarnadamente el mito liberal del miserable que sale de la nada y lucha sin rendirse por llegar a lo más alto, o el relato análogo del burgués enriquecido que busca redención mediante el ascenso social. 

¿Quieren ustedes, en fin, educar moralmente a alguien (a sus hijos, a sus alumnos o a sí mismos)? Pues olviden esa ñoñería de los valores cívicos y reflexionen acerca de lo que nuestra cultura realmente aprecia: el poder, la inteligencia, la autoafirmación, el emprendimiento, la competitividad. Las películas, las series televisivas, los videojuegos son un filón extraordinario para hacerlo. A ver si tienen ustedes lo que hay que tener – argumentos éticos – para proponer(se) algo mejor (para soñar) que ser como uno de esos magníficos y hobbesianos lobos de las películas. No es fácil. El poder y la gloria están de su parte. También, me temo, en este otro lado de la realidad. ¡Malditos sean!

 

martes, 1 de diciembre de 2020

Miedo y filosofía


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


El miedo es una emoción tan polifacética y repleta de matices como lo es el abanico de estímulos que puede llegar a provocarlo. Existen todo tipo de miedos, y podemos tener miedo de casi todo, incluso de no tenerlo y de cometer, así, cualquier temeridad o locura.  Sin embargo, pese a su aparente complejidad, su concepto es bien simple. El miedo, sea cual sea, supone siempre lo mismo: la anticipación imaginaria de un dolor. Tenemos miedo a todo aquello que creemos ligado, por principio, experiencia (vicaria o real) o instinto, a un posible dolor, sea este físico, psicológico, moral o metafísico. 

Además de la asociación con el dolor, hay en las cosas temibles dos propiedades que incrementan significativamente su pavoroso efecto. Una es su aleatoriedad o imprevisibilidad, causante de ese temor supersticioso a la mala suerte que nos atenaza con tanta frecuencia (y que, según algunos, está en el origen de lo religioso). La otra propiedad, más honda y comprensiva, es la alteridad: cuanto más otro o extraño nos parece algo, más miedo nos da. La razón es que lo más extraño es también, en última instancia, lo más inhumano. Y todo lo que no se deja humanizar (el extraño movimiento o forma de una criatura, la inmensidad impenetrable de la jungla o el océano, el poder ciego y apabullante de una máquina, la conducta de un loco…) podemos imaginarlo como una amenaza, esto es, como causa (objetiva o fantástica) de la rotura o descomposición de nuestro ser. En el extremo, lo completamente metamórfico, lo radicalmente informe, lo monstruosamente carente de pies y cabeza, lo absolutamente oscuro, indeseable, inimaginable, imprevisible, incomprensible e irrepresentable, representa, a la vez, lo más terrible e inhumano.

Consciencia anticipante del dolor, aleatoriedad y alteridad son, pues, los tres componentes esenciales de aquello que nos da miedo. ¿Hay algún objeto en que se den todos ellos, a la vez, de forma culminante? Es un tópico contestar a esta pregunta con la alusión a la muerte. Parece lógico, dado que la muerte está asociada al dolor de la agonía y la despedida, a lo imprevisto de su acontecimiento, y a lo completamente extraño e incomprensible del tránsito a la nada. Pero también podríamos señalar a la vida, que es dónde realmente se da el dolor, el mal no previsto, y la más angustiante de todas las alteridades, que es el absurdo o sinsentido con que experimentamos la propia existencia. 

¿Qué da más miedo, entonces, la vida o la muerte? Para algunos filósofos es la muerte, esa otredad que, en tanto absoluta, es lo que, paradójicamente, proporciona a la vida un valor igualmente pleno. Para otros, es la propia vida la que, absurdamente abocada a la muerte, nos condena a esta pasión inútil, meramente deportiva, de hacer por significarnos a la vez que nos deshacemos, insignificantes, en el tiempo.

¿Qué hacer cuando el miedo nos invade y bloquea desde esos dos extremos, el de la vida y la muerte? Como enfrentar esa doble desolación o fatiga. Pienso, por ejemplo, en las personas más expuestas a los efectos de la pandemia que copa nuestro presente. O en aquellas otras, víctimas de desgracias mayores, que atraviesan el mar sobre una tabla buscando refugio. En los dos casos, al miedo a una muerte probable se suma el temor a una vida en que lo más entraño (la familia, los amigos, la tierra que se pisa, el sosiego, el juego…) se ha tornado extraño, lejano, hostil, sospechoso. Trocar lo entrañable en extraño es un recurso habitual de la literatura o el cine de terror, pero en esto, como en todo, la realidad supera, desgraciadamente, al arte.

El único modo de vencer el miedo es, en fin, el conocimiento. La mera acción, o la voluntad impulsiva de vencerlo, son una temeridad; la fe en un dios protector, una regresión peligrosa; la negación, la evasión y el entretenimiento, una patética huida hacia adelante. Solo si conocemos las causas objetivas del dolor propio y ajeno, aprendemos a prever lo imprevisible y buscamos con denuedo el conocimiento, podremos dominar el miedo y a aquellos que lo difunden en provecho (y alivio del suyo) propio. Filosofar, atreverse a pensar el mundo, deshabitándolo de lo azaroso, extraño y alienante, es la condición necesaria, y hasta suficiente, para transformarlo.  

 


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