martes, 31 de marzo de 2020

Médicos, soldados y... maestros


Entre los asuntos que se plantean durante estos días aciagos está el de la continuidad de la actividad educativa, especialmente con respecto a aquellos chicos y chicas a los que por su edad o contexto socio cultural no les basta una simple tutoría a distancia. ¿Qué pueden y deben hacer la administración y la comunidad educativa frente a esta situación?

Lo primero es mantener el espíritu entusiasta y constructivo con que muchos centros, docentes y familias han encarado, casi instantáneamente, estas circunstancias. Ese espíritu es el que nos puede ayudar a diseñar alternativas viables y eficaces para, no ya solo acabar el ciclo académico, sino también y, sobre todo, mantener viva una estructura social de referencia tan fundamental como lo es la escuela. Mantener la actividad educativa no es solo un síntoma de fortaleza y estabilidad de la sociedad y sus instituciones; puede significar también contar con un instrumento imprescindible para insuflar compromiso cívico, madurez intelectual y sentido crítico en un momento de confusión e incertidumbre tan grave como este.

Lo segundo es encarar la tarea con serenidad. Aún no sabemos cuánto más puede durar el periodo de confinamiento, ni si, más adelante, cabrán – y deberíamos exigir que así sea – estrategias de control de la pandemia menos lesivas para la sociabilidad y la autonomía de los ciudadanos. Si es así y la cuarentena no ocupa más de un par de meses, sería factible suspender el curso académico durante ese tiempo (proporcionando a lo sumo tareas recreativas y de repaso) y reiniciarlo, abreviado, y con las debidas precauciones sanitarias, en los meses de mayo y junio (finalizar en julio sería factible con un horario reducido para afrontar así las altas temperaturas).  

En tercer lugar, y si lo anterior fuera inviable, se precisa tener listo un plan detallado y flexible de educación a distancia a través de internet, pero también de otros medios, como la radio y la televisión pública, más accesible a todos. Este plan, que debería implementarse en todos los centros sostenidos por fondos públicos, tendría que prever medidas extraordinarias en el ámbito tecnológico (como el préstamo de equipos o el asesoramiento técnico a familias), social (con la intervención de orientadores y trabajadores sociales) y docente (profesores de apoyo que puedan prestar ayuda domiciliaria). Sería necesario también formar, desde ahora mismo, a maestros y profesores en el uso de recursos básicos para la educación a distancia e, igualmente, permitir, con carácter excepcional, adaptaciones curriculares generalizadas – no todas las materias permiten un trasvase íntegro a la enseñanza no presencial –. Se trataría, ante todo, de hacer prevalecer el principio de equidad y de “no dejar a nadie atrás” tampoco en el ámbito educativo. La escuela ha de ser, ante todo, y más aún en estos momentos, un instrumento de cohesión y solidaridad.

En cuarto lugar, nuestras sociedades (acostumbradas a estándares de seguridad, salud y riqueza en realidad poco comunes) están comenzando a experimentar una situación traumática que, a corto y medio plazo, va a suscitar importantes dilemas morales y políticos. Los contenidos y la práctica educativa han de adecuarse sustancialmente a este escenario, subrayar su función como herramienta de empoderamiento social y personal, estimular la reflexión crítica ante el mundo, y erigirse en un espacio de diálogo riguroso frente al tremendismo y la demagogia profesional de parte de los medios, y el ruido y la furia de las redes sociales.

No olviden que, en ninguna circunstancia, una sociedad democrática debe acostumbrarse al estado de excepción ni a ser conducida por simples técnicos o expertos. Por encima de la ciencia y los datos, y su instrumentalización interesada, está el criterio moral y político de los ciudadanos, de cuya formación como tales debe ocuparse fundamentalmente la escuela  

No solo, en fin, los sanitarios o las fuerzas del orden han de estar en la vanguardia frente a esta crisis; también, a partir de una concepción más amplia y crítica acerca de cómo afrontarla, tienen que estarlo la escuela y los docentes. Ánimo y a trabajar.   

Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura. Para leer la versión publicada pulsar aquí.

viernes, 20 de marzo de 2020

Tomar conciencia


Hablo estos días con amigos angustiados por la situación de alarma. No es solo angustia por verse contagiados, o por los efectos económicos y políticos de la crisis (imprevisibles y verdaderamente preocupantes), sino también por la brusca interrupción de la rutina diaria. Normalmente, esa rutina nos “protege” de calibrar profundamente el sentido de lo que hacemos y lo que nos pasa, así como de afrontar problemas y contradicciones fundamentales. Por ello, cuando deja de estar ahí para librarnos de cavilar (y no podemos evadirnos con mil distracciones) surge de golpe y porrazo todo lo que llevamos por dentro. 

Ahora bien, aunque el golpe sea duro y los primeros momentos resulten angustiosos, lo de tomar conciencia de nuestra extraña y problemática vida no puede ser algo tan malo; consideren la situación como una forma de recuperar el tiempo perdido.  

Por cierto, para escribir su maravillosa A la búsqueda del tiempo perdido, Marcel Proust se encerró también, durante años, en un piso de París, cuyas paredes forró de corcho para no oír el insulso y estéril ajetreo de la vida. Pensaba el escritor, con toda razón, que “lo vivo” no está en lo que ocurre en los salones o las calles, sino en la “vivida recreación” que hacemos de todo ello en el cuadro, la novela o el ensayo: solo de ese modo tomamos consciencia de la vida, prestándole así su verdadera densidad y sentido. Vivir no es experimentar sin más las cosas. Únicamente los animales viven en ese estrecho y huidizo momento que es el presente. Nuestro mundo – más libre y consistente – está en creer y crear, en contar y teorizar el mundo que experimentamos. Sin cuento, sin creación, sin reflexión, es decir: sin lenguaje y sin conciencia, nuestra vida es tiempo perdido.  

No hay nada más maravilloso y enigmático que el lenguaje y la consciencia humana, ese mundo del Mundo a cuyo través – por el angosto agujero que abren nuestras preguntas – se expande ese otro universo paralelo y no menos misterioso de los símbolos, el arte, la religión, la ciencia, la filosofía... Esa consciencia nuestra no es fácil de aprehender; en parte porque es con ella con la que lo aprehendemos todo. Algunos psicólogos y filósofos la asocian al silencioso soliloquio en el que, no sin conflicto, interiorizamos el cúmulo de voces con que nos educan. Somos – dicen – ese decir que nos corre por dentro, el cuento que nos contamos sobre todo lo que (se nos) cuenta y desde el que, a veces, nos atrevemos a hacer nuestra propia versión de la historia.

Porque la conciencia no es solo ese “locutor” íntimo a través del cual se focaliza la atención, se reconocen las cosas, se construye la identidad personal, se planifican, dirigen o juzgan las acciones, se sentimentalizan las emociones o se encienden y apagan los deseos… También es la facultad para tomar las riendas del mundo, esto es: para crear nuestro propio relato acerca del mismo. La conciencia puede ser crítica y, por ello mismo, creadora, exploradora, vindicadora de realidades. Solo ella nos vacuna de esa insistente pandemia que es el pensamiento único.

Otro de los rasgos extraordinarios que se adscribe a la conciencia humana es la habilidad para reconocerse en otros. Contamos con lo que los demás se cuentan, nos ponemos en su lugar, contamos con ellos, sabemos que lo que vivimos no es igual de frondoso sin cómplices que lo compliquen ni antagonistas que animen la contienda. No somos nadie sin la trama que urdimos entre todos – y de la que no deberíamos permitir que se pierda ni un solo hilo –.

Ojalá, en fin, este viejo cuento de epidemias, héroes, pueblos amenazados y gloriosas remontadas (del capital – ya verán –), nos dé al menos la ocasión de tomar consciencia. Consciencia de que todo es cuento. De que nosotros también contamos – nuestra versión libre, crítica, de la historia –. O de que sin cuidar de los demás se nos acabó el cuento. Aprovechen, así, estos días de encierro para liberarse: para recapacitar, expresar, charlar y, sobre todo, pensar. Tal vez se percaten de que el tiempo perdido no era este – kafkiano y lúcido – del confinamiento, sino el de antes de que se les diera la angustiosa oportunidad de tomar conciencia. 

Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura. Para leerlo en prensa pulsar aquí. 

martes, 17 de marzo de 2020

Canon cultural y políticas de género


Hay muchas razones para defender la llamada “discriminación positiva” a favor de las mujeres en el acceso a cargos o roles tradicionalmente copados por varones. La más fundamental es la innegable discriminación histórica que han sufrido y que debemos borrar del mapa de la manera más rápida y eficaz posible. Otra es el dato objetivo de que la formación de las mujeres es hoy, en la mayoría de los campos, igual o superior a la de los varones. La tercera remite al hecho de que ya existen otras políticas de discriminación positiva (hacia minorías, personas con diversidad funcional, familias numerosas, etc.) que no provocan ningún reproche. Ahora bien, aunque reconozca la utilidad y legitimidad de las políticas de paridad en la lucha contra la desigualdad de género, creo que hemos de vigilar que estas no degeneren en arbitrariedades inadmisibles.

Uno de esos errores es el que resulta de confundir la discriminación positiva en relación a criterios más imparciales de elección (por lo cual, a igualdad de méritos, se escoge a una mujer antes que a un varón para un determinado puesto, evento, lugar en un canon, etc.), con la discriminación positiva como criterio de elección por encima de cualquier otro. 

Curiosamente, este error suele darse solo en aquellos campos que, o bien se consideran – no menos erróneamente – como “decorativos” (el arte, las humanidades, ciertos eventos o instituciones), o bien están carcomidos por la inconsistente creencia en la “objetiva” imposibilidad de criterios objetivos. En otros campos (la medicina o las ciencias “duras” por ejemplo) a nadie en su sano juicio se le ocurre “repartir” los cargos, los artículos en revistas o los premios académicos en forma, sin más, paritaria. Cuando alguien va a un hospital o se matricula en una facultad de ciencias no elige (lógicamente) aquel o aquella en la que existe más paridad de género, sino aquel o aquella que cuenta con más profesionales de reconocida eficacia y prestigio (y si además hay paridad, mejor). Del mismo modo, cuando uno va a una exposición de pintura o lee un manual de filosofía debería esperar siempre encontrar allí las mejores pinturas o ideas filosóficas, sean cuales sean el género, la raza o la nación de quien las pinta o piensa. Pero no, en este caso algunos creen que se puede confundir del todo la cultura con la política. Total – parece pensarse –, como nadie sabe bien qué es el arte, y la idea de que existan ideas mejores o más verdaderas (en letras) parece ingenua – y hasta un poco fascista – , ¿qué más da imponer sin más criterios paritarios?   

Se aduce a veces que, dado que los criterios para decidir a quién se exhibe en una exposición, se le da un premio o se dispone en un programa académico (de letras), son una mera “construcción cultural” (los que creen esto descartan – por supuesto – que su creencia sea también una construcción cultural) y, sobre todo, una construcción cultural injusta (heteropatriarcal, etnocéntrica, etc.), toca decapitar dichos criterios y usar otros nuevos.

No me parece mala idea, pero solo si se demuestra que aquellos criterios están viciados y se proponen, a cambio, otros racionalmente más objetivos – desde la asunción de la posibilidad de tal objetividad, sin lo cual todo se reduce a la fuerza, aunque sea la de los votos – . Mientras tanto, el canon de un arte o un saber solo puede ser el que es. Tal como el hecho de que con él se muestre que si no ha habido más mujeres artistas, científicas o filósofas no es, fundamentalmente, porque su “genialidad innata como mujeres” (un mito populista igual que el que, a la inversa, mantiene el patriarcado) haya sido escondida o reprimida sino, simple y brutalmente, porque se les ha negado todo acceso a la cultura y a la expresión de su talento personal. Negar esto, buscando bajo las piedras figuras femeninas, sean las que sean, para dar a toda costa al canon histórico una apariencia paritaria que jamás tuvo la sociedad que lo produjo hace un flaco favor a la lucha por la igualdad de género. La historia no se puede reescribir. El canon presente y futuro sí y, si todo marcha como es debido, este tendría que estar, al fin, repleto de mujeres.

(Última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí).

jueves, 5 de marzo de 2020

Todos somos especuladores


¿Es lícito especular con los precios de los productos agrícolas o con las mascarillas contra el coronavirus? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? Veamos. Qué algo sea “lícito” no se refiere solo ni principalmente a que sea “legal” sino, sobre todo, a que sea “legítimo” o “justo”. Es, pues, legítimo o justo especular con los precios?

Los que creen que sí afirman que la especulación es algo consustancial a la economía de mercado y la ley de la oferta y la demanda, que es la que rige nuestras sociedades haciéndolas – dicen – libres y prósperas. Si alguien te vende mascarillas contra los virus a mil euros o te compra los tomates a la mitad de lo que te pagaba antes, no solo está en su derecho, sino que hace lo que debe en una economía de mercado en la que la especulación con los precios – comprar barato, vender caro – es parte del juego. Prohibir o poner límites “morales” al negocio especulativo sería, al fin, como acabar con el y, al cabo, como ponerle puertas al campo, pues los seres humanos somos, según parece, egoístas por naturaleza, y tendemos inevitablemente a priorizar nuestro beneficio sobre el de los demás.

De otro lado, los que creen que la especulación con los precios no es justa, encuentran, como es lógico, igualmente ilegítima la libre economía de mercado. No ya porque la “libertad” y el “bienestar” que el mercado promete para todos sea un verdadero fiasco (en un mundo en que la desigualdades económicas son cada vez mayores), sino más bien porque los conceptos de “libertad” y “bienestar” que propugna son inapropiados. Frente a ellos, los “anti-mercado” propugnan otros valores – cohesión comunitaria, uso responsable de la libertad, austeridad, igualdad, respeto al medio ambiente... – y una concepción más cooperativa y solidaria del ser humano – frente a la noción competitiva y depredadora de los “pro-mercado” – . Hay que añadir que esta posición crítica frente al mercado es hoy minoritaria. Y eso pese a la tradición intelectual (marxista, anarquista, socialista) e incluso religiosa que la avala (el cristianismo – al menos antes de la Reforma protestante – consideraba la especulación y la usura como un grave pecado a evitar).


Ahora bien, exponer la posición de los que defienden la especulación y la de los que la atacan es relativamente fácil. Lo difícil es explicar cómo es posible defenderla y atacarla a la vez, que es la posición en la que estamos, por acción u omisión, la mayoría. ¿O acaso no especulan – por mucho que a la vez lo critiquen – los propios agricultores, eliminando o acumulando estratégicamente parte de su producción para mantener los precios altos? ¿O acaso no nos aprovechamos nosotros los consumidores de la miseria que se paga a los trabajadores del tercer mundo para comprar todo tipo de cosas a precios de risa en el bazar de la esquina? ¿Quién de entre nosotros está libre del “pecado” de especular cuando y cómo puede – con su vivienda, con sus ahorros, con la simple nómina que depositamos en el banco – ? Los agricultores y ganaderos que salen estos días a bloquear carreteras, o los que clamamos indignados contra los “buitres” que venden mascarillas antivirus a mil euros, no podemos estar diciendo que la especulación sea en sí misma ilícita, pues todos nosotros, de manera más o menos consciente y activa, toleramos – y vivimos cada día de – ese inmenso mecanismo especulativo que es el mercado.
De todo esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí. 

domingo, 1 de marzo de 2020

Palabra de maestro



Muchos de nosotros somos lo que somos gracias a (o por culpa de) las palabras de algún maestro. Los maestros y profesores tienen más influencia de la que creemos. Y es muy dudoso, digan lo que digan, que esta influencia sea hoy menor de lo que era hace cincuenta o cien años. Es cierto que ahora disponemos de más información, pero no por ello de mejor formación. Sobre el confuso “ruido de fondo” de los medios y frente a la deflación de todo criterio o valor, buscamos y necesitamos más que nunca de la autoridad intelectual y moral de los maestros. 

Un buen profesor puede ser más influyente que la familia y hasta más poderoso que un Estado. Su rol y su impronta son decisivas en ese delicado “rito de paso” entre lo familiar (lo subjetivo y afectivo) y lo social (lo institucional y normativo) que representa la educación. Todos recordamos esos pocos docentes que en la escuela, el instituto o la universidad, nos dejaron una huella indeleble; una huella que forma parte ya de nuestro ser como personas. ¿Cómo lo lograron? ¿En qué consiste la maestría del maestro?  

La prueba fundamental de maestría es el dominio de la palabra, esa que, en un cuerpo tan pequeño y siendo casi invisible – decía el retórico Gorgias – , demuestra, sin embargo, el mayor de los poderes. La palabra determina toda nuestra vida: desde el diálogo primero con nuestros padres hasta la interiorización de ese diálogo en el torrente de palabras íntimas con que narramos, dirigimos y juzgamos todo lo que nos pasa y al que llamamos “conciencia”.

Pero a la vez que nos modela por dentro, la palabra también lo hace desde fuera, como institución social bajo cuyas normas – la gramática, la palabra de la ley, la palabra de Dios… – aprendemos lo que hay que pensar, desear, sentir, hacer y padecer. Pues bien: entre estas dos voces, la de dentro (familiar e íntima) y la de fuera (la del poder y sus leyes) tiene lugar la del maestro. La del maestro que, cuando lo es, es la palabra que comprende y libera.

A diferencia del habla afectuosa de la familia, del monólogo a menudo angustiado de la propia conciencia, de la confesión cómplice de los iguales, del parloteo de fondo de los medios, o del discurso imperativo de la norma, de Dios o de la ciencia, la palabra del verdadero maestro se muestra como un habla que comprende, es decir, un habla que ayuda a pensar, categorizar, humanizar, verificar y valorar reflexivamente las demás voces; y también, y por lo mismo, como un habla que nos libera en tanto nos permite comprender – y, por ello, controlar en lo posible –  todo lo que nos habita y nos rodea.

El habla comprensiva del maestro solo puede nacer del saber. El mejor profesor es el más sabio. Nada hay más simple e inapelable que esto. Contra la imagen –falsa y nociva– del docente como un técnico (un experto en didáctica, psicología, retórica...) el verdadero maestro es aquel que, por sus conocimientos y su bagaje humano despierta en el alumno las ganas de saber y de ser. Hagan memoria y verán como el maestro que más ha influido para bien en sus vidas no fue el más innovador, ni el que mejor “comunicaba”, ni el más simpático, sino aquél que más cosas apasionantes y verdaderas tenía para contarles y mostrarles, encarnadas en su voz y en su persona.

Para saber hay que vivir. Primum vivere, dice el dicho. Lo que no dice – y por eso el dicho es falso – es que la vida más vivida es la vida más pensada. Y la vida pensada es aquella que se deja traspasar por la palabra. Pensar es hablar y vivir por y desde dentro. Y educar hablar desde lo hablado, comunicar lo ya pensado y pensarlo – vivirlo – de nuevo otra vez.

Cualquier palabra vale más que mil imágenes, pues solo la palabra permite la reflexión (hablar de lo que habla). De otro lado, nada relevante o libre se hace o aprende sin pensarlo y hablarlo antes (que es lo más activo, con diferencia, que podemos llegar a hacer). La imagen y la mera praxis han sido siempre armas de seducción y alienación masivas, y solo en la palabra y el diálogo puede darse la argumentación, la refutación, la disrupción inteligente, la mayor ironía, la crítica, la libertad.      

Hay otra cosa que nunca he echado a faltar en los buenos profesores: el respeto a la palabra de sus alumnos; esto es, su disposición sincera a pedirles, ofrecerles y darles la razón y la voz a cada paso. ¿Habrá más elemental muestra de respeto hacia un ser racional – por joven que sea – que pedirle y darle razón de todo lo que conviene, o permitir que la inquiera y exprese él? Los buenos maestros, cuando animan a intervenir, te escuchan como si fueras a decir la palabra más importante del mundo. Y a veces, y solo por eso, empiezas a soñar con decirla de veras. Vaya con estas tan torpes mi homenaje a aquellos que me enseñaron a usarla, a hablar con razones y a discurrir por todos lados, por oscuros que parezcan, con esa pequeña luz que me ha hecho compañía hasta en la más oceánica de las incertidumbres. La palabra, sabia y libre, de mis maestros.
(Artículo publicado en la Revista Ex +, nº 1, de El Periódico Extremadura)



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