miércoles, 26 de abril de 2023

Pluralismo y amistad

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y El Periódico de España



Pese a lo cursi que parece a veces, creo que hay mucho de positivo en esa reivindicación de la alegría y lo común que exhiben algunas propuestas políticas. Ante la disgregación de los ya de por sí atomizados individuos en grupúsculos, parroquias, partidos, corrientes, sectores, mundos virtuales y algoritmos cerrados y opuestos, restaurar y revitalizar espacios de comunidad donde podamos encontrarnos, por diferentes que seamos y pensemos, comienza a ser imprescindible.

Antes que nada porque hay muchas y no gratas tareas que vamos a tener que afrontar juntos en un futuro inmediato. El mundo ha entrado en una fase acelerada de transición, vivimos al borde de una catástrofe climática sin precedentes, a expensas de un conflicto entre potencias sin un claro día después, momentáneamente a salvo de un tsunami energético y económico, y peligrosamente acostumbrados al debilitamiento crónico de nuestras democracias, carcomidas desde dentro por la polarización y la desarticulación social, y amenazadas desde fuera por autocracias orwellianas armadas hasta los dientes de demagogia y misiles.

Ahora bien, ¿cómo regenerar y fortalecer el espíritu comunitario, el compromiso cívico y la vida democrática para hacer frente a este horizonte incierto, evitando tentaciones totalitarias? No vendría mal reconocer, a este respecto, dos elementos que creo imprescindibles para entender y promover la vida en común: una asunción decidida de la pluralidad (ideológica, moral, cultural…) que nos caracteriza como sujetos, y un cultivo deliberado de la aristotélica virtud de la amistad como elemento aglutinador de aquella.

Diríamos que una comunidad está compuesta, como cualquier organismo, de partículas (de personas e ideas particulares) y de la fuerza que las mantiene unidas. La suma plural de particularidades es la materia del organismo comunitario, lo que lo dinamiza y le presta toda su potencia generadora; y la fuerza cordial de la amistad es la forma ideal de articularla sin suprimir u oscurecer la energía expansiva de dichas particularidades. A diferencia de una secta, un ejército o cualquier otra sociedad totalitaria, una comunidad humana libre (libre de fines que la instrumentalicen) no uniforma las diferencias, y mantiene unidos a los individuos sin obligarles, por ello, a dejar de ser y pensar como tales.

Definir esa amistad cívica, entendida como la sutil fuerza gravitatoria que mantiene unida a una comunidad libre, no es nada sencillo. Los filósofos clásicos dedicaron libros enteros a ello. A mí me gustaría añadir al análisis justo aquella virtud de la que hablaba al principio: la alegría; o mejor: la jovialidad. La jovialidad (esa «alegría apacible» que caracteriza a ciertas personas de naturaleza jupiterina, dice la RAE) es la manera de afrontar la pluralidad como alegría, incluso como diversión (entendiendo por diversión el placer con lo que diverge y nos hace aventurarnos en la esfera desprejuiciada de lo otro). Pero con una alegría lo suficientemente «apacible» como para que ese otro, lo divergente mismo, dé su necesario con-sentimiento a la diversión. Sin la simpatía fraterna que reina en la serenidad de lo jovial, es difícil vivir la pluralidad como fiesta y motivo de aprendizaje (en lugar de como pretexto para el exorcismo de los propios demonios).

Por demás, pluralidad y divergencia son, contra lo que suele creerse, el mejor caldo de cultivo de lo fraterno. Poco sentido tiene para los que no somos perfectos el hacer migas con los que son iguales a nosotros, y sí, y mucho, el hacerlo con quienes son diferentes, nos ponen a prueba y, al cabo, nos enseñan que el mundo es más ancho de lo que da a entender nuestro entrecejo. La alegría, la jovialidad consiste, tal como decíamos, en ese divertido encuentro con lo que nos saca de las casillas de nuestras más desesperadas seguridades.

La pluralidad amistosa y jovial requiere, por supuesto, de un aprendizaje, y tiene sus ritos y espacios. La cultura mediterránea sabe de ellos, y ha cultivado sistemáticamente la vida en la plaza, la discusión en el ágora o el foro, el banquete entre amigos, el diálogo como motor de la vida pública – en la filosofía, en la asamblea, en el teatro –, el viaje como experiencia de aprendizaje… Todavía pueden observarse tales ritos, con su cohorte de virtudes (la cortesía, la hospitalidad, la tolerancia, la ecuanimidad…) en algunos rincones de nuestra geografía, e incluso en olvidadas y humildes instituciones (los ateneos, las sociedades culturales, las peñas de amigos…). Nada que ver, en todo caso, con el mundo digital y el espectáculo de la polarización como expresión, ni siquiera de conflictos genuinamente humanos, sino de un mero mercadeo de datos. 

Urge, pues, recuperar ese jovial lazo filial capaz de mantener la comunidad al servicio de sí misma, librándola de su desmoronamiento definitivo, y sosteniéndola como el único recurso eficaz para salvarnos de la destrucción y la barbarie.

miércoles, 19 de abril de 2023

La meritocracia como opio del pueblo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigioso investigador español: «el mejor predictor del éxito profesional no es el rendimiento cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.

Es cierto que este reparto de roles tiene una relación colateral con las capacidades personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta desde pequeño de todo tipo de medios, oportunidades y experiencias conducentes a cierto rango de empleos y cargos, no desarrollara más que otros la capacidad para desempeñarlos con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?

Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien logra por sí mismo una determinada posición o capacidad, la respuesta solo puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulante y cosmopolita, en lugar de en otro mediocre o embrutecedor. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es que sacralizamos algo de cuya existencia cabe tan fundadamente sospechar? ¿Es la meritocracia una suerte de nueva teocracia  secularizada?

Pudiera ser: en cuanto a las desigualdades heredadas al menos, nuestra época no parece muy diferente de otras más teocráticas. Hace años, un estudio gubernamental demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos periodistas o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias) solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que representaban los estamentos privilegiados y la alta burguesía a finales de la Edad Media…

¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualdades que siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media esa desigualdad era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye casi por entero a los méritos y virtudes individuales.

De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsable fundamental de la misma. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made man», el privilegiado que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguineidad con gloriosos antepasados, sino (presuntamente) por su esfuerzo y talento individual. 

Esta moralización de las desigualdades puede entenderse, como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la polarización política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito frente a la humillación de los que se tienen por culpables de su postración), pero debe comprenderse también como un dispositivo cuasi perfecto para justificar el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que merece, la desigualdad parecerá ética y políticamente aceptable.

Un elemento no marginal de ese dispositivo ideológico es la conversión del mito del héroe desde el lenguaje y códigos de la sociedad estamental a los de la nueva sociedad liberal. En el primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente (matando dragones o mostrándose humilde y obediente), accede al universo de las élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario, etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrando las virtudes burguesas del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosamente hasta la cima del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella o del joven emprendedor que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo esto es puro cuento (los casos que refiere son estadísticamente irrelevantes), pero un cuento enormemente eficaz.

El otro ingrediente fundamental de este preparado ideológico es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrática y mendaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad de condiciones para aspirar y ganar la «excelencia académica» que tanto ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!), y que les capacitaría, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar exámenes, al club de los privilegiados (o al menos, diríamos kantianamente, al purgatorio de los que  «merecen» entrar en él) … Opio, en fin. Puro opio para el pueblo. 

miércoles, 12 de abril de 2023

¿Tiene la Inteligencia Artificial capacidad creativa?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Una vieja creencia tranquilizadora, frente al imparable avance de la Inteligencia Artificial (IA), era que esta podría imitar cada vez mejor ciertos procesos mentales de tipo lógico o mecánico (reconocimiento y procesamiento de información, cálculos deductivos, inferencias estadísticas…), pero que había otros que, por su carácter no estrictamente lógico, quedarían siempre fuera de su alcance. Entre estos procesos, presuntamente no lógicos, estaría el de la creatividad.

Ahora bien, decir que procesos como la creatividad están fuera de la esfera del entendimiento lógico es exagerado (¿cómo podríamos entender entonces lo que es?). De hecho, y pasando de puntillas por ciertos problemas filosóficos (como el de explicar el «milagro» mismo que supone crear algo «nuevo»), la creatividad se puede describir a un nivel básico como el simple proceso de transformación de una cosa dada en otra nueva y distinta; algo que, en rigor, puede hacer cualquier máquina, desde un ordenador a una máquina de hacer churros.

Otro asunto es que se quiera añadir a esta descripción la idea de intencionalidad, asumiendo que la acción de crear exige un sujeto (una conciencia) que decida y emprenda la acción creativa. Esta petición de principio es discutible (ha de suponer, por ejemplo, que cuando decimos que un paisaje «fue creado» por la actividad volcánica, o que las nubes «crean» caprichosas formas en el cielo, estamos usando el concepto de creación de modo impropio o poético), pero vamos a darla por buena. La pregunta sería ahora: ¿tienen las máquinas (por ejemplo, las máquinas de IA) algo parecido a una conciencia intencional desde la que «crear» cosas (dibujos, piezas musicales, discursos, etc.)?

Por supuesto, alguien podría empezar por argüir que algunos artistas crean cuadros, partituras o textos sin demasiada carga intencional. Muchos, por ejemplo, lo hacen por encargo (tal como los programas de IA, que generan un dibujo a partir de las órdenes que le damos), y otros presumen de crear de modo inconsciente, al azar o sin pensarlo demasiado (no pocos artistas y estetas han identificado la creatividad con la libertad, y a esta con ciertos estados de inconsciencia o acción espontánea o mecánica). Pero supongamos que, incluso en estos casos, el artista puede hacer que su conciencia recupere el mando en cualquier momento. ¿Puede hacer esto último una máquina?

Nuestra primera reacción es pensar que no. ¿Pero por qué no? Pensemos un momento en qué consiste la consciencia. Asumiendo que se trata de un asunto filosófico de primer orden, y despejando su problemática dimensión fenoménica (la conciencia es un fenómeno cuya existencia solo podemos certificar subjetivamente, por lo que no podemos demostrar que exista o deje de existir en otros seres, humanos o no), la consciencia es, básicamente, un proceso cognitivo por el que representamos y organizamos la vida mental en relación con una determinada perspectiva (la del sujeto o «yo»). En el caso de la consciencia humana, este proceso de organización de la vida mental se hace especialmente complejo gracias, además, a un lenguaje no menos sofisticado que permite «narrar» internamente (generándonos como sujeto de dicha narración) parte de nuestros procesos vitales, juzgarlos, y tomar decisiones para reconducirlos, dando origen, en ocasiones, a esas respuestas novedosas que llamamos «creaciones». 

Ahora bien, si es esto lo que es básicamente la conciencia, no creo que las máquinas anden muy lejos de tenerla. De hecho, hasta los mecanismos inteligentes más simples son ya capaces de representar sus propios estados internos, chequearlos y corregir errores sin nuestra intervención (piense en los ordenadores que regulan y rectifican el funcionamiento de cualquier automóvil moderno). ¿Pero podrían estos sistemas generar, además, respuestas novedosas o no inicialmente programadas? ¿Por qué no? De hecho, los programas de IA que generan imágenes a partir de palabras lo hacen a cada instante. Reparen, además, en cómo lo hacemos nosotros: dada cierta información ya registrada, le aplicamos mecanismos heurísticos que combinan esa información para producir, según criterios combinatorios o más aleatoriamente, propuestas nuevas cuya idoneidad evaluamos (si es el caso) en base a pronósticos y expectativas… ¿Cuál de estas tareas no está al alcance de un simple ordenador?

Obviamente, todo esto que hacen las máquinas lo hacen a partir de lo que le hemos enseñado; pero también nosotros hacemos todo lo que hacemos (empezando por pensar y tomar decisiones) en base a lo que nos han enseñado otros seres humanos.

Afirmar, pues, que las máquinas (los programas de IA, por ejemplo) son capaces de una cierta creatividad no parece descabellado. Otra cuestión, bien distinta, es si esa creatividad puede ser de naturaleza artística; un tema interesantísimo que merece ser tratado en otra ocasión.


miércoles, 5 de abril de 2023

¿De vuelta de qué?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Nunca he entendido a los que proclaman «estar de vuelta», no ya de todo (¡hay que ser necio para creer tal cosa!), sino tan siquiera de algo, por poco que sea. ¿Cómo es eso posible? Se está de vuelta de allí donde se ha ido. ¿Pero quién puede volver de qué? ¿Quién va, acaso, a alguna parte? «Todas las mañanas del mundo son un camino sin retorno», decía Pascal Quignard en su conocida novela (no se pierdan la película del mismo nombre – un clásico – de Alain Corneau).

De entre los que creen que van a algún sitio, hoy dos tipos fundamentales: los que creen que llegan y los que no. Ambos adoptan a menudo la pose del que está de vuelta; el primero como presuntuoso triunfador, el segundo como presunto fracasado.

Porque el fracaso no es una ilusión menor que la del éxito, ni el melancólico pesimista es menos pretencioso que el que se pavonea de su triunfo. De hecho, el pesimista exhibe siempre un pasmoso optimismo en lo que respecta a sus facultades cognoscitivas: cree saber a ciencia cierta lo miserable de todo, lo absurdo de la vida, la ausencia o imposibilidad de todo fin… ¿Habrá alguien más soberbio que el que pretende saber que en el mundo nada se puede saber, que todo es maldad o que la existencia no tiene sentido? ¿Habrá alguien más ciego que el que cree tener claro que nada es más claro que la nada? El pesimismo es una teoría pésima. Y la de perdedor, una pose a la que nuestra cultura (tan refinada como decadente) ha dado todo el pábulo posible.

El que está de vuelta, sea en formato triunfador o perdedor, suele ser, también, un crítico vitriólico y fatalista, para el que nadie está a su altura (ni a la de la cima que alcanzó ni a la de la sima de saber que no hay cima que valga). En nuestro país abunda ese espíritu destructivo consagrado a recordarnos que nada (salvo el propio ojo crítico) es perfecto. ¿Quién no conoce (o lleva dentro) a ese españolito furiosamente aficionado a señalar defectos, caricaturizar, rebajar humos, depreciar con sorna, y crucificar a todo aquel o aquello que amenace con sacarlo un solo segundo de sus incólumes casillas? En esta pasión hispánica por el zasca, el acoso y derribo, y el gozo de ver como todo lo que sube baja (¡no sea que llegue donde uno no llegó!), consumen su vida, y sus datos de acceso, ricos y pobres, nobles y plebeyos, izquierdas y derechas…

Los que están de vuelta sufren también del insufrible «síndrome del adulto sabio», consistente en creer que por ser uno más viejo es necesariamente más lúcido, y que, por esa razón, todos tenemos la obligación de escucharle, suelte la sandez que suelte, como si el mero hecho de pasar por este mundo implicase algún tipo de conocimiento excepcional, o como si la experiencia (como repiten algunos) fuese la madre de la ciencia, y no de, a lo sumo, una cierta y ramplona astucia práctica (cuando no de hábitos y mecanismos de defensa que aminoran la capacidad de aprender). La madre de la ciencia son la duda y la capacidad para mirar la realidad de una manera diferente; justo lo opuesto de lo que se auto atribuyen la mayoría de los adultos (y los que están de vuelta): el tener ya las ideas muy claras, y el no querer o poder ver las cosas más que a su manera (que, por descontado, es «la correcta»).    

El «síndrome del adulto sabio» es universal, aunque yo, por cercanía, lo detecto más en el cuerpo docente, en el que hay quienes están de vuelta absolutamente de todo: del glorioso pasado (donde se aprendía de verdad), del miserable presente (donde nadie aprende ya nada) y del molesto futuro (que les obliga a aprender como si no fueran los maestros que son). Ya saben: el tango de «ya nada es lo mismo», y no porque uno no comprenda nada (¡qué susto, tener que saber cosas nuevas!), sino porque todo (por supuesto) es peor… 

Frente a todo este estar de vuelta, no cabe más que la catarsis socrática; o dicho en plata, el cuidarse de escuchar y comprender de verdad (en lo que inevitablemente tiene de verdad) lo que afirma el otro, el que se nos opone, el que nos saca de quicio… Aprender es esto: desquiciarse, descolocarse, darse la vuelta, revolverse uno contra lo que cree que cree. Tal vez, y pese a ello, no se llegue a ningún sitio, pero, a diferencia del que cree que sí (y que incluso ya volvió), se tendrá más perspectiva, se pensará más lejos y, como poco (y no es poco), se será menos insoportable para los demás.

Siempre recuerdo, en fin, y contra esa cargante soberbia del «estar de vuelta», los mismos y sublimes versos de Luis Cernuda: «Cuando la muerte quiera / una verdad quitar de entre mis manos / las hallará vacías, como en la adolescencia /ardientes de deseo, tendidas hacia el aire»… No creo que se puede decir mejor.


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