lunes, 29 de marzo de 2021

¿Es la psicología de izquierdas?

 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Decía el otro día Íñigo Errejón que muchos españoles padecen ansiedad y síntomas depresivos, que usan demasiados psicofármacos, y que una sociedad así no funciona, por lo que hace falta un plan de salud mental. ¿Estamos de acuerdo? Sí y no: una cosa es denunciar (con toda justicia) la estigmatización de los trastornos psíquicos y la falta de psicólogos en el sistema de salud pública, y otra, muy distinta, sugerir que “la solución” a ese malestar social generalizado sea multiplicar el número de psicólogos por habitante.

Más acá de los enfermos mentales (que los hay y a los que tenemos la obligación de cuidar), el grueso de la población sufre de ansiedad y otros “trastornos” porque (pandemias aparte) vive en un mundo que naturaliza la precariedad laboral, deshace los lazos comunitarios, imbuye una creencia completamente errónea de lo que es el “éxito”, y desprecia la capacidad de la gente para pensar por sí misma. Y nada de esto lo puede resolver un psicólogo (aunque sí que puede empeorarlo).

Es cierto que esto de interpretar problemas de naturaleza social, ética o política como si fueran asuntos psicológicos o, en general, “científicos”, es parte de la bazofia ideológica habitual, y que, alimentada por ella, la gente mantiene una fe cada vez más ciega en los expertos como solucionadores de todo (desde los conflictos personales hasta las opciones políticas que conviene adoptar) ¡Pero que un político de izquierdas caiga también en eso!

Y miren que esta “psicologización” de la vida es tan clara que hasta impregna el habla común. Piensen en el lenguaje con el que piensan. ¿Han reparado que a las cosas buenas (personas, costumbres, relaciones) ya no las llamamos “buenas”, sino “sanas” (y a las malas o viciosas, “tóxicas” o “adictivas”), que el fin de la vida o la política ya no son la “virtud” o la “justicia” (palabras viejunas y malditas), sino el “bienestar emocional” o “social” de la población, que los alumnos que no soportan la disciplina escolar ya no son “rebeldes”, sino niños con “síndrome de atención dispersa e hiperactividad”? ¿Continúo? En un decreto educativo en vigor encuentro esta frase (entre mil parecidas): “la dimensión emocional de la salud es el manejo responsable de los sentimientos, pensamientos, y comportamientos…”. Esto es: la responsabilidad, la conciencia o el autodominio ya no son virtudes morales e intelectuales, sino un asunto de salud emocional, cosa de psicólogos vaya.

¿Cómo hemos caído en esta trampa? Y digo trampa porque las (un tanto crípticas) propiedades de la “salud emocional” (asertividad, resiliencia, autoeficacia, proactividad…) cuadran sospechosamente con el perfil moral que cabría esperar de individuos entusiastamente entregados a esa “realidad en perpetuo cambio” con que se designa eufemísticamente al mercado.

La explicación de esa “caída” es compleja. Además del bombardeo ideológico, psicologizar los problemas morales aporta ciertas ventajas aparentes. Una de ellas es que nos libera de cavilar. Como decía el no siempre saludablemente optimista Kant, la gente prefiere las soluciones (engañosamente) fáciles a pensar por sí misma. Al fin, ¿para qué educarnos y reflexionar acerca de qué sea la felicidad o cómo deba ser el amor o la justicia, si ya hay técnicos de la conducta, terapeutas de pareja o expertos en resolución de conflictos?

En segundo lugar, a más red asistencial menos necesidad de mantener vínculos comunitarios ¿A qué preocuparse de tener amigos con que charlar y debatir de nuestros problemas o nuestra visión del mundo, si podemos pagar o acudir a un “experto” que nos escuche y oriente? 

En tercer lugar, a más “patologización” menos responsabilidad. Si en lugar (por ejemplo) de tener un “problema moral” con el juego, lo que ocurre es que soy un “ludópata” – es decir, un enfermo – sobra emprender ningún análisis o decisión ética: basta con que me someta pacientemente al tratamiento indicado.

A una sociedad “terapeutizada” le corresponde, en fin, una ciudadanía irreflexiva, narcisista e irresponsable; algo que encaja también con un modo de producción no guiado por más inteligencia que la “emocional”, con las creencias cientifistas y relativistas en boga, y con un modelo educativo cada vez más enfocado a la formación tecno-científica y la hiper-especialización profesional.

Así que no, señor Errejón, no tiene que ir al médico; todo lo contrario: ha de reflexionar por sí mismo y darse cuenta de que lo más consecuente desde una posición de izquierdas no es exigir más psicoterapia para el pueblo, sino justo la contrario: una “despsicologización” urgente de la sociedad (la misma que reclama desde hace mucho la psicología más crítica), condición sine qua non para un verdadero empoderamiento – moral y político – de la ciudadanía.

 





sábado, 27 de marzo de 2021

Dogmatismo y cervezas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Cuando comencé la licenciatura, hace treinta años, la Facultad de Filosofía estaba aún repleta de profesores cercanos al OPUS, la Iglesia y/o más o menos afectos – algunos – al “antiguo régimen”, así que, rojo y ateo que era uno, acudía a sus clases con la escopeta dialéctica cargada y dispuesto a discutirles todo lo que pudiera. Para mí sorpresa, no solo se podía discutir con ellos, sino que incluso eran ellos los que, a veces, no dejaban pasar ni una sin razonarlo a conciencia.

Ya por de pronto, y lejos del autoritarismo que se les suponía, me sorprendió que aplicaran el mismo “soft power” pedagógico que los profesores más jóvenes y “de izquierdas” que yo admiraba. Así, tanto unos como otros minusvaloraban (retóricamente) la jerarquía entre docentes y alumnos, se mostraban cercanos y accesibles (“se enrollaban”, solíamos decir entonces) y declaraban, ante todo, estar abiertos siempre, y en todo, al diálogo. 

Y en esto del diálogo vino mí mayor pasmo. Resulta que aquellos profesores calificados (por la “intelligentsia” estudiantil) de “carcas”, teístas y dogmáticos, se prestaban a dialogar mucho más que aquellos otros que, pese a su apariencia “alternativa” o su furibundo nietzscheanismo, se mostraban menos dados a cuestionar sus propios prejuicios (que eran también los míos).

Las generalizaciones son odiosas, pero no puedo negar que, desde entonces (y hasta ahora), la mayor parte de las veces que he leído o tratado a pensadores tachados a priori de reaccionarios o dogmáticos (esencialistas, apóstoles del derecho natural, teístas jesuíticos, metafísicos olvidados…) he encontrado a tipos que demostraban un exquisito respeto por los argumentos en general (y por los del contrario en particular), amén de rigor y capacidad para asumir todo lo que significa pensar a fondo (con todas sus consecuencias) lo que creemos superficialmente pensar.

Sin embargo y al revés, con aquellos filósofos y colegas de la “izquierda intelectual”, y con los que comparto más afinidad ideológica, me resulta a veces imposible el diálogo. De entrada, no suelen aceptar hablar seriamente de todo: hay temas y perspectivas relevantes – están de moda, son de las “nuestras” – y otras que solo generan silencio o sonrisas displicentes. De otro lado, consideran los argumentos como “objetos sospechosos” (ocultadores de la realidad, tiranos de la experiencia, “falogocéntricos” dispositivos de poder…), aunque no por ello se priven de usarlos constantemente. Y, por último, muestran, a mi juicio, una profunda incapacidad para asumir (no digamos pensar o cuestionar) la parte más dogmática o axiomática de sus teorías.  

¿Por qué ocurre esto? Lo ignoro. Quizá un teísta o creyente no necesite agarrarse con tanta desesperación como un ateo a sus más mundanas creencias (con Dios como red de seguridad uno se atreve a discutir de todo). O tal vez sea ese injustificable complejo de superioridad moral y filosófica que sufre a menudo el intelectual de izquierdas, y que hace que conciba sus tesis como dogmas de fe.

El otro día – para muestra un botón –, en un seminario universitario repleto de profesores de lo más iconoclasta (aunque dedicados, todos, a la idolatría más posmoderna) se me ocurrió insinuar que tal vez no teníamos suficientes argumentos para sostener lo que se estaba sosteniendo de modo natural (es decir: porque está de moda y la tribu entera lo mantiene). Y tras la reacción de costumbre (silencio, sonrisas compasivas, incredulidad), uno de los profesores, el más dicharachero, no pudo resistirse: “¡Y qué coño – exclamó divertido –, esto también es cosa de fe!”. Solo le faltó proponer que compartiésemos unas birras.

Porque esa es otra: en el colmo de la desfachatez y la intolerancia disfrazada de buen rollo, es corriente entre mis colegas de la izquierda intelectual que se aborten las discusiones esenciales con una especie de repentina deflación cordial. Es lo de “esto se arregla con una cervecita”; lo cual viene a decir que la verdad importa un comino, que el diálogo es, en el fondo, banal y que, puestos a vivir en la noche en que todos los gatos son pardos, mejor es estar un poco más ciegos. 

Así que, ya ven, en esta comedia del mundo los dogmáticos son, a veces, los que más razonan, y los anti-dogmáticos los que – místicos sobrevenidos – aborrecen de todo lo que “imponga” esa satánica prostituta (Lutero dixit) que es la razón. Sobra decir que los peligrosos son, hoy, los segundos: te ahogan en cerveza (o en la escolástica que esté de moda) igual que los primeros, en sus buenos tiempos, lo hacían en el agua: para probar, igualmente, tu inocencia.

jueves, 25 de marzo de 2021

Sobre el poder, de Byung-Chul Han

 

Aquí tenéis uno de los maravillosos podcasts educativos creados por Cruces Aldea y en el que tengo el honor de participar. En este capítulo se trata de Epicuro y de una reflexión sobre el poder a partir de una frase de Byung-Chul Han.

jueves, 18 de marzo de 2021

Nadie escucha a nadie

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Ahora que todo el mundo escribe, publica y opina, ¿alguien tiene tiempo para leer o escuchar a los demás? Piensen en los miles de libros que aparecen cada mes, en los artículos que copan cada día los periódicos, en las toneladas de “papers” que publican eruditos y académicos, o en los millones de posts, comentarios, reflexiones, y mensajes que corren por las redes. ¿Cuánta gente haría falta para atender a tanto inspirado artista, esforzado investigador, lúcido intelectual o magnético influencer?

Que conste que celebro que cada vez más personas puedan expresar públicamente sus ideas. No me parece que tal cosa vaya a provocar ninguna “explosión espiritual” (como aquella que presagió Lorca para cuando acabara el hambre en el mundo – pues ni ha acabado el hambre, ni todos tienen la misma voz y poder en el mundo de los medios –), ni que cantidad y calidad no sean, como de costumbre, inversamente proporcionales. Pero, en cualquier caso, que tanta gente disponga hoy de ocio, educación y recursos para producir y publicar sus elucubraciones artísticas o intelectuales me parece un síntoma inequívoco de progreso (ojalá todos mis vecinos se enfrascaran los domingos en escribir novelas, en lugar de aburrirse con el taladro percutor). 

Ahora, insisto: ¿hay gente suficiente para atender a tanta mente creadora y encantada de reconocerse en lo que publica? No lo sé. Yo, por si acaso, implantaría el grado universitario de “espectador cualificado”. Y no es del todo broma. Cada vez valoro más el esfuerzo de escuchar o leer a alguien. Sobre todo ahora que la industria mediática exacerba la polarización ideológica entre sus clientes (como modo de sujetarlos entre sus redes) y la crispación y el ruido no dejan oír con nitidez ningún mensaje.

Escuchar a los demás nunca ha sido fácil. Además de trabas sociológicas y prejuicios ideológicos, concurren dificultades psicológicas. Los más jóvenes suelen andar demasiado pendientes de afirmarse a sí mismos, y los más viejos de confirmarse, de manera que, habitualmente, los primeros solo escuchan para identificarse atolondradamente con lo que oyen, y los segundos para que lo que oyen se identifique con lo que creen que piensan. Nadie, pues, escucha de verdad a nadie.

Escuchar, conocer y – eventualmente y en ese orden – respetar y amar a los demás, no es virtud espontánea, ni tiene que ver con las emociones, el género o las circunvalaciones cerebrales (cosas estas que se presuponen hoy como factores causales de casi todo), sino, fundamentalmente, con el interés y la habilidad intelectual para construir ideas e hipótesis (correctas) sobre las ideas e hipótesis de otros.

La tan cacareada empatía “solo” consiste, pues, en pararte pacientemente a comprender lo que dice (y lo que quiere decir) tu interlocutor, aventurándote a articular en tu cabeza lo que probablemente tenga él en la suya. Y para esto hacen falta dos cosas: el hábito de la reflexión (es decir, la capacidad para comprender de manera analítica y crítica las ideas con las que comprendes y comprenden los demás las cosas), y motivación suficiente.

Para lo primero es conveniente cultivar la competencia filosófica (con el ajedrez no basta). Para lo segundo, calculen: si se empeñan ustedes en comprender de veras a los demás, no solo crecerán en saber (¿hay algo más en lo que crecer una vez adulto?), sino que también estarán en condiciones de amar y dialogar, esto es: de descubrirse a sí mismos en lo que aparentemente no son. 

El infierno no son los otros (esos otros presunta y románticamente inconmensurables con nosotros), sino la ceguera idiota y narcisista de mirar mirándonos en ellos como en un espejo, cuando es romper y penetrar ese reflejo lo que, precisamente, hace posible la escucha. Quien escucha y comprende es quien posee íntima y radicalmente lo comprendido, más allá de reflejos y apariencias. ¿Y no es esta la condición y el fin del amor, el poder, y tantas otras cosas grandiosas y engrandecedoras?

Mis alumnos se escandalizan (como es debido) cuando les digo que (tal vez) solo se enamora uno del que es mejor, y que (sí que) hay (como sospechábamos) personas mejores (en lo mejor) que otras. ¿Y cuáles son esas personas? – me dicen –. Las más sabias – les digo –. ¿Y cómo sabemos que son las más sabias? – me replican –. Porque nos explican a nosotros mismos mejor de lo que nosotros somos capaces de hacer. Solo alguien así merece por completo nuestro amor, y solo alguien así está en condiciones de amarnos tal y como merecemos.

Por cierto, alguien así de amable y poderoso ya no tendría la más mínima necesidad de andar publicándose para nadie (como mucho, y si existiera, para Dios), por lo que sería todo oídos y palabras justas. Justo las que no tenemos los que, así, escribimos como envanecidos posesos.

 

 

 

martes, 9 de marzo de 2021

Pesimismo y democracia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

La idea moderna de Estado se fundó sobre la creencia de que los seres humanos somos, por definición, malos y egoístas. Una creencia (esta del “homo hominis lupus”) que no se deja corroborar por hechos (de hecho, sin la gran capacidad para cooperar que tenemos no estaríamos ahora aquí), pero que se sigue de una cierta concepción judeocristiana de la naturaleza culpable del hombre, algo de lo que no se libró en absoluto una modernidad que, en gran medida, es la hija secular del protestantismo.

Un buen ejemplo de este estado ideológico-religioso de cosas fue la institución, durante el siglo XVIII, de la democracia representativa en sus dos principales versiones: la norteamericana y la francesa, ambas salidas, en gran parte, de las cabezas de los filósofos (de Locke, la primera, y de Rousseau la segunda), y ambas empeñadas, pese a sus discrepancias, en mantener un pesimismo congénito con respecto a la condición humana en general – y a la del pueblo en particular –.

Muestra de este pesimismo recalcitrante es el reparto de funciones en la democracia liberal, en la que el pueblo reina (u ostenta la soberanía) pero no gobierna, sino que se limita a refrendar con su voto a las élites de notables (los partidos) que se turnan en el poder. Tras esta distribución de tareas está la presunción, no solo de la incapacidad del pueblo para gobernar, sino, más aún, del incorregible egoísmo de la mayoría, lo que no daría pie a más proyecto común que al de un “laissez faire” arbitrado por el Estado. Muchos siguen creyendo hoy que es esto, y no otra cosa, lo único que puede y debe ser la democracia: un simple marco legal en que dirimir (de forma más o menos equitativa) la inevitable lucha darwiniana por la existencia. 

De otra parte, en el modelo republicano de estado debido a Rousseau y la Revolución francesa, menos escéptico con las virtudes ciudadanas, e instituido en torno a la idea de un bien común (y no a la de un común egoísmo, como el estado liberal), el pesimismo se plasma en la creencia por parte de las élites precursoras (tan ilustradas y burguesas como las del modelo liberal) en la incapacidad del pueblo para tomar conciencia de sus intereses y ejercer directamente el poder. De ahí la necesidad de múltiples instituciones y procedimientos (doble cámara de representantes, tribunales superiores, listas cerradas…) destinados a ralentizar y filtrar la participación política, así como la insistencia en la instrucción del pueblo, una educación que se va a desarrollar antes como adiestramiento moral que como educación para el ejercicio autónomo de la ciudadanía.

Diríamos, por simplificar (seguramente en exceso), que la democracia moderna ha oscilado habitualmente entre un pesimismo de derechas y otro de izquierdas, elitistas y desconfiados los dos del ejercicio del poder por parte del pueblo (esto es: desconfiados del ejercicio mismo de la democracia). Para los primeros, los individuos serían tan irracional o apasionadamente codiciosos que al Estado solo le cabría arbitrar unas mínimas reglas de juego en la competencia entre unos y otros (cada uno con sus legítimos, aunque privadísimos intereses); para los segundos, el pueblo estaría siempre tan carente de ilustración que es el Estado el que tendría que hacerse cargo de él, sometiéndole (por su bien) a un sinfín de leyes restrictivas (hoy, hasta del lenguaje mismo) y a un férreo adiestramiento educativo en los valores naturalmente correctos (de la ciudadanía, la revolución, la patria…), para que nadie (salvo el Estado y sus ministros de la verdad y la cultura) pueda manipularlo; todo ello dirigido al logro (como rezan algunos decretos educativos actuales) de la “salud mental y física” de los ciudadanos – algo que no deja de recordar, vagamente, a los jacobinos comités de salud pública – .

Ahora bien, frente a estas dos expresiones de pesimismo y democracia elitista y alienante, con sus correspondientes dosis de violencia (la del mercado y la del Estado, la de los hechos y la de los dogmas), ¿por qué no recordar esa otra concepción optimista de la política, no entendida ya como mal necesario (con que reprimir o adiestrar nuestra viciosa y manipulable naturaleza), sino como actividad imprescindible para nuestro desarrollo como ciudadanos y personas (aspectos estos que la modernidad se ha empeñado erróneamente en separar)? Al fin, solo la política es capaz de someter a principios los hechos y de cuestionar, por principio, los dogmas. De hecho, solo somos malos y dogmáticos cuando no tenemos otros principios mejores a los que atenernos. Principios que, para ser nuestros, tendrían que ser pensados, elegidos y aplicados por nosotros mismos. Echémosle optimismo. Y democracia.

 

 

 

martes, 2 de marzo de 2021

Dar paso

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en la Revista Ex+ 


Me decía hace poco una joven e influyente amiga que aquellos que hoy frisamos los cincuenta somos, probablemente, la generación más afortunada de la historia de este país. Y a fe que tenía razón: gozamos, durante la infancia, de los prósperos años del desarrollismo franquista; disfrutamos, ya jóvenes, de las libertades recién conquistadas y de una educación superior casi gratuita; y accedimos relativamente pronto a empleos dignos y estables. Incluso de viejos, y a poco que nos descuidemos, podemos llegar a ser de los últimos en disfrutar de unas pensiones y unos servicios sociales propios de un país civilizado.

¿Qué más podríamos pedir? En rigor, nada. Lo que nos toca ahora es dar y pagar. Pagar, por ejemplo, la deuda con nuestros mayores, que lo dieron todo para que nosotros disfrutáramos de sus logros. Pero dar y pagar también por lo que dejamos a las generaciones más jóvenes: un mundo amenazado por el cambio climático, preñado de desigualdades cada vez más profundas, orwellianamente vigilado, y en el que disponer de una enseñanza o sanidad públicas de calidad, contar con un retiro digno, o poder encontrar trabajo y echar raíces, empiezan a parecernos privilegios a extinguir, en lugar de derechos conquistados tras siglos de lucha. 

Pienso en todo esto cada vez que oigo a mis jovencísimos alumnos soñar en voz alta con sus futuras carreras y todo lo que piensan hacer en una vida que imaginan, al menos, como la nuestra: en paz, libre, fiada a un trabajo estable (vocacional incluso) y protegida por el Estado. Para lograrlo, estudian como posesos, convencidos de que el “triunfo” es cuestión de trabajo y méritos, y se pertrechan con dosis incalculables de paciencia y esperanza, sin ser del todo conscientes, me temo, de lo que se les viene encima.

¿Estamos educando de forma adecuada a los jóvenes para afrontar un porvenir que se pinta, con razón, cada vez más oscuro? De momento, lo único que se nos ocurre es exigirles un frustrante sobreesfuerzo formativo (en absoluto acompañado de una oferta laboral equiparable), y una infinita capacidad de adaptación (“flexibilidad, resiliencia, dinamismo” se le llama en la jerga neoliberal) para aceptar con buen ánimo cualquier cosa que quiera depararles el mercado. Pero esto no es, ni mucho menos, justo o suficiente. Les debemos más, muchísimo más.

De entrada, y en el ámbito educativo, los más jóvenes necesitan una rigurosa formación crítica, por la que puedan tomar consciencia de la crisis civilizatoria que les acecha y de sus causas políticas e ideológicas. Quien no conoce el mundo, no puede cambiarlo. De nada les sirve a los jóvenes hincharse de conocimientos “técnicos” o instrumentales en un orden en el que los fines representan algo ajeno a su bienestar y sus posibilidades de futuro. 

En segundo lugar, los más adultos hemos de dar ejemplo de responsabilidad ante esta situación y exigir un reparto más equitativo de las oportunidades y los beneficios. El pacto intergeneracional – por el que los jóvenes aceptan el statu quo de sus mayores convencidos de heredar algún día sus privilegios – está hoy más que quebrado, y es claro que nos toca a nosotros repararlo.

Esto no quiere decir que los jóvenes no tengan nada que hacer en todo esto. Su compromiso activo es fundamental para cambiar las cosas. De hecho, y contra todos los tópicos, los estudios muestran que los jóvenes están cada vez más interesados en política (aunque no exactamente en la política tradicional). Y tiene sentido. No todo puede ser “resiliencia”: hacen falta también resistencia, capacidad especulativa para imaginar otro mundo, y movilización social para construirlo. Propuestas como un ingreso mínimo ciudadano, una regularización estricta de los empleos hoy precarios, o muchas más ayudas públicas para los que comienzan a abrirse camino (becas, alquileres públicos, medidas de apoyo a la natalidad) son solo unos tímidos primeros pasos. Pero hay que dar otros, mucho más radicales, sin los que el futuro se prevé insostenible.

Recuerdo un viejo cuento de Achille Campanile en el que se narra la fabulosa historia de un tipo que, recién muerto, es llevado al purgatorio para ser juzgado. Mientras aguarda al juez, va desgranando mentalmente sus pecados y la manera de justificarlos, incapaz de imaginar que quien va a juzgarle no es sino él mismo, pero con el alma, la franqueza, los escrúpulos morales y los ideales de su juventud. La moraleja es clara: seamos fieles a lo mejor que fuimos, y démosle paso encarnado en la vida de esos otros jóvenes, plenos de voluntad e ideas, que han de tomar, hoy, el timón de un mundo que es ya mucho más suyo que nuestro

lunes, 1 de marzo de 2021

Qué es educación para la ciudadanía

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


La educación ética y política es consustancial a la idea de democracia. En cuanto que en ella la soberanía o facultad de establecer la ley (es decir, de fijar, por norma, “lo que debe ser”) es ejercida por todos, la educación de todos en el discernimiento de lo que es debido o justo resulta fundamental. En ningún otro régimen político es necesario este tipo de educación, pues en ningún otro régimen político son los propios ciudadanos los que determinan las leyes.  

Enseñar a los ciudadanos a ejercer su soberanía es, pues, la prioridad educativa absoluta en una democracia que se tome en serio a sí misma (¿cómo no va a ser prioritaria la educación sobre cómo deben ser de prioritarias las cosas?). Si en otros regímenes se adiestra a los súbditos para la obediencia, en democracia hay que educarlos para el gobierno (de sí mismos y de lo común a todos). No hay principio democrático (libertad, igualdad…) que no dependa del logro de este propósito educativo. Sin esa educación no seríamos libres ni iguales, pues estaríamos sojuzgados, sin siquiera saberlo, por aquellos que han podido gozar de ella…  

¿Y en qué debe consistir la educación para determinar el “deber ser” de las leyes, esto es: para el ejercicio fundamental de la ciudadanía? La capacitación del juicio moral y político requiere, ante todo, del aprendizaje de aquellas habilidades reflexivas y crítico-racionales que (además de capacitarnos como ciudadanos y delimitar nuestra especificidad humana) pertenecen por derecho propio a la filosofía, es decir, al saber que inquiere racionalmente por el “deber ser” o esencia de todo (empezando por ella misma), sometiendo a crítica a aquello que no se ajusta a dicha norma o esencia.

Democracia, educación cívica y filosofía son, así y por principio, interdependientes. En las tres se trata de esclarecer reflexiva y dialécticamente el ámbito, siempre perfectible y sujeto a controversia, de lo normativo (solo democráticamente se dilucida lo que debe ser democrático, solo es educación aquella que educa para educarse, solo mediante la filosofía se puede juzgar tal o cual juicio o filosofía política o educativa...).

Desgraciadamente, a esta educación ético-política o, en general, filosófica, se la sustituye habitualmente por inútiles sucedáneos, tal como cursos de adoctrinamiento en valores democráticos, olvidando que la educación de un ciudadano (a diferencia del adiestramiento de un súbdito) consiste, fundamentalmente, en enseñarle a discriminar por sí mismo lo que es justo y bueno (lo “democráticamente valioso” no es previo, sino posterior a esa discriminación), y no en dictárselo o inculcárselo como a un ser incapaz de juicio.

Además, el discernimiento propio de “lo que debe ser”, y la prudencia para lograr que eso que debe ser sea, requieren del análisis previo de ideas y valores, del dominio de las herramientas lógicas y dialécticas con que juzgar y juzgar lo juzgado por otros, y de un interés bien fundado (en razones) por el bien común, que solo la filosofía en sentido amplio, y la ética y la filosofía política como disciplinas suyas, pueden proporcionar (ni la historia ni ninguna otra ciencia positiva se ocupa del “deber ser” – sino, a lo sumo, de esa estrecha parte del ser que son los hechos –).

Sin esta educación ético-política del juicio, la democracia no será más que teatro con el que disfrazar la imposición de los impulsos, deseos y prejuicios de la mayoría, o, mejor, los de aquellos (ignorantes, aun ricos y poderosos) que consiguen crispar, polarizar y manipular emocionalmente a la mayoría.

Con una genuina educación ética y política veríamos, por el contrario, cómo, a largo plazo, los ciudadanos asumirían con naturalidad (y no como una carga insoportable) el “coste” de informarse y reflexionar antes de emitir un juicio, voto u opinión pública, categorizarían y valorarían con pasmosa facilidad (como basura) la ingente cantidad de sobreinformación de la que viven medios y redes, y aprenderían a reducir en un elevadísimo tanto por ciento el plantel de opinadores, tertulianos y parlamentarios dignos de ser escuchados (bastaría con enseñarles a detectar diez o doce falacias argumentales básicas).

Ya ven que todo son ventajas. Aunque, pese a ello, verán también como nadie nos hace caso. A estas reflexiones suele imponérseles siempre, o bien una suerte de pesimismo antropológico (“la gente prefiere por naturaleza ser adoctrinada o manipulada a tomarse el trabajo de pensar y gobernarse por sí misma”) o/y bien la ignorancia de aquellos que, por carecer de un juicio bien educado, son incapaces de valorar la suprema importancia de educar el juicio.

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