Uno de los resultados de la participación en el II Congreso Internacional de Innovación Educativa, celebrado en 2021 de forma virtual, es la publicación de este artículo "Universalidad, crítica y ética: el encaje de la filosofía en un currículum competencial" en el libro Oportunidades y retos para la enseñanzas de las artes, la educación mediática y la ética en la era postdigital, coordinado por Elke Castro y editado por la Ed. Dykinson. Se puede descargar gratuitamente aquí.
viernes, 28 de enero de 2022
miércoles, 19 de enero de 2022
Ciencia sin conciencia
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Miedo y desinformación suelen ir de la mano. Cuanto menos
sabemos sobre una patología, un fenómeno de la naturaleza, un cambio por venir
o cualquier otra situación peligrosa, nueva o diferente, menos seguros nos
sentimos frente a ella y más se desboca la imaginación en torno a sus más
temibles consecuencias. Por el contrario, el conocer qué son y cómo se
comportan las cosas que nos atemorizan nos permite prever los riesgos que
supone afrontarlas y actuar con serenidad y valor.
Durante milenios, la mayoría de los seres humanos han
enfrentado la incertidumbre y el miedo a través de mitos y rituales que, de
forma irracional pero emotivamente efectiva, proporcionaban explicaciones e
ilusorios mecanismos de control (la oración, el sacrificio…) sobre desastres,
enfermedades y todo tipo de acontecimientos dañinos o peligrosos. Hoy, las narraciones
míticas y las prácticas mágico-rituales han sido sustituidas (en nuestra
cultura, al menos) por la ciencia y la técnica, de manera que el miedo a los
terremotos, las epidemias, la locura o mil cosas más ya no se apacigua rezando
o acudiendo al curandero o el exorcista, sino reconociendo la naturaleza sujeta
a explicación de tales fenómenos y consultando al sismólogo o al médico.
Ahora bien, con ser mucho lo ganado, hay algo que hemos
perdido en este tránsito de la religión a la ciencia. Es cierto que en la lucha
contra la ignorancia y el miedo la religión solo suele ofrecer explicaciones
dogmáticas e ingenuas (como los mitos) y técnicas de control ilusorias (ritos,
amuletos…), pero incluye principios morales (no siempre puestos en práctica,
desde luego) y una cierta visión articulada del mundo que alienta la
cooperación (aunque tampoco la garantice) más allá de nuestra esfera particular
de intereses. La ciencia, en cambio, proporciona explicaciones precisas e
instrumentos de control más eficaces, pero carece de propuestas éticas,
políticas o metafísicas que sirvan para guiar la vida de la gente. El precio a
pagar por su fidelidad a los hechos y por la precisión matemática con que los
conforma, es su incapacidad para tratar de cosas que, como los valores e ideas,
determinan las decisiones colectivas e individuales.
Sin embargo, esta incapacidad de la ciencia no es fácilmente
admisible por sus ideólogos más recalcitrantes (aunque, paradójicamente, si
suele serlo por los propios científicos). Fruto de este positivismo cientifista
(que cree que la ciencia podrá resolverlo todo) y del irracionalismo moderno
(que niega la capacidad de la razón para dilucidar objetivamente las cuestiones
éticas, políticas o metafísicas) es el desequilibrio entre el progreso
científico y el moral (o el más propiamente racional, que no excluye a los
valores o a las cuestiones existenciales del ámbito cognoscitivo). Así, cuatro
siglos de brillantes avances científicos no solo no han servido para resolver
los grandes problemas de la humanidad (la desigualdad, la precariedad, la
intolerancia, el egoísmo, la violencia…), sino que han ayudado a crear otros
nuevos y peores (las armas de destrucción masiva, el agotamiento de los
recursos, la crisis climática…).
Un ejemplo de esto lo encontramos en la reciente pandemia.
De un lado, la ciencia ha sido capaz de desarrollar a toda velocidad las
vacunas para controlar su propagación. Del otro, nuestra ceguera ética y una incapacidad
irresponsable para comprender globalmente los problemas han impedido una
política de distribución equitativa de la vacuna a nivel mundial (con el
consiguiente perjuicio para todos). Lo mismo cabría decir de la controversia
entre las medidas para proteger la salud pública y los derechos de la
ciudadanía, o sobre la falta de resolución en torno a la crisis climática. ¿Qué
nos importan realmente los progresos en genética, inteligencia artificial o
computación cuántica, si no somos capaces de compartir unos principios éticos y
una concepción global de la realidad y de nuestro papel en ella que generen
convicción y eviten, por ejemplo, el cataclismo climático o la lucha feroz y
suicida por acumular recursos?
La solución, en fin, a los problemas de los que depende
nuestra existencia (no digamos a la cuestión sobre la finalidad o el sentido de
esta) no está en la invocación al “I+D”. No es formación o desarrollo científico
lo que más falta nos hace. Lo que más necesitamos es superar el estado de
inopia de la ciudadanía, revertir el desinterés y la ignorancia sobre los
asuntos éticos, denunciar el pragmatismo político imperante, y acabar con la
desorientación generalizada acerca de nuestro papel y responsabilidad con
respecto a los demás y al entorno. Si no atendemos a todo esto nos quedaremos
con lo que tenemos, esto es: con una ciencia sin conciencia, regida por los
intereses cortoplacistas del mercado y la realpolitik de las grandes
potencias. Y honestamente: no se me ocurre nada más incierto, imprevisible y
pavoroso.
miércoles, 12 de enero de 2022
No circulen
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hasta hace poco, cuando la gente se desmandaba en la calle
la policía los devolvía al redil a la orden de «circulen». Ahora la consigna es
la contraria: «no circulen». Es decir: no abandonen su casa (pueden contagiarse),
no se desplacen sin necesidad (alteran y contaminan el medio) y, sobre todo, no
salgan a trabajar, consumir o relacionarse fuera (todo ello se puede hacer cada
vez mejor de forma telemática). El mensaje, según algunos agoreros, parece claro:
concéntrense ustedes en estar sanos, en construirse una placentera vida virtual
y en producir y consumir lo máximo posible y al mínimo coste para los dueños
del negocio. ¿Es esto exagerado?
Es cierto, por ejemplo, que el dejar de «circular» es la
medida más eficaz para contener el coronavirus y sus variantes. ¿Pero
entendemos las consecuencias (mentales, sociales, cívicas) de una restricción
indefinida de la movilidad? Si no queremos que la pandemia se cronifique, los
recursos sanitarios (medicamentos, vacunas, patentes) tienen que circular por
todo el mundo, lo mismo que la información y la educación de la ciudadanía, que
es la que en último término ha de determinar el grado de riesgo a asumir y las
medidas a adoptar. En todo caso, y agoreros aparte, nadie sabe a qué va a dar
lugar este proceso de atomización y ralentización de la vida, multiplicado por
la pandemia, y por el que nos estamos acostumbrando a que casi todo contacto con
el mundo (el trabajo, la educación, la asistencia médica, la relación con la
administración, la información, el consumo, los contactos personales…) sea
reducible a una interacción a través de medios y empresas que nos prestan,
sospechosamente gratis, sus servicios tecnológicos.
«No circulen» es también una de las consignas de la lucha contra
la crisis medioambiental. Se nos pide que no viajemos en avión, que evitemos usar
el coche (incluyendo el eléctrico, tan perjudicial para el medio ambiente,
dicen, como el térmico), y que obremos con sumo cuidado para no dejar huella en
un entorno gravemente afectado por la acción humana. Y está muy bien. Todo eso
es necesario. ¿Pero estamos seguros de que es correcto pedírselo en los mismos
términos a los que viven en ciudades y en zonas rurales, a quienes llevan
generaciones dilapidando recursos y a quienes no tienen nada…? Mitologías
arcádicas aparte, restringir la movilidad puede significar un empobrecimiento
relativo de la vida. Y es un sacrificio que hay que compensar y redistribuir.
La versión apoteósica del «no circulen» es, sin embargo, aquella
que nos impele, como si de un privilegio o derecho conquistado se tratara, a no
movernos de casa para trabajar (tal como no lo hacemos ya para consumir,
entretenernos o relacionarnos con otros). Así, tras la deslocalización de las
fábricas y los mercados, parece que les llegara el turno a los individuos (a su
deslocalización unos con respecto a otros y de todos con respecto a su mundo
social). Es como si el modelo de la producción y el comercio a distancia
(operativo a todas horas, sin fronteras, a mínimo coste y con enormes
beneficios no regulados) se aplicara ahora al propio trabajador (productor a
todas horas, sin horarios fijos, sin fronteras entre el espacio de trabajo y el
doméstico, y a un coste muchísimo más bajo). Por demás, el teletrabajador
no solo ahorra a empresas y estados el coste de oficinas, tiendas o edificios
públicos, sino sobre todo el riesgo de asociarse con otros más allá de los
vínculos efímeros (y vigilados) de las redes sociales. El fin de este proceso
es una suerte de operario (consumidor, contribuyente…) «perfecto», esto es:
solo, clavado en su silla y controlado por una prodigiosa máquina (su ordenador
personal) que ve, registra, almacena e intenta determinar de forma sistemática
cada una de sus decisiones. Orwell no lo hubiera podido imaginar mejor.
Dicen que vivimos en una modernidad líquida, en la
que todo se mueve y circula sin referencia alguna. Pero lo que se observa es lo
contrario: que las cosas cambian realmente muy poco, y que las referencias, en
el fondo, están muy claras. ¿Quién puede moverse hoy de su sino económico, su
nicho social, su burbuja política y mediática o, más genéricamente, de su metaverso
o mundo virtual particular? Muy pocos. O tan pocos como siempre. Casi se diría
que nada circula hoy salvo el capital, que lo hace por todo el mundo, libre
de tasas, sin regulación o control externo y con un perfecto y digitalizado
dominio mediático sobre miles de millones de trabajadores precarios, sufridos
contribuyentes y consumidores compulsivos. Es esta, dicen (decimos) los
agoreros, la situación más dulce posible para el ejercicio de un poder omnímodo
e invisible (condición lo uno de lo otro) que nos quiere quietos, como estáticos
galeotes ante sus pantallas, dedicados a reproducir su dinero y ensimismados en
la tarea de construirnos – con cierta ilusión de movilidad – una pseudovida
virtual que nos salve de la que llevamos.
jueves, 6 de enero de 2022
La filosofía en los medios
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿No les parece raro que cada vez haya más filósofos en la
tele o la radio? De unos años a esta parte, y más allá de la ficción (recuerden
la serie Merlí), no cesan de brotar programas que buscan en la filosofía un
punto de vista distinto y de más largo alcance. Ahí están el Taller de
Filosofía de Reyes Mate, el Pienso luego existo y la sección de
Maite Larrauri (luego Miquel Seguró) en TVE. O las colaboraciones de Ana
Carrasco y Juan Carlos Ruíz en la Cadena Ser, además de la serie de programas
que ha ido produciendo Radio Nacional de España (Pienso, luego estorbo, Filosofía
en el viaje, Gente despierta, o los Diálogos en la caverna
que dirigí yo mismo junto al filósofo Juan Antonio Negrete). Y todo ello sin
contar con los innumerables canales de YouTube, podcasts, blogs y webs de
divulgación filosófica que proliferan en las redes.
Parece que, contra los tópicos al uso, la filosofía comunica
y llega a la gente. Algo que tampoco resulta difícil de explicar. Al fin, la
filosofía trata de problemas que no pueden dejar indiferente a nadie (el
sentido y naturaleza de la realidad, la identidad humana, la muerte, la verdad,
la justicia, la bondad, la belleza…), e invita a tratarlos en un diálogo
abierto que compele a todos a pensar y a pronunciarse.
Y todo ello a pesar de que la filosofía es – como cualquier
otra ciencia – un saber bastante críptico. No por elitismo alguno, sino por
tratar de cosas que rozan los límites mismos del lenguaje y que obligan a veces
a forzarlo, a inventarlo incluso. De cualquier manera, y pese a ese carácter
críptico, la filosofía atrapa a mucha gente. Quizás por esa especie de
expectativa (y necesidad) de sentido que se despierta o reaviva al contacto con
ella. Mis alumnos, por ejemplo, no siempre entienden todo lo que se debate en
clase, pero entienden muy bien que hay ahí algo muy grande que entender, algo
sin lo que la vida parece menos consciente e interesante. Pasa igual con muchas
obras de filosofía: uno se engancha a ellas porque anticipa que en ese
intrincado bosque de ideas y palabras en que apenas puede uno orientarse, se
esconde una forma nueva y reveladora de comprender las cosas.
Por otro lado, la abundancia de filosofía en los medios de
comunicación tiene que ver, a mi juicio, con una cierta afinidad entre estos y
la filosofía. Antes de nada, porque la filosofía no es más que un afán
permanente por comunicar. A diferencia de la ciencia (que cuenta con datos,
hechos, fórmulas, métodos…) la filosofía, que todo lo discute (empezando por la
existencia de los hechos o la validez de los métodos), no tiene otra manera de
ponerse a prueba que la de someterlo todo a la forma común de los argumentos,
de la razón comunicada, del diálogo.
Además, la televisión, la radio y las redes, en su obsesión
por visibilizarlo y desmitificarlo todo (nada queda hoy a salvo de la cámara,
el comentario, el aforismo, el diálogo vehemente de tertulianos o internautas…),
constituyen un nicho extraordinario para la proliferación de la filosofía. La
completa secularización del mundo impuesta por la caverna mediática –
ese plató universal sin paredes, escenario, altar o tribuna, en torno al
cual vivimos todos y en el que nada es ya indiscutible o sagrado – deja a la
filosofía (igualmente desmitificadora, desveladora, polémica) como una
instancia familiar en la que buscar sentido y anclar las inquietudes más
trascendentes. Fíjense que hasta el político se representa hoy como un filósofo
en los medios, rodeado de ciudadanos con los que habla y dialoga en el mismo
plano horizontal – sin ángulos ni desniveles, todo transparencia y equidad
democrática – que simula el plató mediático.
Por supuesto que sobre esto también hay (¿cómo no?) la
correspondiente controversia filosófica. De un lado (y por remedar la vieja
distinción de Umberto Eco), los más “apocalípticos” afirman que la presencia de
filósofos en los medios es una payasada que contribuye a legitimar el
embrutecimiento de la ciudadanía y a demostrar que todo, incluyendo la actitud
radicalmente crítica que compete a lo filosófico, cabe en la programación
televisiva. Y de otro lado, los “integrados” que creen (creemos) que hay pocas
cosas más interesantes para un filósofo que los medios de comunicación.
Básicamente porque es en ellos donde se construyen hoy la representación del
mundo y la misma conciencia representante. Solo allí, en esa caverna audiovisual
cuyas imágenes y voces constituyen y suplen nuestra propia conciencia, es donde
tiene sentido situar el espejo (siempre a romper por la Alicia del
cuento – en griego “Alicia”, alétheia, significa “la verdad” –)
de la especulación filosófica.