Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Oí una vez que la función principal de
los espejos es dulcificar la percepción del tiempo. Si uno solo viera reflejado
su rostro ocasionalmente, en lugar de hacerlo cada día, se pegaría unos sustos
morrocotudos. ¿Quién diablos es ese tipo que me está mirando,
pensaríamos frente a la imagen repentina de nuestra vejez?
Algo similar nos pasa a los que
abandonamos hace mucho el lugar en que crecimos y volvemos a él de tarde en tarde.
Al no percibir los cambios de esa manera amable y gradual que presta la rutina,
la ciudad, barrio o pueblo al que retornamos nos parecen a veces lugares
desconocidos. Tanto, que podemos llegar a sentirnos como extranjeros
recorriendo las viejas calles familiares sin reconocer nada ni a nadie.
Esto es normal. Los lugares y las
generaciones se renuevan, y ni la vejez ni la melancólica sensación de ser el
rebalaje de un ola, sin reconocerte en la que viene, son cosas nuevas o
evitables. Pero hay algo extraño e inédito en todo esto. La extrañeza de la que
hablo ya no se produce al comprobar como los más jóvenes nos sustituyen,
llenando de savia nueva los lugares en los que crecimos (¡ojalá fuera eso!),
sino al salir a la calle y no ver más que el ir y venir de turistas anónimos,
ese reciente espécimen humano que, sin ser ciudadano, vecino, ni tener vínculo
generacional con nosotros, se ha convertido en el nuevo habitante de nuestros
pueblos y ciudades.
Fíjense que de un tiempo a esta parte, ni
tan rápido como para que nos alarmemos, ni tan lento como para que nos hagamos
a la idea, los centros de nuestras históricas y hermosas localidades han
cambiado la vida de sus calles, la alegre familiaridad de sus tabernas, el
recuento vecinal de las plazas, y el tiempo meloso y lento de novios, niños,
ancianos y pandillas, por el vagabundeo frenético de visitantes macilentos, o
forzadamente entusiastas, ejercitando el cansadísimo oficio de hacer turismo;
ese simulacro de aventura consistente en fotografiar monumentos, comprar
souvenirs, estragarse en restoranes, consumir espectáculos y volver agotado el
hotel tras completar el circuito completo.
Y hay que recalcar que se trata de turistas, no de viajeros o visitantes con los que quepa confraternizar y hacer vida en común. El viajero o visitante se integra allí donde va; el turista se limita a cumplir con el programa, sin necesidad ni tiempo de conocer nada, ni más relación social que la que tiene con sus proveedores de información, entretenimiento y baratijas. Los viajeros habitan el lugar y nos dejan el poso de sus vidas y, a veces, de su obra; el turista, ocupante fugaz de casas y calles, carne de franquicia y espectáculo a granel, es pieza intercambiable de un engranaje industrial que los expulsa, exprime y retira cada fin de semana, sustituyéndolos por otros idénticos a los que se fueron.
Miren, si no, como van convirtiendo los
centros históricos de Barcelona, Madrid, Sevilla, Cádiz, Granada, Cáceres,
Mérida, o los pueblos más bonitos de la Vera o el Jerte (por no hablar de comunidades
enteras, como Baleares o Canarias) en inmensos parques temáticos plagados de
pisos turísticos y habitantes de opereta en los que, definitivamente, nadie
conoce ya a nadie, y en los que, por cierto, cada vez será más frecuente pagar por simplemente dar un paseo, como pretenden hacer en la Plaza de España de Sevilla.
No sé a ustedes, pero a mí me parece
vivir en un mundo de gente cada vez más profundamente desarraigada (antes que
nada de sí misma). Un ejército de muertos de aburrimiento que van y vienen sin
cruzarse ni dejar huella en ningún sitio, ni fuera ni dentro de sí, limitándose
a acumular simulacros de vitalidad de los que al cabo de un mes se acordarán
tan poco como de la penúltima película que vieron en Netflix.
Y no es esto una simple expresión de «turismofobia»
(esa razonable manía que le tiene la gente a la especulación urbanística, la
imposibilidad de descansar o la locura de levantar casinos o campos de golf en
mitad de una dehesa), sino de algo más profundo: de la constatación de la
enorme impostura en que, sin un espejo o reflexión que la delate, nos vamos
sumiendo todos. La distopia de un mundo en que nadie parece estar ni en sí
mismo ni en ningún sitio, y donde todos, obligados a simular una vitalidad que
no tenemos, nos empeñamos en movemos aparatosamente de aquí para allá para que
nada (salvo esa inmensa nadería que es el dinero) se mueva realmente hacía
ningún lado.
Frente a este cosmopolitismo de cartón piedra que es el turismo, y su cultura de folleto satinado, siempre acabo por recordar a sir James Frazer, y lo que disfruté viajando por las páginas de La Rama dorada. En esta obra suya, que se convirtió en un hito de la antropología cultural, describía e interpretaba, con todo lujo de detalles, una incalculable y fascinante cantidad de ritos, mitos, relatos y costumbres de todos los lugares de la Tierra. Y todo ello sin apenas salir de la de la biblioteca de su universidad. Yo no creo que haya un solo turista, por vueltas, selfis y destinos exóticos que se haya marcado, que tenga, ni por asomo, más mundo que el que tuvo sir James.