jueves, 28 de enero de 2021

¿Nacionalizar Twitter?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Que hayan sido los ejecutivos de Twitter los primeros en juzgar y castigar al presidente del país más poderoso del mundo, eliminando su cuenta en la red social y condenándole al ostracismo, da mucho que pensar. El propio director y fundador de la empresa, Jack Dorsey, ha calificado de peligroso el poder que corporaciones como la suya mantienen sobre la “conversación pública global”, algo que suena un tanto irónico si asumimos el control que las grandes plataformas tecnológicas (Microsoft, Google, Apple, Amazon, Twitter, etc.) tienen ya sobre la práctica totalidad de nuestras vidas.

A nadie debería escapársele que estas compañías son hoy el soporte estructural de la economía, la política, y la vida social y cultural, en prácticamente todo el mundo. No hay mediación simbólica, acción gubernamental, trámite administrativo o proceso social (trabajo, información, educación, consumo, ocio, interacción privada) que no se genere o circule, hoy, a través de los entornos y códigos digitales que tales compañías proporcionan. Todo depende hoy absolutamente de ellas, pero, fuera de ciertos cenáculos intelectuales, nadie parece alarmase especialmente por esto.

¿Qué explica este grado de conformidad? Una respuesta parcial es que los mismos movimientos de resistencia, por nimios que sean, están mediados por las propias plataformas tecnológicas. De hecho, no solo permitimos que estas gestionen con naturalidad la mayoría de nuestros actos privados, sino también todo flujo de información y contrainformación, opinión o acción política. No es solo Donald Trump el que gobierna hoy a través de Twitter: lo hace todo personaje, partido, grupo o institución con pretensiones de conservar o alcanzar el poder. Y de esto no están excluidos los elementos más revolucionarios, disruptivos o “antisistema”. Todos caben en el logaritmo de las redes y los buscadores; todos pagan su cuota de cesión de datos, y todos reciben la publicidad y el valor de capitalización correspondiente por parte de la oligarquía digital al mando.

De la abducción de lo político por los viejos medios de comunicación de masas, algo que tanta controversia generó en el siglo pasado, se ha pasado, pues, y en apenas cuarenta años, a la sustitución de lo real mismo (no solo lo político, también lo económico, lo social y lo cultural) por una red de entornos virtuales creados y controlados por un puñado de empresas tecnológicas. Las nuevas calles, plazas, negocios, escuelas, servicios, locales de ocio, asociaciones o instituciones, se encuentran, hoy, en esa red, y son sostenidas y controladas (cuando no directamente gestionadas) por emporios privados como los de Jack Dorsey. No solo se trata, pues, del poder de callar a discreción a la gente (al mismo presidente de los EE.UU., sin ir más lejos), sino de más, de muchísimo más.

¿Qué se puede y debe hacer frente a esta casi perfecta y descomunal confusión entre el interés común y privado? No es, desde luego, cuestión de nacionalizar Twitter o de intervenir a las compañías tecnológicas. Por peligroso que sea dejar a ciertas empresas el control del escenario global en el que vivimos, poco ganamos aquí con dar esa potestad en exclusiva al Estado. Es cierto que es en el mismo mundo virtual en que debatimos, comerciamos, nos informamos, educamos o entretenemos hoy, donde debemos reconstituir el espacio público robado, pero esta tarea debe estar fundamentalmente en manos de la ciudadanía. Si algo tienen de bueno las redes es la capacidad de habilitar una sociedad civil que, con solo una porción del inmenso poder de gestión y control que poseen las plataformas tecnológicas, podría tener mucha más relevancia social y política de la que haya podido tener nunca.

¿Cómo propiciar esta estructura civil? No es sencillo, pero a la vez es imprescindible, si es que no queremos que nuestros estados democráticos se conviertan en poco más que departamentos internos de las grandes corporaciones tecnológicas. Prestar regulación legal, formación y recursos básicos con objeto de facilitar el acceso generalizado a conexiones de calidad, promover el uso social de códigos de software libre o constituir plataformas (de gestión, educación, deliberación o participación ciudadana) de naturaleza no privada sería, todo ello, un buen comienzo. Desarrollar, a partir de ahí, un entramado digital de entornos estrictamente públicos (como son todavía nuestras calles, plazas o edificios estatales), eficaces y atractivos, democráticamente autorregulados, y libres de manipulación gubernamental, sería un reto aún mayor. Aunque el primer paso tenemos que darlo, insisto, los ciudadanos; como mínimo, para que ni Twitter ni nadie puedan cerrarnos la boca.

miércoles, 20 de enero de 2021

El Pueblo en el Capitolio

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Se repite por doquier la versión más ramplona de lo ocurrido en el Capitolio de Washington. A saber: que hordas de fanáticos (locos conspiranoicos y neofascistas) manipulados por el (no menos perturbado) presidente Trump, ocuparon el interior del Capitolio con la intención de dar un golpe de mano y obligar a revertir el resultado de las elecciones. Increíble cómo llega a calar un mensaje tan simple (al mismo nivel, de hecho, de los que alientan a la “turba trumpista”) hasta en los medios y personas más sofisticadas.

¿Tan incorrecto es contarlo de otro modo? Por ejemplo: el pasado día 6, miles de ciudadanos, convencidos de la existencia de un fraude electoral generalizado, acudieron a la capital federal a presionar a sus representantes y apoyar a su líder político. Una vez allí realizaron una marcha de protesta hacia el Capitolio, en dónde, muchos de ellos, burlando a la policía, lograron penetrar en el edificio provocando graves disturbios (murieron cinco personas) antes de que la revuelta se disolviera y la gente se marchara a su casa.

¿Notan la diferencia? Por ejemplo: ¿quiénes eran – y a quiénes representaban – esos manifestantes? ¿Son todos los ciudadanos que votaron a Trump (casi 74 millones) una turba de locos supremacistas? Si es así, el país está perdido. Pero es obvio que no es así. Por poco que nos guste, gran parte del pueblo norteamericano (casi la mitad de los electores) apoya claramente a Trump. Y la mayoría no son neofascistas, sino demócratas, moralmente conservadores, convencidos de que la democracia está corrompida por las élites.

¿Que están todos engañados por la demagogia populista de Trump y su camarilla? Seguro. Pero esa idea no es democráticamente pertinente. Defender la soberanía popular no casa con la presunción de que la mitad de la ciudadanía es estúpida y manipulable. O una cosa o la otra. Considerar al Pueblo como la quintaesencia de la legitimidad democrática (cuando apoya nuestras ideas) y, a la vez, como un influenciable atajo de críos (cuando no las apoya), no es coherente (ni democrático).

¿Que no hay pruebas objetivas de fraude electoral? Eso es. Pero la objetividad es siempre un problema en democracia. Si millones de votantes están convencidos de que hubo fraude, y de que todo el sistema conspira para ocultarlo, están en su derecho, no solo de expresar su descontento, sino de promover una insurrección. El derecho del pueblo (y hasta del individuo) a romper con el derecho instituido cuando lo considera irreparablemente injusto es uno de los fundamentos de la democracia liberal, y, quizá, el elemento análogo, en el gobernado, a lo que representa el estado de excepción en el gobernante.

Dicho esto, ¿cómo puede resolverse democráticamente una crisis como esta? Primero, y menos importante (y eficaz): hacer valer el estado de derecho; la ley ha de caer con la contundencia debida sobre las cabezas de los rebeldes, empezando por el presidente (el derecho político a la rebelión tiene – obviamente – su contrapeso en el derecho jurídico a castigar al rebelde que fracasa). Lo segundo, y más importante (y eficaz): restaurar la confianza en el sistema en todos los millones de estadounidenses que han dejado de confiar en él.

Restaurar la confianza y la concordia es una tarea larga y complicada. Y lo último que se debe hacer para lograrlo es censurar las ideas del otro. Aunque las empresas de comunicación (Twitter, Facebook, etc.) tienen todo el derecho del mundo a censurar (de forma muy oportunista en el caso de Trump, de quien se han servido durante años) a quién quieran – para ello son medios privados y tienen la “línea editorial” que les apetece –, el Estado, sin embargo, no. En un Estado democrático no caben “ministerios de la verdad”, sino asegurar que cada ciudadano o grupo proponga el mensaje que le parezca oportuno para que los demás lo valoren libremente. Las “leyes mordaza” (y sus sucedáneos biempensantes, como las leyes contra la “incitación a la violencia y al odio”) conciben a los ciudadanos como menores de edad y promueven un peligroso precedente de control de la opinión pública (¿por qué no malinterpretar y censurar ese mismo artículo, por ejemplo, por ser “demasiado tolerante” con la violencia popular?).

¿Pueden minimizarse, en fin, los riesgos de la libertad sin acabar con ella? Por supuesto. Basta con disponer de una ciudadanía políticamente madura inmune a los demagogos. ¿Que cómo se logra todo esto? Con una sólida educación (ética y crítica) de los ciudadanos. ¿Y estamos en ello? No, en absoluto. Más bien todo lo contrario. ¿Entonces? Entonces es probable que la casi carnavalesca “toma del capitolio” del otro día (con sus armas y sus muertos a balazos – lo habitual en U.S.A –) no sea más que una tímida premonición de lo que está por venir.  

 

lunes, 11 de enero de 2021

Estar contento

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Ahora que andamos con los propósitos de año nuevo, recuerdo aquello que me decía un talentoso profesor de ética en la Universidad. ¿Quieres saber cuál es el secreto de una vida feliz? – me preguntó un día mientras charlábamos después de clase –. Claro – le dije yo, esperando una prolija y sesuda explicación –. Pues el secreto – dijo – no reside más que en estar contento. 

Aquel profesor no solía hablar en vano. Era tan bueno como exigente con sus alumnos (paradójicamente, no se contentaba con poco a la hora de evaluarnos). Así que me quedé pensando: no podía contentarme con esa respuesta tan simple.

¿Qué es eso de “estar contento”? No es solo conformarse con lo que hay, pues la expresión también denota alegría. El que está “contento” reprime o relega sus deseos (de otra cosa) pero, por raro que parezca, en ese estado de contención encuentra una suerte de alegre plenitud.

La contención de los deseos es una de las dos formas tradicionales de concebir la felicidad. La otra es la de desatarlos. La primera fórmula, haciendo una burda simplificación, es la que típicamente se atribuye a la teosofía oriental, y la segunda es la que, a grandes rasgos, nos define a los occidentales.

La concepción “occidental” de la felicidad es, desde luego, más ambigua y mestiza de lo que acabamos de decir (tal como la oriental, a poco que se profundice). Por ejemplo: si desde nuestra raíz más puramente griega la felicidad se entiende (no sin matices) en el marco de una moral inconformista dirigida al logro de metas y deseos, desde nuestra raíz más oriental o semítica esa ambición incontinente se entiende como el mal supremo. Esta ambigüedad aparece ilustrada, por cierto, en dos de los mitos mayores de nuestra civilización: el mito de la caverna platónico y el mito hebreo del Génesis. Así, si, según el mito platónico, hemos de abandonar la inocencia originaria – entendida como un estado de imperfección – para iniciar un inacabable periplo guiado por el eros (deseo) de todo lo bello, bueno y verdadero, lo debido, en el mito bíblico, es justo lo contrario: contentarnos con ese estado inicial (y edénico) que es la inocencia y reprimir la ambición (sobre todo la de saber y “ser como dioses”), so pena de incurrir en el peor de los pecados. ¿Qué hacer entonces?

Entregado al deseo, la situación del ser humano es trágica. Su afán de infinito se troca en un infinito afán siempre imposible de satisfacer; algo que no le ocurre ni a los animales ni a los dioses (los animales porque no saben todo lo que les falta, y los dioses porque saben que todo lo tienen); solo el ser humano tiene una noción del todo, siendo tan solo una parte y, por eso, no se conforma con nada. Una misteriosa intuición de lo perfecto que, lógicamente, no tiene nada que ver con este mundo, le impide contentarse con él. “Neti neti” (no es esto, no es aquello) repiten sistemáticamente los brahmanes hindúes ante cualquier intento de dar forma a lo divino. Nada es ni será nunca tan perfecto como soñamos.

Frente a este estado de frustración crónica que da el vivir a tenor de los deseos, el modelo moral oriental recomienda la contención, el “estar contento”. Esta concepción “zen” de la felicidad choca, sin embargo, con varios problemas. El principal es que niega nuestra entidad individual. Todo lo que particularmente somos (conciencia, historia, proyecto) y lo que asociamos a la vida (el movimiento, el amor a lo que nos falta, el anhelo de perfección, el deseo de “dejar huella”) son cosas ligadas al deseo. Si lo sustituimos por una serena y estática aceptación de “lo que es”, toda nuestra individualidad se desvela como vana – se desvanece –.  

¿Qué hacer, entonces, para vivir como debemos y ser felices? ¿Eclipsarnos humildemente para dejar que sea lo que, sin distinción ni tiempo, es? ¿O intentar brillar, soberbios, en el empeño de realizar todo lo que particular y temporalmente podemos llegar a ser? ¿Callar o hablar? ¿Negarnos – para serlo todo –, o afirmarnos y tomar distancia – para pensarlo –? ¿La confianza o la duda? ¿Perdernos (o salvarnos) en Dios, o perdernos (o salvarnos) de él? 

Claro que también cabe un cierto término medio: podemos contentarnos y aceptar esa incontinencia que trágicamente nos define, o, también, entender la continencia como un horizonte imposible pero eterna e incontinentemente deseado. Un horizonte que, al menos – y como aquella zanahoria del burro – nos haga sentir que vamos hacia algún lado, aunque, al fondo y en el infinito, todo sea siempre y en cada parte lo mismo. Menos es nada.

 

 

lunes, 4 de enero de 2021

San José Valdeflórez

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


San José Valdeflórez tiene nombre de cuento de Juan Rulfo. De pueblo levantado al furor expoliador de alguna compañía bananera, como aquella United Fruit Company que inmortalizara García Márquez en Cien años de soledad.

En San José Valdeflórez, a la sombra de la montaña que corona Cáceres, se pretende abrir un complejo minero, grande como una ciudad, a ochocientos metros de otra. Tan increíble como cierto. Es como si en lugar de Cáceres habláramos de la prodigiosa Macondo.

Sostienen mis amigos más enterados que la mina, se pongan los paisanos como se pongan, es ya prácticamente un hecho. La compañía australiana que lidera la empresa (la Infinity Lithium Corporation) amaga con lo mismo: sea por las buenas, sea a golpes en las mesas de la Comisión Europea, los despachos de Madrid o los tribunales competentes, el litio de Cáceres es suyo.

¿Y cómo es que algo tan arriesgado y novedoso como abrir un complejo minero a cielo abierto al lado de una ciudad les parece algo tan claro a algunos? ¿Será por los grandes beneficios que el proyecto promete a los extremeños? Lo dudo. A Vincent Ledoux, uno de los ejecutivos de la empresa, se le escapó, tiempo ha, que entre lo mejor de la mina estaba su cercanía a la carretera de Madrid; y al siempre informado Enric Julia le parecía – escribía hace meses – que el litio extremeño (que también daba por seguro) estaba pidiendo a gritos una gran fábrica de baterías en Barcelona. En cualquier caso, lo único cierto (promesas aparte y de momento) es que ninguno de los grandes proyectos industriales relacionados con la transformación de este mineral va a situarse siquiera en España.

Ahora bien, si no es por el desarrollo industrial, ¿a qué viene esto de construir un complejo minero alrededor de Cáceres, sacrificando una ciudad que vive de vender cultura, historia, sosiego, y un entorno natural aún bien conservado? ¿Será, acaso, por el empleo? Tampoco. La empresa prometió 195 puestos de trabajo y 25 años de actividad (luego, conforme a su estrategia de comunicación, las cifras han ido creciendo). ¿Pero cuántos de esos empleos serán para los cacereños y cuántos para obreros cualificados de la propia empresa? ¿Y cuántos se perderán, a cambio de los de la mina, cuándo, en lugar de “Cáceres, patrimonio de la Humanidad”, el eslogan para los turistas sea “Cáceres, la (segunda) capital europea del hidróxido de litio”? ¿Tienen ustedes esto claro?

Seguimos: si no es ni por el desarrollo industrial ni por el empleo, ¿por qué va a ser, entonces, tan imperioso abrir un complejo minero a dos mil metros del casco antiguo? ¿Será para luchar contra el cambio climático? Bueno: si fabricar millones de coches eléctricos fuera una solución, la cosa merecería pensarse. ¿Pero es una solución? ¿No será más bien una huida hacia adelante (amén de un gigantesco negocio para algunos)? ¡Lástima, por cierto, que no se haya encontrado litio en otras ciudades, para así darles también la oportunidad de sumarse a la “economía verde”! ¿Se imaginan a la Infinity Lithium presionando y ofreciendo las mismas baratijas a parisinos o madrileños para abrir una mina a dos mil metros de La Cibeles o la Torre Eiffel? Yo tampoco.

Acabamos. Si está claro que no hay nada claro, ¿cómo es que es tan seguro que la mina se vaya a hacer? ¿No se lo huelen ya? ¿Un gran yacimiento de litio en un lugar barato, pobre, medioambientalmente limpio, semidespoblado, y relativamente próximo a las factorías del norte de Europa? El negocio es de tal magnitud que es… innegociable.

Ante esta perspectiva, mucho van a tener que pelear el municipio y los vecinos de Cáceres. Más aún cuando la empresa (que ya vende acciones a tiro hecho) se ha asegurado el apoyo financiero de la UE, que acaba de incluir al litio en su lista de materiales críticos para el desarrollo. Parece que las nubes de polvo, los ruidos, el tráfico pesado, las montañas de escombros, o el uso masivo de químicos y de millones de litros de agua, son solo un pequeño precio a pagar por los cacereños para cuidar de los intereses de la industria automotriz europea.

Al menos, digo yo, alguien sacará una buena novela de todo esto. Una novela al estilo de las de Rulfo o García Márquez. Me la imagino: el gobierno sedado por una inyección de promesas y calderilla fiscal, la gente obnubilada por los anuncios publicitarios, y los ingenieros de la Infinity Lithium Corporation penetrando al fin, a lomo de sus máquinas, en San José Valdeflórez. Eso, y los consiguientes e inevitables cien años de soledad para sus vecinos. Puro surrealismo, que diría Garicano.

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