miércoles, 31 de mayo de 2023

¿Qué es el «antisanchismo»?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

¿Alguien sabe de veras lo que ocurrió el pasado domingo? Yo al menos no. Decir que el giro repentino de tornas se debe a un cambio de ciclo político o a un tsunami mundial, como si se tratara de un cambio de estación o de un movimiento sísmico, no convence. La política no puede ser algo tan irracional.

En estas elecciones han ocurrido cosas que merecerían un examen más detallado. Los cuatrocientos mil votos de desgaste eran de prever. El ruidoso suicidio de Unidas Podemos igual. Lo de los dos millones de votos transferidos de Ciudadanos al PP iba de suyo. Pero la debacle de todas las fuerzas de izquierda (menos Bildu), o la popularización del «antisanchismo» más allá de la demagogia mediática y los sectores radicalizados por ella, es digno de estudio.

¿De verdad cree media España que Sánchez es un peligroso golpista con un «plan oculto de mutación constitucional» (sic), como se dice en las raves de la plaza de Colón? No lo creo. La inmensa mayoría de mis vecinos no son evangelistas como los de Bolsonaro, ni miembros de la secta de QAnon (a lo sumo queda algún que otro antivacunas), ni tomarían al asalto el Congreso disfrazados de toreros en caso de que Feijoo perdiera las elecciones (y Ayuso no perdiera un segundo en denunciar el pucherazo) …

¿Cuáles son, entonces, las razones objetivas de esta inquina «antisánchez»? ¿Por qué despierta un rechazo tan tajante un gobierno que ni en economía ni en otras cuestiones sustanciales ha cometido errores de bulto?... Se ha contenido la inflación (mejor que en los países de nuestro entorno), ha bajado el paro, se ha evitado una recesión (como la que azota Alemania), se ha gestionado una pandemia (ni mejor ni peor que en otros lugares), se han aprobado todo tipo de ayudas y leyes de cariz social (reforma laboral, pensiones, subida del salario mínimo, vivienda…) ¿Entonces?... Tampoco ha habido grandes corruptelas (nada comparable con otros gobiernos), ni participación forzada en ninguna guerra (como con Aznar), ni una especial conflictividad social (al nivel, por ejemplo, de la de Francia, donde aun así se mantiene el gobierno) …

Hay analistas que mencionan las trifulcas entre los socios de coalición, pero estas (normales en todo gobierno de coalición – este es el primero –) no han paralizado la actividad política. Otros mencionan el apoyo en los partidos independentistas y las amenazas a la integridad territorial, pero lo que objetivamente ha ocurrido es la disolución del independentismo catalán (que vive sustancialmente de la confrontación), sin olvidar que con los partidos nacionalistas (e incluso con ETA, cuando todavía mataba) han pactado o intentado pactar casi todos los gobiernos (Aznar abrió negociaciones con ETA en 1999, y excarceló y trasladó a prisiones del País Vasco a cientos de etarras).

Es cierto que el gobierno ha cometido el error de no pararle los pies a algunos de los ministerios de Unidas Podemos, empeñados a veces en una «revolución de salón» sin una mayoría social para ampararla. Así, algunas extravagancias del Ministerio de Igualdad (una ley trans que ha partido por la mitad el feminismo, o la fallida ley del solo sí es sí) han generado en la ciudadanía una reacción virulenta, más aún cuando en lugar de dimisiones se han encontrado con una resistencia numantina (incluso personal) incomprensible e inaceptable… ¿Pero tan importantes son realmente estas «batallas culturales»?...

A la vista está que sí. De hecho, una de las mejores explicaciones que encuentro para la expansión del antisanchismo es la atmósfera emocional generada por la trifulca en torno a políticas culturales y de carácter simbólico (la cuestión del género, la memoria histórica, las leyes animalistas, la cultura de la cancelación, las polémicas en torno a la ganadería extensiva, la caza, la educación…), muchas de ellas carne de primera para el bulo.

A esto último se ha sumado el espectáculo lamentable de las luchas de poder en el seno de la izquierda, siempre dispuesta a hacerse el harakiri. O a morir matando. Nadie se explica si no la insistencia de UP en hacer campaña contra sus previsibles futuros socios (excompañeros en algunos casos), ni los ataques a la única opción viable (la plataforma Sumar) de mantener cierta relevancia política.

De toda esta debacle la izquierda solo podrá salir, pues, con humildad, unidad, y la lección aprendida acerca del exquisito cuidado (no solo con las minorías, sino también con las mayorías) con que se han de tratar ciertos aspectos político-simbólicos.

Y lo de la humildad no es moco de pavo. Mientras en la izquierda se siga creyendo que los malos resultados se deben a la incapacidad de la gente para entender lo que le conviene o sobreponerse a la manipulación de los medios (en lugar de a la inconsistencia o debilidad de las propuestas que se le ofrecen), no habrá forma de salir – con ella – de la – presunta – caverna común.


miércoles, 17 de mayo de 2023

Profesores multitarea



No es por desanimar, pero quien esté pensando en dedicarse a la docencia que se lo piense y, sobre todo, que se prepare. Pese a que aún se escucha el chascarrillo de cuñado casposo sobre lo bien que viven los maestros, el oficio docente nunca ha sido fácil. A las muchas horas lectivas hay que sumar un sinfín de tareas, cada una de las cuales exige formación, tiempo y talento. De hecho, si los profes fuéramos robots de cocina, creo que batiríamos el récord de funciones o modos disponibles. Veamos.

La función o modo «guardería». Hay gente para la que los colegios tienen una misión más esencial que la propiamente educativa: la de facilitar la conciliación familiar. De ahí que los docentes nos hayamos convertido en cuidadores, controladores y hasta porteros de las idas y venidas del alumnado. Algunas familias reclaman, incluso, la jornada partida; lo que podría acabar convirtiéndonos en celadores de comedor – ya verán –; o en lo que sea que haga falta para tener ocupados a los niños hasta que padres y madres acaben su jornada laboral. 

La función o modo «maestro». Digan lo que digan, sigue siendo lo principal. Que el enseñante tenga algo que enseñar tal vez no sea condición suficiente, pero si necesaria en todo proceso educativo. Sin una competencia profunda en aquello que transmites, no hay divulgación que valga. Pero esto requiere estar intelectualmente «en activo», investigar, formarte, actualizar conocimientos… Cosas que no siempre la Administración facilita.

La función o modo «pedagogo». Si pretendes (como es tu obligación) que ninguno de tus cientos de alumnos anuales (cada uno con sus circunstancias, idiosincrasia, intereses y capacidades) se quede atrás, has de ser un pedagogo de primera, implicarte y echarle imaginación. Te tocará analizar cada caso, crear materiales específicos, buscar recursos ad hoc, leer, practicar, autoevaluarte, rectificar; todo lo cual, con las ratios actuales, es tarea heroica y muy a menudo frustrante. Y esto sin contar con que tendrás, sí o sí, alumnos con problemas y discapacidades varias, y tendrás que prepararte (en lo que nadie te ha enseñado) para atenderlos como buenamente puedas…

La función o modo «educador en valores». Una educación integral exige que se trabaje con actitudes y valores (sostenibilidad, respeto a la diversidad, igualdad de género, educación afectivo-sexual, consumo responsable, prevención del acoso, uso seguro de las redes, actitud crítica, etc.), que, con la nueva ley, están estructuralmente integrados en el currículo. Todo ello exige, de nuevo, preparación y trabajo, tanto en contenidos como en aspectos didácticos.

La función o modo «tecnólogo digital». Se acabó lo de manejarte con el ordenador, la pizarra digital o el blog de clase. Ahora (más aún desde la pandemia) has de saber trabajar en aulas virtuales, editar vídeos o podcasts, generar recursos en línea, moverte en redes, incluso manejarte con la IA, y orientar – además – en todo ello al alumnado; todo lo cual requiere de un costoso entrenamiento (que ha de actualizarse, además, cada poco tiempo).

La función o modo «psicólogo-asistente social». Seas tutor o no, parte de tus atribuciones serán las de conocer, cuidar y a veces hasta «tratar» a tu alumnado más vulnerable o conflictivo, afrontando problemas personales y de convivencia, tanto en el aula como fuera de ella (desorientación, conflictos morales, trastornos psicológicos, familias desestructuradas, acoso, violencia, drogas…). ¡Prepárate!

La función o modo «mediador comunitario». La escuela es hoy la institución más estable y segura con la que cuentan muchos individuos y comunidades. En algunos casos (especialmente en zonas socioeconómicamente deprimidas), el profesor o profesora se convierte en dinamizador de la vida social en torno al centro.

Seguramente se me olvidan muchas otras funciones o modos, como el modo «burócrata», por el que los profesores hacen diariamente de administrativos de sí mismos, cumplimentando papeles y haciendo un registro exhaustivo (que, salvo accidente, nadie consulta) de todo lo que hacen. O la función «bilingüe», casi siempre consistente en simular una capacidad (la del bilingüismo) que, por razones obvias, pocos poseen. O el modo «político», que es el que adoptamos algunos para hacer entender a la Administración (ley sí, ley también) el valor y sentido de las competencias específicas con las que trabajamos…

Ahora bien, si, pese a todo lo dicho (y a lo barato que sale nuestro trabajo), sigues creyendo que enseñar es la tarea más hermosa e importante del mundo y, además de maestro, eres capaz de ser vigilante, pedagogo, educador en valores, experto en tecnologías educativas, psicólogo, asistente social, mediador comunitario, administrativo, bilingüe y hasta activista político… todo en uno, y sin que te dé un síncope o caer agotado el primer mes, ¡bienvenido! Y mucho, muchísimo ánimo. Lo vas a necesitar.


miércoles, 10 de mayo de 2023

Motivados y desmotivados

 

Fachada Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá 
Foto del autor
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


El profesor Jorge Ramírez enseña filosofía a los niños y las niñas de los alrededores de Cúcuta, una zona de Colombia en la que los cárteles de la droga, la delincuencia común, la guerrilla y los paramilitares (a menudo difíciles de distinguir unos de otros) conforman los cuatro puntos cardinales del horizonte laboral de sus alumnos, al menos de aquellos que quieren escapar de la miseria.

Sin apoyo institucional ni económico, el profesor Ramírez se las ha ingeniado para organizar un museo itinerante de la memoria, olimpiadas y foros internacionales de filosofía; todo para que sus “pelaos”, como llama cariñosamente a sus pupilos, puedan debatir con otros chicos y chicas (o con los filósofos que se atreven a ir para allá) sobre las causas ideológicas de la pobreza, los argumentos que nos comprometen con la paz y la justicia, o cualquier otro asunto de enjundia filosófica.

Me encontré con él hace unos días, en el Centro Cultural y Educativo Español Reyes Católicos de Bogotá, invitados ambos por el profesor de filosofía Óscar Ramírez, y me pareció una persona de una humildad y alegría a prueba de bombas (literalmente hablando). Y eso que Jorge no solo logra que sus chicos y chicas transformen en ganas de estudiar el dolor y la rabia que – vejados por la pobreza y la violencia – les come inevitablemente por dentro, sino también que los narcos, guerrilleros o paramilitares, a los que les roba su más preciada y barata carne de cañón, le tengan, probablemente, en el punto de mira… 

Además de al profesor Ramírez, he conocido estos días a otros muchos colegas colombianos, la inmensa mayoría entusiasmados por el oficio que ejercen o piensan ejercer, y ello pese a lo poquísimo que se gana, la escasez de medios (especialmente en la escuela pública) y la dificultad de trabajar con un alumnado educado en las leyes de la supervivencia y el crimen. En la Universidad San Buenaventura, donde tuve la oportunidad de dar una charla a futuros profesores, algunos de ellos, tal vez previendo la que se les venía encima, llevaban hábito franciscano. Y en la Universidad Pedagógica Nacional, donde también pude hablar a los futuros maestros, unos de los murales del edificio rectoral recordaba la nómina de docentes y alumnos hechos «desaparecer» (mi anfitrión – el profesor Maximiliano Prado – me contaba que, en ciertas épocas, tenía que ir a la cárcel a realizar las tutorías con sus alumnos). Pero pese a todo (o quizás por ello), la idea general entre profesores y alumnado era la de la necesidad imperiosa de la educación (y de la educación filosófica en particular) para instituir hábitos de diálogo y generar y orientar cambios en una de las naciones con mayores índices de violencia, desigualdad social y corrupción política del mundo. 

¿Y en España? ¿No es cierto que, aun vencida hace tiempo la violencia política, y con una tasa de corrupción menor, sufrimos de niveles de desigualdad social cada vez mayores? Lo digo porque, curiosamente, el único lugar en el que encontré algún profesor ruidosamente desmotivado (no la mayoría, por suerte) fue en el Colegio Español, un centro de élite, en la zona más rica y segura de Bogotá, y en el que se goza de privilegios, sueldos y medios que ya quisieran no solo en Colombia, sino en muchos centros de nuestro país.

¿Y esto? ¿Por dónde se nos va a algunos la fuerza? ¿Es que hemos dejado de creer en el papel de la educación como herramienta de transformación personal y social? ¿Desde cuándo hemos adoptado un papel constantemente quejicoso y victimista (el mismo que achacamos a veces a los jóvenes) ante un alumnado simplemente inmaduro que no se presta a obedecer ciegamente como antes (pero que, como el de todos sitios, tiene una sed loca de orientación y confrontación crítica con el presente), o ante una administración que, aunque a veces ponga bastones en las ruedas, existe y está más o menos presente?

En una de las actividades realizadas durante estos días pusimos a dialogar, en grupos de diez o doce, a alumnos y alumnas adolescentes de estratos económicos enfrentados (lo que, en Colombia, supone un abismo social y cultural). El tema era justo el de la exclusión social y la violencia, y el alumnado fue perfectamente capaz de dialogar y argumentar, sin que nadie rechazase a nadie, y con parecido nivel de vehemencia y ganas de dar una solución racional a los conflictos.

Creo que la administración española (antes de emprender más cambios legislativos) debería hacer algo parecido con nosotros los profesores (y luego con nuestros políticos): ponernos a debatir en grupos hasta que, con paciencia y trabajo, alcanzáramos una visión básica y compartida de lo que significa educar. Y, en caso de que no lo lográramos, que nos enviara a todos a Colombia, al humilde colegio de Jorge Ramírez, a aprender de él esa fórmula magistral hecha de ejemplo personal, conocimiento compartido y un compromiso invariable (a prueba de balas, vaya) con el futuro de sus alumnos.

miércoles, 3 de mayo de 2023

Filosofía sin fronteras

Este artículo fue originalmente publicado por El Periódico Extremadura 

¿Importa que unos jovencísimos filósofos, algunos de apenas quince o dieciséis años, se reúnan durante tres días para tratar de «Fronteras y Justicia global» (el lema de las X Olimpiadas Nacionales de Filosofía, celebradas hace unos días en Tenerife)? Por supuesto que sí. En cuanto jóvenes, porque van a ser ellos los que apechuguen con el desastrado y desigual mundo que les estamos dejando en suerte. Y en cuanto filósofos porque, ¿quiénes, si no ellos, van a tratar de lo que es o no justo? La ciencia solo nos ofrece datos. Y la política, un simple muestrario de los deseos de la gente (sean los del poderoso o los de la mayoría) …

Que la filosofía sea el saber que se ocupa de la justicia (y que la educación filosófica sea fundamental para formar gobernantes y ciudadanos justos) quiere decir muchas cosas. En primer lugar, que la justicia representa realmente un problema relevante. Algo que no todo el mundo ve claro: para algunos lo único que existe son los hechos contantes y sonantes, por lo que «lo justo» no es más que simple ficción (lo justo es justo lo que pasa: no hay más); otros creen que la justicia es en sí misma un tipo de hecho normativo, inevitablemente diferente según la cultura y época en la que la gente lo inventa; y, finalmente, están los que creen que existe algo así como lo universalmente justo, aunque sin que se sepa cómo logran justificar de forma consistente esa universalidad (por ejemplo, la de los derechos humanos), sin acudir a los dioses o los libros santos para que les resuelvan la papeleta.

Una vez que reconocemos que la justicia es un problema, toca intentar resolverlo. Y aquí cabe hacer algunas distinciones; por ejemplo, la que hay entre hechos y valores. La justicia es un valor, y no un hecho (nadie se topa con la justicia por la calle y, como tales, los hechos no son ni justos ni injustos). Y si la justicia ha de ser algo real (sería al menos justo que lo fuera), los valores también habrían de serlo. ¿Pero querría decir esto que los valores existen independientemente de los hechos? Esta hipótesis viene que ni pintada para justificar la universalidad de los valores, pero nos obliga a aceptar la existencia de mundos trascendentes (más allá de los hechos). ¡Uf!

¿Seguimos? Si alguien replicara que el razonamiento anterior no es verdadero porque, por ejemplo, no se basa en ningún hecho, se le podría preguntar por su concepción de la verdad (¿se basará ella misma en hechos?), y ahí tenemos otro asunto filosófico de los gordos. Otros podrían preguntar si la justicia es solo un valor aplicable a lo que acontece entre seres humanos, o también a nuestras relaciones con seres no humanos, y aquí es posible que tuviéramos que afrontar hondos asuntos éticos y antropológicos. Y eso sin contar con la no menos interesante relación de lo justo con lo estético: ¿habría seductores imaginarios especialmente proclives a la justicia?...

En cualquier caso, si alguna utilidad fundamental tienen la filosofía y la educación filosófica en relación con el problema de la justicia, es la de revelarnos el único marco en el que dicho problema puede afrontarse (sin recurrir a ningún «deus ex machina»): el de la universalidad de la razón y la ración de trascendencia a la que esta obliga. Ciertamente, sin una referencia a intereses desinteresados (desinteresados del aquí y el ahora) hablar de justicia no tiene el más mínimo interés. ¿Cómo podríamos interesarnos por algo más que nuestros intereses particulares si no pudiéramos entender la conexión necesaria entre ellos y los intereses de todos (aunque en diferentes camarotes – y la mitad en la sentina – vamos todos en el mismo barco)? Y no solo esto: los adolescentes intuyen a la perfección que comprender el mundo como una entidad coherente y con sentido (con un sentido del que nos podemos sentir partícipes) es del máximo interés particular. ¿Quién no quiere vivir en un mundo así de armonioso y lógico, en el que los iguales sean tratados como iguales, y el diálogo sea la lengua universal? ¿O cómo defender, si no es desde esa perspectiva racional y trascendente, la consideración del interés de los que aún no han nacido y merecen vivir, como nosotros, en un mundo habitable y en el que, como mínimo, aún tenga sentido hablar de la dignidad humana?

La justicia, pues, por su misma naturaleza, no entiende de fronteras. Hablar, por ello, de «justicia global» es un pleonasmo: o la justicia es global, o no es justicia alguna. Lo descubrieron nuestros jovencísimos filósofos hace unos días, mientras ponían en práctica ese espíritu cosmopolita y olímpico de los que razonan juntos. Igual es cosa del entusiasmo que me contagiaron, pero la conclusión parece justamente esta: el mundo que viene será un mundo de filósofos o no será…


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