Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Afirmar que hay personas simplemente malas o crueles
es eso: una simpleza. Una simpleza que, además, llama a la resignación, pues si
la explicación última de las barbaridades que pasan es que “hay gente en sí
misma muy mala”, poco podemos hacer para remediarlo. Si el mal existe por sí
mismo, ¿por qué iba a dejar de hacerlo? Podremos encerrar a todos los malvados
del mundo, pero, aun así, brotarán sin remedio otros nuevos.
Una alternativa a la creencia en la entidad absoluta del mal
es asumir que el mal tiene explicación, es decir, que tiene causas, y que su
existencia, relativa a esas causas, es evitable: si se suprime o controla lo
que lo causa, se acabó el mal.
Ahora bien: ¿cuál o cuáles podrían ser las causas del “mal”?
Una tentación recurrente es patologizarlo. Así, el “malvado” sería en realidad
un enfermo – un loco – o un engendro fruto de las circunstancias y la
educación, y al que solo cabría internar y someter a terapia médica o
reacondicionamiento educativo, algo que, contrariando lo dicho al principio,
negaría toda entidad al mal y, de paso, a la dignidad humana (¿Recuerdan La
Naranja Mecánica?).
Una segunda explicación, más sensata, es que los “malos”, más
allá de sus condicionamientos biológicos o socioeducativos, son personas que
actúan libremente atendiendo a criterios morales que creen correctos, esto es:
a determinadas creencias sobre lo que se debe y no se debe hacer. Así, igual
que para usted “no se debe” discriminar a nadie por su “raza” o etnia, para un
racista es eso, exactamente, “lo que se debe” hacer. Nosotros sabemos que las
creencias morales del racista son erróneas, pero él no. Y esto mismo ocurre con
el criminal o el maltratador: creen que, dadas ciertas circunstancias, y en
función de sus peregrinas creencias (sobre el valor de las vidas ajenas, la
importancia de la propia, o lo que significan la traición, los celos o ser
un machote), es matar o torturar, y no otra cosa, lo que “deben hacer”.
Con esto quiero decir que, a no ser que creamos en la
existencia misma del Mal (Dios nos libre), o en que todo se reduce a patología
biosocial (la ciencia nos ayude), la prevención de los delitos que nos
escandalizan pasa por tratar a los “malos” como a seres libres y racionales,
convenciéndoles de que lo que creen legítimo no lo es. Otra cosa, como castigarlos
sin más, no solo no funciona – llevamos miles de años haciéndolo sin el menor
resultado – sino que es contraproducente (si castigas a quien no cree
merecerlo, solo lograrás confirmarle que el injusto eres tú – y el justo e
injustamente castigado él –).
Ahora bien, ¿cómo enseñar al que no sabe (lo malo que es)?
Hay casos en los que el “bien” y el “mal” estarán muy claros y podremos confiar
en convencer al “malvado” de su error. A menos que (volviendo a lo de antes) exista
en sí mismo el mal de la sinrazón y el malvado, por principio, “se niegue a
aprender” (como decimos los profesores cuando no sabemos enseñar), en cuyo caso
solo cabrá, de nuevo, encomendarse al cura, al médico o al pelotón de
fusilamiento, y aplicar un poder que estará tan falto de justicia, o más, que
el de aquel al que ajusticiamos.
¿Y qué hacer cuando el asunto del “bien” y el “mal” no esté
tan claro? A veces, en lugar de mostrar al ignorante la verdadera bondad
(es decir: convencerle – si es que uno tiene argumentos – de lo malo que es ser
malo), de lo que se trata es de acompañarlo en el arduo proceso de buscarla,
algo para lo que es imprescindible (como en todo aprendizaje) dar lugar a la
duda sobre las cosas que uno cree que cree ciertísimas.
No es ninguna tontería eso de dudar. Fíjense que las mayores
barbaridades se cometen sin dudarlo. Jamás verán a un terrorista o a un
criminal en ejercicio dudando de lo que cree y hace. Es cierto que todos
tenemos creencias falsas y potencialmente dañinas; lo distintivo es lo seguros
que están algunos (entre ellos los malvados) de las suyas.
Nada más peligroso que un tonto; todos – menos los más
tontos – lo saben. Ese es el “secreto” del mal. Las circunstancias sociales y
los conflictos o estados emotivos solo predisponen y exacerban (cuando no son
el efecto de) esa cretinez, pero es ella la responsable de sostener las
creencias que determinan las decisiones y acciones del malvado.
¿Queremos, pues, un mundo mejor? Pues, más allá de asegurar
a todos una vida digna y saludable, y de enseñar a la gente a sujetar las
emociones a la razón (y no al contrario, como clama tanto romántico
trasnochado), sembremos la duda y el espíritu crítico por doquier. Si dudo
no solo existo, como decía el otro, sino que también dejaré que existan
tranquilamente los demás. Sacar a tantos de la estrecha caverna mental,
social y sentimental que habitan los hará menos molestos, como reclamaba el
viejo Sócrates, y, sobre todo y más importante: menos dañinos y peligrosos.