domingo, 27 de junio de 2021

El mal

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Afirmar que hay personas simplemente malas o crueles es eso: una simpleza. Una simpleza que, además, llama a la resignación, pues si la explicación última de las barbaridades que pasan es que “hay gente en sí misma muy mala”, poco podemos hacer para remediarlo. Si el mal existe por sí mismo, ¿por qué iba a dejar de hacerlo? Podremos encerrar a todos los malvados del mundo, pero, aun así, brotarán sin remedio otros nuevos.

Una alternativa a la creencia en la entidad absoluta del mal es asumir que el mal tiene explicación, es decir, que tiene causas, y que su existencia, relativa a esas causas, es evitable: si se suprime o controla lo que lo causa, se acabó el mal.

Ahora bien: ¿cuál o cuáles podrían ser las causas del “mal”? Una tentación recurrente es patologizarlo. Así, el “malvado” sería en realidad un enfermo – un loco – o un engendro fruto de las circunstancias y la educación, y al que solo cabría internar y someter a terapia médica o reacondicionamiento educativo, algo que, contrariando lo dicho al principio, negaría toda entidad al mal y, de paso, a la dignidad humana (¿Recuerdan La Naranja Mecánica?).

Una segunda explicación, más sensata, es que los “malos”, más allá de sus condicionamientos biológicos o socioeducativos, son personas que actúan libremente atendiendo a criterios morales que creen correctos, esto es: a determinadas creencias sobre lo que se debe y no se debe hacer. Así, igual que para usted “no se debe” discriminar a nadie por su “raza” o etnia, para un racista es eso, exactamente, “lo que se debe” hacer. Nosotros sabemos que las creencias morales del racista son erróneas, pero él no. Y esto mismo ocurre con el criminal o el maltratador: creen que, dadas ciertas circunstancias, y en función de sus peregrinas creencias (sobre el valor de las vidas ajenas, la importancia de la propia, o lo que significan la traición, los celos o ser un machote), es matar o torturar, y no otra cosa, lo que “deben hacer”. 

Con esto quiero decir que, a no ser que creamos en la existencia misma del Mal (Dios nos libre), o en que todo se reduce a patología biosocial (la ciencia nos ayude), la prevención de los delitos que nos escandalizan pasa por tratar a los “malos” como a seres libres y racionales, convenciéndoles de que lo que creen legítimo no lo es. Otra cosa, como castigarlos sin más, no solo no funciona – llevamos miles de años haciéndolo sin el menor resultado – sino que es contraproducente (si castigas a quien no cree merecerlo, solo lograrás confirmarle que el injusto eres tú – y el justo e injustamente castigado él –).

Ahora bien, ¿cómo enseñar al que no sabe (lo malo que es)? Hay casos en los que el “bien” y el “mal” estarán muy claros y podremos confiar en convencer al “malvado” de su error. A menos que (volviendo a lo de antes) exista en sí mismo el mal de la sinrazón y el malvado, por principio, “se niegue a aprender” (como decimos los profesores cuando no sabemos enseñar), en cuyo caso solo cabrá, de nuevo, encomendarse al cura, al médico o al pelotón de fusilamiento, y aplicar un poder que estará tan falto de justicia, o más, que el de aquel al que ajusticiamos.

¿Y qué hacer cuando el asunto del “bien” y el “mal” no esté tan claro? A veces, en lugar de mostrar al ignorante la verdadera bondad (es decir: convencerle – si es que uno tiene argumentos – de lo malo que es ser malo), de lo que se trata es de acompañarlo en el arduo proceso de buscarla, algo para lo que es imprescindible (como en todo aprendizaje) dar lugar a la duda sobre las cosas que uno cree que cree ciertísimas. 

No es ninguna tontería eso de dudar. Fíjense que las mayores barbaridades se cometen sin dudarlo. Jamás verán a un terrorista o a un criminal en ejercicio dudando de lo que cree y hace. Es cierto que todos tenemos creencias falsas y potencialmente dañinas; lo distintivo es lo seguros que están algunos (entre ellos los malvados) de las suyas.  

Nada más peligroso que un tonto; todos – menos los más tontos – lo saben. Ese es el “secreto” del mal. Las circunstancias sociales y los conflictos o estados emotivos solo predisponen y exacerban (cuando no son el efecto de) esa cretinez, pero es ella la responsable de sostener las creencias que determinan las decisiones y acciones del malvado. 

¿Queremos, pues, un mundo mejor? Pues, más allá de asegurar a todos una vida digna y saludable, y de enseñar a la gente a sujetar las emociones a la razón (y no al contrario, como clama tanto romántico trasnochado), sembremos la duda y el espíritu crítico por doquier. Si dudo no solo existo, como decía el otro, sino que también dejaré que existan tranquilamente los demás. Sacar a tantos de la estrecha caverna mental, social y sentimental que habitan los hará menos molestos, como reclamaba el viejo Sócrates, y, sobre todo y más importante: menos dañinos y peligrosos.

 

sábado, 12 de junio de 2021

Felicidad sostenible

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


La determinación y el esfuerzo colectivo con que, en poco más de un año, se ha logrado controlar una pandemia de proporciones gigantescas debería servirnos, si no de modelo, si, al menos, de inspiración para afrontar un reto mucho mayor: el de la crisis medioambiental que se nos avecina. No faltan a este respecto reivindicaciones, foros científicos o proyectos estratégicos (la Agenda 2030, el reciente programa España 2050); lo que se necesita es lo mismo que se demandó en la gestión de la pandemia: la participación de la ciudadanía (y no solo, ni fundamentalmente de los expertos) en la toma de decisiones.

Dos proyectos interesantes en este sentido son la formación de una Asamblea Ciudadana para el Clima (tal como establece la Ley de Cambio Climático y Transición Energética) y el papel que se quiere dar a la educación para el desarrollo sostenible en la LOMLOE. En ambos casos el objetivo es generar una ciudadanía activamente comprometida con los cambios sociales y de valores que la situación va a requerir.

Ahora bien, comprometer a la ciudadanía exige hablar claro. Una deliberación pública o un proceso educativo puramente retóricos, en que no se planteen con profundidad y objetividad ciertos asuntos fundamentales, no servirá probablemente de nada.

El primero de esos asuntos es de naturaleza ética. Son frecuentes las admoniciones a favor de llevar una vida más austera (el propio presidente Sánchez nos advirtió el otro día que tendremos que consumir menos carne, ropa, electrónica y viajes). Pero para mucha gente, rebajar su nivel y sus expectativas de consumo (algo para lo cual han invertido, en ocasiones, muchos años de trabajo) no es un plato de gusto. Y el miedo no es aquí un argumento suficiente: las generaciones más acomodadas, sea por edad o por estatus, saben que no van a sufrir las consecuencias más graves de la debacle medioambiental. ¿Podemos esperar entonces que toda esa gente se comporte por puro deber ético? ¿No tendrían que ser, antes, educados para ello? ¿O es que se piensa en obligarles con la ley? ¿Pero cómo, si la ley deviene, en gran medida, de ellos?

La segunda cuestión, también de carácter ético y político, se refiere a la distribución de los costes de la transición (los impuestos, la renuncia a ciertos “lujos”, el cambio de hábitos…). ¿Se va a seguir en esto el modelo de las últimas crisis financieras, en las que el ciudadano paga por los excesos de los que más tienen? Y, de modo análogo, ¿van a asumir el mismo coste las naciones desarrolladas (y, por tanto, más contaminantes) que aquellas que no lo están? Parece obvio quién tiene que pagar la factura; pero, amén de que volvemos al primero de los problemas, ¿no habría de crearse, para ello, un marco impositivo y jurídico de dimensiones mundiales? ¿Será esto posible?

Otro tema de calado es hasta qué punto la transición ecológica supone cuestionar un sistema económico que, como el nuestro, se basa en el aumento constante de la producción y el consumo. El capitalismo y la lucha contra el cambio climático no parecen procesos compatibles. ¿No habría, pues, que decrecer en lugar de desarrollarse, por muy sostenible que pretenda ser ese desarrollo? ¿O no será esta otra de las crisis por las que el capitalismo acaba reinventándose a sí mismo? De hecho, ya existe un “capitalismo verde” apostando por el nuevo coche eléctrico que se va a comprar usted o – entre otras cosas – por llenar Extremadura de minas y enormes plantas fotovoltaicas. ¿Obrarán la ciencia y la tecnología el milagro de armonizar los intereses del mercado con la salvaguarda de los recursos naturales, o habrá que encontrar un sustituto al capitalismo que nos libre de la catástrofe? 

Y, tras todo esto, la pregunta del millón: ¿Qué forma de vida ética, justa y económicamente viable podemos desear como alternativa a la que ahora tenemos? El sueño de la mayoría de los habitantes de este planeta sigue siendo, hoy por hoy, el de consumir como un norteamericano o europeo medio (tener una vivienda, o dos, un coche, viajar…), y la postal edénica que nos venden los apóstoles de la austeridad (hijos de la abundancia todos, antes de convertirse a la religión de la huerta) no basta, ni mucho menos, para convencer a toda esa gente (que también quieren tener la oportunidad, propia de ricos, de desdeñar la riqueza). 

Es imprescindible, pues, una reflexión más grave y filosófica, en la que no solo sean los expertos, sino, sobre todo, los ciudadanos, los que especulen acerca de cómo podemos y debemos vivir para realizar nuestra naturaleza sin tener que destruir para ello todo lo demás. Más que de “desarrollo” se trataría, pues, de pensar en una “felicidad sostenible” que no confunda la plenitud humana con deseos y objetivos que – como todos los que alientan el mercado y la sociedad de consumo – nos distraen de – y perdón por la impertinencia – lo verdaderamente importante   

 

 

jueves, 3 de junio de 2021

Filósofos en la Asamblea

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

En esta región tenemos el talento de elegir políticos que entienden el papel de la ética y la filosofía en la educación. De ahí el trabajo de ingeniería curricular que realizó el gobierno extremeño para modificar la ley Wert (que, recordemos, eliminaba el 75% de las materias filosóficas) y, también, la defensa, durante estos días, de una propuesta de impulso para garantizar la presencia de la ética en 4º de la ESO, cumpliendo con lo que, en 2018, se acordó por unanimidad en la Comisión de Educación del Congreso. 

En el pleno de la Asamblea por el que se aprobó esta última propuesta se suscitó además un interesante debate filosófico; algo que honra a la cámara legislativa extremeña, y que le vendría muy bien a cualquier otra. ¿Se imaginan que en todos los parlamentos del mundo los diputados dialogaran entre sí, como filósofos, no buscando otra cosa que la verdad misma, o que, conociendo el origen filosófico de sus ideas políticas, las defendieran con argumentos filosóficos? ¡Sería la apoteosis de la democracia!   

Pero pasemos al debate sobre el valor de la filosofía y su papel en la educación, que es de lo que se trató el otro día en el pleno. Un debate, por cierto, que no podía ser sino filosófico, ¿pues cómo “valorar” la filosofía sin una filosofía que clarifique previamente los criterios de “valor”? ¿O cómo opinar sobre “educación” sin el trasfondo de una determinada “filosofía educativa”? La filosofía tiene estas cosas: hasta para cuestionarla hay que ponerla en práctica. De hecho, el filosófico es el único saber que no solo tiene por objeto a los demás saberes, sino también a sí mismo (por eso no existe una “matemática de la matemática”, o una “biología de la biología”, pero sí una “filosofía de la matemática”, una “filosofía de la biología”, o una “filosofía de la filosofía”). 

Que la filosofía sea el saber que tiene por objeto a todos los saberes debería darnos una pista de por qué es ella la que más y mejor contribuye al desarrollo del pensamiento crítico. Es cierto que todos, y desde casi todos los ámbitos, podemos ser críticos, pero solo de forma parcial (rara vez criticamos los propios supuestos desde los que criticamos). Solo la filosofía hace crítica de todo, incluyéndose a sí misma en ese todo, y solo ella convierte en tema de estudio (y no solo en herramienta de uso) al propio pensamiento crítico. Por eso el especialista en pensamiento crítico es el filósofo (igual que el especialista en el lenguaje es el lingüista, o en el cálculo el matemático, por mucho que todos hablemos o calculemos). 

En cuanto al tema de la utilidad de la filosofía es hora de desmentir un viejo tópico: la filosofía no es algo que se haga por amor al arte – como sugirió algún diputado –, sino por pura necesidad. Nadie puede vivir sin una cierta idea, por ingenua que sea, de la realidad en la que vive, de su propia entidad como persona, de las condiciones que le hacen tomar algo por verdadero, o de la razón y el valor último de sus acciones. ¿Y quién no sospecha alguna vez de la consistencia de todas esas ideas? ¿Hay alguien que no necesite plantear y responder cuestiones de orden filosófico? 

El papel de la filosofía en la educación consiste, precisamente, en proponer un marco conceptual y metodológico para esas preguntas, de manera que los adolescentes adquieran una visión compleja de lo real (más allá de las repuestas irracionales o parciales de la religión o la ciencia), un conocimiento profundo de sí mismos (identificando las ideas que inspiran sus juicios, deseos, emociones o comportamientos), una perspectiva rigurosa sobre la verdad y el saber (organizando el caos de información en el que viven), y un criterio ético-político propio (analizando las razones y sinrazones que hay tras cada filosofía moral y política). ¿Les parece de poca utilidad todo esto?   

La filosofía también sirve, por cierto, y sustancialmente, a la democracia. No para justificarla ideológicamente, sino para ponerla en práctica en su sentido más originario y radical. No en vano filosofía y democracia nacieron, en la antigua Grecia, con un mismo propósito: el de no aceptar nada que no fuera previamente discutido y razonado por todos los ciudadanos (o, como reclamaba Platón, por todos los que han sido convenientemente educados en la filosofía). Por eso, filosofía y democracia se legitiman igual: cuestionando constantemente su propia legitimidad, abriéndose completamente a la crítica y sometiéndolo todo no a los votos (que son solo el mal menor cuando no hay tiempo para el acuerdo), sino al parlamento de la razón. 

¿Habrá entonces algo más educativo, democrático y propiamente humano que la exigencia continua de justificación racional que caracteriza a la filosofía? ¿Y no habrá entonces que cultivarla todo lo posible, tanto en la Asamblea como en las aulas?

 

 

 

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