miércoles, 28 de diciembre de 2022

Mujer con escuela al fondo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en el diario El día.


Hubiera podido ser pedagoga, antropóloga o experta en derecho, como lo son hoy sus hijas. O ingeniera agrónoma y trabajar en un kibutz, como soñaba de joven. No le faltaban ganas, perspicacia, y un afán obsesivo por leer alimentado desde chica por aquellas novelas de quiosco que, en su infancia pobrísima, apenas alcanzaba a comprar e intercambiar mil veces por otras igualmente desvencijadas y maravillosas…

Pero mi madre no solo tuvo la mala suerte de nacer pobre de solemnidad, sino también la de ser mujer en la tenebrosa España de los años cuarenta. Así que, por más ganas y talento que tuviera, hubo de cambiar rápidamente la escuela por el desabrido mundo del trabajo. Para ayudar en casa y para que su hermano pudiera, él sí, seguir acudiendo a esa escuela que a ella se le cerraba.

No digo que fuera la única: millones de mujeres se vieron forzadas, antes y después al enorme sacrificio de privarse de educación y proyección profesional para beneficiar al hermano, al marido, a los hijos… Un sacrificio enaltecido en cátedras y púlpitos con la mística de la maternidad y justificado desde tiempos inmemoriales por los más ruines prejuicios misóginos…

No he podido evitar recordar a mi madre al toparme estos días en los medios con el llanto desconsolado de una niña afgana a la que las medidas de su gobierno impedían volver a la escuela. Se la ve en un vídeo casero, con su ajada ropilla escolar y la carita (aún) descubierta, llorando a lágrima viva mientras su padre intenta en vano consolarla y, al fondo, los chicos entran y salen del aula que hasta hace unos días era también la suya.

La historia de esta niña es la crónica de una barbaridad anunciada pero no por ello menos odiosa. Porque es un odio igualmente inconsolable el que uno siente por esa turba de fanáticos analfabetos que en Afganistán (y en otros lugares del mundo) han decidido que las niñas no tienen derecho a recibir más educación que la imprescindible para entender las órdenes de sus amos. Unos amos que, seguramente, han visto las barbas de su vecino iraní pelar, o al menos peligrar, por una revuelta de mujeres, muchas de ellas con estudios superiores, hartas de vivir aplastadas bajo la doble tiranía del patriarcado y de los clérigos que gobiernan su país a golpe de jaculatoria y horca.

Es curioso que nos escandalicemos con toda justicia ante las guerras que asolan el mundo, exigiendo la intervención frente a aquellos que las provocan, y no sepamos ver en toda su dimensión global e histórica la violencia que se ejerce secularmente sobre la integridad física, moral e intelectual de las mujeres (es decir, sobre la mitad o más de la población del mundo). Una violencia ante la que no caben ya componendas ni subterfugios, sino el enfrentamiento directo y un ejercicio todo lo feroz que haga falta de intolerancia.

Frente a lo que repite retóricamente (¿Cómo si no?) el discurso oficial, las distintas culturas y creencias morales que nos rodean no son «igualmente válidas». Es cierto que el buen sentido político nos obliga a tolerar mucho de lo que no nos resulta moralmente respetable, pero incluso esa tolerancia carece de sentido si no es en relación con los límites que permiten, precisamente, definirla y legitimarla.

Frente a esa retórica oficial, y contra el prejuicio inconsistente de que no hay valores ni verdades universales (salvo el de ese mismo prejuicio, claro, que se pretende él mismo valioso y verdadero urbi et orbi), las protestas de mujeres en todo el mundo demuestran que el relativismo moral tiene una validez muy relativa. A poco que se le concede a alguien, sea de la cultura o época que sea, el lugar, el tiempo y los conocimientos suficientes para formarse y pensar por sí mismo, surge universalmente el ansia de libertad y justicia, esto es, el anhelo de vivir según tu propio criterio, y el prurito de que se te reconozca (a ti y a los demás) el derecho de hacerlo. Como decía Sócrates, una vida sin reflexión (es decir: sin el cultivo del propio pensamiento) y sin aspirar a la justicia, no merece la pena ser vivida. Es por ello que, para desesperación de sus verdugos, las mujeres iraníes o afganas le están perdiendo el miedo a la lapidación o la horca…

Mi madre murió con la espina clavada de no haber podido seguir acudiendo a aquella escuela que ella intuía como el lugar desde el que como mujer podía aspirar a una vida plenamente libre y digna, pero le dio tiempo a ver como sus hijas y nietas, ellas sí, lo conseguían. Que el sacrificio hoy de las iraníes o afganas no sea totalmente en balde, y que las repugnantes creencias culturales y religiosas que justifican la sumisión de las mujeres al poder y la violencia de los hombres sean vencidas gracias, precisamente, a esas escuelas que, aunque cerradas hoy para ellas, les han inoculado ya ese veneno liberador al que, una vez probado, nadie puede renunciar.

 

miércoles, 21 de diciembre de 2022

La democracia y su «reducción al absurdo»

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La lucha por el poder no da cuartelillo. Y si alguien creía que la cúpula judicial estaba al margen de ella es que vivía en lo más alto de un guindo. De hecho, la cuestión no es si el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial deben participar o no de la «maraña de la política» (parece inevitable que así sea), sino si esa participación ha de tener algún límite, y si ese límite está más o menos relacionado con los propios a la arquitectura del sistema político. Veamos.

La presente guerra proviene directamente del «secuestro» del Consejo General del Poder Judicial por parte del Partido Popular, que se ha negado reiteradamente a cumplir con la obligación constitucional de facilitar la renovación de sus miembros, algo que hubiera cambiado su composición (ahora de mayoría conservadora) y, por ende, la del propio Tribunal Constitucional (que también mantiene de forma anómala una mayoría de jueces conservadores). En este sentido, la estrategia del PP ha consistido en chantajear recurrentemente al gobierno, exigiendo cambios legislativos imposibles, a cambio de facilitar la renovación de los jueces y obligando, mientras tanto, a prorrogar sus mandatos de forma artificiosa.

Hasta aquí, los golpes de la lucha política afectaban – pero solo afectaban – de modo inusualmente enérgico a uno de los pilares del sistema: el de la rotación del control del ejecutivo sobre el poder judicial (equivalente al que el poder judicial tiene sobre el ejecutivo). El problema es que en el asalto visto estos días la pelea ha llegado a quebrar, no sabemos hasta qué punto, al propio sistema.

Este segundo y peligroso asalto ha comenzado con la acción, desesperada e insensata, por parte del gobierno, de intentar romper el control del PP sobre el poder judicial con una artimaña legal poco ortodoxa y por la vía de urgencia; algo que, dada la trascendencia de lo que se pretendía reformar, no parece que fuera lo más procedente. Pero esto, que podría quedar expuesto, con toda normalidad democrática, a una reprobación posterior del Tribunal Constitucional, ha dado pie, sin embargo, a una reacción aún más explosiva del PP, que ha pedido a un TC bajo su control que emprenda una medida tan democráticamente inconcebible (jamás vista, de hecho, ni aquí ni en la UE ) como la de suspender cautelarmente la discusión y votación de una propuesta de ley (ya aprobada, además, en el Congreso) por parte de los representantes públicos, «no fuera a ser» que estos acabaran votando enmiendas poco constitucionales…

Con esta medida, el Partido Popular ha escalado hasta un extremo peligrosísimo la lucha por destruir a un gobierno que, contra todo pronóstico, se muestra más correoso, unido y resistente de lo que se preveía. La escalada consiste en utilizar el control de la cúpula judicial para generar una inestabilidad política e institucional tan grave que Núñez Feijóo pueda relanzar su imagen como la alternativa moderada que necesita imperiosamente el país. Si el valor distintivo de la «marca Feijóo» (frente al extremismo de VOX y el populismo chocarrero de Ayuso) es el orden y la moderación, no hay más que crear la necesidad de tales cosas y, para ello, nada mejor que colocar el país al borde de un colapso que quepa atribuir al «radicalismo de izquierdas».

¿Por qué esta estrategia? Dado que el malestar por la crisis económica o la (escasa) contestación social son insuficientes para dar del todo la vuelta a las encuestas, el PP habría optado por explotar la bronca institucional permanente. No queda otra. Pese a quien le pese, el gobierno de Sánchez ha logrado, sin un excesivo desgaste, gestionar una pandemia nunca vista, afrontar los efectos demoledores de una guerra, apaciguar la situación en Cataluña y mantener la situación económica bajo control (incluso en mejor estado que los países vecinos). Además, afrontará el próximo periodo electoral desde la presidencia de la Unión Europea, algo en lo que la imagen de estadista internacional de Sánchez supera con creces a la del provinciano y escasamente carismático Feijóo...  

Ahora bien, lo malo de provocar una gravísima crisis (como la de estos días) para adelantar y/o ganar unas elecciones, es que supone poner en jaque (o en tablas) al sistema entero. Y esto, lo haga quien lo haga, es sumamente peligroso e irresponsable. Y una prueba no menor de que la lucha política ha traspasado los límites democráticos tiene algo que ver con lo que los filósofos llaman «reductio ad absurdum». Cuando el proceso de legítima confrontación política conduce al absurdo de ver a los magistrados del TC decidiendo de forma indigna sobre su propia recusación, o bloqueando, ellos mismos, la votación en el Senado que podría forzarlos a renovar sus cargos, es que hemos llegado al límite mismo de la sensatez. Y hay que rectificar, antes de que salgamos perdiendo todos.


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Barras, siempre barras

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Tengo una amiga que se niega por sistema a sentarse en las mesas de los bares. O hay sitio en la barra o hay que cambiar de garito. Su argumento es que en las mesas se amuerma uno, y que donde pasa la vida es en las barras. Parece una tontería, pero solo si lo miras desde la cordura de la mesa. Vayamos, pues, a la filosofía de (la) barra.

De entrada, dice mi amiga, que es muy feminista, que la oposición mesa/barra representa una vieja estructura patriarcal. Y tiene más razón que una santa. A las mujeres, en los bares, se les ha tratado tradicionalmente de pena. Cuando entraban con sus maridos los domingos y fiestas de guardar (pues otro día, o solas, era indecente), se las abandonaba en la mesa (prolongación de la casa) mientras ellos ocupaban su sitio a pie de barra: ese fálico lugar en el que los machos beben, discuten, proveen a su prole (que espera en el nido de la mesa) y rivalizan por ver quién la tiene más larga.

Dense cuenta de que, en la estructura simbólica del bar, la barra equivale al espacio público y la mesa al privado; por ello el varón solía ocupar la primera y la mujer, a lo sumo, la segunda (salvo que la mesa fuera la del reservado de las conspiraciones, la juerga o los vicios prohibidos, en cuyo caso era también patrimonio masculino).

Mientras que por la mesa, más primaria, se prodigan las raciones, por el espacio público de la barra circulan el vino y las razones: dos ingredientes principales del desarrollo de la civilización. Con un plus democrático: en la barra (y salvando el tema de género) todo el mundo puede igualmente hablar y beber (otra cosa es que te escuchen o acepten la copa). Fíjense que si a la mesa va la tribu (familias, amigos, empresas…), a la barra va, con frecuencia, el ciudadano solo, y no solo a tomar algo, sino, sobre todo, a tomar la palabra junto a sus anónimos semejantes, aquellos a los que lejos del mostrador apenas dedicaría un saludo, pero que en la barra trata como a personas con voz y criterio, y si me apuran (o apura uno las cañas), como compadres o comadres en el duro oficio de vivir…

La barra de bar es doblemente embriagadora. No solo provee de balsámicos licores, sino también, y como si de un karaoke político se tratara, de un escenario accesible en que ensayar las relaciones cívicas. Así, además del lugar en que se encuentran los amigos, la barra puede ser púlpito donde dar el mitin o clamar al cielo, ventanilla en que desahogarte, despacho sobre el que arreglar el mundo o estrado en que administrar justicia (con sentencia adjudicada a golpes de vaso en el mostrador). Más en general, la barra es escaparate en que exhibir públicamente apostura, ingenio, maneras y poderío … Es difícil no encontrar la manera de «ser alguien» en una barra (sobre todo si uno no es todo lo que quisiera ser fuera de ella).

Ahora reparen en el lado estético-cultural del asunto. Si es cierto que la mesa genera sesudas y chispeantes tertulias, la barra es más plural y versátil. En la barra se practica el diálogo y el monólogo (con camarero o sin él, según lo bebido), el cante solitario o con cómplice (agarrado del hombro, para que no escape), la anécdota parca o su teatralización completa (sobre taburete o a cuerpo gentil) y, siempre, la improvisación, la llegada del otro, la hebra pegada, el verbo seductor… Si la mesa es, en fin, el buen rato alquilado de lo familiar y previsto, la barra es la performance continua, el no saber cómo y con quién se va a terminar… desbarrando.

Sin embargo, y pese a lo dicho, el ecosistema-barra se extingue. Cada vez son menos y más exiguas. El bar dispuesto en torno a la barra (como el templo en torno al altar) se suple hoy con el ejército de mesas de la franquicia, la gastro-taberna, la hamburguesería o la terraza. Los jóvenes, con sus botellones y pizzas a escote, ni saben ya de lo que hablo. Es cierto que con la barra se hace poco dinero (en la mesa se consume, en la barra «se está» – y si uno bebe o habla lo suficiente, hasta «se es» –), pero sin ella la dimensión pública del bar desaparece. ¿Dónde encontrarse ahora con vecinos y desconocidos? ¿Dónde expresar públicamente nuestras cuitas, sin camarero frente al que hablar, parroquianos a los que invocar, o rincones donde echar (o dar) el cante?...

La sustitución de la barra como espacio de sociabilidad abierta es un síntoma más de la decadencia de la vida civil. Como lo es la sustitución de la plaza por el «mall», del parque público por el centro de ocio, o del encuentro real por el virtual… Piensen que todo lo que antes hacíamos en calles y bares, lo hacemos ahora en el laboratorio particular de esas corporaciones privadas (Twitter, Facebook, WhatsApp…) que se dedican a mercadear con nuestra vida, y no, ni de lejos, a preservar las relaciones cívicas y humanas.

Así que aprovechen y reivindiquen ese conato de civilización que son las barras. Si por mí fuera, hasta las declaraba patrimonio cultural de la humanidad. ¿Habrá cosa más humanizadora que compartir a pie de calle el vino y las palabras?

miércoles, 7 de diciembre de 2022

¿Existe China?

 


Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Hace decenios que se repite proféticamente que el fin de Occidente está cerca, y que el eje del poder económico, político y cultural se traslada inexorablemente al sudeste asiático y, concretamente, a China; un tópico este que da mucho que pensar.

Antes de nada, ¿de qué China estamos hablando cuando admiramos, denostamos o tememos su reciente conversión en potencia mundial? Porque la China tradicional, considerada la principal antípoda cultural de Occidente, hace mucho que desapareció. La colonización europea, las guerras y la revolución marxista de Mao (también importada de Europa) la dejaron convertida en el solar histórico que se necesitaba para edificar esa «copia económica» de Occidente que es hoy el país; hasta tal punto que, salvo en los folletos turísticos o la demagogia de sus gobernantes, podríamos decir que China ya no existe, y que su peso internacional se debe al éxito de su conversión desesperada (era eso o disolverse como la URSS) en un clon barato del mundo occidental, esto es: en una mezcla entre el capitalismo global (especulación, grandes urbes contaminadas, consumo desaforado, desigualdad galopante, hedonismo digital, moral del éxito individual, referentes mediáticos globales…) y los residuos, ya menos que marginales, de su tradición cultural.

Así que, logre lo que logre ser China en un futuro próximo, dicho logro no será más que la confirmación del triunfo absoluto del modelo económico, social, moral y cultural de Occidente. Un modelo que, bajo la estrategia de la disgregación y relativización de todos los parámetros ideológicos (ese juego con la diversidad y lo trans, que no es sino la cara amable de la homogeneización de todo bajo el imperio de la libre transacción), se ha ido infiltrando en el último gran reducto de «otredad» que quedaba en el mundo para deconstruirlo y reedificarlo a la medida de las necesidades expansivas del mercado.

Ahora bien, que China haya quedado reducida a una exitosa amplificación de Occidente no elimina la inquietud con respecto al potencial expansionista de su sistema político (este sí relativamente original) mezcla de capitalismo sin complejos y dictadura orwelliana. Mientras este sistema persista, el mejor fruto de esa forma de neocolonialismo posmoderno que representa la globalización («un sistema, un planeta») no estará del todo maduro.

En este sentido, la gran pregunta es: ¿Tiene futuro a medio plazo el régimen político chino? ¿Hasta qué punto (o plazo) son compatibles el liberalismo económico y la autocracia política? En su visionario manifiesto de 1848, Marx cayó ya en la cuenta de que el imperio global de las mercancías conllevaba inevitablemente un intercambio simbólico con importe revolucionario: el modelo de vida occidental transmitido por el consumo y el mercado (un modelo individualista, moralmente «líquido», hedonista y cínico) resultaría letal – decía Marx – para todo régimen político fundado (como es hoy el chino) en la fortaleza y perdurabilidad de creencias excluyentes y supremacistas.

Abrirse al mercado – no hay más que recordar el caso de nuestro propio país en los años 60 – suele ser, pues, el primer paso en el derrumbe del absolutismo político. ¿Debemos confiar entonces en que las jóvenes clases medias chinas, una vez acumulen experiencia en el disfrute de la riqueza y de la cultura – occidental – que andan adquiriendo en sus modernas universidades, vayan a exigir masivamente al goce de los derechos que se les niegan hoy? ¿Son las protestas por la asfixiante y paternalista política frente al COVID, o las recurrentes revueltas prodemocráticas, los primeros pasos hacia ese cambio de escenario? Desde luego, el discurso ultranacionalista de los líderes chinos parece un claro síntoma (dime de qué presumes…) del temor de la oligarquía a un mayor reparto de poder que ralentice un desarrollo económico cuya rapidez depende, justamente, de la ausencia de trabas políticas…

Que una futura democratización y, por ello, completa occidentalización de China (que ya copia, perfeccionándolo, hasta nuestro modo de neocolonización «soft power») vaya a dar mayor estabilidad económica y geopolítica al planeta creo que está fuera de dudas. Miles de millones de chinos reconvertidos definitivamente de súbditos en ciudadanos y trabajadores conscientes de sus derechos, ofrecen buenas garantías de que ningún visionario va a lanzarlos a una aventura bélica; entre otras cosas porque una China democrática con masas de trabajadores concienciados ya no podría ser la incomparable potencia industrial que ahora es.

La segunda y temible opción es que los jerarcas chinos, aliados con otros oligarcas poco deseosos de compartir el poder, pretendan extender el modelo de autocracia digital y capitalismo de estado al resto del mundo; algo que sí que podría representar un riesgo cierto para todos.

Conferencia para la SCM: ¿Por qué la filosofía ha de ser el eje de la educación en una democracia?

Aquí tenéis, grabada en vídeo, la charla que ofrecimos hace unos días para la Sociedad Científica de Mérida en el Centro Cultural Alcazaba de Mérida, sobre la relación entre filosofía, educación y democracia (y a partir de este artículo publicado recientemente). Gracias a Rufino Rodríguez Sánchez por la invitación y a Ángel M. Felicísimo por la grabación, así como a todos los asistentes por el interesante coloquio posterior. 

domingo, 4 de diciembre de 2022

viernes, 2 de diciembre de 2022

La Red Española de Filosofía frente a la nueva EVAU

 


Rectificar es de sabios. Gracias a la presión, entre otros, de la Red española de Filosofía y del comunicado que emitimos hace unos días, el gobierno recapacita y retira la inminente aprobación de un nuevo modelo EVAU que no contaba con los consensos suficientes y que pretendía disolver la prueba específica en una prueba global (para filosofía, historia, lengua e idiomas) con preguntas tipo test y desarrollos de no más de 150 palabras. Una prueba competencial de filosofía, justo por ser competencial, no puede reducirse a preguntas tipo test y desarrollos telegráficos. Si se quiere una EVAU consensuada, el ministerio tiene que contar con los colectivos de docentes. 

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Burocracia y educación

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periodico Extremadura


Ignoro por qué hay en este país una desatada obsesión por lo reglamentario. ¿Será que somos más indisciplinados y el Estado desconfía más de nosotros? ¿Será que pululan cientos, o miles de políticos, administradores y autoridades varias con una vocación desmedida por dejar huella, hacer historia o, simplemente, justificar el sueldo?

Digo esto por el kafkiano laberinto normativo en que se está convirtiendo la aplicación de la nueva ley educativa (la LOMLOE); una ley que vino para librarnos de la infausta LOMCE pero que, al final, está siendo distorsionada de tal manera que va a acabar por ser más reglamentista y controladora aún.

Digo que se está distorsionando porque la LOMLOE no vino al mundo con la intención de imponer talibanamente un modo u otro de enseñar. La idea era más bien la contraria: permitir que los maestros y profesores más innovadores pudieran trabajar bajo un marco legal más ancho y permisivo para que así, y gracias a la eficacia y calidad de sus propuestas, se incitara a otros a subirse al carro.

Es por esto que los precursores de la LOMLOE insistieron desde el principio en la necesaria autonomía de centros y docentes, en la importancia de la vocación y la formación de estos, y en generar una estructura curricular que los liberara de la camisa de fuerza de los contenidos (desarrollados de modo enciclopédico por la ley anterior), señalándoles no más que unas competencias generales, una relación básica, ampliable y flexible de saberes, y una serie igualmente genérica de criterios de evaluación que cada centro, departamento y educador podría afinar para ajustarla a su alumnado, a su particular estilo pedagógico y a la realidad variable de sus aulas...

Pero nada de esto ha ocurrido. Gran parte de las comunidades autónomas han decidido (o eso parece) que dar tanto poder a los agentes educativos reales (los centros y sus maestros y profesores) no podía ser bueno. Por ello, y no sé para demostrar qué, han llenado las leyes de prescripciones y desarrollos absurdos que solo sirven para desanimar a los que quieren cambiar las cosas y multiplicar el rechazo de los que no quieren cambiar nada.

Así, hay comunidades que han multiplicado por dos la extensión de los currículos ministeriales, empeñándose en prescribir a los docentes (no sea que ellos no fueran a caer) cada una de las relaciones que pueden establecerse entre competencias para cada una de las materias, en multiplicar los saberes básicos y los criterios de evaluación, en inventar retóricas e incomprensibles instrucciones, en establecer porcentajes para ponderarlo todo, o en repetir hasta la náusea las mismas invocaciones retóricas a los preceptos y valores de rigor… Todo como si hubiera que demostrar que en tal o cual comunidad se legisla más y mejor que en ningún otro sitio o que, puestos a reformar y a ser innovadores no hay quien los gane...

Hay cosas que, en este afán por ser más papistas que el papa, rozan el surrealismo más absoluto. Un ejemplo son las famosas «situaciones de aprendizaje», un recurso didáctico (entre muchos otros) que no se sabe quién (ni por qué) ha decidido estipular como formato universal de toda actividad en el aula. Otro es el de las «rúbricas» que, de herramienta de uso ocasional, han pasado a constituir una suerte de rito de contabilidad obligatorio. Otro el de la cansina alusión a los “retos y desafíos del siglo XXI”, una relación común (y un tanto desmadejada) de problemas y objetivos socioeducativos, aparecida en unos cuantos artículos pedagógicos, que tuvo que parecerle pasmosa (o suficiente para dar el lustre que se buscaba) a algún gerifalte de los que marcan tendencia en los despachos. De todas estas cosas da igual, además, lo que se sepa (poca gente sabe hacer realmente una situación de aprendizaje o una buena rúbrica); lo importante es que «estén», que se nombren, que aparezcan en los papeles…

Podríamos seguir contabilizando dislates burocráticos, pero esto lo sería aún más. Baste recordar con melancolía que la educación nada tiene que ver con la repetición mecánica de técnicas o mensajes, ni con el registro o la evaluación obsesiva de cada gesto o paso del aprendiz (nadie aprende nada – más que a depender de la aprobación de los demás – sometido constantemente a juicio). Parece que hubiera un miedo atroz a permitir que docentes y alumnos puedan enseñar y aprender en libertad, sin más pauta que un índice elemental de competencias, contenidos y normas. ¿Será ese miedo el que explica nuestra insana afición a reglamentar al milímetro lo que ni puede ni debe serlo? Tal vez. Pero en ese caso lo que toca es aventurarse… Al fin, es mucho más educativo cuestionar las normas que seguirlas ciegamente…


miércoles, 23 de noviembre de 2022

¿Valores en el fútbol?

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

¿Es censurable que la FIFA haya organizado el Mundial de fútbol en Qatar, un país sin libertades democráticas y en el que se saltan a la piola los derechos humanos, ningunean a las mujeres, encarcelan a los homosexuales y explotan hasta la muerte a los trabajadores migrantes?

Pues en cierto modo se podría decir que no. Al fin y al cabo, la FIFA y su Mundial de fútbol no son más que una empresa cuya finalidad no consiste en promover el progreso social, sino en ganar poder y sumas gigantescas de dinero vendiéndole entretenimiento y «pan y circo» a la gente. A esa misma gente, por ejemplo, que se ha dejado literalmente la piel construyendo estadios y hoteles de seis estrellas para exhibir y justificar el régimen de un puñado de oligarcas milmillonarios. ¿Qué sería de estos espectáculos sin ellos?

Por lo demás es falso, y un pretexto patético, afirmar que celebrar el Mundial en Qatar vaya a servir para mejorar los derechos de los trabajadores, las mujeres o los homosexuales de ese país. En cuanto se vayan las cámaras se volverá a las andadas con el refuerzo y la autoridad que otorga el haber sido organizadores de un Mundial. Junto a esto, el que algunos equipos lleven o no un brazalete con la bandera LGTBI (cosa que, además, no piensa permitir la FIFA) es una gota en el océano de ese reconocimiento internacional comprado a precio de oro por la monarquía catarí. Realmente, para que esos gestos mediáticos sirvieran mínimamente para algo, los equipos y sus federaciones tendrían que desafiar de verdad a la FIFA y al país sobornador, cosa para la que no parece que tengan lo que hay que tener (quizá para tenerlo haya que ser iraní, y saber de verdad lo que es vivir bajo una dictadura).

Tampoco sirve aquello de «exportar los valores del fútbol» o «del deporte» (el Mundial no es, como dicen los más cursis, una «invasión pacífica del apetito de libertades», ni de nada por el estilo). Más allá de los valores propios al mundo del espectáculo, ¿cuáles serían esos valores que transmite el futbol?... ¿El trabajo en equipo? ¿El sacrificio? ¿La lealtad y la confianza hacia quienes te dirigen?...  Tal vez. Pero tales valores no son en sí mismos distintivos de nada moralmente valioso. También se puede trabajar en equipo, esforzarse y ser leal vendiendo seguros o gaseando a la gente. Mucho me temo, además, que esos valores (trabajo en equipo, sacrificio, lealtad…) son exactamente los mismos que exigen los patronos catarís a sus trabajadores esclavos… 

El deporte en general está moralmente sobrevalorado. Su presunto valor moral se reduce, de hecho, al de promover una vida sana (y aún eso con excepciones) y a cuatro o cinco generalidades (el compañerismo, la cooperación, el afán de superación…) que, como hemos dicho, lo mismo sirven para ganar un partido que para vender seguros. No sé de dónde se ha sacado nadie que hacer deporte o contemplarlo es una actividad superior. ¿Será la tan cacareada crisis de valores? Lo dudo, pues la cosa viene de antiguo. Ya en la Grecia clásica, el filósofo Jenófanes se extrañaba de que personas sin más mérito que saltar o correr un poco más o menos que los demás, fueran erigidas como modelos de virtud para la ciudadanía. «No por tener un excelente luchador o alguien imbatido en la carrera – decía – la ciudad estará mejor gobernada». Pues eso.

Desde luego que el deporte y el fútbol, si no valores morales o políticos, sí que poseen grandes valores estéticos. La épica del juego es emocionante, y contemplar un ejercicio atlético o una jugada brillante puede ser estéticamente muy satisfactorio (esa encarnación precisa de la inteligencia y la voluntad en el cuerpo y las acciones del atleta es de una belleza innegable). Pero aun así no es nada que no se deje plasmar en otras ocupaciones humanas, ni que pueda soñar con hacer sombra a la más modesta de las actividades artísticas.

… ¿Qué hacer, en fin, con lo de Qatar? A los que el fútbol nos importa muy poco, aguantar con infinita paciencia la multiplicación del espacio y el tiempo, ya de por sí abusivo, que socialmente se le dedica. Y a los que les gusta, ellos sabrán. Podrían hacer boicot, como se hace con las empresas cuando explotan a la gente o colaboran con regímenes criminales (se ha hecho con las empresas rusas tras la agresión a Ucrania, por ejemplo). Un boicot, además, de lo más sencillo, y que consistiría en apagar el televisor en cuanto aparecieran esos larguísimos spots publicitarios que son los partidos. Pero no creo que los futboleros tengan balones de hacerlo. Así que, con toda probabilidad, este Mundial va a servir fundamentalmente para «pasarle la pelota» a ese país tan simpático y acogedor (y tan rico en gas y petróleo) – además de tiránico, misógino, homófobo, racista y cuasi esclavista – que es Qatar. ¡Menudo gol nos han metido!

 

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Llenar de educación la España vaciada

Foto de María Artigas
 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Hay un pueblo abandonado en Zamora que se vende por la mitad de lo que vale un piso en el centro de Madrid. No es el primero ni será el último. Los pueblos y campos del sur de Europa sufren un acelerado proceso de degradación que los condena al abandono, más aún si pensamos en la edad media de las personas que los mantienen todavía en pie.

Y no es que no se haga nada para revertir este proceso. Cientos de plataformas cívicas y algunas agrupaciones políticas hacen un esfuerzo ímprobo para presionar a las administraciones y devolverles a las zonas rurales parte de la relevancia demográfica, económica, social y cultural que han tenido durante generaciones.

Muchas de ellas han acudido esta semana a Bruselas, invitados por la eurodiputada extremeña Mª Eugenia R. Palop y la portuguesa Marisa Matias (del grupo de la Izquierda europea), para tratar de las propuestas lanzadas por la Comisión Europea bajo el lema “Una visión a largo plazo para las zonas rurales”. Entre estas propuestas las hay referidas a la supervivencia del sector primario, el desarrollo de las energías limpias y la mejora de los servicios públicos. Frente a ellas se ha sostenido la necesidad de aunar viabilidad y sostenibilidad, así como el mantenimiento de unos servicios públicos de calidad, entre ellos el de la educación.

La educación es un elemento clave para que la sociedad tome conciencia y reaccione colectivamente en defensa de sus pueblos. Para esto es necesaria una formación que haga comprender la importancia del medio rural como parte de la lucha contra el cambio climático, que capacite para el aprovechamiento sostenible de los recursos rurales, y que transmita eficazmente los valores en que debe sustentarse el compromiso común con la cohesión social y territorial.

Es cierto que todos estos objetivos están ya recogidos en las nuevas leyes educativas, según las cuales la educación ecosocial y contra el cambio climático, el desarrollo de las competencias emprendedora o digital, y la formación ético-cívica (sin olvidar el cuidado de las relaciones intergeneracionales) pasan a formar parte orgánica del currículo en la mayoría de los niveles, etapas y áreas de la educación no universitaria. Pero está claro que con esto no basta.

Es imprescindible, en primer lugar, que los objetivos educativos y curriculares se refieran de forma más directa a los entornos rurales. Es verdad que en los nuevos planes de estudio el alumnado ha de vérselas con el reto demográfico, los desequilibrios regionales, la incidencia de la globalización en el ámbito local o el valor de los productos agroalimentarios de cercanía, entre otros muchos aspectos. ¡Hasta con los detalles de la Política Agraria Común han de lidiar los alumnos y alumnas del bachillerato! Pero estos contenidos habrían de entenderse desde una perspectiva más estructurada y sistemática. ¿Por qué no introducir un área o materia dirigida específicamente a la sostenibilidad del ámbito rural, especialmente en ciertas comunidades?

En segundo lugar, resulta imprescindible el reforzamiento de las escuelas rurales. Ha llovido mucho desde aquellos tiempos en que, como narraba Josefina Aldecoa en «Historia de una maestra», los maestros dormían sobre la tarima de las desvencijadas escuelas municipales. Pero aún queda mucho por hacer. La escuela rural no solo ha de estar bien dotada, sino mejor dotada que las demás. Por mero sentido del equilibrio. Y al hablar de dotación no me refiero solo a becas, transporte o conectividad, sino fundamentalmente a la calidad de sus proyectos educativos y a la entrega de los profesionales que los llevan a cabo.

Un motivo principal para que la gente quiera vivir en los pueblos es la educación que reciban sus hijos. Por eso es necesario que las escuelas rurales refuercen y aprovechen su singularidad educativa, es decir: su proximidad e implicación socio-comunitaria, la diversidad de su alumnado, sus ratios bajas, el uso didáctico del entorno, así como una pedagogía activa y colaborativa que cae por su propio peso en aulas a menudo mixtas, con chicos y chicas de distinta edad y nivel …

Una educación innovadora y de calidad atraería a familias y docentes, asegurándoles un inmejorable nivel de vida en aquello que más importa a muchos: la educación de sus hijos y alumnos. Si a esa escuela de excepcional calidad le unimos la mejora de los demás servicios (la conectividad, el transporte, los servicios de salud…) y un apoyo sólido y constante al aprovechamiento sostenible de los recursos, tendremos la fórmula perfecta para devolver la vida a nuestras zonas rurales.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Educación, salsa de tomate y cambio climático.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Se celebra estos días en Egipto una nueva cumbre climática mundial. Pero, aunque como escaparate político y mediático tenga su aquel, su utilidad inmediata parece reducirse a negociar cuotas entre países ricos y prometer compensaciones a los más pobres (esto es: a los que menos contaminan, pero sufren con más intensidad los efectos de la contaminación). Acuerdos y compensaciones que, por demás, casi nunca se llevan a cabo y de los que suelen autoexcluirse las naciones que más daño medioambiental provocan.

Mientras tanto, el cambio climático y sus catastróficas secuelas son ya un hecho constatable e imparable. Un hecho ante el que la mayoría, ricos o pobres, no quiere hacer nada que se oponga sustancialmente a sus deseos por mantener o conseguir un desarrollo material que sabemos materialmente inviable, y de cuyo anunciado colapso no nos va a salvar ningún milagro tecnológico. Parece que estuviéramos dispuestos a asumir cualquier riesgo antes que renunciar a cierto nivel de vida. ¡Ya apechugarán otros, o los que vengan detrás!

Los que vienen detrás son jóvenes sin más expectativas de progreso que las del precariado de por vida y 30 o 40 metros cuadrados alquilados a precio de oro en algún suburbio. Jóvenes que, pese a que no van a disfrutar como nosotros del bienestar y de los bienes que nos han procurado decenios de desarrollo insostenible, van a sufrir directamente sus consecuencias en forma de sequías crónicas, escasez energética, crisis alimentarias, migraciones masivas y, probablemente, luchas sin cuartel por los recursos básicos...

Ante esta alarmante e injusta situación algunos de esos jóvenes se dedican a pintarrajear las paredes de los museos más chics o a verter tomate – supongo que orgánico – sobre el cristal de cuadros ridículamente sacralizados (y por los que, por cierto, se pagan cantidades obscenas – también en concepto de seguros – que servirían para pagar con creces lo que debemos a los países afectados por nuestra polución). Pero la delicada y simbólica rebeldía de estos jóvenes activistas es todavía más inoperante y efímera que la de las cumbres climáticas. Para torcer realmente el rumbo (es decir, para mitigar el cambio climático, pues invertirlo es ya imposible) haría falta algo mucho más sustancioso y consistente; algo con que movilizar en la misma dirección y de forma masiva a distintas generaciones. Haría falta, en fin, cierto tipo de educación…

En este sentido, no podemos menos que celebrar que, pese a las críticas que recibe (algunas merecidas), en la nueva ley educativa española se reconozca por vez primera de manera explícita la necesidad de la educación para el desarrollo sostenible y la lucha contra el cambio climático en todas las etapas de la educación formal, desde la Educación Infantil a la Formación Profesional o la Educación para Adultos.

Un reconocimiento este que ha ido, también por vez primera, mucho más allá de los preámbulos y los artículos más genéricos de las leyes para infiltrarse de manera estructural (y no retóricamente transversal) en los currículos de todas las áreas y materias en las que se forma a niños y adolescentes. Así, la comprensión de las causas y efectos del cambio climático o de las relaciones sistémicas entre la economía, la desigualdad y los problemas ecológicos, junto a conceptos como los de biodiversidad, responsabilidad ambiental de las empresas, economía circular, soberanía alimentaria, comercio justo o decrecimiento, habrían de constituir, según la ley, la base para el desarrollo, desde la perspectiva específica de cada materia, de hábitos y actitudes relativas al consumo responsable, el respeto a los animales, la movilidad sostenible, la gestión de residuos y la eclosión, en general, de una conciencia ecosocial mantenida y generalizada.

Y todo ello no solo a través del trabajo con distintas materias o áreas, sino, mucho más importante, desde el enfoque reflexivo y argumentativo que proporcionan asignaturas tan formativamente decisivas como Ética o Filosofía. Qué el alumnado, ya desde primaria (en la novedosa área de Educación en Valores Cívicos y Éticos), se pregunte por el deber ético de cuidar de nuestro entorno y sea capaz de razonar y dialogar en torno a cuáles han de ser nuestras prioridades al respecto, es la garantía de que sobre este tema no hay adoctrinamiento alguno, y de que los valores y actitudes que acabe por adoptar el alumno serán el fruto de su convicción personal, y no de la repetición militante y dogmática de los mensajes al uso.

La educación ética no garantiza, por supuesto, que vayamos a ganar la batalla contra nosotros mismos a la que nos empuja la crisis climática, pero es la mejor herramienta, junto a las leyes (mejor, de hecho, que estas, porque aporta el elemento fundamental de la convicción y el diálogo), para intentarlo…

 

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Cómo triunfar en la vida.

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


Alguna vez, y fuera de clase, me han preguntado los alumnos que cómo he llegado yo a (según ellos) «triunfar en la vida». ¿Y qué es eso de «triunfar en la vida»? – les suelto enseguida—. «Pues trabajar en lo que quieres y pasártelo bien haciéndolo», dice uno. «Y que lo que haces sea útil, y que la gente te aprecie por ello», dice otro en tono más social. Un momento – les digo –, ¿y lo de ser famoso, o alguien con mucha pasta o poder? Yo no soy nada de eso. «No hace falta ser rico, sino solo tener lo necesario», arguye el más sensato. «Sí, y que te conozcan y te quieran de verdad, y no como a los famosos», añade otro. Además – vuelve a decir el primero –, tú haces y dices lo que quieres y, a veces, hasta te escuchamos (risas), ¿qué más poder hace falta? …

Bueno – les digo –, pues una vez hemos dejado claro lo que es «triunfar en la vida», vayamos a la receta que me pedís. La primera indicación es esta: intentad dedicaros a lo que más os entusiasme. El entusiasmo es motivador y contagioso, os hará trabajar con muchas ganas y contribuirá a convencer a los demás del valor de lo que hacéis… El entusiasmo no se reduce al gusto pasajero por hacer algo, sino a un estado emocional más permanente, que nace de saber que lo que hacemos es significativo o necesario para uno mismo y para otros, y que podemos aportar algo (por ínfimo que sea) valioso y distintivo al respecto. A mí me pasó con la filosofía y la educación; a vosotros – les digo – os pasará con otras cosas.

La segunda regla de oro para «triunfar en la vida» – sigo con el rollo – es confiar en el propio talento. Incluso aunque uno no sea muy listo (yo no lo soy), es muy difícil que, estando bien motivado, no se haga cada vez mejor lo que ya se sabe hacer más o menos bien... Desde luego, os habrán dicho – les digo, anticipándome a lo que algunos piensan – que el mérito no siempre importa, y que poco se logra a veces sin ser «hijo de» o tener un «buen padrino» (como en las películas de mafiosos), especialmente en esta vieja tierra, donde todavía ser pariente, camarada o fiel servidor son vía de acceso privilegiado para algunos puestos o cargos (que a veces sufrimos y pagamos todos). Esto solo es – les digo, cruzando los dedos – un residuo de viejos y oscuros tiempos; aquellos en los que, bajo la parafernalia burocrática y el torcido manejo de las leyes, mandaban bajo cuerda, y con la connivencia de casi todos (unos por miedo y otros por servil gratitud), ciertos prohombres o «caciques». Pero incluso si así no fuera – sigo diciéndoles, esforzándome en creer en lo que digo –, no dejéis por ello de cultivar y demostrar vuestro talento (vuestro talento, también, para cambiar las cosas), pues al final el mérito y la competencia acaban casi siempre imponiéndose, y que vuestros logros sean mayormente vuestros, y no debidos a favores o privilegios, es otro motivo para que os tengáis por triunfadores…

Una tercera cosa que os aconsejo si de verdad queréis triunfar en la vida – y algunos me matarían por deciros esto – es que no seáis mansos o indiferentes, que os «signifiquéis», que «deis problemas» cuando sea preciso darlos, y que os metáis en política, como es, por otra parte, vuestra obligación como ciudadanos. «Meterse en política» no quiere decir (necesariamente) que os afiliéis a ningún partido, sino que razonéis (actuando en consecuencia) sobre lo que nos debemos unos a otros (y cada cual a sí mismo), de manera que contribuyamos a crear un mundo en que la amistad, la honestidad, la lucidez y la justicia prevalezcan sobre el odio, la manipulación, la astucia, la humillación y el abuso… Muchos os dirán entonces que sois unos ingenuos, que esto no hay quien lo cambie. Y os aconsejarán que, caso de no querer ser como lobos, os mostréis serviles y aceptéis con alegría limosnas, favores o el pan (o el jamón) y circo con el que intentarán comprar vuestro silencio. Pero vosotros ni caso. Prostituir el alma no es triunfar en la vida, e incluso en la cima del poder y la riqueza os dará una vergüenza tan profunda que no habrá champagne (o vino añejo) capaz de lavarla. Humillaciones tan grandes no son fáciles de superar, ni con la ayuda del más caro de los psiquiatras…

Así que ya sabéis – termino por decirles –, más allá de lo que os suelen aconsejar (que si el esfuerzo, la disciplina, el trabajo duro…) yo os recomiendo que hagáis lo que racionalmente más os entusiasme, que confiéis en vuestro talento, y que aquello que elijáis contribuya a haceros mejores y a construir un mundo más justo.  «Recordad (y acabo, lector, con la moralina que le suelto a estos pobres míos) que triunfar en la vida también consiste en poder ir por la calle (y por el laberinto de uno mismo) con la cabeza muy alta. Y ojo que digo con la cabeza y no con el morro. Ojalá lo logréis. Saberlo es el primero y más importante de los pasos…»

miércoles, 26 de octubre de 2022

Qué trae de bueno la LOMLOE

 



Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura , el Periódico de España y el diario La Provincia.


Sobre la LOMLOE, la ley educativa que ha empezado a aplicarse este curso en las aulas, se dice de todo, la mayoría de las cosas, me temo, por ignorancia, confusión o intereses no muy claros. Se dice, sobre todo, que es otra nueva ley inventada por pedagogos alejados de lo que realmente sucede en las aulas. Veamos si esto es o no cierto.

De entrada, la LOMLOE no es una ley sustantivamente nueva, sino (como su propio nombre indica) una actualización de leyes anteriores (básicamente de la LOE, que lo es a su vez de la LOGSE, que es la que sustituyó a la ley franquista de 1970). Por otro lado, que una ley sufra ajustes sucesivos, sin cambiar sus principios fundamentales, no es más que un síntoma de que los ciudadanos, como es habitual en democracia, tienen ideas parcialmente distintas sobre educación (otra cosa es la instrumentalización política de esa controversia más allá del ámbito educativo y las imposturas legislativas que esto pueda procurar).

En segundo lugar, la LOMLOE no es una nueva “ocurrencia” de los pedagogos, y esto no ya solo porque sea una actualización de leyes más que probadas, sino también porque las presuntas novedades que incorpora (el enfoque competencial de los currículos, los perfiles de salida, las situaciones de aprendizaje…) llevan años desarrollándose, tanto en las naciones de nuestro entorno como en nuestro propio país. Por lo demás, el objeto de esa incorporación es el de ajustar plenamente la ley española a recomendaciones europeas que llevan casi veinte años en vigor, inspirándose en modelos ya asentados como, entre otros, el de Portugal o Quebec. ¿Dónde están, pues, las “ocurrencias”?

En cuanto a la queja por que una ley educativa esté concebida por “pedagogos”, es decir, por expertos en educación, ¿qué cabe decir? ¿Por quién debería estar concebida si no?... La pedagogía es, sin duda, una ciencia “blanda”, imprecisa e inconsistente en algunos de sus planteamientos (como lo es, en general, cualquier otra ciencia humana), pero es lo mejor que tenemos. Y lo será mucho más, sin duda, si se combina con la experiencia práctica de los docentes. Es por esto por lo que la LOMLOE, aunque concebida en sus líneas generales por pedagogos, ha sido desarrollada de forma sistemática por cientos de maestros y profesores en activo, que han trabajado en ella durante meses, tanto en el ámbito nacional como en el de cada administración autonómica. 

Visto pues que la ley es algo más que una mera ocurrencia teórica de los pedagogos, ¿qué es lo que trae de bueno dicha ley? Yo destacaría tres elementos. El primero es la adopción (estructural, y no ya retórica) del citado enfoque competencial, esto es, de la idea de que aprender X es necesariamente equivalente a aprender a hacer algo (empezando por pensar) con X. Una idea obvia, pero que dado el carácter cosmético de parte de los “aprendizajes” al uso, había que articular y traducir en términos curriculares.

El segundo elemento refiere la consagración normativa del enfoque integral de la educación, seriamente desvirtuado por la ley Wert. Una educación integral es aquella que no atiende únicamente a la faceta académico-laboral del alumnado, sino también a la cívica y personal. De ahí que el currículo LOMLOE incorpore explícitamente la educación cívica en todas las áreas y materias, añadiendo, además (aunque de forma insuficiente, todo hay que decirlo), la formación ética y filosófica necesaria para evitar que esa educación cívica degenere en adoctrinamiento ideológico. No olvidemos que de esta formación cívico-ética depende nuestra cohesión como sociedad en torno a valores e identidades comunes, inclusivas y alejadas de dogmatismos políticos, religiosos o de cualquier otro tipo.

Un tercer elemento igualmente importante que nos trae la LOMLOE es el del incremento de la autonomía de centros y docentes. De hecho, la norma se ha concebido, entre otras cosas, para prestar cobertura legal a prácticas educativas que, por su dimensión innovadora, no podían aplicarse hasta ahora “con todas las de la ley”. Es extraño, por ello, el afán “ordenancista” que demuestran (y demandan) algunos en relación con su aplicación en las aulas. La LOMLOE representa un marco normativo idóneo para concebir y realizar prácticas educativamente innovadoras, contextualizadas y transformadoras, y no, en ningún caso, una máquina de generar informes y formularios con los que contabilizar, fiscalizar y tratar de uniformar hasta el último detalle el trabajo docente. Si las administraciones o algunos docentes creen esto, es que, a mi juicio, no han entendido el propósito de la ley, y hay que hacérselo saber.

Ciertamente, la tarea educativa es incompatible con dos de los peores males que suelen aquejarla (y que, además, ella misma perversamente transmite a veces): la hipertrofia retorico-legislativa y el dirigismo ciego. Pero estos males no lo serían tanto si no hubiera siempre un numeroso grupo de personas dispuestas a ser cómodamente dirigidas antes que tomarse la molestia de asumir sus propias responsabilidades. 

 

sábado, 22 de octubre de 2022

La filosofía como eje de la educación en democracia


 La revista Paideia tuvo la gentileza de publicar en su último número nuestro artículo "La filosofía como eje de la educación en democracia". En él sostenemos la idea de que la formación filosófica es un componente fundamental de la educación en y para la democracia. La razón es que tres de las propiedades más importantes de las ideas de democracia y de educación (la orientación axiológica, la dimensión dialéctica y la autorreferencialidad) son las mismas que caracterizan específicamente a la actividad filosófica, una disciplina que contribuye como ninguna otra al aprendizaje de tres competencias análogas a dichas propiedades (la especulación en torno a las ideas, el diálogo crítico y la actitud reflexiva) y que resultan necesarias tanto para el ejercicio pleno de la ciudadanía como para el desarrollo de una educación articulada en torno a la autonomía del alumnado. 



miércoles, 19 de octubre de 2022

La revolución de la longevidad

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Una de las mayores transformaciones que caracteriza a las sociedades actuales, con nuestro país a la cabeza, es la del incremento de la longevidad. La mayoría de las personas vive hoy el doble de años que hace un siglo; un hecho revolucionario que abre posibilidades y genera desafíos económicos, sociales, políticos y culturales históricamente inéditos.

Este incremento de la longevidad no es solo un dato cuantitativo, sino también cualitativo: no solo aumentan los años de vida, sino también la capacidad para darle más vida a esos años y, con ello, de adoptar un rol activo en relación con el desarrollo y bienestar común.

La idea que va imponiéndose es que el envejecimiento, lejos de concebirse como un estado de decadencia y pasividad, representa una nueva etapa de crecimiento y transformación personal y social. Frente a los valores de «lo eternamente joven» y la obsesión por disimular el paso del tiempo, la vejez se reivindica hoy como un estado de plenitud y actividad humana capaz de aportar múltiples beneficios a la sociedad, no solo económicos (la llamada «economía de plata»), sino también afectivos, cívicos y culturales.

El fenómeno de la longevidad no es, pues, reducible a una suerte de trastorno demográfico o económico (relacionado con el descenso de la productividad o la sostenibilidad de los recursos públicos), sino que refiere un viraje integral mucho más amplio y fundamentalmente positivo. Las cada vez más numerosas y mal llamadas «clases pasivas» no son en absoluto pasivas o improductivas: viajan y consumen, cuidan y permiten la conciliación laboral a sus familiares, practican el voluntariado, hacen deporte, desempeñan funciones laborales de modo emérito, y llenan a rebosar determinados eventos culturales o las aulas de instituciones como las universidades de mayores, donde, además de aprender, enseñan y forman a todos los que tienen (tenemos) la oportunidad de trabajar con ellos. No en vano son personas que han sabido adaptarse a gigantescas y sucesivas metamorfosis políticas, culturales y tecnológicas no experimentadas nunca antes por una misma generación…

Ahora bien, el incremento de la cantidad y la calidad de los años que vivimos, y la apreciación de este fenómeno como un síntoma inequívoco de progreso, suponen el despliegue de profundos reajustes sociales inspirados en valores que, como la solidaridad y la justicia intergeneracional, solo pueden ser sólidamente asumidos desde la experiencia continuada del encuentro y enriquecimiento mutuo entre distintos grupos de edad.

Esta experiencia de encuentro no es sencilla en un mundo que tiende a fragmentar y especializar cada vez más los espacios de convivencia, relegando aquellos que tradicionalmente acogían el contacto intergeneracional (empezando por los propios núcleos familiares, cada vez menos dados a la integración de las personas mayores). Por eso mismo, las instancias públicas han de compensar y paliar estas dificultades con medidas políticas y educativas firmes y continuadas.

Me consta directamente que la nueva ley educativa (la LOMLOE) ha sentado bases sólidas – aunque siempre mejorables – para el desarrollo de aprendizajes en los que se fomente la comunicación y la cooperación intergeneracional, se rompa con viejos prejuicios edadistas, y se reconstruya la figura tradicional del anciano ligándola a nuevos modelos de envejecimiento autónomo y activo. En nuestra región, centros pioneros en la promoción educativa de las relaciones intergeneracionales (como el IES Jaranda de Jarandilla de la Vera) han generado modelos de referencia internacional. También en Extremadura, y gracias en parte al trabajo de un grupo de docentes (Ignacio Chato y tantos otros), se ha trazado un ambicioso Plan Estratégico para el Desarrollo Intergeneracional que habrá de culminar en 2025. Más allá de nuestra comunidad, instituciones como el Centro Internacional sobre el Envejecimiento, conducido entre otros por Antonio Basanta, o la Cátedra Macrosad de Estudios Intergeneracionales de la Universidad de Granada, dirigida por Mariano Sánchez, trabajan desde hace años con el mismo propósito. 

Todos estos son ejemplos del esfuerzo discreto pero eficaz de comprender y encauzar una transformación que, lejos de entenderse como un trastorno o una rémora, ha de ser concebida como una oportunidad de desarrollo colectivo, además de como una revolución en nuestro modo de entender la vejez y la vida misma. En una época de asombrosos cambios de consecuencias más o menos inciertas (muchas veces preocupantes), el de la longevidad está probablemente entre los más esperanzadores. Apostar decididamente por él es, sin duda, apostar por el futuro y el bienestar de todos. 

 

 

miércoles, 12 de octubre de 2022

Los fachas y la policía de la moral

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Hace cuarenta años y en plena transición, los alumnos rebeldes llevábamos en la carpeta o la chupa las pegatinas de la Joven Guardia Roja, la chapa con la bandera republicana y el retrato del Che… Hoy, si quieres epatar a tus padres, profes y camaradas, exhibes en el móvil los vídeos de VOX, te pones como un berraco defendiendo los toros y la caza, llamas «maricones» a los que no son tan machotes como tú, y si eres todavía más chulo, adoptas toda la parafernalia nazi que haga falta para que te pare la policía (o, en su defecto, el jefe de estudios de guardia).

Y tanto entonces, hace cuarenta años, como ahora, los adultos biempensantes (entre los que uno se cuenta ya) andamos escandalizados. «¡A dónde vamos a ir a parar! ¡Menuda juventud!» – decían y seguimos diciendo –. La diferencia es que entonces la minoría díscola éramos nosotros (¡los rojos que venían a destruir España!), y ahora lo son ellos (¡los fachas que vienen a acabar con nuestra democracia!). No está mal: que vengan los “fachas” es señal de que alguna vez se fueron… 

¿Pero viene de verdad alguien? No lo sé. Cuesta estar seguro de que los fachas que despuntan hoy por varios países de Europa vayan a reinstaurar algo parecido al fascismo de los años 30 (como costaba, a finales de los 70, pensar que los rojos de entonces iban a refundar algo similar a la Unión Soviética). De momento, el auge de la ultraderecha parece, con todas sus complejidades, de un tipo similar al facherío de nuestros adolescentes: un grito de protesta de los que se sienten el último mono, sueñan emocionados con un cambio que apenas pueden describir, y disfrutan desafiando la moralina dominante. Pero súmenle a todo eso un cúmulo de tensiones prebélicas y una recesión profunda que acabe con el Estado protector y… quién sabe lo qué puede pasar. 

Por ello conviene cuidarse de esas exhibiciones, cada vez más desenvueltas, de ideas y actitudes que creíamos superadas y parecen extenderse entre los jóvenes: machismo, xenofobia, homofobia, exaltación de la violencia… Ahora bien, la pregunta, naturalmente, es: cómo. Y la respuesta, por mucho que impaciente a muchos, solo puede ser la de siempre: a los jóvenes solo se les corrige educándolos.

«¿Pero es que no los educamos ya?» – preguntará alguien –. Pues no sabría qué decirles. Si por educar se entiende soltarles de vez en cuando una homilía sobre lo buenos que son nuestros valores, no estamos haciendo nada. Ningún ser humano se convence de la legitimidad de algo por simple enunciación, por entusiasta que esta sea.

Tampoco vale prohibir lo que tendríamos que esforzarnos por cambiar. En primer lugar, porque para cambiar la conducta de alguien no cabe más que convencerlo, y una prohibición es lo contrario de una argumentación convincente. Y, en segundo lugar, porque imponerle algo a un ser racional (sin darle razones para ello) es violentarlo y, por lo mismo, provocarle unas ganas tremendas de violar lo mismo que le impones. Prohibir es el antónimo exacto de educar y, en boca de un educador, una patética manifestación de impotencia que ningún adolescente que se respete a sí mismo puede aceptar (aunque lo disimule).

Piensen, además, a dónde conducen las prohibiciones. ¿Por qué íbamos a limitarnos a prohibir, por ejemplo, que un chico haga el saludo nazi en clase? ¿No es mucho más peligroso que lea el Mein Kampf o que haga proselitismo entre sus compañeros en el patio? ¿Habrá que controlar entonces los libros que se traen al centro, o colocar micrófonos en los pasillos, como si en vez de educadores fuésemos una especie de «policía de la moral» persiguiendo «discursos de odio» (e incitando, seguramente, a un odio mucho mayor que aquel que pretendemos evitar)?

Por supuesto, y anticipándome a las objeciones que imagino, esto no quiere decir que no se deban prohibir aquellos actos en los que se ataque, maltrate o amenace a otros (como los ya célebres exabruptos de los alumnos de un colegio mayor de Madrid); la diferencia entre emplear el lenguaje para expresar tus ideas (por equivocadas que estén) y usarlo para acosar o intimidar a otras personas debería estar clara, aunque a veces no lo parezca.

Ahora bien: si educar no es dar homilías ni prohibir cosas, ¿qué es lo que es? Educar es un arte de seducción y, en cierto modo también, de corrupción. Seducir a alguien es despertar su deseo por ser algo mejor de lo que es; y corromperlo es demostrarle que para ello ha de desprenderse de ideas y valores erróneos y ajenos, en el fondo, a sí mismo. No hay proceso de madurez que no sea una sucesión de encuentros con gente que, en lugar de soltarte filípicas o prohibirte cosas, te escucha con cuidado, te demuestra amablemente lo idiota que eres y te ayuda a buscar algo mejor. Y los jóvenes que hoy saludan como nazis buscando llamar nuestra atención necesitan como nadie de esos encuentros. De hecho, es lo que están pidiendo – literalmente – a gritos.

 


miércoles, 5 de octubre de 2022

Votar a los diecisiete

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Me preguntaban en unas jornadas sobre educación sobre cómo es que los alumnos y alumnas nunca participan en la elección de las leyes y los currículos educativos, siendo los más directamente afectados por ellos. La respuesta estaba clara: porque los adultos no les dejan.

La única razón que se esgrime para justificar este ejercicio «adultocéntrico» del poder es la misma que se emplea para rechazar que se pueda votar desde los dieciséis años (algo que se ha vuelto a debatir estos días en el Parlamento). La susodicha razón es que los jóvenes de dieciséis o diecisiete años son presuntamente inmaduros para participar en política, un argumento completamente capcioso que ya se empleó, siglos ha, para negar el derecho al voto a las clases populares o a las mujeres. De ellas también se decía entonces (igual que de los jóvenes ahora) que eran inmaduras, maleables, poco hechas a asumir responsabilidades y emocionalmente inestables…

El argumento es obviamente falso. Pero conviene desgranar los motivos. El primero es que se funda en una determinación completamente arbitraria de lo que supone ser «moral o políticamente maduro» (una determinación que inexplicablemente se deja en manos de neurólogos o psicólogos, como si estos tuvieran competencia alguna para definir qué sea lo «moral»). Y el segundo es que, independientemente de esta falaz presunción, la inmensa mayoría de los estudios (justamente científicos) coinciden en que los jóvenes entre dieciséis y dieciocho años tienen, como mínimo, la misma capacidad para pensar lógicamente, argumentar y tomar decisiones racionales que los adultos…

Por supuesto, se puede argüir que los jóvenes de diecisiete son más impulsivos y «emocionales» (o incluso «radicales», como he leído por ahí). Del mismo modo que se puede decir que los ancianos son por lo general más conservadores, los ciudadanos sin estudios más influenciables, o los adultos de clase media-alta más moderados… ¡Puestos a hacer generalizaciones!  Ahora bien, ¿invalida esto el derecho al voto de los ancianos, las personas sin estudios o los ciudadanos acomodados? De ninguna manera. Se supone que la democracia se funda precisamente en considerar los intereses y deseos de todos, estén influidos por lo que estén influidos. ¿y por qué habría de ser peor estar influido «por las hormonas» que por el afán (no menos emocional) de defender tus intereses de clase?

Frente al pésimo argumento de la presunta “inmadurez” moral de los jóvenes encontramos, sin embargo, un elevadísimo número de razones a favor de disminuir la edad para votar. La primera es obvia: si los jóvenes de dieciséis años pueden emanciparse, trabajar, dar consentimiento médico, casarse o ser penalmente responsables, ¿por qué no van a poder también votar? ¿Por qué motivo vamos a considerarlos «maduros» para formar una familia o trabajar, pero no para elegir a aquellos que les gobiernan?

Otro buen argumento a favor de facilitar el voto a los más jóvenes es el de promover su compromiso con el ejercicio activo de la ciudadanía, evitando o disminuyendo desde su raíz la desafección política (de hecho, en algunos de los países europeos en que se ha instaurado la medida – como Escocia o Austria – ha aumentado notablemente la participación y el compromiso cívico de los jóvenes).

En tercer argumento es que el acceso al voto de un mayor número de gente joven incrementaría su capacidad para defender sus legítimos intereses (en un contexto económico que les es, además, muy desfavorable) frente a los de una mayoría de adultos y ancianos que, por razones políticas y demográficas, acumulan hoy todos los privilegios y resortes del poder.

Hay finalmente otro dato fundamental, al que tengo, por mi oficio, un acceso privilegiado. Después de trabajar veinticinco años con jóvenes (con jóvenes, precisamente, de entre dieciséis y dieciocho años), puedo asegurar que el grado de preocupación por los verdaderos problemas políticos (como la injusticia, la guerra, la desigualdad, los derechos civiles, etc.), o la capacidad para dialogar o evaluar ideas nuevas, son siempre mayores entre mis alumnos y alumnas que entre gran parte de los adultos que conozco, que o bien «pasan ya de todo», o bien solo se preocupan de aquellos asuntos públicos que afectan a sus particulares intereses o que interfieren con sus más obsesivos prejuicios.

Y sí, podemos sonreír con altivez y pensar que esos jóvenes de los que hablo son unos ingenuos. Pero, aunque así fuera, un sistema político también necesita del voto de los más ingenuos e «idealistas» (que no necesariamente «radicales»). Es decir, de aquellos que, a diferencia de mucha gente mayor, aún pueden mirarse al espejo y darse moralmente la absolución sin demasiados aspavientos retóricos.


miércoles, 28 de septiembre de 2022

Iraníes y eurocentrismo

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Las mujeres iraníes, o gran parte de ellas, siguen a estas horas jugándose la vida en las calles por defender derechos tan elementales como el de vestir u opinar con libertad o el de no ser arbitrariamente detenidas y torturadas por la policía. Derechos sin los que nosotros no sabríamos ya concebir la existencia y a los que, tal vez por disfrutarlos de forma habitual, no le concedemos la importancia que tienen.

No olviden que a las mujeres iraníes (y a las que viven en otros países islámicos) les toca sufrir una triple opresión: la de ser mujeres en un mundo diseñado por y para los hombres, la de vivir bajo una dictadura, y la de soportar un régimen teocrático en el que la mujer es estigmatizada como propiedad del varón, cuando no como criatura del demonio. 

Sin embargo, el clamor de las mujeres iraníes apenas ha generado eco en nuestro país. Yo, al menos, no he visto manifestación o algarada ninguna sobre este asunto, ni en la calle ni en las redes, especialmente desde la izquierda habitualmente autoidentificada con las luchas feministas. De hecho, si uno revisa la prensa militante, apenas encontrará unos pocos artículos al respecto. ¿Por qué?

¿Será la sospecha de que detrás de las protestas existe algún tipo de complot «imperialista» para desestabilizar el país?... Uno se resiste a pensar que se pueda caer intelectualmente tan bajo, pero no sería la primera vez. Si la Guerra y la resistencia de Ucrania es reducible, según parte de esa misma izquierda, a un turbio movimiento de la OTAN en su estrategia de acoso a Putin «el desnazificador», las desesperadas protestas de las mujeres (y de buena parte de la población) en Irán bien podría ser un movimiento instigado por Occidente para meter en vereda a esos rebeldes ayatolas antiimperialistas-entronizados-por-los-imperialistas (y no – ¡por supuesto! – por culturas tan habituadas a la democracia y a la igualdad de género como la persa o la chiita).

¿Pero será todo esto cierto? ¿Será que los americanos y sus secuaces, las viejas potencias coloniales europeas, están subvirtiendo los valores culturales iraníes (tan democráticos como los rusos, los chinos o los de Corea del Norte) para imponer su injusto y etnocéntrico concepto del mundo? ¿O será, más bien, que la gente, que no es imbécil, y sabe cómo vivimos en el «imperio», quiere gozar del mismo nivel, no ya de bienestar (que ese, a veces, no falta), sino de libertad que tenemos aquí?

¿Y qué es esa libertad tan valiosa de la que gozamos los occidentales – preguntarán algunos de los que se han formado en la tradición crítica occidental –? Obviamente no es la de vestir como nos da la gana (aunque ninguno de nosotros soportaría que un «policía de la moral» nos dijera cómo llevar la boina o el pañuelo palestino al cuello). Tampoco se trata de la «libertad» de escoger dónde vamos de vacaciones. La libertad que nos caracteriza es la de poder cuestionarlo radicalmente todo (las ideas, los valores, los dioses, el poder de los poderosos…) sin afrontar, ni de lejos, las mismas consecuencias que en otras partes del mundo. Tal vez no sea mucho. Pero es más de lo que nadie tiene.

¿Y que es esta una reflexión eurocéntrica? Desde luego. Y a mucha honra. No en vano somos la única civilización que yo conozca que ha elevado la autocrítica y la concepción universalista del ser humano tan lejos como para tacharse a sí misma de «etnocéntrica» y reflexionar sistemática (y hasta obsesivamente) acerca de su responsabilidad con respecto a otras culturas.

Y es por ello, y por muchas otras cosas, que Occidente es justo objeto de emulación.  El problema está en qué es lo que se imita de él. Así, los tiranos usan la tecnología occidental para violentar los derechos individuales bajo la apariencia del rechazo de los valores del “impuro” Occidente (de los valores, que no de los lujos, claro), mientras que, del otro lado, la gente, buscando librarse de esos mismos tiranos, imitan el modelo occidental de libertad fundado en el pensamiento autónomo, los derechos individuales, la educación laica o la igualdad de hombres y mujeres.

La clave, pues, para ejercer una actitud eurocéntrica adecuada y madura es fomentar este segundo tipo de “imitación” o apropiación de los valores occidentales. ¿Por qué no? Si ya hemos exportado a nivel global el capitalismo y el marxismo, o el paradigma científico-mediático de producción de ideas, tendríamos que hacer lo mismo con lo mejor de nuestra cultura, que no es solo el poder quitarse el pañuelo obligatorio de la cabeza, sino el hábito de cuestionar todo lo que hay dentro de ella. Al fin – insistimos –, no hay nada más occidental que el pensamiento crítico, incluyendo el pensamiento crítico de lo occidental. He ahí por qué se puede ser absolutamente eurocéntrico (y oponerse a todo fundamentalismo y tiranía) y no serlo a la vez en absoluto.

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