Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Una de las mayores transformaciones que caracteriza a las
sociedades actuales, con nuestro país a la cabeza, es la del incremento de la
longevidad. La mayoría de las personas vive hoy el doble de años que hace un
siglo; un hecho revolucionario que abre posibilidades y genera desafíos
económicos, sociales, políticos y culturales históricamente inéditos.
Este incremento de la longevidad no es solo un dato
cuantitativo, sino también cualitativo: no solo aumentan los años de vida, sino
también la capacidad para darle más vida a esos años y, con ello, de
adoptar un rol activo en relación con el desarrollo y bienestar común.
La idea que va imponiéndose es que el envejecimiento, lejos
de concebirse como un estado de decadencia y pasividad, representa una nueva
etapa de crecimiento y transformación personal y social. Frente a los valores
de «lo eternamente joven» y la obsesión por disimular el paso del tiempo, la
vejez se reivindica hoy como un estado de plenitud y actividad humana capaz de
aportar múltiples beneficios a la sociedad, no solo económicos (la llamada «economía
de plata»), sino también afectivos, cívicos y culturales.
El fenómeno de la longevidad no es, pues, reducible a una
suerte de trastorno demográfico o económico (relacionado con el descenso de la
productividad o la sostenibilidad de los recursos públicos), sino que refiere
un viraje integral mucho más amplio y fundamentalmente positivo. Las cada vez
más numerosas y mal llamadas «clases pasivas» no son en absoluto pasivas o
improductivas: viajan y consumen, cuidan y permiten la conciliación laboral a
sus familiares, practican el voluntariado, hacen deporte, desempeñan funciones
laborales de modo emérito, y llenan a rebosar determinados eventos culturales o
las aulas de instituciones como las universidades de mayores, donde,
además de aprender, enseñan y forman a todos los que tienen (tenemos) la
oportunidad de trabajar con ellos. No en vano son personas que han sabido
adaptarse a gigantescas y sucesivas metamorfosis políticas, culturales y
tecnológicas no experimentadas nunca antes por una misma generación…
Ahora bien, el incremento de la cantidad y la calidad de los
años que vivimos, y la apreciación de este fenómeno como un síntoma inequívoco
de progreso, suponen el despliegue de profundos reajustes sociales inspirados
en valores que, como la solidaridad y la justicia intergeneracional, solo
pueden ser sólidamente asumidos desde la experiencia continuada del encuentro y
enriquecimiento mutuo entre distintos grupos de edad.
Esta experiencia de encuentro no es sencilla en un mundo que
tiende a fragmentar y especializar cada vez más los espacios de convivencia,
relegando aquellos que tradicionalmente acogían el contacto intergeneracional
(empezando por los propios núcleos familiares, cada vez menos dados a la
integración de las personas mayores). Por eso mismo, las instancias públicas
han de compensar y paliar estas dificultades con medidas políticas y educativas
firmes y continuadas.
Me consta directamente que la nueva ley educativa (la
LOMLOE) ha sentado bases sólidas – aunque siempre mejorables – para el
desarrollo de aprendizajes en los que se fomente la comunicación y la
cooperación intergeneracional, se rompa con viejos prejuicios edadistas, y se
reconstruya la figura tradicional del anciano ligándola a nuevos modelos de
envejecimiento autónomo y activo. En nuestra región, centros pioneros en la
promoción educativa de las relaciones intergeneracionales (como el IES Jaranda
de Jarandilla de la Vera) han generado modelos de referencia internacional.
También en Extremadura, y gracias en parte al trabajo de un grupo de docentes
(Ignacio Chato y tantos otros), se ha trazado un ambicioso Plan Estratégico
para el Desarrollo Intergeneracional que habrá de culminar en 2025. Más
allá de nuestra comunidad, instituciones como el Centro Internacional sobre el
Envejecimiento, conducido entre otros por Antonio Basanta, o la Cátedra Macrosad
de Estudios Intergeneracionales de la Universidad de Granada, dirigida por
Mariano Sánchez, trabajan desde hace años con el mismo propósito.
Todos estos son ejemplos del esfuerzo discreto pero eficaz
de comprender y encauzar una transformación que, lejos de entenderse como un
trastorno o una rémora, ha de ser concebida como una oportunidad de desarrollo
colectivo, además de como una revolución en nuestro modo de entender la vejez y
la vida misma. En una época de asombrosos cambios de consecuencias más o menos
inciertas (muchas veces preocupantes), el de la longevidad está probablemente
entre los más esperanzadores. Apostar decididamente por él es, sin duda,
apostar por el futuro y el bienestar de todos.
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