miércoles, 12 de octubre de 2022

Los fachas y la policía de la moral

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Hace cuarenta años y en plena transición, los alumnos rebeldes llevábamos en la carpeta o la chupa las pegatinas de la Joven Guardia Roja, la chapa con la bandera republicana y el retrato del Che… Hoy, si quieres epatar a tus padres, profes y camaradas, exhibes en el móvil los vídeos de VOX, te pones como un berraco defendiendo los toros y la caza, llamas «maricones» a los que no son tan machotes como tú, y si eres todavía más chulo, adoptas toda la parafernalia nazi que haga falta para que te pare la policía (o, en su defecto, el jefe de estudios de guardia).

Y tanto entonces, hace cuarenta años, como ahora, los adultos biempensantes (entre los que uno se cuenta ya) andamos escandalizados. «¡A dónde vamos a ir a parar! ¡Menuda juventud!» – decían y seguimos diciendo –. La diferencia es que entonces la minoría díscola éramos nosotros (¡los rojos que venían a destruir España!), y ahora lo son ellos (¡los fachas que vienen a acabar con nuestra democracia!). No está mal: que vengan los “fachas” es señal de que alguna vez se fueron… 

¿Pero viene de verdad alguien? No lo sé. Cuesta estar seguro de que los fachas que despuntan hoy por varios países de Europa vayan a reinstaurar algo parecido al fascismo de los años 30 (como costaba, a finales de los 70, pensar que los rojos de entonces iban a refundar algo similar a la Unión Soviética). De momento, el auge de la ultraderecha parece, con todas sus complejidades, de un tipo similar al facherío de nuestros adolescentes: un grito de protesta de los que se sienten el último mono, sueñan emocionados con un cambio que apenas pueden describir, y disfrutan desafiando la moralina dominante. Pero súmenle a todo eso un cúmulo de tensiones prebélicas y una recesión profunda que acabe con el Estado protector y… quién sabe lo qué puede pasar. 

Por ello conviene cuidarse de esas exhibiciones, cada vez más desenvueltas, de ideas y actitudes que creíamos superadas y parecen extenderse entre los jóvenes: machismo, xenofobia, homofobia, exaltación de la violencia… Ahora bien, la pregunta, naturalmente, es: cómo. Y la respuesta, por mucho que impaciente a muchos, solo puede ser la de siempre: a los jóvenes solo se les corrige educándolos.

«¿Pero es que no los educamos ya?» – preguntará alguien –. Pues no sabría qué decirles. Si por educar se entiende soltarles de vez en cuando una homilía sobre lo buenos que son nuestros valores, no estamos haciendo nada. Ningún ser humano se convence de la legitimidad de algo por simple enunciación, por entusiasta que esta sea.

Tampoco vale prohibir lo que tendríamos que esforzarnos por cambiar. En primer lugar, porque para cambiar la conducta de alguien no cabe más que convencerlo, y una prohibición es lo contrario de una argumentación convincente. Y, en segundo lugar, porque imponerle algo a un ser racional (sin darle razones para ello) es violentarlo y, por lo mismo, provocarle unas ganas tremendas de violar lo mismo que le impones. Prohibir es el antónimo exacto de educar y, en boca de un educador, una patética manifestación de impotencia que ningún adolescente que se respete a sí mismo puede aceptar (aunque lo disimule).

Piensen, además, a dónde conducen las prohibiciones. ¿Por qué íbamos a limitarnos a prohibir, por ejemplo, que un chico haga el saludo nazi en clase? ¿No es mucho más peligroso que lea el Mein Kampf o que haga proselitismo entre sus compañeros en el patio? ¿Habrá que controlar entonces los libros que se traen al centro, o colocar micrófonos en los pasillos, como si en vez de educadores fuésemos una especie de «policía de la moral» persiguiendo «discursos de odio» (e incitando, seguramente, a un odio mucho mayor que aquel que pretendemos evitar)?

Por supuesto, y anticipándome a las objeciones que imagino, esto no quiere decir que no se deban prohibir aquellos actos en los que se ataque, maltrate o amenace a otros (como los ya célebres exabruptos de los alumnos de un colegio mayor de Madrid); la diferencia entre emplear el lenguaje para expresar tus ideas (por equivocadas que estén) y usarlo para acosar o intimidar a otras personas debería estar clara, aunque a veces no lo parezca.

Ahora bien: si educar no es dar homilías ni prohibir cosas, ¿qué es lo que es? Educar es un arte de seducción y, en cierto modo también, de corrupción. Seducir a alguien es despertar su deseo por ser algo mejor de lo que es; y corromperlo es demostrarle que para ello ha de desprenderse de ideas y valores erróneos y ajenos, en el fondo, a sí mismo. No hay proceso de madurez que no sea una sucesión de encuentros con gente que, en lugar de soltarte filípicas o prohibirte cosas, te escucha con cuidado, te demuestra amablemente lo idiota que eres y te ayuda a buscar algo mejor. Y los jóvenes que hoy saludan como nazis buscando llamar nuestra atención necesitan como nadie de esos encuentros. De hecho, es lo que están pidiendo – literalmente – a gritos.

 


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