Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hace cuarenta años y en plena transición, los alumnos rebeldes llevábamos en la carpeta o la chupa las pegatinas de la Joven Guardia Roja, la chapa con la bandera republicana y el retrato del Che… Hoy, si quieres epatar a tus padres, profes y camaradas, exhibes en el móvil los vídeos de VOX, te pones como un berraco defendiendo los toros y la caza, llamas «maricones» a los que no son tan machotes como tú, y si eres todavía más chulo, adoptas toda la parafernalia nazi que haga falta para que te pare la policía (o, en su defecto, el jefe de estudios de guardia).
Y tanto entonces, hace cuarenta años, como ahora, los
adultos biempensantes (entre los que uno se cuenta ya) andamos escandalizados. «¡A
dónde vamos a ir a parar! ¡Menuda juventud!» – decían y seguimos diciendo –. La
diferencia es que entonces la minoría díscola éramos nosotros (¡los rojos que
venían a destruir España!), y ahora lo son ellos (¡los fachas que vienen a
acabar con nuestra democracia!). No está mal: que vengan los “fachas” es señal
de que alguna vez se fueron…
¿Pero viene de verdad alguien? No lo sé. Cuesta estar
seguro de que los fachas que despuntan hoy por varios países de Europa
vayan a reinstaurar algo parecido al fascismo de los años 30 (como costaba, a
finales de los 70, pensar que los rojos de entonces iban a refundar algo
similar a la Unión Soviética). De momento, el auge de la ultraderecha parece,
con todas sus complejidades, de un tipo similar al facherío de nuestros
adolescentes: un grito de protesta de los que se sienten el último mono, sueñan
emocionados con un cambio que apenas pueden describir, y disfrutan desafiando
la moralina dominante. Pero súmenle a todo eso un cúmulo de tensiones
prebélicas y una recesión profunda que acabe con el Estado protector y… quién
sabe lo qué puede pasar.
Por ello conviene cuidarse de esas exhibiciones, cada vez
más desenvueltas, de ideas y actitudes que creíamos superadas y parecen
extenderse entre los jóvenes: machismo, xenofobia, homofobia, exaltación de la
violencia… Ahora bien, la pregunta, naturalmente, es: cómo. Y la
respuesta, por mucho que impaciente a muchos, solo puede ser la de siempre: a
los jóvenes solo se les corrige educándolos.
«¿Pero es que no los educamos ya?» – preguntará alguien –.
Pues no sabría qué decirles. Si por educar se entiende soltarles de vez en
cuando una homilía sobre lo buenos que son nuestros valores, no estamos
haciendo nada. Ningún ser humano se convence de la legitimidad de algo por
simple enunciación, por entusiasta que esta sea.
Tampoco vale prohibir lo que tendríamos que esforzarnos por
cambiar. En primer lugar, porque para cambiar la conducta de alguien no cabe
más que convencerlo, y una prohibición es lo contrario de una argumentación
convincente. Y, en segundo lugar, porque imponerle algo a un ser racional (sin
darle razones para ello) es violentarlo y, por lo mismo, provocarle unas ganas
tremendas de violar lo mismo que le impones. Prohibir es el antónimo exacto de
educar y, en boca de un educador, una patética manifestación de impotencia que
ningún adolescente que se respete a sí mismo puede aceptar (aunque lo
disimule).
Piensen, además, a dónde conducen las prohibiciones. ¿Por
qué íbamos a limitarnos a prohibir, por ejemplo, que un chico haga el saludo
nazi en clase? ¿No es mucho más peligroso que lea el Mein Kampf o que
haga proselitismo entre sus compañeros en el patio? ¿Habrá que controlar entonces
los libros que se traen al centro, o colocar micrófonos en los pasillos, como
si en vez de educadores fuésemos una especie de «policía de la moral»
persiguiendo «discursos de odio» (e incitando, seguramente, a un odio mucho
mayor que aquel que pretendemos evitar)?
Por supuesto, y anticipándome a las objeciones que imagino,
esto no quiere decir que no se deban prohibir aquellos actos en los que se
ataque, maltrate o amenace a otros (como los ya célebres exabruptos de los
alumnos de un colegio mayor de Madrid); la diferencia entre emplear el lenguaje
para expresar tus ideas (por equivocadas que estén) y usarlo para acosar o
intimidar a otras personas debería estar clara, aunque a veces no lo parezca.
Ahora bien: si educar no es dar homilías ni prohibir cosas,
¿qué es lo que es? Educar es un arte de seducción y, en cierto modo también, de
corrupción. Seducir a alguien es despertar su deseo por ser algo mejor de lo
que es; y corromperlo es demostrarle que para ello ha de desprenderse de ideas
y valores erróneos y ajenos, en el fondo, a sí mismo. No hay proceso de madurez
que no sea una sucesión de encuentros con gente que, en lugar de soltarte
filípicas o prohibirte cosas, te escucha con cuidado, te demuestra amablemente
lo idiota que eres y te ayuda a buscar algo mejor. Y los jóvenes que hoy
saludan como nazis buscando llamar nuestra atención necesitan como nadie de
esos encuentros. De hecho, es lo que están pidiendo – literalmente – a gritos.
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