miércoles, 29 de noviembre de 2023

Inteligencia artificial: ¿Frankenstein o Prometeo?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Uno de los logros más espectaculares, pero también perturbadores, de la revolución digital es la inteligencia artificial (IA). La investigación en IA comenzó hace más de setenta años, pero se ha popularizado como nunca desde que ChatGPT y otras aplicaciones demostraron al gran público que podía imitar tareas que creíamos exclusivamente humanas, como manejar eficazmente el lenguaje natural o crear textos o imágenes a partir de él. Antes de llegar aquí, la IA se ha aplicado con éxito a la gestión empresarial, el diagnóstico médico, la educación, el entretenimiento, la traducción, la robótica, la seguridad, el control del clima, los transportes, la agricultura, las redes sociales o la investigación científica, entre otras muchas cosas. Todo esto lleva a pensar que la IA no es una moda pasajera, sino un cambio imparable sobre el que, sin embargo, aún nos falta por emprender una seria reflexión colectiva. Y cuando falta reflexión, la polarización y los prejuicios son inevitables.

Así, en torno al vertiginoso fenómeno de la IA han proliferado dos polos contrapuestos de opinión, no solo en el ámbito público y mediático, sino también en el de las propias empresas y organismos que promueven su desarrollo y (mucho más tímidamente) su regulación. Por un lado los tecnófilos, para los que la IA es el nuevo fuego prometeico destinado a salvar a la humanidad. Y por otro lado los tecnófobos, que solo ven en la IA a un peligroso Frankenstein pronto a descontrolarse o incluso a tomar el control del mundo. ¿Tienen algo de razón estas dos concepciones extremas? ¿Deberíamos posicionarnos en uno u otro lado de la disputa?

Como en tantas otras ocasiones, en cuanto uno lo piensa (y piense el lector si ese pensar suyo es mucho menos artificioso que el de las máquinas) las posiciones extremas comienzan a perder su fuerza. Veamos. En primer lugar, los tecnófilos incurren en el error o ilusión de suponer que la ciencia y la técnica pueden no solo solventar todos nuestros problemas materiales – cosa ya de por sí discutible –, sino también los conflictos sociales, políticos, morales e ideológicos que están en la raíz de aquellos, y que no cabe tratar desde ninguna ciencia o tecnología. La pobreza, por ejemplo, no se resuelve simplemente con nuevas técnicas productivas (que seguirían distribuyendo los recursos igual de desigualmente), ni la crisis ambiental con simples soluciones tecnológicas (cuyo abuso, con objeto de asegurar el crecimiento, generaría tanto daño o más que las tecnologías vigentes). En general, y sin ningún cambio añadido, las «asépticas» soluciones que promete la tecnología reproducirán las estructuras y creencias sociales, económicas, políticas e ideológicas vigentes y, con ellas, los mismos problemas que se pretenden resolver.

Por otra parte, los tecnófobos caen en la equivocación de interpretar sistemáticamente como degeneración lo que no es sino una profunda transformación de cuyas consecuencias a medio y largo plazo aún no es posible saber nada a ciencia cierta. En cualquier caso, los que, tal vez inspirados por la ciencia ficción, imaginan ya a la Tierra dominada por perversos autómatas, olvidan que gran parte de la historia del mundo es la historia de la perversidad humana, y que la posibilidad de que las máquinas nos esclavicen no es mucho mayor que la de que nos dominen otros seres humanos.

Más que posicionamientos extremos como los citados, lo que necesitamos ante el fenómeno imparable de la IA es una dosis extra de racionalidad. Y no hablo de una racionalidad científica o meramente instrumental, de la que ya tenemos de sobra, sino de su imprescindible contrapeso: una racionalidad ética que clarifique los fines y valores que han de orientar el desarrollo tecnológico. Repárese en que los fines y valores no son objetos físicos observables por ninguna ciencia positiva, sino ideas a considerar desde un punto de vista trascendente, es decir, desde el punto de vista de cómo deben ser idealmente (y no como son «de facto») el mundo y nuestra existencia en él.

Para esta consideración ética es imprescindible un diálogo racional (y cabe decir global) en torno al significado básico de ciertos conceptos (identidad, consciencia, verdad, autonomía…), una reflexión rigurosa en torno a la naturaleza humana y sus fines, y un ejercicio de clarificación crítica en torno a la barahúnda de prejuicios, ideas y propuestas que bulle en el ámbito de la IA.

Ahora bien, todas estas acciones son irreductibles a la mecánica del algoritmo y a la acumulación estadística de datos que caracterizan a los sistemas de IA, y dependen directamente del empoderamiento crítico y ético de la ciudadanía. De que logremos desarrollar esta racionalidad cívica – y construir, a partir de ella, un nuevo «contrato tecno social» – depende el mundo que se nos avecina.

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Reflexiones sobre la fruta

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


No sé cómo ni cuándo la política española, o buena parte de ella, ha entrado abiertamente en la esfera de ese nuevo populismo preadolescente y prepolítico que exhiben de modo ejemplar personajes como Trump en EE. UU., Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina. Una exhibición que, si bien en un modo mucho más amateur e inocente, no nos es del todo desconocida a los docentes. De hecho, viendo estos días a la presidenta del Congreso llamar constantemente al orden, o los gritos, burlas e insultos de buena parte de los diputados, o a la presidenta Ayuso llamar hijo de puta a Sánchez desde el fondo del hemiciclo mientras no dejaba de teclear en su móvil (solo le faltaba estar mascando chicle), era difícil no imaginarse una de esas aulas de la ESO en las que uno se juega su vocación: «A ver, Isabelita, ¿cómo has llamado a Pedrito?». «Nada; solo le he dicho que me gustaba la fruta». «¿Y no crees que deberías pedirle disculpas?» «¡Ay, pero es que a mí también me dicen cosas, maestro!» …

Otra muestra de la política impúber que caracteriza con frecuencia a los niños es la del berrinche y el boicot cuando la realidad no se ajusta a sus intereses y deseos. Ante esa frustración, los más pequeños suelen reaccionar con rabietas, y los que son un poco más mayores con actitudes desafiantes en relación con las normas y el statu quo. Las manifestaciones de estos días, incluyendo las algaradas frente a la sede del PSOE en Madrid, han tenido algo de esa rebeldía infantil. Aun con dos añadidos peligrosos: la disparatada pero corrosiva plasta ideológica del «antisanchismo» (dictadura, alianza con el terrorismo, gobierno ilegítimo, ruptura de España, golpismo, comunismo…), ya activa desde mucho antes del polémico pacto con los independentistas, y una capacidad de alteración violenta de la convivencia que no deberíamos poner en duda.

La ira de algunos, como el filósofo Savater, ha sido tal, que no ha tenido reparos en promover públicamente la desobediencia a las leyes en defensa de lo que para él, y no para la – según el filósofo – piara (sic) de cretinos (sic) que ha votado al principal partido del gobierno, es lo «constitucionalmente verdadero». No sé muy bien qué mensaje pretendían transmitir Savater y otros con esta idea ¿Tal vez el de que las instituciones y procedimientos democráticos no son capaces por sí mismos de acabar con las presuntas ilegalidades del gobierno y necesitan de un empujoncito subversivo? ¿De quién, por cierto? Porque si la mayoría de la ciudadanía ha votado a los partidos que sustentan al gobierno, solo queda recurrir, en modo platónico, a los sabios (como Savater) y a los valerosos guardianes (como esos intrépidos militares jubilados que, con su pensión bien a salvo, han solicitado la intervención del ejército).  

El precio político que ha pagado Sánchez (y el otro, que vamos a pagar todos) por armar un marco de gobernabilidad más que complicado, y ya veremos si útil, para evitar la llegada al poder de la ultraderecha, es, desde luego, muy alto, y no tiene por qué convencer a todos. Pero en un Estado de derecho ha de primar la confianza en los procedimientos democráticos. Si el Estado o la democracia están siendo subvertidos, ha de poder demostrarse y denunciarse, en el Parlamento, ante la justicia y, por supuesto, y si hace falta, en las calles, Siempre que sea de forma civilizada y siguiendo los cauces propiamente democráticos, y no alentando al asedio diario de la sede de un partido político por parte de una legión de hooligans neonazis. 

Mientras tanto, el gobierno recién constituido tiene tanta legitimidad como cualquier otro, y declarar o insinuar lo contrario o difundir acusaciones hiperbólicas y demagógicas (dictador, etarra, golpista…) que nada tienen que ver con la realidad – ¿en qué dictadura podría rodearse la sede del principal partido del gobierno durante días o insultar abiertamente al presidente sin que pasara nada? –, son muestras de esa manifestación de ira entre infantiloide y fascistoide que, aun cuando no sea suficiente, de momento, para derribar a la fuerza a un gobierno, genera otras consecuencias democráticamente disruptivas de las que tendríamos que ser, al menos, mucho más conscientes.

Piensen, por ejemplo, con qué autoridad moral va a exigir mañana un maestro o maestra a su alumnado que cumpla las normas incluso cuando no le gusten, o que confíe en la institución y en sus procedimientos para resolver conflictos (empezando por los que se generan al establecer normas y pactos), o que los chicos y chicas no se griten, ni se insulten unos a otros, ni consideren una «piara de cretinos» a los que piensan de otro modo, ni que, tras haber llamado hijo de puta por lo bajini a algún compañero (o al propio docente), repitan con una sonrisa cínica, como hacen sus gobernantes, que a ellos lo que les pasa es que les gusta mucho la fruta. 

miércoles, 8 de noviembre de 2023

¡Móvil caca!

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura.

A los humanos nos mola lo simple, nos chifla tenerlo claro, nos pone atajar un problema con una frase sentenciosa o una solución presuntamente infalible. Y más aún hacerlo con esa vehemencia sandunguera y gesticulante que gastamos por aquí, y que viene de perlas para disimular la incapacidad de analizar con rigor asuntos mínimamente complejos.

Tomemos como ejemplo el incremento de los problemas de salud mental entre los más jóvenes. ¿Podría alguien negar que este sea un asunto complejo? Pues sí: hay gente (expertos nacionales incluidos) que cree que el problema es sencillísimo. Su causa fundamental estaría en el uso del móvil, y la solución definitiva: prohibirlos. Más fácil imposible. Comprobemos ahora si esta «genialidad» tiene algún fundamento.

Conviene empezar recordando que el uso masivo de teléfonos inteligentes es solo la punta del iceberg de una imparable transformación cultural generada, sí, por el «malvado» tecno-capitalismo, pero también por las necesidades y deseos humanos. A quien le dijeran hace cien años que iba a poder utilizar una máquina de bolsillo para comunicarse en tiempo real con cualquier persona del mundo, procesar todo tipo de información, trabajar a distancia, proveerse de bienes en un mercado global y administrar todos los aspectos de su vida, no dudaría en calificarlo como una mejora indiscutible… ¡Qué esta revolución cultural supone efectos imprevisibles! Sin duda; como cualquier otra. ¡Qué debemos vigilar esos efectos y tomar medidas de protección de los menores! Está claro; como también que la principal medida de protección es educar a esos menores en el uso benéfico y controlado de esas tecnologías y no en prohibirles su uso, algo que resulta tan contraproducente como incapacitante.

Pero vayamos al aspecto capital del asunto: como en muchas otras épocas de la historia, lo novedoso y disruptivo se convierte en el chivo expiatorio de problemas previamente existentes. En este caso no solo de la salud mental, sino de muchos otros, tal como la violencia, el acoso, el fracaso escolar y toda la gama de conflictos sociales y existenciales que suelen afectar a niños y adolescentes. ¿De todo esto tienen la culpa las nuevas tecnologías? ¿Hay algo que realmente justifique la demonización del uso del móvil entre los jóvenes? Veamos.

Si uno escucha desprejuiciadamente a esos jóvenes presuntamente «enganchados» al móvil comprobará que los problemas que les aquejan son los mismos de siempre: desorientación, incomprensión, soledad, acoso, indecisión, inseguridad... ¿Los móviles y la tecnología digital han amplificado todos estos problemas? Quizás. Pero también han generado nuevas formas de afrontarlos. Por ejemplo: las agresiones que antes quedaban impunes ahora generan una censura generalizada en las redes; frente al acoso y la homogenización a la fuerza de los viejos espacios sociales (la calle o el aula), las nuevas tecnologías ofrecen lugares alternativos donde poder cultivar libremente la diversidad; a la idea de Internet como fuente de distracciones, la sigue la de la red como un yacimiento casi infinito de recursos formativos; y si bien es cierto que las interacciones on line no permiten un pleno contacto físico, también lo es que proporcionan nuevas y más abiertas formas de sociabilidad…

Hay otros argumentos tópicos, pero igualmente endebles, para demonizar el uso del móvil en la gente joven. ¿Matan las pantallas la imaginación? Tal vez las de la tele o el cine, porque las de los móviles ofrecen posibilidades nunca vistas para crear y recrear imágenes y textos de forma interactiva. Tampoco está claro que las nuevas tecnologías promuevan la pasividad, o la «intolerancia a la espera o a la frustración»; siempre que entendamos correctamente el concepto de actividad (curioso esto de tachar de «pasiva» la conducta de jugar o interactuar con el móvil, y no a la de pasar la tarde en el bar o viendo la tele) o que reconozcamos que el ritmo del tráfago social, cultural o productivo es hoy distinto al que era hace años. Y en cuanto a los problemas que suscita el estar comparándose continuamente con los demás, o con modelos «irreales», no es más que la última versión de ese invencible afán humano por conocerse a sí mismo a través del espejo del otro (incluyendo ese «otro mítico» que antes eran dioses, santos o reyes, y ahora son artistas o famosos) ...

Nadie niega, en fin, que el uso masivo de móviles u otras tecnologías genere problemas nuevos (la privatización del espacio público, por ejemplo), pero de ahí a suponerlo como la causa principal de problemas tan complejos como el incremento de las agresiones sexuales o los suicidios va un abismo insondable. Dicho incremento tiene causas mucho más profundas y preocupantes, y vulgarizar el diagnóstico o clamar por soluciones simplonas no genera más que confusión, ruido y furia inquisitorial. 

 

miércoles, 1 de noviembre de 2023

¡Mételos en tu casa!

 

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Durante estos días hemos tenido que soportar declaraciones vergonzosas acerca de los migrantes llegados a la península desde Canarias; algunas de ellas de dirigentes políticos con mando en plaza. Ahí tienen al inefable vicepresidente de Castilla-León anunciando una invasión extranjera. O a la presidenta de la Comunidad de Madrid invocando nada menos que a la seguridad nacional. O a un increíble concejal de cultura (¡) de Málaga proponiendo que se marque a los migrantes como a animales (sic) para protegernos, según él, de delitos y enfermedades contagiosas.

Pero lo preocupante no es solo la irresponsable demagogia de algunos políticos, sino también las cosas que se dicen por esas nuevas calles y plazas que son las redes sociales. Entre todas las simplezas, bulos y barbaridades que he tenido que escuchar, hay una que me llama especialmente la atención. Es la de invitarnos, a los que pedimos que se acoja a los migrantes como la ley, el deber y Dios mandan, a que los metamos en nuestras casas. «Si tan solidario eres – te dicen – llévatelos a tu casa y ocúpate tú de ellos».

Se podrían dar muchos argumentos para explicar por qué no es fácil, y ni tan siquiera posible crear un centro de acogida o un hospicio clandestino en tu casa. Y decenas más acerca no solo de la necesidad legal y moral de socorrer a estos migrantes, sino también de la conveniencia a todos los niveles de hacerlo. Pero hay algo especialmente interesante de analizar en esa desabrida «invitación» a que nos metamos los migrantes… donde nos quepan.

Veamos: se supone que el que te pide que te lleves los migrantes a tu casa es porque le parece inaceptable que sea el Estado el que los acoja y ayude. Bien: es la posición ultraliberal de que la caridad o la solidaridad son cosa de cada uno, no del Estado. Quien quiera ser solidario que se haga socio de una ONG o que se lleve a los migrantes a su casa – dirán –; pero nadie debería obligarnos a tal cosa a través de nuestros impuestos – añaden –.

Sobra decir que esta posición es perfectamente legítima. Faltaría más. Lo que no es tan aceptable es ser inconsecuente con ella, so pena de volverse uno loco y volver locos a los demás. Así, si uno es ultraliberal y niega el derecho del Estado a intervenir en las relaciones económicas o laborales con otras personas, tendría que estar contentísimo de que llegaran migrantes. ¿No ha de ser el mercado de trabajo un mercado libre? ¿No es la mano de obra una mercancía más? Para un liberal, desde luego que sí. Por ello, nadie entendería que ese mismo liberal exigiera al Estado que no interviniera para socorrer a los migrantes, pero que sí lo hiciera para impedirles venir, «no sea que le quiten el trabajo a los de aquí». Si lo que debe imperar es el mercado, y un senegalés o un sirio trabajan igual o mejor por menos dinero, ¿a quién deberíamos contratar – desde una perspectiva liberal – para nuestra empresa o para lo que sea?

Por supuesto que aquí se entrecruzan los sentimientos nacionalistas (aquello de «los españoles primero», o «los extremeños», o «los navarros», etc.). Pero ojo, esto ya no es ser un liberal, sino más bien todo lo contrario: es ser una especie de nacionalsocialista. Un ultraliberal ha de defender a ultranza la libertad económica y la libre concurrencia del talento individual, venga de donde venga. Desde una perspectiva liberal-meritocrática, ser español no tiene ningún mérito (nadie elige su lugar de nacimiento), ser un buen médico o albañil sí, seas de Cuenca o de Tombuctú.

Así que fíjense, tanto los que creemos en el valor de esa casa común que es el Estado (a ser posible sin el siniestro sótano del nacionalismo), como los que reniegan de ella (los más ultraliberales), deberíamos estar de acuerdo en lo lógico y conveniente de acoger e integrar a los migrantes. No solo son personas con los mismos derechos que nosotros, entre ellos el de competir e intentar mejorar su vida (diría el liberal), sino la única esperanza que tiene este país, o Europa entera, para renovar su ímpetu productivo (empezando por su población en edad de trabajar) y refundarse como una civilización capaz de integrar otras culturas bajo un mismo sistema universal de valores. La otra opción (cerrar fronteras – y pudrirnos dentro –) solo es retóricamente válida para falsos ultraliberales deseosos de lograr el poder – y vivir del Estado – al precio de sembrar todo el odio que haga falta. Puro nacionalsocialismo.

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