jueves, 30 de diciembre de 2021

Lo transversal y lo fundamental

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Me lo han dicho muchas veces, con el desparpajo que dan la cazurrería y la ignorancia: “Eso lo da cualquiera”. Se referían a algunas de las materias que enseño en el instituto, singularmente a la ética, pero también alguna vez a la filosofía. “Las matemáticas o el inglés no. Pero eso que tú das lo da cualquiera”. Hace años me quedaba mudo de espanto. Ahora ya no. Por supuesto que cualquier profesor puede dar ética. Y matemáticas. Y derecho comparado. Mal, pero puede. Lo que no creo es que deba. Como tampoco tener a gente tan obtusa como para pensar eso en puestos de responsabilidad.

Una forma disimulada para decir lo mismo era recurrir a la transversalidad. “Es que eso que tu das es tan importante – me decían sin reprimir demasiado una sospechosa sonrisilla – que ha de impartirse de manera transversal”. De manera transversal significaba igualmente “que lo podía dar cualquiera” cuando lo considerase oportuno, lo que solía ser nunca (que, para darlo mal, venía a ser lo mejor). 

Con la nueva ley educativa (la LOMLOE) la cosa de la transversalidad ha mejorado un tanto. Ahora no es algo marginal, sino estructural, de manera que todos los profesores han de orientar la enseñanza de sus materias al logro de unas mismas competencias transversales. Esto no significa que se minusvaloren las materias, pues para ser realmente competente en algo (en comunicarse con eficacia, en hablar idiomas, en aplicar la metodología científica, en ejercer una ciudadanía activa, etc., etc.) hay que conocer los fundamentos de esa competencia. Por ejemplo: la gramática con la que se comunica uno, los paradigmas científicos que dan sentido a la metodología… O los fundamentos éticos del comportamiento cívico.

Es curioso que la correspondencia entre ciertas competencias y materias le parezca a todo el mundo muy clara, y que la que se da entre otras no. Así, cuando dices que para desarrollar la competencia ciudadana o el pensamiento crítico hace falta una sólida formación ética y filosófica (igual que para desarrollar las competencias comunicativa o artística hacen falta muchas clases de lengua o de plástica) todavía hay algunos que saltan con el viejo cuento de la transversalidad. ¡Es que valores o pensamiento crítico lo damos todos! (Es decir, cualquiera). 

Craso error. La educación cívica y en valores requiere de un saber profundo y especializado exactamente igual que la lengua, la matemática o el inglés. Es cierto que en todas las materias se pueden transmitir valores (igual que en todas se habla, o se calcula, o se puede hablar otro idioma). Pero una cosa es transmitir valores y otra tratar de ellos (igual que una cosa es hablar y otra tratar del habla, una calcular y otra estudiar las bases del cálculo, etc.). Solo la ética se ocupa de la naturaleza y fundamento de los valores, del marco filosófico en que se inscriben y de la controversia en torno a su legitimidad.

Ocurre lo mismo con el llamado “pensamiento crítico”, una competencia transversal (como todas) que también precisa de una materia en la que no solo se use o ejercite, sino en la que se tematice y trate. Esta materia ha sido siempre la filosofía. No por simple tradición, sino porque la filosofía es la única disciplina especializada de manera general y radical en la categorización y análisis de las ideas. Lo es de forma general porque la filosofía trabaja en el espacio transdisciplinar a todos los saberes y es, por así decir, la especialista en lo “global” (es decir, en tratar de las categorías generales de lo real). Y lo es de forma radical porque la filosofía es la disciplina que aplica el análisis crítico sin ángulos ciegos (sin supuestos de partida), no solo verificando y valorando la información, sino también los propios criterios de verificabilidad y valor (empezando por los de la ciencia). Como suelen decirme los alumnos, la clase de filosofía es la única en que se puede hablar críticamente de todo y en todos los sentidos sin temor a “salirte del tiesto”.

Una educación, en fin, que promueva una verdadera competencia ciudadana y crítica, más allá del simple adoctrinamiento en valores o el reconocimiento de falacias o información falsa, ha de dotar a la ciudadanía tanto de la capacidad ética para legitimar esos valores, como de la capacidad filosófica para generar representaciones organizadas de la realidad (la desinformación juega con el desorden y la mezcla de categorías), analizar todo tipo de supuestos infundados, y plantearse cuestiones lógicas y epistemológicas con cierto nivel de complejidad.

Valórenlo críticamente. La escuela como mera transmisora de información carece ya de sentido. Disponemos de ella por todas partes. De lo que se trata ahora es de enseñar a los alumnos a organizarla y analizarla críticamente; y a sobreponerse a ella, actuando con autonomía de criterio y en orden a principios éticos. Y todo eso, en sentido propio, no lo puede enseñar cualquiera.


jueves, 23 de diciembre de 2021

I Congreso de Filosofía y Patrimonio

 

I Congreso de Filosofía y Patrimonio. Universidad de Córdoba. 
Junto a Manuel Bermúdez y José Carlos Ruiz

-          La comunicación es la actividad esencial de la filosofía. No hay nada más que puede hacer el filósofo que comunicar, esto es, que someter a la forma común del habla, del logos, lo que piensa. No hay hechos, datos, fórmulas implícitas a las que agarrarse para sostener lo que dice, sino solo el decir mismo en cuanto logra ponerse en común, discutirse. Filosofar es lograr comunicar, expresar en algún lenguaje o código común cosas que tienden a desbordar el lenguaje o que, al menos, viven en su límite... 

    Ahora bien, la comunicación de la filosofía plantea numerosos interrogantes: ¿Qué diversos niveles podemos establecer en la comunicación filosófica? ¿Cómo es que hay cada vez más filósofos en los medios? ¿Cómo es que, contra tantos tópicos, la filosofía comunica y por qué? ¿Es la filosofía un saber necesariamente críptico? (Y si lo es, ¿tiene también lo críptico su "sex appeal"?) ¿Se ajustan los formatos y los fines comunicativos de los media a lo que podemos considerar, de manera estándar, que es el hacer filosófico o su divulgación? ¿En qué consiste la controversia propiamente filosófica en torno al papel de los filósofos en los medios: los apocalípticos y los integrados? ¿Qué es una buena divulgación filosófica y cuáles son las virtudes que caracterizan al buen comunicador en el ámbito de la filosofía? ¿Cómo ha de divulgarse el patrimonio filosófico, dada la ambigua relación de la filosofía con lo patrimonial?...

s   Sobre todo esto tratamos el pasado 15 de diciembre en el I Congreso Internacional de Filosofía y Patrimonio, celebrado en la Universidad de Córdoba.  





domingo, 19 de diciembre de 2021

La filosofía, otra vez, en Extremadura

 



Este artículo fue originalmente publicado en el diario HOY


Como siempre que se aproxima una gran reforma, el patio educativo está revuelto. Una de las causas de ese revuelo es el sorprendente giro del ministerio de educación con respecto a la enseñanza de la ética y la filosofía en secundaria. En 2018, todos los partidos políticos acordaron recuperar el carácter troncal de ambas materias y reintroducirlas en cuarto de la ESO y Bachillerato. Pero en lugar de respetar este acuerdo, que fue portada de periódicos y demostró que las fuerzas políticas pueden coincidir de vez en cuanto en algo, la cúpula del ministerio se ha empecinado en suprimir la filosofía en la secundaria obligatoria y reducir su horario hasta hacerla impracticable en el bachillerato.

Y lo peor es que nadie sabe a qué se debe este olímpico desprecio. Más aún cuando todo el mundo, desde la UNESCO a los mayores expertos en educación, insisten en la importancia de la ética y el pensamiento reflexivo para la formación de una ciudadanía activa, crítica y comprometida con los valores democráticos y los desafíos del siglo XXI. Y eso por la sencilla razón de que todo ese conjunto de valores y compromisos éticos no se transmiten al alumnado recitándolos, soltando sermones o explicando sus orígenes históricos, sino a través de un diálogo filosófico paciente y argumentado en torno a las razones que nos mueven a asumirlos.

De otro lado, el espíritu competencial, integrador y transdisciplinar de la nueva ley educativa, ceñido a una metodología fundada en la comprensión y el desarrollo del pensamiento crítico y autónomo, está ligado a destrezas y actitudes que se corresponden exactamente con las de la práctica filosófica. Por ello, apostar decididamente por la filosofía es consistente con hacerlo por una educación moderna, eficaz, comprometida con los retos del futuro y capaz de educar al alumnado en formas de pensamiento que aporten una visión sistémica y global de los problemas, contribuyan a la lucha contra la desinformación, y promuevan la reflexión y el diálogo en torno a los valores que compartimos.

Es así que Extremadura tiene que dar otra vez ejemplo de coherencia, visión a largo plazo y espíritu innovador, corrigiendo los defectos de los decretos gubernativos y garantizando, en los mismos términos en los que ya se imparte, la formación ética y filosófica en nuestra comunidad. Así se ha solicitado al presidente de la Junta, a la consejera y al secretario general de educación, con idénticos argumentos a los que el propio PSOE usó hace unos meses para defender lo mismo (la permanencia de la filosofía y la ética en la ESO y su refuerzo en el bachillerato) en una propuesta de impulso aprobada por mayoría en la Asamblea, y de la que nadie entendería que se desentendieran ahora (máxime cuando la presentó el mismo partido que gobierna).

Lo que se solicitó en esa propuesta de impulso es, además, relativamente fácil de satisfacer. Lo primero, que se mantenga en nuestra región la materia optativa de Filosofía, que tan buena aceptación está teniendo en el último curso de la ESO, un momento vital y académico crucial para el alumnado y en el que las cuestiones relativas a la propia identidad, la relación con los otros, la información veraz, la legitimidad de las normas, el lugar de las emociones, los criterios de belleza o el sentido mismo de la vida, tan arraigadas en la adolescencia, han de ser tratadas con el cuidado que se merecen y en el ámbito educativo que le es más propio.

Lo segundo es reforzar la formación ética como cimiento de la educación ciudadana. No tiene sentido fiar a la educación la solución de todos los problemas sociales (la violencia, el machismo, la corrupción, el consumismo, la poca conciencia ambiental, el incremento de problemas mentales…) y dar luego a la ética un espacio y horario marginal (una cuarta parte de lo que se le da, por ejemplo, a la materia de Religión). Y no vale decir que se trata de un asunto transversal. ¿Por qué no es transversal la lengua o la historia? Al fin, todos los profesores hablan, y todos pueden mostrar la dimensión histórica de lo que enseñan. La respuesta es que la lengua o la historia son materias tan sumamente importantes que requieren de una enseñanza específica y especializada. Exactamente igual que la ética, materia con la que se dota al alumnado de las herramientas críticas y argumentativas, y el bagaje en filosofía moral necesario, para que pueda adoptar por sí mismo aquellos valores que considere razonablemente justos o convenientes.

Esperemos pues que la Consejería de Educación, coherente con el compromiso adquirido en favor de una educación que promueva el talante ético y reflexivo, la disposición al diálogo racional y la competencia para el pensamiento crítico y sistémico que requieren el desarrollo integral de las personas y demandan la sociedad y las empresas, esté a la altura de las circunstancias y dote a los futuros extremeños de la educación que, sin duda, se merecen.    



viernes, 17 de diciembre de 2021

Metafísica y democracia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Toda sociedad se constituye en torno al problema capital de cómo conciliar el interés público y el privado; esto es, de cómo lograr que la gente coopere y cumpla sus obligaciones incluso cuando esto no le reporta ninguna ventaja aparente. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que los más ricos paguen sus impuestos, o para que los más fuertes y capaces no abusen de los más débiles, o para que nos prestemos a sacrificar nuestra libertad o nuestra vida en aras del bien común (como puede ocurrir en una catástrofe, una pandemia o una guerra)?

En los regímenes autoritarios el problema de conciliar el egoísmo individual con el interés común se resuelve con la fuerza (lógico, dado que ese interés común no suele ser más que el del sátrapa o la oligarquía dirigente). En otros, con la ayuda de creencias tradicionales, religiosas o ideológico-políticas, de manera que es el honor, el mandamiento de un dios o el fervor patriótico o revolucionario lo que mueve a la gente a actuar desinteresadamente. Pero en sociedades como la nuestra, democráticas, descreídas y poco dadas a efusiones ideológicas, la cosa se complica.

Que la ciudadanía se sienta concernida por el interés común no es algo que se pueda lograr con las leyes. Si tales leyes no son la expresión de la voluntad general de los que están ya convencidos, serán débiles e ineficaces; y si son la expresión de tal voluntad, serán mayormente innecesarias. Lo que hace falta es, pues, convicción. Convicción para considerar particularmente interesante el interés común, y convicción para asumir los costes individuales que supone, en la práctica, dicha consideración.

Ahora bien: ¿Qué podría convencer a la gente de la bondad de comprometerse activamente con el bien público? De entrada, la concepción liberal de un estado-empresa al servicio de ciudadanos-clientes centrados exclusivamente en sus asuntos particulares (y que, por tanto, dejan el poder en manos de camarillas políticas fáciles de secuestrar por grandes intereses privados), no ayuda en absoluto.

El utilitarismo más ramplón tampoco sirve. ¿Cómo convencer, por ejemplo, a los más ricos para que paguen impuestos por servicios que no necesitan, o a los ciudadanos para que se involucren en actividades solidarias o cívicas de las que difícilmente van a obtener ningún beneficio concreto? En realidad, no hay ningún argumento sencillo con que combatir la poderosa idea de que lo más conveniente es, siempre, obtener la máxima ventaja al mínimo coste y, por lo mismo, que cada uno “vaya a lo suyo” ignorando (o utilizando para ello) a los demás.  

El único razonamiento a favor del ideal republicano y altruista de vida en común es complejo, y consiste en demostrar que el interés particular es realmente inseparable del general. No en un sentido material, claro (en ese sentido suelen ser opuestos), sino en otro, cabe decir espiritual. Así, cuando un individuo entiende que entre sus intereses más particulares está el de dar o encontrar sentido a la propia existencia, la necesidad de concebir la realidad (incluyendo la realidad social) de modo coherente y armonioso, comprendiéndose a sí mismo como parte de ella, acaba por anteponerse a aquellas visiones más estrechas y relativistas que justifican el egoísmo individual.

Diríamos pues que uno de los efectos de la especulación filosófica y metafísica es la adopción de una perspectiva tan ancha y articulada que permite ver al otro y a sus intereses como tales y, a la vez, como complemento de los propios. Si esta consideración del otro implica, además, como suele ser el caso, un compromiso más allá del aquí y el ahora, la metafísica y su consideración trascendente de las cosas se vuelven insustituibles. Piensen, por ejemplo, en el cambio climático. ¿Qué podría convencer a los que hoy gobiernan y gozan del mundo de que renuncien a un nivel de vida altamente contaminante para garantizar el futuro de las generaciones venideras? Es obvio que no obtendrían de ello ninguna ventaja presente. Lo único que podría convencerlos es la consideración del sentido de sus actos en un plano metafísico y ético en el que, más allá del rédito o placer inmediato, adquiriesen un significado pleno y coherente en relación con principios y valores orientadores de la existencia.

La reflexión filosófica es, así, una de las condiciones fundamentales para el asiento de una democracia real en que los individuos no aspiren a desarrollar trayectos personales completamente desvinculados de lo común, sino que conciban tales trayectos como trazos o partes de un proceso más integrador y significativo. De ahí la necesidad de educar a la ciudadanía en esa suerte de “competencia global” (como la denomina la OCDE) con la que reconocer nuestros actos, intereses e ideas a través de un ejercicio de reflexión y diálogo amplio y trascendente en que la cooperación, la actividad genuinamente política y la propia existencia puedan tener sentido.

 

martes, 14 de diciembre de 2021

Black Friday: el apocalipsis zombi

 

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Artículos periodísticos contra el consumismo se pueden consumir todos los días. Este es uno de ellos. Pero distinto, claro, si no ¿por qué lo iba a querer leer usted? Para distinguirnos, empecemos por afirmar que el consumismo no es ninguna lacra sino, por el contrario, un síntoma inequívoco de progreso social. Por ello usted y yo, y hasta el antisistema más aguerrido, hemos de confesar que consumimos (cada uno en el stand correspondiente de la feria, eso sí). Algo que, por otra parte, se ha hecho siempre.

Uno de los mitos a derribar es precisamente este de que el consumismo sea un rasgo específico de nuestro tiempo. La práctica de adquirir cosas no imprescindibles, pero que reportan comodidad o placer (incluyendo placer estético o intelectual), o un plus de prestigio o estatus, no es exclusiva de nuestra época: desde el neolítico, la posesión y exhibición de costosos objetos de lujo (joyas, armas, ropas, obras de arte…) como fuente de placer y símbolo de clase, riqueza, fuerza, capacidad sexual, poder, vínculo con los dioses o cualquier otro valor en boga, ha sido una constante, al menos entre las élites, para las que el consumo ha sido siempre un modo de vida.

Lo que sí es específico de nuestra época es la generalización y vulgarización de esta conducta consumista. Si antes solo consumían las clases privilegiadas, ahora lo hacemos todos (de forma estratificada, claro, y graduando el valor material y simbólico de lo que se consume). Una transformación que no solo tiene causas económicas – la necesidad de masificar el consumo para mantener los ritmos de inversión y beneficio del capital – sino también otras de tipo social, político o cultural.   

Desde un punto de vista social, el consumismo es la principal seña identitaria de una clase “media” destinada a amortiguar los efectos de la desigualdad económica, una desigualdad que, desprovista ya de todo encanto religioso, supone siempre un importante elemento de desestabilización. Para el poder político moderno, desprovisto de ínfulas sagradas, la provisión constante de baratijas para el consumo de la gente es un modo perfecto de mantener la conformidad con el orden establecido.

Por otra parte, el fundamento cultural de la generalización del consumismo parece claro: una vez derribados los grandes ideales religiosos, políticos o filosóficos, a nuestra época no le queda otra cosa mejor que hacer que consumir (objetos de lujo, experiencias con que ocupar el tiempo de ocio, información, cultura, relaciones humanas…). Y no es que el consumismo genere vidas vacías, como suele decirse, sino que es la vida la que, vacía de significado, genera el consumismo para intentar paliar o disimular ese vacío. Que haya otras formas mejores de hacerlo (la religión, el arte, la compulsión por el trabajo, el gusto por el poder, la costumbre de tener hijos…) es algo que habría que discutir.

Vivimos, pues, como siempre, pero quizás más que nunca, en una sociedad de consumidores, de clientes (más que de ciudadanos) conectados a una galería comercial global en la que se consumen a la vez cosas, personas, creencias, ideas políticas o cultura, sin otra preocupación que la de adquirir los medios para mantenernos conectados de manera solvente.   

Es cierto que esto genera ciertos efectos problemáticos (“problemas de ricos” en todo caso): “adicción” a las compras, apatía política o, en general, una especie de narcisismo o infantilismo crónico. Pero a cambio tenemos (como los niños) bienestar material, comodidad y entretenimiento garantizado. Además, el vicio de consumir produce (según el credo liberal) la virtud de generar riqueza para todos. ¿Puede la utopía decrecionista, con su postal neoevangélica de hortelanos felices, competir con el paraíso que es la planta (ahora pantalla infinita) del gran almacén repleta de fetiches, emociones, deseos, valores y relaciones humanas que consumir?

Y lo peor no es que este paraíso sea lo mejor, sino que, como es lógico, nadie quiere darse de baja en él. Lo siento por los defensores de la austeridad y los ecologistas, pero nadie quiere ser pobre (ni los que lo son ni los que no). De ahí que tarde o temprano – y en el cambiante escenario climático que se avecina – la gente tendrá que luchar con fiereza por recursos cada vez más escasos. ¿Hasta el punto de una guerra? Es probable. Como también lo es el desastre que supondría una guerra a gran escala con el armamento del que se dispone hoy (¡Y que también hay que gastar, qué narices!).

Pues eso, dejen de preocuparse y láncense a ese Black Friday (y a las compras de Navidad, y a las rebajas, y…) como si no hubiera un mañana. El apocalipsis está cerca. Y tal vez las armas químicas no destrocen todo lo que aún queda por comprar. A los zombis desarrapados que anden por aquí les dará la vida. Si es que esos zombis no han llegado ya, y somos nosotros, tambaleándonos con una tarjeta de crédito en cada mano.

 

jueves, 9 de diciembre de 2021

Filosofía, educación y democracia.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Entre filosofía, democracia y educación ha existido siempre una relación íntima. De hecho, aparecieron casi a la vez, como bulliciosas y peleonas trillizas en la Grecia de Sócrates, Pericles y Aspasia. Sea por esta hermandad histórica o por la naturaleza propia a cada una de ellas, lo cierto es que ninguna se deja concebir idealmente sin la otra. Esto no quiere decir, desde luego, que la filosofía o la educación no existan más que en regímenes democráticos, sino que, sin la conexión de cada una con las otras dos, no llegan a ser más que una pobre e incompleta versión de sí mismas. Veamos en qué consiste y a qué da lugar este amoroso trío.

En primer lugar, las tres, filosofía, educación y democracia, giran en torno a un mismo y problemático asunto: el de lo qué deben ser (y lo que son idealmente) las cosas. Así, la filosofía busca conocer lo que debe ser la realidad, el ser humano, la verdad, la justicia, etc. (esto es: la idea o ideal de cada una de esas cosas), poniendo entre paréntesis lo que de ellas nos es dado. Por otra parte, la democracia trata de establecer lo que debe ser un consenso justo frente al poder fáctico de la fuerza, la costumbre o el dogma. Y la educación, en fin, tiene idealmente por objeto ayudar a que seamos lo que creemos que debemos ser a partir del dato de lo que de hecho somos y sabemos.

Otro elemento común a la filosofía, la democracia y la educación es el diálogo. El diálogo en torno a las grandes preguntas, en el caso de la filosofía; el diálogo como procedimiento para tomar decisiones políticas, en el caso de la democracia; y el diálogo como raíz misma del aprendizaje (no hay aprendizaje sin ese diálogo, externo e interno, por el que nos convencemos de lo aprendido). En los tres casos el diálogo debe ser, además, incesante, de manera que todo debe ser revisado y expurgado una y otra vez de errores, injusticias y prejuicios.

Un tercer rasgo común es el carácter reflexivo o autorreferente propio a las tres. La filosofía es un pensar en lo que se piensa; la democracia un democrático legislar sobre cómo legislar democráticamente; y la educación una capacitación para el desarrollo de las propias capacidades. La reflexión filosófica, la autonomía política y el aprender a aprender son, así, la expresión de lo que son, o deberían ser, respectivamente, la verdadera actividad filosófica, democrática y educativa.

A partir de esta somera descripción de la relación entre democracia, educación y filosofía deberíamos tener ya claro el lugar que ha de tener la filosofía en la educación en democracia (es decir, “en” una democracia y “en” aquellas competencias imprescindibles para ejercer una ciudadanía democrática).

La filosofía tiene la función, en primer lugar, de dotarnos del bagaje necesario para afrontar la tarea trascendental de considerar o reconocer por nosotros mismos lo que deben ser las cosas (el mundo, el ser humano, la verdad, lo justo, lo bello…). Ninguna ciencia puede ocuparse de esto (las ciencias se ocupan de “salvar las apariencias”, no de la idea o ideal de las cosas), y la religión o el arte lo hacen, pero no de forma estrictamente racional.

En un sentido procedimental, la tarea educativa de la filosofía es enseñar a dialogar. El diálogo filosófico, que no es el de las tertulias de la tele ni el de los torneos de retórica, consiste en examinarlo críticamente todo, empezando por las ideas propias, para intentar reconstruir luego una tesis racional que acepten los demás. Sus rasgos distintivos son la cooperación (no se compite), la honestidad (no se manipula), la intención de aprender (se reconocen y valoran con objetividad las razones del otro) y el rigor argumental (se evitan falacias y errores lógicos).

Y la tercera función fundamental de la filosofía es generar en nosotros una actitud reflexiva, algo que no equivale a pasividad o indiferencia (como suele decirse: no hay nada más práctico que una buena teoría), sino al necesario ejercicio de la lucidez. La lucidez consiste en ver y pensar más allá de lo que uno ve, piensa, desea o siente en cada momento o contexto. Sin esa lucidez no es posible la acción libre, inteligente y orientada al bien común.  

Sostendríamos así que solo en el ejercicio filosófico cabe explorar sistemáticamente el ámbito axiológico del “deber ser”, que solo la filosofía puede dotar a las personas de una imagen consistente, ideal y racional del mundo que permita conectar sus intereses particulares con los generales, y que es la actividad filosófica la que convierte el diálogo crítico y la actitud reflexiva en los hábitos que han de sustentar la práctica democrática y educativa. Diríamos, en fin, que la filosofía representa la praxis deslegitimadora y deconstructiva que (paradójica pero lúcidamente) más coherentemente legitima y contribuye a construir la democracia. De ahí la necesidad de educar en ella a todos los ciudadanos.

 

domingo, 5 de diciembre de 2021

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