En una entrevista reciente decía el
filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo
en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces
que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al
principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un
reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante
bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas
en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.
Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».
Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).
La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.
El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.