miércoles, 13 de marzo de 2024

El soberbio arte de descolonizar el arte

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


La trágica historia del mito de Narciso no consistió – como se cree – en que se enamorara de sí mismo, sino en que se encandilara con una imagen (sin saber que era la suya) en lugar de con algo real; esto es: que se dejara llevar por el engaño y la apariencia. Podemos decir en este sentido que todas las culturas – y no solamente la nuestra – son profundamente narcisistas, o lo que es lo mismo, fatalmente subyugables a través de imágenes.

Decimos que lo son «fatalmente» porque ese engaño narcisista es parte consustancial de toda realidad social. Desde la época de las cavernas a la de nuestra caverna mediática, el orden político se ha instituido y mantenido mediante la gestión de un extenso imaginario de apariencias (mitos, símbolos, ritos, ceremonias, obras de arte) dirigido a conformarnos irracionalmente con él.

El motivo está claro. Dado que para mantener dicho orden social no suele bastar con la coacción (faltarían vigilantes y quien los vigilara), ni tampoco con la convicción (faltarían razones y justicia en que sustentarlas), el poder ha tenido que recurrir siempre a la seducción, es decir, al juego teatral con las imágenes, ya fuera mezclándolas con la religión, cultivándolas artísticamente por sí mismas, o constituyendo con ellas el universo mediático que confundimos hoy con lo real.

Además, y como sabemos, el poder opera en esto de dos maneras distintas y complementarias: directamente, a través de imágenes que magnifican y celebran el orden (piensen en una procesión religiosa, un palacio barroco o una película propagandística), o inversamente, a través de representaciones que critican y subvierten dicho orden de forma estética y ritual (piensen ahora en un carnaval, en una obra bufa o en el arte «comprometido»). Esta segunda manera es enormemente efectiva, pues genera la ilusión de un contrapoder que no existe, pero cuyo solo reflejo o apariencia nos basta, como a todo buen narcisista, para creer que nos prendemos de «lo otro» sin dejar, en el fondo, de conformarnos con «lo mismo»…

Vayamos ahora del arte a los museos de arte. Los museos, igual que los Ministerios de Cultura, las Academias y otras instituciones similares, brotan en la modernidad como soporte de un Estado que, divorciado ya de la Iglesia y sus imaginarios sacros, ha convertido al arte en la nueva religión al servicio del poder. Los museos en concreto, surgidos en muchos casos de las galerías reales (el rey ya no es investido de realeza solo por Dios, sino también por el buen gusto), son los encargados de custodiar y celebrar, a través de ciertos rituales laicos, el segmento más culto o elitista del imaginario común, tanto de manera directa, exhibiendo el patrimonio patrio, como de forma inversa, cediendo espacio ritual a la más rabiosa vanguardia, al grafitero más salvaje, a la instalación más provocadora… o a esa suerte de exquisita «meta-performance» que es la «descolonización» del propio museo por parte del Estado (tendencia europea a la que se ha sumado recientemente nuestro ministro Urtasun).

Esto último es interesante de analizar. Que la representación de la contrición «descolonizante» ocurra propiamente en ese territorio explícitamente consagrado a la ficción instrumentalizada por el poder que es el museo tiene su miga, y es difícil no interpretarlo como una manera barroca y estetizante de confesar que esa descolonización solo puede ser imaginaria y que, en el fondo, nadie querría (ni siquiera desde la izquierda) pagar la inmensa deuda que supondría adoptar una política real de descolonización.

Porque descolonizar de verdad, y no en el museo, supondría desmantelar hasta casi los cimientos nuestras naciones y nuestro bienestar, devolver toda la riqueza expoliada (esa con la que se han levantado ciudades, palacios, teatros, iglesias o… museos), integrar y resarcir a millones de migrantes, compensar todo el trabajo no pagado, todos los crímenes no juzgados, todas las humillaciones recibidas… Algo, en suma, impensable. Y justo para no pensarlo es que se nos ocurre devolver generosamente unos cuentos frisos, momias y objetos artísticos a gente que, por otra parte, los entiende como tales objetos «artísticos» gracias a que fueron instruidos en ello por los mismos colonizadores… ¿No es… soberbio?

Porque además, y ya que estamos en modo irónico, ¿no se han preguntado ustedes si toda esta mala conciencia anti-etnocéntrica que nos lleva heroicamente a la descolonización de museos o el derribo de estatuas de turbios conquistadores, arriesgándonos al acoso tuitero o a llegar tarde a cenar a casa, es también, no ya solo una pose estetizante con la que apaciguar nuestro indomable espíritu revolucionario, sino una exhibición no menos etnocéntrica y narcisista de paternalismo y superioridad moral ante pueblos y culturas que, si no han hecho aún lo mismo (expoliar a sus vecinos para gozar de sus riquezas) es porque no han podido? Piénsenlo al salir del museo. De uno previamente «descolonizado», por favor.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Pensamiento catedral

Justo Gallego, constructor de la "Catedral de Justo"
 Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Vamos a ver. Si usted cree que el universo es todo cuanto hay, ha de creer también que todo está continuamente cambiando. Lo dice la física. Ahora bien, si todo estuviera continuamente cambiando nada sería lo mismo de un instante a otro: ni usted, ni yo, ni el gobierno, ni España, ni la diferencia de género, ni las leyes físicas, ni nada de nada. No es ya que nadie se pudiera bañar dos veces en el mismo río; es que no habría sustancia ni para una. Es lógico. A no ser que la lógica también cambie a cada instante, en cuyo caso no podríamos… ni pensarlo.

Ahora bien, si ya es difícil (o mejor: imposible) mantener que el mundo sea como dice la física, y que, a la vez, usted, yo, o las cosas seamos lo mismo que somos, imaginen que hablamos, no ya del ser, sino del deber ser; esto es: no de las cosas que creemos inexplicablemente que hay, sino de las que ni siquiera las hay, pero soñamos o afirmamos muy serios que debería haberlas. ¡Ya decía el gran Kant (el filósofo, no el emperador mogol) que nuestra capacidad metafísica para ir más allá de este mundo insustancial no tiene límites!

¿Y en qué basamos entonces nuestras extrañas ideas acerca de lo que son y deben ser las cosas? En la ciencia ya hemos visto que no: ni esencias ni valores son cosas que existan en el tiempo o en los laboratorios. Valdría la religión, que, como saben, postula realidades eternas y separadas para buenos y malos. El problema es que los modernos no somos ya (¡aparentemente!) muy amigos de los dogmas de fe.

Una dificultad añadida es que algunos no nos conformamos con una moral de andar por casa, fundada en consensos más o menos coyunturales, sino que aspiramos a una moral universal que nos comprometa a todos y que, por así decir, quepa «tallar en piedra»; o dicho de otro modo, una ética de valores universales que nos permita pensar a lo grande, poniendo en práctica lo que el filósofo Roman Krznaric llama el «pensamiento catedral».

El pensamiento-catedral es el modo de pensar y actuar «sub specie aeternitatis» que se tenía en otras épocas, como en el medievo, en las que la gente se embarcaba en proyectos (como la construcción de catedrales) cuyos hipotéticos frutos solo eran visibles a muy largo plazo. Este pensamiento-catedral es justo el que necesitaríamos ahora para afrontar problemas que, como el de la crisis climática, exigen sacrificios presentes para garantizar la vida y el bienestar futuro. Ahora bien: ¿está a nuestro alcance un pensamiento de esta talla? ¿Podríamos nosotros, tan apegados al «carpe diem» y a la visión materialista del mundo, sostener masivamente un compromiso moral así? ¿Por qué íbamos a asumir sacrificios para lograr algo que no íbamos a ver ni a disfrutar nunca?

La respuesta no es fácil. De entrada, aquí no funciona el recurso al miedo. ¿Qué más nos da lo catastrófico que pueda ser el futuro, si no vamos a estar en él? (algunos han propuesto creer en la reencarnación para que esto funcione, pero no cuela). El filósofo Hans Jonas propuso en su día acudir a una suerte de amor paternofilial (o maternofilial) universal como fundamento emotivo del compromiso moral con las generaciones futuras, pero esto también es discutible: el amor por los hijos ni es universal (¿qué hay de quienes no los tienen?), ni eterno, ni creo que dé para tanto.

Una opción recurrente es volver a la religión. De hecho, desde la órbita de la ecología profunda se promueve una suerte de religión pagana en torno a la Naturaleza y al supuesto deber de mantener su Esencia, sin cambiarla ni destruirla (¡como si la naturaleza no fuera un proceso indefinido de cambios y de continua creación y destrucción de sí!), pero, salvo por la fe, esta creencia es igualmente insostenible…

¿Entonces? ¿Qué nos obliga a subordinar nuestra vida (que es única, breve, etc.) a fines morales que la trasciendan? Es seguro que algo así daría sentido a la existencia, pero solo si antes lo tuviera en sí mismo. ¿Y lo tiene?... A los constructores de catedrales les sostenía la creencia en que, si no en este mundo, verían el fin y la recompensa de su obra en el otro. ¿Pero y los que no creen más que en lo que creen que ven? ¿En qué habrían de fundar su sentido moral? ¿En las emociones, en la cultura, en la racionalidad práctica…? ¿Pero qué extraña entidad habrían de tener estas cosas para no estar también sujetas al cambio y la disolución, como el resto de los seres que rebullen en este sindiós de partículas que parece la realidad? 

Sin una profunda reflexión, en fin, sobre la trascendencia, toda nuestra cultura está moral y materialmente abocada a un callejón sin salida, amén de vendida a todo tipo de fundamentalismos. Solo asumiendo que las cosas mantienen una cierta esencia resistente al tiempo, y que la realidad entera responde a un orden y un fin por descubrir, tendría sentido lanzar mensajes como los que invitan al compromiso con esas «catedrales» que son las agendas mundiales, las revoluciones pendientes o los valores eternos.  

 

miércoles, 28 de febrero de 2024

Gente fuera de sí

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Oí una vez que la función principal de los espejos es dulcificar la percepción del tiempo. Si uno solo viera reflejado su rostro ocasionalmente, en lugar de hacerlo cada día, se pegaría unos sustos morrocotudos. ¿Quién diablos es ese tipo que me está mirando, pensaríamos frente a la imagen repentina de nuestra vejez?

Algo similar nos pasa a los que abandonamos hace mucho el lugar en que crecimos y volvemos a él de tarde en tarde. Al no percibir los cambios de esa manera amable y gradual que presta la rutina, la ciudad, barrio o pueblo al que retornamos nos parecen a veces lugares desconocidos. Tanto, que podemos llegar a sentirnos como extranjeros recorriendo las viejas calles familiares sin reconocer nada ni a nadie. 

Esto es normal. Los lugares y las generaciones se renuevan, y ni la vejez ni la melancólica sensación de ser el rebalaje de un ola, sin reconocerte en la que viene, son cosas nuevas o evitables. Pero hay algo extraño e inédito en todo esto. La extrañeza de la que hablo ya no se produce al comprobar como los más jóvenes nos sustituyen, llenando de savia nueva los lugares en los que crecimos (¡ojalá fuera eso!), sino al salir a la calle y no ver más que el ir y venir de turistas anónimos, ese reciente espécimen humano que, sin ser ciudadano, vecino, ni tener vínculo generacional con nosotros, se ha convertido en el nuevo habitante de nuestros pueblos y ciudades.

Fíjense que de un tiempo a esta parte, ni tan rápido como para que nos alarmemos, ni tan lento como para que nos hagamos a la idea, los centros de nuestras históricas y hermosas localidades han cambiado la vida de sus calles, la alegre familiaridad de sus tabernas, el recuento vecinal de las plazas, y el tiempo meloso y lento de novios, niños, ancianos y pandillas, por el vagabundeo frenético de visitantes macilentos, o forzadamente entusiastas, ejercitando el cansadísimo oficio de hacer turismo; ese simulacro de aventura consistente en fotografiar monumentos, comprar souvenirs, estragarse en restoranes, consumir espectáculos y volver agotado el hotel tras completar el circuito completo.

Y hay que recalcar que se trata de turistas, no de viajeros o visitantes con los que quepa confraternizar y hacer vida en común. El viajero o visitante se integra allí donde va; el turista se limita a cumplir con el programa, sin necesidad ni tiempo de conocer nada, ni más relación social que la que tiene con sus proveedores de información, entretenimiento y baratijas. Los viajeros habitan el lugar y nos dejan el poso de sus vidas y, a veces, de su obra; el turista, ocupante fugaz de casas y calles, carne de franquicia y espectáculo a granel, es pieza intercambiable de un engranaje industrial que los expulsa, exprime y retira cada fin de semana, sustituyéndolos por otros idénticos a los que se fueron. 

Miren, si no, como van convirtiendo los centros históricos de Barcelona, Madrid, Sevilla, Cádiz, Granada, Cáceres, Mérida, o los pueblos más bonitos de la Vera o el Jerte (por no hablar de comunidades enteras, como Baleares o Canarias) en inmensos parques temáticos plagados de pisos turísticos y habitantes de opereta en los que, definitivamente, nadie conoce ya a nadie, y en los que, por cierto, cada vez será más frecuente pagar por simplemente dar un paseo, como pretenden hacer en la Plaza de España de Sevilla.

No sé a ustedes, pero a mí me parece vivir en un mundo de gente cada vez más profundamente desarraigada (antes que nada de sí misma). Un ejército de muertos de aburrimiento que van y vienen sin cruzarse ni dejar huella en ningún sitio, ni fuera ni dentro de sí, limitándose a acumular simulacros de vitalidad de los que al cabo de un mes se acordarán tan poco como de la penúltima película que vieron en Netflix.

Y no es esto una simple expresión de «turismofobia» (esa razonable manía que le tiene la gente a la especulación urbanística, la imposibilidad de descansar o la locura de levantar casinos o campos de golf en mitad de una dehesa), sino de algo más profundo: de la constatación de la enorme impostura en que, sin un espejo o reflexión que la delate, nos vamos sumiendo todos. La distopia de un mundo en que nadie parece estar ni en sí mismo ni en ningún sitio, y donde todos, obligados a simular una vitalidad que no tenemos, nos empeñamos en movemos aparatosamente de aquí para allá para que nada (salvo esa inmensa nadería que es el dinero) se mueva realmente hacía ningún lado.

Frente a este cosmopolitismo de cartón piedra que es el turismo, y su cultura de folleto satinado, siempre acabo por recordar a sir James Frazer, y lo que disfruté viajando por las páginas de La Rama dorada. En esta obra suya, que se convirtió en un hito de la antropología cultural, describía e interpretaba, con todo lujo de detalles, una incalculable y fascinante cantidad de ritos, mitos, relatos y costumbres de todos los lugares de la Tierra. Y todo ello sin apenas salir de la de la biblioteca de su universidad. Yo no creo que haya un solo turista, por vueltas, selfis y destinos exóticos que se haya marcado, que tenga, ni por asomo, más mundo que el que tuvo sir James.

domingo, 25 de febrero de 2024

III Jornada Didáctica de la Filosofía

 

El pasado sábado, y tras varios años de parón involuntario, volvimos a las andadas y celebramos la III JORNADA DE DIDÁCTICA DE LA FILOSOFÍA en Mérida. Y como en las dos ocasiones anteriores, volvió a ser un reencuentro intenso y entrañable entre compañeros y compañeras de varias generaciones. Aquí os dejo una fotos, todas ellas de nuestro amigo Fergus. Infinitas gracias a Paco Molina por todo el trabajo de organización, al diligente director del CPR de Mérida, Fernando Diaz Suero, que nos atendió inmejorablemente (y contrató un catering exquisito), al director general de Personal Docente, David Moreno Rego, que tuvo la amabilidad de madrugar un sábado para inaugurar la Jornada, a Miguel Ángel Muñoz, que nos dio cobertura mediática a través de El Periódico de Extremadura, y a todos los ponentes y asistentes, en especial al maestro Jesús Zamora Bonilla, que se desplazó desde Madrid para impartir una ponencia magistral sobre Inteligencia artificial, a César Tejedor, que también se desplazó desde Madrid, a Paqui Calle, a Carmen Pérez, a Catalina López, a Marisol Casado, a Ricardo Hurtado, a Raúl Hernández-Montaño y a Ramón Besonías que, por un problema de salud, no pudo finalmente asistir. Y, sobre todas las cosas, a los profes y profas que pasasteis el día con nosotros, participando, enseñándonos y compartiendo ideas, proyectos, alegrías y dificultades. Lamento no tener fotos de los talleres (Fergus se tuvo que ir antes). Os enlazo el material con mis intervenciones y la presentación de la fabulosa ponencia de Paco Molina, espero que el resto se anime también a compartirlo por aquí (o a través del CPR, enviándoselo a Fernando). Muchas gracias y hasta pronto!!!




























miércoles, 21 de febrero de 2024

Lo crítico de ser crítico

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Lo
comentaba el otro día con un amigo y colega de fatigas docentes: ¿Qué hacemos con el alumno o alumna que se toma en serio la encendida defensa del pensamiento crítico que hacen las leyes educativas? ¿Pueden ser críticos también con sus profesores o sus padres, o solo con sus iguales, los influencers de Youtube o las letras de reguetón? Cuando pienso en la de veces que he visto alabar al alumno dócil y calladito, y denostar al que mostraba una mínima actitud crítica, me entran las dudas… «¡Cuidado, que ese es de lo que te contestan!» – he escuchado en multitud de ocasiones—; o de «los que te lo cuestionan todo» – he oído otras tantas –…

En ocasiones he tenido que confesar a mis alumnos que por mucho que en los temarios se diga que hay que desarrollar la competencia crítica, el esforzarse en ello no siempre acarrea el premio merecido… Diga lo que se diga (les digo), a muy poca gente le agrada la crítica. Y en esto casi da igual que esta sea argumentada, respetuosa y constructiva, o furibunda e insultante (como las que abundan en las redes). ¡Casi diría que puede ser peor la primera, pues obliga a tomarse la crítica en serio y, a veces, a algo tremebundo: a cambiar públicamente de opinión!

Algunos compañeros más sabios, y quizá escarmentados, me dicen que a los alumnos hay que enseñarles también a diferenciar lo ideal de lo real: lo ideal es que sean críticos y lo cuestionen todo, pero la cruda realidad es que en ocasiones, y si no quieren problemas, «estarán más guapos con la boca cerrada». Como consejo no está mal. El problema es que en el ámbito de la filosofía esto de lo ideal y lo real no está tan claro. Platón, por ejemplo, decía que hay que tender a lo ideal y no cejar en la crítica razonada, cueste lo que cueste (¡qué se lo digan a Sócrates!). Y Kant, otro filósofo que se enseña en clase, decía que la ética consiste en actuar según principios, y no movido por ningún cálculo de costes y beneficios. ¿Entonces? ¿Animamos a los chicos a ser siempre críticos? ¿O solo cuando conviene?

El propio Kant esbozó una sugerente teoría política al respecto. Él pensaba que una nación sería cada vez más justa e ilustrada si en ella se enseñaba a los ciudadanos a criticar libre y públicamente lo que quisieran, siempre que se guardaran de hacerlo durante el ejercicio de su función o cargo profesional. Así, un militar, un profesor, un inspector fiscal, etc., deberían poder criticar libre y razonadamente como ciudadanos (fuera de su horario laboral por así decir) a las instituciones para las que trabajaran, siempre que en el desempeño de su cargo cumplieran fielmente sus obligaciones y se ajustaran a la doctrina imperante (y mientras esta no fuera totalmente contraria a sus principios, claro). Esto permitiría que la sociedad progresara – gracias a la actitud crítica de la ciudadanía – sin que peligrara el orden social.

Kant solo hacía una excepción a su regla. Había un solo oficio en que el Estado debería permitir la misma crítica sin restricción que se permitía en el ámbito cívico: el de filósofo. La razón es que este oficio es el único que consiste, justamente, en cuestionarlo todo. Kant pensaba que un régimen que quisiera ser ilustrado habría de tolerar, e incluso desear, ese grado radical de crítica interna. Un régimen fundado en la razón solo podría legitimarse permitiendo que se razonara sobre y desde sí mismo.

¿Qué les parece? Reparen, por cierto, en que Kant publicó estas revolucionarias ideas allá en la Prusia del siglo XVIII y bajo la monarquía de Federico el Grande, quien parece que se mostraba de acuerdo con el filósofo («Razonad sobre todo lo que queráis, pero obedeced» era su lema, según Kant). ¡Ya quisieran los iranies, los chinos o los rusos actuales (que se lo digan a Alexéi Navalni) vivir en un régimen como el de este déspota (ilustrado) de hace tres siglos! 

¿Y en cuanto a nosotros? ¿Qué respuesta deberíamos dar a la pregunta del principio desde nuestras modernas democracias liberales? ¿Deberíamos empeñarnos en enseñar a niños y adolescentes a ser ciudadanos libres y críticos?... Parece obvio que sí (más aún si el Estado, como es nuestro caso, ha dispuesto a la filosofía como materia troncal del sistema educativo). Esos alumnos y alumnas criticones y respondones deberían ser, pues, el modelo a imitar (y no a denostar), los primeros de la clase, los hijos e hijas a exhibir ante las visitas…

Tal vez por ese camino llegáramos algún día a vivir en democracias plenas, en las que no solo los filósofos (y sus alumnos) tuvieran el privilegio de criticarlo constantemente todo, sino también, y sin más límites que los de su saber o ciencia, el resto de intelectuales, científicos, periodistas... Aunque para ello tuvieran que ser algo parecido a funcionarios. No habría gasto mejor justificado para un Estado que el de tener en nómina (y a salvo de los gobiernos de turno) a aquellos tábanos encargados de mantenernos despiertos a todos…

 

miércoles, 14 de febrero de 2024

Tractores a la deriva

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Menudo cambalache, que dice el tango. Los pequeños y medianos agricultores clamando contra lo mismo que puede salvarlos de las garras del mercado y los efectos del cambio climático, mientras la derecha, copromotora de los tratados de libre comercio, de los privilegios de las distribuidoras y del reparto injusto de las subvenciones, subiéndose al tractor a ver qué cae en las urnas gallegas y europeas…

Las quejas de los agricultores y ganaderos contra las exigencias medioambientales son desconcertantes, pues es de tales exigencias de lo que depende precisamente su futuro. Por muchos controles que se apliquen, los productos de los países extracomunitarios, cuya mano de obra puede ser hasta cinco o diez veces más barata, serán siempre más competitivos. Es por ello por lo que hay que proteger el único valor añadido de nuestra agricultura y ganadería: su calidad y la garantía que ofrecen para la salud (la nuestra y la del planeta, que vienen a ser la misma); algo que supone, obviamente, someter a más controles la actividad agropecuaria. Es eso, junto a la educación de la ciudadanía en las virtudes de un consumo sostenible y responsable, lo único que puede salvar el campo europeo. Eso o cerrar fronteras, reivindicar la autarquía e irse a Davos a gritar con los ecologistas y la izquierda alternativa contra los males de la globalización… 

Y un apunte sobre la burocracia: los agricultores y ganaderos europeos están entre los más protegidos del mundo. Entre pagos directos y ayudas al desarrollo rural la UE invierte casi el 40% de su presupuesto en un 4.5% de la población, generadora de apenas un 1.6% del PIB, siendo España el segundo país receptor de estos fondos. Se pagan subvenciones y ayudas públicas frente a todo tipo de contingencias, algo impensable en casi ningún otro lugar del planeta. Y es obvio que a todos nos parece esto muy bien. Pero este gigantesco esfuerzo económico – que proviene de nuestros impuestos – implica trámites burocráticos, que no se imponen para torturar a nadie, sino para asegurar que los fondos llegan sin corruptelas a quienes lo necesitan. Y para cuidar de la seguridad alimentaria de todos, no se nos olvide. ¿O es que nadie se acuerda ya de cuántos desastres sanitarios han estado relacionados con la relajación del control burocrático sobre productos agrícolas y ganaderos? ¿Se acuerdan del aceite de colza, de la enfermedad de las vacas locas, de la peste porcina, del coronavirus…? 

Otro tiro disparatado de los agricultores es el que apunta a la Agenda 2030, una relación de objetivos liderados por la ONU en la que se apuesta literalmente por duplicar la productividad agrícola, aumentar los ingresos de los productores de alimentos a pequeña escala y apoyar a los agricultores y ganaderos familiares. ¿Nos subimos a un tractor para poner a parir un proyecto que viene a subrayar el valor de nuestra agricultura y ganadería tradicionales frente al avance imparable de las macrogranjas y el monocultivo industrial controlado por grandes corporaciones? Eso no hay quien lo entienda.

Si los indignados autónomos y pequeños empresarios agrícolas y ganaderos quieren tomar un rumbo coherente deben dirigir sus quejas y tractores (como excepcionalmente hacen) a otro sitio: a las multinacionales de la distribución, a los fondos de inversión que especulan con la tierra y los precios, o a las sedes de aquellos partidos políticos que defienden sin condiciones los tratados y convenios bilaterales de libre comercio. Denunciar esos tratados, exigir la aplicación estricta de la Ley de la Cadena Alimentaria o demandar medidas para que no sean los grandes propietarios quienes arramplen con el 80% del dinero que llega desde la UE, son algunas de las cosas concretas por las que que tendría sentido cabrearse y sacar el tractor a la calle.

Es cierto que exigir medidas regulatorias y de control del mercado son cosas de esos malditos rojos de la izquierda (al menos, de la que no está entretenida con las bobadas de la guerra cultural), pero ¿quién sino la izquierda habría de defender a los que están abajo alimentando los beneficios astronómicos de los de arriba – esos que, más que urbanitas o gente de pueblo, son nativos de islas privadas y paraísos fiscales –?

Mientras no se entienda todo esto, me temo que lo recorrido y bloqueado no habrá servido para casi nada, salvo para que se suban al carro, disfrazados de salvapatrias, aquellos que no tienen otro propósito que el de liberalizar aún más el sector primario, aunque eso suponga reconvertir y vaciar del todo la España rural.

miércoles, 7 de febrero de 2024

Miedo a no tener miedo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Más vale ser temido que amado
, aconsejaba Maquiavelo a los que quisieran obtener o conservar su poder. Siempre me ha contrariado esta idea. ¿No es más eficaz el poder fundado en el amor que en el miedo? El que tiene miedo obedecerá contra sí mismo; el que ama te obedecerá como a sí mismo. ¿Entonces? ¿Por qué esta insistencia en la política del miedo y el odio? ¿Será por esa alegría entusiasta que parece liberar el amor? Un poco de entusiasmo – decía también Maquiavelo – está bien, pero en exceso… ¡Quién sabe dónde puede llevarnos!

Hago esta digresión a propósito del espectáculo político y mediático al que asistimos casi a diario desde hace años. No recuerdo un momento de nuestra reciente historia democrática en que se haya apostado más por la estrategia del miedo y el odio para disputarse el poder. Hasta el punto de que cuando alguna fuerza política se ha empeñado en reivindicarse con alegría, constructivamente y en positivo, como hizo Sumar y, parcialmente y en sus inicios Podemos (cuando no era el agrio escuadrón suicida en que se ha convertido hoy), esta ha sido objeto de las burlas más vitriólicas y quevedescas – porque en otra cosa no, pero en ingenio verbal al servicio de la mala leche los españoles somos, sin discusión alguna, potencia mundial –.

Así, mientras que la actual oposición al gobierno se muestra incapaz de enunciar apenas otro mensaje que no sea el del miedo a la desarticulación de España y la denuncia moral (cuando no el odio descarnado) al diabólico Sánchez, acusándolo de hacer lo mismo que cualquier otro líder democrático (negociar para mantener su poder y lo más sustancial de su proyecto político), la izquierda en el gobierno se ve forzada a adobar su expediente de logros (que no son pocos) con el miedo y el odio a la ultraderecha montaraz de VOX. Y así llevamos casi ni me acuerdo.

Esta insistencia en el discurso del miedo tiene, desde luego, raíces psicológicas y morales muy antiguas, y proyección en casi todos los ámbitos de la cultura. Los estrategas políticos saben que el miedo, como muchas otras pasiones, genera un fervor intenso que puede despertarse en el momento conveniente (el del voto) para dejarlo luego al ralentí, convertido en apatía cívica. Poco que ver con la acción transformadora y constante que genera una voluntad amorosamente erigida...

Reparen por otra parte en cómo nuestro sistema moral, de fuerte impronta religiosa, permanece aún fundado en el miedo, la culpa y el odio a nosotros mismos (ese ser fatalmente autosegregado de Dios que, según varios libros santos, somos los humanos). Es increíble que nos escandalicemos por el acceso de los menores al porno y no hagamos lo propio cuando los dejamos inertes ante las imágenes y discursos del miedo y la culpa (no hay más que entrar en cualquier iglesia). Son sintomáticas a este respecto las críticas al cartel de la Semana Santa sevillana de este año: para escándalo de muchos, en él se muestra un cristo que no sufre y que, en lugar de generar culpa o miedo (murió por nuestro mal obrar, nos puede castigar…), provoca – ¡qué horror! – alegría y deseo.

Más allá, este entramado moral se transmite a todos los ámbitos de la vida. Por ejemplo, al trabajo, que poca gente concibe como deseable, sino como algo necesariamente odioso (si lo deseas y disfrutas «no es trabajo», ni quizá mereces que te paguen por ello), o a la educación, donde la mayoría todavía concibe que sin coacción y miedo los niños no son más que una panda de vagos, y que la vieja pedagogía del placer y el amor al conocimiento no es más que una chaladura buenista e inútil.

La misma estrategia late también de forma taimada bajo los hábitos de consumo, más fundados en el miedo (a no tener bastante, a no aprovechar la ocasión, a no poseer lo que se dictamina como deseable…) que en un deseo positivo; y se impone en la difusión de los relatos ideológicos de nuestro tiempo, tanto de izquierdas como de derechas, igualmente sustentados en pasiones negativas: el terror al apocalipsis climático, el odio y la cancelación del disidente, el apaleamiento de la víctima propiciatoria, la persecución del inmigrante pobre, la guerra al hereje, la aversión al oponente (al Estado, al capital, al facha, al nosequéfobo…)…

Y sobre todo esto, me temo, sobrevuela el miedo atroz a perder el miedo, a edificar una sociedad de personas tan plenamente activas y libres que necesiten cada vez menos, no solo de un poder político externo, sino también de la congoja y la autocoacción interna. El miedo, en fin, a la libertad: tan tremendo que él mismo nos genera un miedo insuperable a superarlo. ¡Qué vértigo vivir sin órdenes, sin miedo, sin culpa, y sin tener que odiar a nada ni a nadie para poder ser o parecer algo!

miércoles, 31 de enero de 2024

El «FOMO» y las bondades de compararnos con los demás

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Según las últimas bobadas para solaz de medio ricos ociosos y terapeutas en busca de clientes, sufrimos bastante de «FOMO», una nueva patología cuyo siglas (por supuesto en inglés; quién iba a pagar si no por tratarse de algo así) significan «temor a perderse algo». El presunto síndrome estaría relacionado con la angustia que experimentamos al ver por las redes sociales todo lo que nos perdemos en la farra, concierto, bautizo u evento vario al que uno dejo intencionadamente de acudir. Nada del otro jueves, con la diferencia de que antes te lo imaginabas (que no sé si es peor) y ahora lo ves por Facebook.

El temible «FOMO» estaría relacionado, además, con la se supone que malsana tendencia a compararnos con otros, amplificada hoy por la posibilidad de ver a todas horas lo que la gente exhibe en las dichosas redes, y que, como todos sabemos, no suele ser exactamente la vida real, sino una superproducción teatralizada para que esta parezca todo lo intensa, exitosa y bella que no es.

Pues bien: la alarma que, sin duda, ha despertado esta nueva enfermedad psicológica (novedad que durará poco, porque cada día amanecemos con catorce o quince trastornos psicológicos más), nos obliga a ocuparnos aquí de ella, con objeto de comprenderla o, al menos, de reírnos un poco, terapias estas – la de la comprensión y la risa – infinitamente más eficaces que la que puedan ofrecerles todos los coaches, gurúes y psicotrainers juntos. Veamos; que igual la cosa tiene miga.

La inclinación a sentir dolor y tristeza por lo no vivido es, como decíamos, muy vieja, y fue tratada con profusión por los filósofos existencialistas. En su raíz se encuentra el angustioso problema de la libertad. El ser humano, decía Sartre, está condenado a ser libre y, por tanto, a tener que decidir cada paso que da. Ahora bien, dado que nuestra existencia es finita en tiempo y fuerzas, cada decisión nos obliga a renunciar a innumerables posibilidades, tan inmaculadamente hermosas como la hierba que brilla a lo lejos y tan platónicamente idealizables como los besos que nunca dimos. 

En cierto modo, elegir es renunciar a la plenitud de tenerlo o serlo todo. Tal vez por ello nos gusta tanto permanecer en ese estado de procrastinación ensoñadora en el que imaginamos hacer esto y lo otro sin decidir ni hacer realmente nada. Pero esta experiencia imaginaria de totalidad se acaba cuando uno tiene inevitablemente que actuar; esto es, pasar del estado estético al ético. Toca entonces delimitar el campo de lo posible y definir nuestro camino, tarea que es siempre compleja y angustiosa; por la infinitud de lo que perdemos y por el miedo al error: ¿no nos estaremos equivocando fatalmente, subiéndonos el «tren» equivocado y dejando pasar aquel que realmente nos convendría tomar? 

En esta agónica situación es donde interviene decisivamente la comparación con los otros. Compararse con los demás no solo es necesario, sino bueno y virtuoso. Las decisiones y modelos de existencia que representan otras personas son la fuente de inspiración y el espejo donde buscamos contrastar y corroborar lo acertado o no de nuestras propias elecciones. Por ello nos interesa tantísimo contemplar la vida de la gente (en las novelas, la tele, las plazas, las revistas o las redes). Nadie se «hace a sí mismo», y hasta los más individualistas lo son por imitación y aprendizaje de otros. Medirnos con esos otros, imitarlos, juzgarlos y juzgarnos en relación con ellos son las herramientas fundamentales para aprender a ser humanos, para orientar nuestras decisiones, para conocernos, para afirmarnos y, por supuesto, para corregirnos y perfeccionarnos.

Decía el sabio Protágoras que el ser humano es la medida de todas las cosas. En lo que esto tenga de cierto, el mensaje es claro, sobre todo si eliminamos el antropocentrismo y el relativismo que la máxima encierra: para evaluar con la máxima objetividad y certeza lo que queremos y debemos ser, no hay otra que comparar nuestro juicio con el de los demás. Esta comparación es el diálogo, el externo y el interno (al que llamamos pensar). Se miente a sí mismo quien crea que no está continuamente comparándose y dialogando con otros, con lo otro, con lo que le reta y aún no comprende como parte suya…

El «tratamiento» contra el FOMO no es, en fin, el llamado «JOMO», otra memez en inglés cuya siglas significan «la alegría de perderte cosas». Nadie quiere perderse las cosas realmente interesantes, que suelen ser muy pocas. Lo que hay que hacer es aprender a reconocerlas, evitando espejismos y angustias injustificadas. Y para ello, nada mejor que aprender de los demás (¿de quién si no?), contrastar tus ideas y andarte con los mejores. Afinar el juicio de valor, evitar el narcisismo infantiloide (fruto de esta sociedad cada vez más psicologizada) y sobrellevar con buen ánimo esa cadena atroz que es la libertad precisan, pues, de la comparación constante con los otros. Y si las redes promueven tal cosa, benditas sean.

 

miércoles, 24 de enero de 2024

Matemáticas, lengua y móviles




Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Córdoba.

Hay dos condiciones necesarias y casi suficientes para que alguien aprenda algo mínimamente complejo, tanto en la escuela como fuera de ella: (1) que tenga necesidad o ganas de hacerlo, y (2) que comprenda e integre en su propio hacer y pensar aquello que se le enseña, generando así una experiencia más lúcida y gratificante de la realidad. No hay más (los premios o la obsesión por las calificaciones escolares no dan necesariamente para aprender sino, a lo sumo, para «aprobar», que es otra cosa, a menudo bien distinta).

Suelto este discurso a propósito de las medidas anunciadas por el gobierno para mejorar la puntuación de los alumnos y alumnas españoles en el informe PISA, un indicador muy relativo (y discutible) de la eficacia del sistema educativo, pero que gracias a la bola que le dan los medios (y su efecto en los votantes), condiciona cada vez más las decisiones gubernamentales en este y otros países. 

Una de las múltiples razones para relativizar el valor del informe PISA es que en él apenas se miden más que dos competencias: la lingüística y la matemática, olvidando a todas las demás y, por ello, la relación íntima que hay entre ellas, y sin la cual ni el aprendizaje de la lengua ni el de las matemáticas tienen sentido alguno, al menos en un contexto escolar (y dudo que en ningún otro).

Es por esto por lo que, si se quiere realmente mejorar los resultados en matemáticas y lengua, las medidas no deben limitarse a esas dos competencias, olvidando que para aprender (lo que sea) es imprescindible comprender la necesidad de lo que uno aprende, tanto en el orden práctico como en el teórico, integrándolo con el resto de competencias y saberes.

¿Quieren de verdad que los niños y niñas no se espanten de las matemáticas? Pues déjense de sumar horas y desdoblar aulas. Somos ya el país con más horas lectivas de Europa, gran parte de ellas dedicadas en exclusiva a las matemáticas. Y el rechazo y la ansiedad que provoca esta disciplina es bastante común, por lo que no se precisa de una atención a la diversidad mayor que en otras materias. El problema de las matemáticas no es de «cantidad» (mayor o menor de horas o de alumnos) sino de «calidad». Yo al menos no recuerdo ningún docente de matemáticas que me explicara ni la necesidad vital ni los fundamentos teóricos de todo ese mundo abstracto y mecánico que pretendía meterme en la cabeza; ni ninguno que, cuando preguntaba algo al respecto, no esquivara la cuestión o me enviara diplomáticamente a la porra. “Eso son cosas de filósofos”, me decían. Y bien que lo eran. Cuando por fin pude estudiar lógica y filosofía de las matemáticas fue cuando empecé a verle el sentido (y las limitaciones) a la materia, hasta el punto de que empecé a estudiarla por mí mismo, sin obligación académica alguna.

Algo parecido cabría decir con respecto a la comprensión y expresión lingüística, que además de corresponder a materias troncales (todas las lenguas y literaturas, autóctonas o no), constituyen una capacidad transversal que se cultiva en todas las asignaturas. No se trata, pues, de más o menos horas (la lengua es lo que más se trabaja, con diferencia, en cualquier escuela), ni de limitarse a reducir la ratio (si no se enseña bien, casi da igual que tengas veinticinco alumnos que dos). Se trata de demostrar nuestra dependencia del lenguaje (de hecho, todo es lenguaje, empezando por cada uno de nosotros) y de transmitirlo como una herramienta indispensable para entender todo lo demás, entenderse a uno mismo y hacerse entender por los otros. Quien no sabe expresarse, piensa mal y comprende peor. En el dominio de la lengua (de cualquiera) nos va todo, incluyendo el que no nos dominen y atonten los que la manejan con aviesas intenciones.

Los problemas de comprensión o expresión no se deben, pues, como creen muchos, a la cultura digital. Los niños y niñas se concentran perfectamente en aquello que les interesa y amplifica su mundo (sea un videojuego o un libro de Harry Potter); y escriben y se comunican de continuo, hasta el punto de que hasta el más retraído tiene hoy un círculo de colegas de la misma «tribu» (es falso que los adolescentes vivan más aislados que antes, a no ser que reduzcamos burdamente la comunicación a la que se da oliéndole al otro el aliento).

¿Pueden mejorar en esto nuestros alumnos? Por supuesto. Cuanto más comprendan la utilidad del lenguaje (por todos los medios y soportes) para dirigir, digerir y ensanchar su vida, más y mejor lo usarán. ¿Tiene esto algo que ver con prohibir el móvil en los centros? No, nada. La dirección es justo la contraria: aprovechar esa herramienta, ya irrenunciable, para desarrollar las competencias comunicativas. Pero ya saben, ante problemas complejos que cuestionan nuestra forma acostumbrada de entender y proceder no hay nada como buscar un chivo expiatorio al que echar la culpa de todo; así nosotros – salvo quejarnos – no tendremos nada que hacer.


miércoles, 17 de enero de 2024

Genocidio en curso

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Siento repetirme. Pero es difícil escribir de otra cosa mientras hay un genocidio en marcha sin que nadie mueva un dedo para frenarlo. Solo Suráfrica se ha decidido a llevar al gobierno israelí ante la Corte Internacional de Justicia de la ONU, acusándolo de prácticas genocidas y exigiendo al tribunal que ordene urgentemente un alto el fuego en Gaza.

Lo de la urgencia no es un capricho: según UNICEF, cada día mueren o resultan heridos más de cuatrocientos niños debido al bloqueo y la incursión militar israelí. Y no se trata solo de niños. En total, y solo en Gaza, la cifra de muertos supera ya los 25.000, la mayoría civiles víctimas de ataques aéreos. Esto sin contar los heridos y desaparecidos, o los que mueren más lentamente por no contar con asistencia médica, fármacos o alimentos suficientes.

¿Es esto un genocidio? Pues ustedes verán. Si encerrar a más de dos millones de personas en 45 kilómetros cuadrados, dejarles sin comida, agua o asistencia médica, y bombardearles día y noche durante meses no responde a la intención de acabar con ellos, que venga Dios – incluido el de Israel – y lo vea.

¿Es demostrable la intención genocida? Pues no hay más que escuchar las proclamas del propio Netanyahu, o de alguno de sus ministros o diputados, llamando al ejército a borrar Gaza de la faz de la tierra, incluso con armas nucleares si hiciera falta. Aunque lo más grave aquí es que, más allá de la camarilla de fanáticos supremacistas y ultrarreligiosos que gobierna el país, parte de la población se ha dejado llevar por la creencia de que «los palestinos se lo merecen», y que son la mayoría de ellos, y no solo Hamás, los responsables de los ataques terroristas del 7 de octubre (misteriosamente conocidos, por cierto, y desde hacía meses, por la inteligencia israelí).

A esta tendencia a culpabilizar a todo un pueblo (increíblemente prendida en quienes tantas veces han sufrido de la misma e injusta acusación colectiva) se le suma la idea, exhibida sin complejos, de que los palestinos, salvo como mano de obra barata, ya no pintan nada en Palestina, dado que esta es, definitivamente, la tierra prometida por Dios a los judíos (y no el Estado que les concedieron, por su divina gracia, las potencias coloniales occidentales tras la 2ª Guerra Mundial). De ahí que, además de la masacre de Gaza, se haya incrementado la política de acoso y asesinatos a palestinos por parte de colonos judíos ultraortodoxos en Cisjordania, la otra «reserva india» en que sobreviven confinados los descendientes de los expulsados de sus casas en 1947 para construir la patria judía.

Ante todo esto, la defensa israelí en La Haya ha consistido en esgrimir el derecho a la autodefensa, afirmar que se está haciendo todo lo posible por evitar víctimas civiles, acusar a Suráfrica de tener vínculos con Hamás, y recordarnos que ellos sí que vivieron realmente un genocidio.

Dejando esto último a un lado, y obviando la tramposa frivolidad con que se acusa de antisemita, y poco menos que de nazi, a todo aquel que se atreve a ponerle el más mínimo pero a la matanza de Gaza, el resto de los argumentos son de un cinismo que corta la respiración.

En cuanto a la autodefensa, nadie ha negado el derecho de Israel a defenderse. Lo que se cuestiona es el modo de hacerlo. El derecho a repeler los ataques terroristas de Hamás no implica que se pueda bombardear y matar de hambre a dos millones de personas por si cae algún terrorista en el lote. ¿Se imaginan que ante el acoso reiterado del terrorismo del IRA o de ETA, los gobiernos británico o español hubieran encerrado a la gente del Ulster o el País Vasco, les hubieran dejado sin comida, luz y agua, y les hubieran bombardeado día y noche durante meses? ¿Cuántos «Guernicas», uno detrás de otro, tendría que haber pintado Picasso para denunciar esa masacre? Pues es esto, y no menos, lo que se está perpetrando impunemente en Gaza.

En cuanto a acusar a Suráfrica de tener vínculos con Hamás, tiene gracia que lo haga el país y el dirigente (Netanyahu) que ha defendido personalmente la necesidad de financiar a Hamás como estrategia para mantener divididos a los palestinos e impedir que avanzaran hacia la consecución de un Estado propio.

Así que no. Es una repugnante mentira afirmar que el gobierno y el ejército israelí están haciendo lo posible para evitar víctimas civiles. Están perpetrando una matanza sin paliativos en el campo de concentración en que han convertido previamente a Gaza. Y Occidente entero, salvo la honrosa excepción de Suráfrica, está tapándose los ojos y la nariz ante este hecho. Algo que, por cierto, tendrá consecuencias. Porque tengan por seguro que si algo van a provocar estos crímenes de Estado es más violencia e inseguridad para todos. Denle tiempo al tiempo.

 

miércoles, 10 de enero de 2024

Disfrazarse de Baltasar

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Esta última semana hemos asistido de nuevo a la controversia acerca de si disfrazarse de rey Baltasar sin tener la piel negra es o no una práctica racista. Algunas asociaciones y opinadores de tendencia progresista piensan que sí, comparando el hecho con esa especie de delito moral que es el «blackface» norteamericano (severamente castigado allí con la pena de cancelación). Ahora bien, ¿es esta posición razonable aplicada a nuestros reyes y pajes navideños? Atendamos a los argumentos de la acusación.

El primero y principal es que disfrazarse de negro era común en ciertas operetas decimonónicas en las que se caricaturizaba de forma humillante a los negros, por lo que disfrazarse también ahora supondría una autorización implícita de aquellos viejos y denigrantes espectáculos y un insulto a todo el colectivo. ¿Es este un buen argumento? La verdad es que no. Aceptarlo supone incurrir en la falacia de enjuiciar la totalidad de una práctica (maquillarse de negro) por el uso particular que se hizo originalmente de ella (maquillarse así para burlarse de los negros). Y esto no es muy sensato. Si fuera justo no hacer nada que otros hayan hecho antes con aviesas intenciones, sería injusto hacer casi cualquier cosa. ¿Deberíamos entonces negarnos a llevar un pendiente en la nariz (objeto con que se hacía algo más que burla a los esclavos negros), o dejar de adorar crucifijos (dado que también los usan los fantoches criminales del Ku Klus Klan), o negarnos a interpretar ciertos temas de jazz por haber sido popularizados en aquellos «minstrels» en los que se caricaturizaba a los negros hasta principios el siglo XX? Todo esto no parece lógico: algo puede ser aceptable independientemente de su origen; y quien se maquilla de negro para encarnar al rey Baltasar y su corte de pajes no lo hace hoy para burlarse de las personas negras, sino para encarnar la figura de un rey oriental sabio, justo y generoso.

Otro argumento esgrimido por los que se oponen a la tradición de los baltasares maquillados es que esto invisibiliza o contribuye a marginar a las personas realmente negras, que son las que deberían representar a dicho rey mago en celebraciones como la cabalgata del cinco de enero. Ahora bien, este argumento confunde el rito teatral de la cabalgata con un problema social. Y no son lo mismo. Una cosa es que en un rito festivo haya maquillaje y disfraces, y otra que se discrimine (en ese rito o en cualquier otro ámbito) a quien no sea blanco. Tan lícito es lo primero como inaceptable lo segundo. Maquillarse de negro es tan legítimo como ponerse una barba postiza o una capa real. No conozco ningún criterio estético serio (ni el del realismo más naíf) que impida a alguien representar cualquier papel si lo hace bien, independientemente del color de su piel, su género u otras circunstancias particulares. Y si nadie en su sano juicio pediría que quien hiciera de Melchor fuera realmente un mago venido de Oriente y perteneciente a la realeza, tampoco se debería exigir que quien representara a Baltasar tuviera que ser obligatoriamente negro. Otra cosa, esta sí repudiable, es que se margine o invisibilice a las personas de piel negra, y no se las acepte para representar a Baltasar (o a Melchor, o a Gaspar, o a lo que sea) solo por ser negras, y no por no ser actores o personas relevantes para la comunidad, que son dos de los criterios más frecuentes para escoger a quienes hacen de Reyes Magos en las cabalgatas. En las cabalgatas que conozco, al menos, se escoge a las personas que van a representar a los RR.MM. por su relevancia social, y no me parece mal que esto sea lo que prime por encima del color de piel (al contrario sí que me parecería racismo). Otro asunto, distinto, es que todas las personas, sean del color que sean, puedan aspirar en igualdad de condiciones a esa relevancia social, pero esto, digo, es otro asunto, previo y más trascendental al de quién se disfraza de Baltasar en una cabalgata.

Un tercer argumento es que disfrazarse de Baltasar con maquillaje incluido supone hacer una caricatura insultante que fomenta prejuicios. ¿Pero es esto necesariamente cierto? Piensen que cualquier disfraz implica casi consustancialmente hacer una caricatura o síntesis de aquello que representamos a través del maquillaje, la ropa, los ademanes, etc. ¿Deberíamos entonces prohibir todo disfraz (no solo de negro, sino también de blanco, pijo, ruso, roquero, geisha, obispo, mendigo…), toda vez que siempre podría haber un colectivo acusándonos de estar haciendo una caricatura prejuiciosa de sus rasgos identitarios? Tomen nota, ahora que se acerca el carnaval…

Pero incluso si fuere ese el caso (que dudo que lo sea en el caso de nuestras cabalgatas de Reyes), ¿por qué habríamos de censurar las caricaturas? No veo por qué en una sociedad libre, abierta y plural no se haya de poder caricaturizar todo lo que se desee, siempre que la intención no sea la de agredir o discriminar a nadie, y que se trate del lugar y el momento adecuado (vale en un carnaval o una revista satírica, pero no en un parlamento o aula de enseñanza).

Un cuarto y último argumento es el de que los niños no creen con el mismo fervor en los Reyes Magos si Baltasar no está encarnado por una persona realmente negra. Pero esto me parece francamente ridículo. Los niños no tienen una imaginación necesariamente realista, y son bastante duchos en el juego simbólico: pueden aceptar perfectamente a un actor no negro haciendo de Baltasar (como han hecho siempre) mientras posea los correspondientes atributos simbólicos (entre ellos, la tez morena), y sin que dichos atributos tengan que ser reales (¡para algo son magos!).  Igualmente, podrían aceptar un Rey Mago mujer o un Papa Noel asiático, siempre que los personajes portaran dichos atributos simbólicos (corona, barriga, etc.). Si los niños solo pudieran ilusionarse con personajes realistas Disneylandia tendría que cerrar mañana...

Por cierto, y como me las veo venir: con todo esto nadie quiere decir que no haya que luchar ferozmente contra el racismo (como se ha hecho desde esta columna tantas veces), sino solo que hay que ser más sensato y no dar pretextos al enemigo para que ridiculice esa misma lucha – ni motivos a los amigos para que tengan miedo de ella –. Eso es todo.

miércoles, 3 de enero de 2024

La suprema virtud de procrastinar

 

Foto de Mo Eid

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

¿Es bueno obsesionarse con los planes y propósitos de año nuevo? Por supuesto. Hacer planes tiene muchísimas ventajas. Es útil para fingir que controlas tu vida, para soñar, para entretener el amor, para gozar con los amigos y, sobre todo, para no hacer otra cosa que esa. Hacer planes es algo tan insuperablemente bueno que, de hecho, anula cualquier otra posibilidad de acción. 

Que planear sea un bien insuperable es algo que todo el mundo sabe. Por mucho y bueno que sea lo que hagamos, siempre podemos soñar o planear algo mejor. Nuestra capacidad de imaginar es infinita; nuestras fuerzas, no. Entonces, ¿para qué matarse intentando llevar a cabo lo que nos proponemos?  ¿No es mejor pasarse el día concibiendo y compartiendo ensueños? ¿Quién quiere ser una alienada hormiga amontonando logros en lugar de la cigarra que los inspira? Los humanos, como decía el poeta, estamos hecho de la materia de los sueños.

Que los seres humanos somos más cigarras que hormigas está claro. Nos define lo que hacemos con la cabeza, no con las manos. Para esto último (y para la parte mecánica de lo primero) ya están las máquinas. De ahí el lógico desprecio a los oficios menestrales y mecánicos que nos deshumanizan, y el gusto por la especulación y el vagabundeo mental. En esto, los católicos latinos siempre tuvimos la razón frente el sombrío culto al trabajo de los protestantes anglosajones. Y que estos hayan impuesto su diabólico mundo de hormigas, consagrado a los peores vicios (esa obsesión por explotar, producir, acumular…), no desdice la superioridad moral de nuestros hidalgos, filósofos y santos, dados al ocio, la contemplación y a una saludable pobreza (que no miseria) material.  

Deshágase, pues, la idea de que procrastinar es un vicio. Lo será para algunos bárbaros. Aquí lo reconocemos como una virtud. Y de las mayores. El ser humano se realiza procrastinando, esto es: deseando, proyectando, imaginando y pensando, sin nunca pasar de ahí… Más que nada porque no hay «a donde pasar». Toda realización de lo planeado es por fuerza dolorosa, decepcionante, mortal e inútil. Ya lo decía Oscar Wilde: «cuando los dioses quieren castigar a los hombres les conceden sus deseos».

Un viejo cuento pitagórico afirmaba que de los tres tipos de personas que van a un estadio, solo el espectador hace lo que no puede hacer ningún otro animal: contemplar ociosa y libremente el mundo. El resto – el comerciante, el atleta – no hace más que someterse a la ley natural del interés y el músculo (y que nuestra sociedad idolatre hoy a comerciantes y deportistas ofrece la medida justa del desastre). Es por ello por lo que grandes artistas y pensadores se han dedicado «solo» a idear y teorizar con mayúsculas. ¿Para qué más? (ya vendrían discípulos y escolásticos a hacer lo más minúsculo y degradante). Incluso el protestante Kant reconoció que la libertad y perfección de los humanos solo podían darse en el ámbito etéreo de los fines, y no en el de las acciones mundanas, fatalmente determinado por las leyes físicas.

Así que ya saben: no se dejen tentar por la conformista y mortal tentación del hacer. No hay caricias, versos, amores ni mundos que puedan superar a los que albergamos en nuestra calenturienta sesera. Ni placer más excelso que compartir delirios. Recuerden cuántos castillos en el aire (negocios, viajes, proyectos, teorías salvadoras del mundo…) hemos edificado con amigos y amantes, gozando de cada pieza, y sin necesidad de exponerse al fracaso, contraer deudas, pagar comisiones morales o dejar muertos en las cunetas.

No hay peor pecado que lo que los pobres de espíritu llaman «acción» (y que no es más que triste pasión del alma sometida a lo que ni le va ni le viene). Tenemos el mundo podrido de tanto botarate hiperactivo no dejando infinitamente para mañana lo que se siente torpemente impelido a hacer cuanto antes, sin realmente hacer ni aprender nada. El verdadero sabio aprende de la reflexión, no de la acción (solo el más burro tiene que dejarse caer para descubrir la fuerza de la gravedad). Mientras que el paladín del hacer cosas pierde el tiempo, el que procrastina lo hace. «Hacer tiempo», y no ocuparlo vana y angustiosamente; esa es la clave de una vida buena y feliz.

Dicho todo lo cual, y frente a la legión de bandarras que ofrecen cursos para no procrastinar, propongo hacer de la procrastinación (palabra horrible cuya pronunciación dan ganas de aplazar sine die) una suerte de nuevo culto. Lo llamaría «dejadismo» (o algo así), y sería un término medio entre el «hacer todo lo que deseas» del protestantismo triunfante, y el «hacer por no desear nada» del budismo alternativo; su principal y único mandamiento sería este: «limítate a desear». ¿Os parece esto poco? Pues es lo mejor que tenemos. Así que, ya saben: a soñar los mejores planes para este 2024. Con el firme propósito de no cumplirlos.

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