miércoles, 9 de octubre de 2024

La ilusión de abolir el trabajo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 En una entrevista reciente decía el filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.

Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».

Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).

La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.

El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Tres mil familias

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Estaba guardando la ropa de verano y las fundas de mis trajes me recordaban las que se usan como sudario para envolver cadáveres. Me pareció ver esas fundas-sudario en la televisión, colgadas de una barra preparada para ir «envasando» púdica y rápidamente los cadáveres de los migrantes devueltos por las olas. Desde entonces no puedo dejar de pensar en las tráqueas embutidas de agua de esos cuerpos amortajados. Ni de imaginarme su agonía. Ni de preguntarme que hubiera sido de mi si hubiera nacido en Senegal, Mauritania, Malí, Marruecos… 

Los datos cardinales para explicar la tragedia migratoria están claros: la ruptura del orden mundial (y su secuela de guerras descontroladas); la crisis climática (y su reguero de sequias y desastres); el cierre de fronteras (requisito para la precarización de la mano de obra que llega a los países ricos); y una creciente desigualdad económica global. Vamos con lo último.

Un reciente informe de Oxfam confirma que no más de tres mil familias (un 0,000X de la humanidad) controla el 13% del producto interior bruto mundial, unos 4.666.666.666 (¿será cosa del diablo el número?) por familia, mientras que el 50% de la población, unos cuatro mil millones de personas, subsiste con menos de siete dólares diarios (muchos con menos de dos o tres).    

Este grado brutal de desigualdad, fruto de cuarenta años de desregulación económica, lo condiciona todo. El mundo entero se mueve al ritmo de los intereses de la oligarquía que lo provoca. La necesidad de rentabilizar contantemente el capital de esas tres mil familias no solo determina el número y rumbo de las pateras, también condiciona el paisaje campestre, los precios del super, el índice de paro, la deuda nacional, el acceso a la vivienda, la contaminación del aire, las producciones de Hollywood y el curso de las guerras que seguimos, como una serie más, a través del telediario.

¿Por qué nos conformamos con el poder de esta oligarquía de ultrarricos? No es fácil responder. En la Edad Media era Dios quien justificaba las desigualdades. ¿Y ahora? ¿Es por la fuerza? ¿Cómo, si somos ocho mil millones contra casi nadie? ¿Es porque reconocemos sus méritos? Tampoco. Por ingenuamente que nos creamos la fábula meritocráticoliberal, nadie es tan tonto como para creer que esas tres mil familias sean un millón de veces mejores que nosotros (tanto como su patrimonio respecto al nuestro). ¿Entonces?

La respuesta más certera es que ese olimpo de milmillonarios representa el sueño de la inmensísima mayoría, y nadie se rebela contra lo que sueña, por absurdo e irrealizable que sea. Tengan por seguro que, mientras no exista un sueño mejor, esa mezcla de ilusión insensata y codicia será la que siga moviéndolo todo para que nada se mueva; para que lo que para unos son fundas donde guardar la ropa, para otros sea el único y último abrigo que les depara este mundo atroz.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Kant y el «monstruo de Aviñón»

 


Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos reprobable. 

Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses. 

En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales). 

En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales. 

Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

¿Celebrar la vuelta al cole?

 


Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Me enviaron hace unos días unos vídeos mostrando cómo celebran en algunos colegios el primer día de clase. Era emocionante ver a esos entusiastas maestros haciéndole fiesta a sus alumnos y endulzándoles en lo posible su primer día. ¡Eso es vocación! – pensé— ¿Pero por qué solo el primer día?

Reconozco que yo no sentí nunca una especial congoja – más bien excitación y nervios – al comienzo de curso, tal vez porque que en mi cole, hace tropecientos años, ya nos acogían a los chiquillos con globos, risas y canciones; pero aún hay lugares en que reciben a los peques a pie de pupitre, bajo la triste luz de los fluorescentes y pasando la lista como en un cuartel – con ese eco de hormiguero subterráneo que tienen los edificios oficiales –. Eso sin contar con la angustia de los horarios, las tareas, las normas, las advertencias y las fechas de las pruebas enumeradas puntillosamente en los discursos de bienvenida.

Pero aun alegrándome de esa alegría con que inician algunos el curso, dudo de que esas celebraciones sean más que un melancólico paliativo, ese triste y último juego del domingo al que uno se da sabiendo que detrás vienen los madrugones invernales, las cansinas horas de encierro, las interminables tardes de deberes, el examen semanal, las listas de notas…

¿Cómo podríamos hacer para que la vida escolar fuera una coherente prolongación de la celebración del comienzo, en lugar de esa travesía bronca, desagradable y aburrida que para muchos no solo es, sino que también debe ser el trabajo cotidiano (y en la que por tanto – según ellos – hay que entrenar y curtir a los niños)?

La mayoría de los filósofos han descrito el aprendizaje como una aventura fascinante, no dolorosa por el esfuerzo (¿quién siente como esfuerzo el hacer lo que desea?), sino a lo sumo por lo que desvelamos con ella. Sin embargo, nos resistimos a concebir la educación como una actividad fiada a la actividad y al entusiasmo de esos seres por naturaleza inquisitivos que son los niños, y preferimos imponerles una disciplinada pasividad, recortándoles y organizándoles la curiosidad como quien les ordena el armario de los trastos.  

Estoy de acuerdo en que la escuela no ha de servir meramente para entretener (aunque siempre será mejor entretener que violentar), sino para encauzar, sin troncharla, esa inclinación que todos tenemos sin excepción hacia el conocimiento. A la escuela va uno a aprender, no a «divertirse» (en el sentido vulgar de la palabra); pero solo porque no hay mayor diversión posible que la de aprender. El juego es el modo natural de aprender en los animales (y en los niños, decía Platón), pero solo los humanos podemos, además, disfrutar del supremo juego de divertirnos con la cabeza: de enlazar, dividir, estructurar y hacer volar a las ideas en el espacio y el tiempo, de medirlas, de plasmarlas en la materia, de reírnos de ellas… No hay nada más didáctico y «divertido» (en el sentido literal de la palabra) que ese juego con la diversidad de imágenes, palabras, perspectivas, hipótesis y experiencias que supone el aprendizaje. Si aprender en la escuela no es esa fiesta, no tengo ni repajolera idea de lo que es.

 

jueves, 12 de septiembre de 2024

Acallar a las mujeres

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

No hay nada peor para hundir a alguien que negarle la palabra, dejársela en la boca, no dirigírsela u oírla como el que oye llover. Diría que hasta es preferible, como mal menor, que te griten o te insulten. Quien te insulta no niega al menos tu humanidad (todo lo contrario: la reafirma como aquello que en un sentido u otro le interpela), mientras que quien te retira la palabra te convierte en un mueble, un espectro, en un cero absoluto a la izquierda.

Prueben a pensar (o a recordar) lo que se siente cuando nos ignoran o marginan en una conversación, nos niegan la posibilidad de explicarnos en asuntos que nos conciernen o nos impiden ejercer el derecho a réplica. La experiencia es humillante, hasta el punto de que uno llega a rumiar durante mucho tiempo el dolor y la rabia por verse ninguneado en algo tan vinculado a la propia identidad como la manifestación pública de lo que se cree o piensa.

Ahora bien, si marginar o ningunear al que desea expresarse nos parece algo tan vejatorio, piensen lo que sería si le prohibieran lisa y llanamente hacerlo. ¿No les parecería algo insoportable? Pues esto mismo es lo que han de sufrir las mujeres afganas tras la última ley de los fanáticos que las gobiernan; una ley por la que se les prohíbe no solo hablar, sino hasta el mero uso de su voz en lugares públicos – a no ser a petición y con el permiso de sus «amos», se entiende –.

Es cierto que para ser individuo basta con hablar con uno mismo, algo que puede hacerse en silencio, pero para ser una persona plena – y no digamos un ciudadano digno – es imprescindible el uso público de la palabra; solo así nos reconocemos mutuamente, analizamos objetivamente los problemas, dilucidamos de forma dialogada los asuntos que nos importan y nos unimos en el desahogo y la risa, la seducción y el goce, la protesta colectiva o la creación compartida… Sea en el lenguaje que sea, sin ese «logos» común – que decían los griegos – no somos más que una célula aislada, un monólogo idiota que no lleva más que a la alucinación y la locura. 

Y a esta locura y negación radical de la personalidad es a lo que conduce la última medida de los talibanes, decididos, fetua tras fetua, a convertir a las mujeres en silenciosas esclavas al servicio de los varones. Aunque esto no solo es cosa de talibanes, todo hay que decirlo. Lo que representa de modo radical el régimen afgano puede observarse con menor intensidad (o mayor sutileza) en todos aquellos lugares en los que se margina a las mujeres de los escenarios de representación y decisión colectiva.

Y ante todo esto lo último que debemos hacer es callarnos. Dicen los filósofos que el mal radical es la voluntad de querer la nada; pero no es mucho mejor ese nihilismo depresivo que opta por no hacer ni querer nada. Hay que exigir que se reconozca como crimen contra la humanidad el apartheid de las mujeres en Afganistán, obligar al gobierno talibán a dar cuenta de sus crímenes, y facilitar toda la ayuda posible a las miles de afganas exiliadas. Y hace falta también mirar alrededor en busca de esas otras mujeres invisibilizadas y enmudecidas por violencias mucho más cercanas a nosotros. Y para encontrarlas solo hay que hacer una cosa: dejarlas hablar.

 

 

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Los miserables

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Dice el Papa que el rechazo al inmigrante es pecado. Y el Banco de España que hacen falta muchos más inmigrantes para sostener económicamente al país. ¿Entonces? Si la llegada de inmigrantes no genera más que ganancias (celestiales y terrenales), ¿a qué viene tanto alarmismo histérico, con invocaciones al Ejército incluidas? La respuesta está clara: el miedo al inmigrante reporta votos, y hay quienes no tienen el menor escrúpulo en criminalizar a los más débiles e indefensos para lograr esos votos.

Hay que recordar de nuevo que la inmensa mayoría de los inmigrantes vienen a este país a hacer los trabajos – los más duros, ingratos y mal pagados – que ya no queremos hacer los nativos. Hablar de deportaciones masivas no solo es, pues, moralmente repugnante, sino de una hipocresía que clama al cielo: ¿quién quiere realmente expulsar a los mismos que cuidan a nuestros padres e hijos, limpian nuestras casas, asfaltan nuestras carreteras, nos sirven en el bar, recogen nuestras cosechas o dan un poco de vida a nuestros pueblos moribundos?

Algunos se empeñan en subrayar que su inquina es contra la inmigración ilegal, pero esto es otra muestra insoportable de cinismo y falta de empatía. La inmigración ilegal (de la que tanto se aprovechan algunos) es producto de la necesidad, no de una malvada elección de los inmigrantes. Todos sabemos que apenas existen cauces practicables para la inmigración legal, y todos sabemos que, de estar en el caso de esos inmigrantes, haríamos exactamente lo mismo que ellos…

Es igualmente confundente la constante alusión a las mafias, como si ellas fueran la causa de la inmigración ilegal y no simples parásitos que se aprovechan de ella. Hablar continuamente de mafias solo sirve para desviar la atención de las verdaderas causas sociales, económicas y políticas del fenómeno migratorio.

Y finalmente está el peor y más peligroso ardid: el de ocultar dichas causas bajo la retórica nacionalista. Así, desde la perspectiva de algunos, la inmigración no va de gente deseosa de prosperar huyendo de la miseria y la guerra (¡como hacíamos nosotros mismos tiempo ha!), sino de extraños que vienen a subvertir nuestras costumbres y a acabar con la cultura patria. Este planteamiento mendaz demuestra, por cierto, el tipo de trabajador que ciertas élites desearían realmente: uno que no solo trabajara por lo mínimo y en condiciones precarias, sino que además se sometiera sin rechistar a las costumbres y creencias de sus «amos».

La llegada de inmigrantes puede ser, en fin, un asunto complejo y problemático, pero que hemos de abordar constructivamente, no solo por razones morales, sino por la cuenta que nos trae, evitando planteamientos demagógicos, hipócritas y falaces, más aún cuando con ellos se juega con la dignidad y el porvenir de personas desesperadas que no vienen más que a trabajar para nosotros. La miseria material no se elige, la moral sí. No seamos moralmente más miserables que los que, en sentido material, no pueden elegir no serlo.

miércoles, 31 de julio de 2024

Ecologistas con ático en el centro

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Hace unos días, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, nos recordaba los efectos del cambio climático; efectos que llevarán a miles de millones de personas (las más pobres) a vivir por encima de los 50 grados Celsius. Hasta aquí todo bien (¡bien terrible!). El problema estaba en la atribución de causas. Sostuvo Guterres que el cambio climático era debido a la «adicción humana a los combustibles fósiles». ¡Pésimo «diagnóstico»! No ya por ese funesto vicio de convertirlo todo en una patología (que también), sino porque el político portugués, en la peor tradición liberal, fustiga a los individuos sin dedicar una palabra a las causas estructurales de esa presunta «adicción». Vamos a recordarle algunas.

Desde hace más de dos siglos el capitalismo industrial ha ido obligando a la gente al abandono de las zonas rurales y a vivir en la periferia de las grandes urbes. Desde hace cincuenta años la gentrificación y la especulación urbanística (aceleradas por el negocio turístico) han estado expulsado igualmente a la gente desde el centro al extrarradio. El efecto de este fenómeno global y masivo ha sido, obviamente, la multiplicación del tráfico urbano. Quien vive en los inmensos suburbios de cualquier megalópolis no puede ir regularmente a su trabajo en bici o dando un paseo, privilegio reservado a las élites, que son, cada vez más, las únicas que pueden vivir en el centro.

Desde luego que hay grandes urbes en las que existe una amplia y moderna red de transporte público, pero en la mayoría este es ineficaz e insuficiente. Eso por no hablar de la incomunicación de las zonas rurales o entre pequeñas ciudades de provincia. El desmantelamiento de la red ferroviaria que antaño articulaba el territorio (para invertirlo todo en autovías y unas pocas líneas de alta velocidad) o la deficiencia (o inexistencia) de infraestructuras de comunicación en las regiones más pobres hacen que, para muchísimas personas, la única alternativa sea, invariable y obligatoriamente, el coche.

Así que nada de «adicción a los hidrocarburos», señor Guterres. Para la mayoría de los que no podemos vivir en un ático en el centro el automóvil no es un vicio, sino una necesidad; no tenemos otra forma realista de acudir al trabajo, la escuela, el hospital o el supermercado; ni disponemos de medios para costear (o simplemente para hacer viable) el uso de vehículos que, como los eléctricos, distan mucho de ser prácticos y sostenibles – mucho menos si se comienzan a utilizar en masa –.

Así que, en lugar de echarnos el muerto encima, abogue usted por multiplicar por mil el transporte público, por invertir en trenes que vuelvan a conectar pueblos y ciudades, por cortar de raíz con la especulación de la vivienda en los centros urbanos o por extender el teletrabajo voluntario… Y ya verá, ya, cómo los curritos acudimos en bus al trabajo o, en estas tórridas fechas, nos vamos en tren a Benidorm o Chipiona – y no andando, como tuve que escuchar recientemente a un académico gurú del ecologismo patrio, de esos que hablan y entiendes a la perfección porque la gente vota a Trump, Abascal o Alvise –.

 

jueves, 25 de julio de 2024

«Vamos a escuchar»

 

La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) 
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en la Crónica de Badajoz.


Los aficionados al flamenco tienen una jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.

Pues bien, al discurso racional le pasa como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la atención. 

Diríamos que eso mismo que exige la buena música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración democrática.

Frente a las tendencias «neoluditas» contra las redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».

Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura. 

Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto. Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.

miércoles, 17 de julio de 2024

Juegos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Decía Ortega y Gasset que la vida no tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Vistas
«desde dentro», y sujetas a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera», objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el fútbol. Visto «desde dentro» es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto «desde fuera» no hay más que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con incomprensible alborozo en una red.

Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra. 

Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio lúdico, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.

¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuento repleto de ruido y furia narrado por un idiota, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!

jueves, 11 de julio de 2024

Faltan inmigrantes

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Se informaba hace unos días, en este mismo periódico, de la creciente y desesperante necesidad de trabajadores que tiene nuestra región. Faltan jornaleros, peones, camareros, camioneros, albañiles, carpinteros, electricistas, profesores, ingenieros, informáticos, médicos... Y no solo en Extremadura. Según un reciente informe, España está en máximos históricos en cuanto a puestos de trabajo sin cubrir, situación que empeorará notablemente en cuanto comience a jubilarse la nutrida generación del baby boom.

Todo esto supone una rémora para todos: para los ciudadanos, que se las ven y desean para contratar ciertos servicios; para las empresas, que no pueden crecer y, a veces, ni mantener siquiera su nivel de actividad; y obviamente para el Estado, cuyos recursos dependen en gran medida de la fiscalización de tales empresas. De esos recursos estatales y de la cotización de los cada vez más escasos trabajadores habría de provenir – no se sabe aún cómo – la enorme cantidad de dinero que hace falta para pagar las pensiones de una población cada vez más envejecida.

¿Soluciones? Dado que por variadas razones (no solo económicas) la tasa de natalidad lleva decenios bajo mínimos, y que, por múltiples factores también (en absoluto económicos), hay trabajos que no queremos hacer los nativos, la solución que se ha impuesto es recurrir a la inmigración. Los inmigrantes son contribuyentes netos a las arcas públicas, y llegan con el suficiente grado de desesperación (el mismo que teníamos nosotros hace 70 o 60 años) como para aceptar los trabajos que ya no queremos hacer los españoles. En cuanto al gasto público que ocasiona su integración, este resulta insignificante en relación con los beneficios que procuran; más aún si lo comparamos, por ejemplo, con el coste del subsidio de desempleo o con el gasto sanitario que supone atender a millones de jubilados.

¿Entonces? ¿Cuál es el problema con la inmigración, del que políticamente vive la extrema derecha – y cada vez más la derecha a secas –? Pues no es fácil de determinar. Desde un punto de vista estrictamente económico el problema real sería que no vinieran inmigrantes. De hecho, uno de los problemas de la economía extremeña es que somos una de las regiones con menos inmigración. Y en España, aunque la población de trabajadores no nacidos en el país ha aumentado notablemente, esta no representa aún ni una mínima parte de todos los que harían falta.

Dicen algunos que la llegada de inmigrantes amenaza nuestro modo de vida. Pero la verdad es que ese modo de vida es complementa insostenible sin ellos. ¿Queremos mantener ese mismo modo de vida y, a la vez, la «pureza» de la civilización cristiana, o de la cultura española, francesa, alemana, catalana, etc., frente a «negros» y «moros», como afirman los demagogos de la ultraderecha? Muy bien. Podemos empezar a convencer a nuestros hijos de «pura raza» para que asfalten autovías, limpien habitaciones de hotel o recojan fresas, volver a convertir a las mujeres en máquinas de tener hijos, y hacer lo necesario para rebajar la esperanza de vida a 65 o 70 años. Es claro que ni aun de este modo lograríamos nuestro objetivo pero, eso sí, seríamos europeos y españoles de pura cepa (es decir, descendientes históricos de «negros y moros»). Y hasta es posible que, legítimamente insatisfechos con ese escaso nivel de vida, a muchos de nosotros nos diera por volver a emigrar, como hacíamos no hace mucho, y como hacen hoy miles de personas jugándose la vida en frágiles cayucos para mejorar un poco su existencia y de paso, y sobre todo, para asegurar la nuestra.

miércoles, 3 de julio de 2024

Soledad con androide al fondo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lo recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos marchábamos me llamó la atenció
n la postura encorvada de una anciana que permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.

Hasta que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen, publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias. Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué de plano.

Los filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad – o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro ser humano?

Yo creo que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.

Tal vez lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?).  Es posible que el progreso sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos, ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su androide más cercano.

 

jueves, 27 de junio de 2024

Pseudopedagogía de las emociones.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 

Como en otras ramas del saber, en la pedagogía hay cosas muy valiosas y otras malas y mediocres. Estas últimas provienen a veces de personas que, sin capacidad o disposición para reflexionar seriamente o para desarrollar ideas propias, se dedican a divulgar de manera frívola y hueca lo que han oído o leído a otros.


A esto se suma el problema de que en estos saberes no siempre es fácil separar el grano de la paja. De hecho, si en loca
«sinergia» mezcla usted palabras como «innovación», «creatividad», «empatía», «resiliencia», «complejidad» y otras por el estilo, y añade expresiones como «enfoque socioafectivo», «pensamiento crítico», «experiencia vivencial» o «inteligencia colectiva», le aseguro que, por desestructurada y superficial que sea su cháchara, se le simulará escuchar con toda la seriedad que la circunstancia exija. 

Ahora bien, de todos los lugares comunes de la retórica pseudopedagógica (nada que ver con la pedagogía de verdad, donde las palabras antes citadas tienen realmente sentido), el más preocupante es aquel que dice que hay que «poner las emociones en el centro» del proceso educativo. ¿Qué significa esto? ¿Se han de anteponer las emociones a cualquier otro criterio? Eso querrían, desde luego, los publicistas, los políticos populistas y todo tipo de tiranos y fanáticos. ¿Pero es algo que debamos querer también los docentes?

La educación emocional, más necesaria que nunca, no consiste en enaltecer o expresar sin más nuestras emociones, sino en comprenderlas, apreciarlas en lo que valen y aprender a controlarlas sujetándolas a criterios de mayor entidad moral. No es la emoción lo que debe «estar en el centro», sino la razón, la reflexión y los valores más estimables. Las emociones son un sistema primario y tosco de evaluación, relativamente útil (aunque no siempre) en determinadas situaciones y que, sin una educación precisa, suele depender de prejuicios, valores e ideas poco conscientes. A lo único que conduce el obedecer a los «impulsos del corazón» es a hacernos esclavos de esas pasiones y prejuicios, incluyendo los más destructivos.        

Situar a las emociones en el centro del proceso educativo, en lugar de al servicio de los más nobles valores y principios, y de las razones que nos permiten vislumbrarlos (y someterlos a crítica), es sentar las bases para convertir la educación en un instrumento potencialmente integral de manipulación. Incorporar la dimensión socioafectiva en el aprendizaje es algo más que necesario, sin duda alguna; pero hay que saber hacerlo con delicadeza quirúrgica y exquisita asepsia ideológica, y, desde luego, tras haber vacunado a los niños con dosis masivas y diarias de raciocinio, sentido crítico y reflexión ética. Es decir, con mucha, buena y verdadera educación emocional.

miércoles, 19 de junio de 2024

Pensamiento decolonial

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Según un reciente artículo de prensa, la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres ha impulsado un conjunto de propuestas para
«descolonizar» y hacer más «inclusiva» la enseñanza universitaria de la filosofía, reemplazando el programa centrado en pensadores occidentales clásicos (Sócrates, Platón, Aristóteles, etc.) por otro con una mayor variedad de autores no occidentales.

Aparte de algunas tonterías, como considerar que los exámenes son una manera «colonialista» de evaluar (¡cuando los popularizaron los chinos!), o que emplear blogs o podcasts es más adecuado a una pedagogía no eurocéntrica (¡cuando son perfectas herramientas de colonización occidental!), la propuesta de esta Escuela es librar a la filosofía, o a cualquier otra manifestación cultural supongo, de sesgos eurocéntricos o racistas; algo la mar de loable. De hecho, sería bueno extender este movimiento a otras culturas (siempre que, rizando el rizo, esta extensión anti-etnocéntrica, tan occidental ella, no fuera considerada también una práctica etnocéntrica).

Ahora bien, una cosa es el provechoso ejercicio de la autocrítica, o la no menos loable universalización de la mirada a que nos aboca la perspectiva no-eurocéntrica (algo que, por cierto, ya nos enseñaron los viejos filósofos griegos, que acostumbraban a viajar y aprender de los sabios de otras culturas y latitudes), y otra muy distinta el incurrir en la relativización absoluta de los conceptos o en los sesgos ideológicos.

Así, alguien podría pensar que, dado que la filosofía se caracteriza desde sus orígenes como una alternativa crítica y dialéctica a las creencias tradicionales, es difícil justificar que el magnífico caudal de sabiduría de muchos pueblos pueda considerarse otra cosa que un compendio ancestral de preceptos prácticos y creencias sobre el mundo que, aunque dé mucho que filosofar, no sea estrictamente hablando «filosofía». Es claro, por ejemplo, que la teosofía hindú o la tradición confuciana tienen mucha profundidad filosófica (igual que la tienen la teología católica, la escolástica marxista o el psicoanálisis), ¿pero responden realmente a una especulación filosófica libre de dogmas y sometida a una duda radical?

Pasa algo parecido con algunos de los intelectuales erigidos como candidatos a «filósofos no eurocéntricos»: que parecen científicos sociales admirablemente aplicados a deconstruir y explicar la cultura a partir de un determinado paradigma (el del anticolonialismo, el del género, el del antirracismo, etc.), pero no tanto filósofos o filósofas dispuestos a cuestionarlo radicalmente todo, empezando o terminando por su propio marco de interpretación. Admito que la distinción no es fácil, como casi ninguna en filosofía, pero no que sea irresoluble o dé pábulo a un relativismo irrestricto.

En cualquier caso, me parece digno de reflexión que todas estas consideraciones decolonialistas se dirijan casi siempre a saberes como la filosofía o la historia del arte, y casi nunca o significativamente menos a la ciencia. No entiendo bien por qué todo el mundo exige diversidad cultural o paridad de género en el ámbito filosófico o el artístico, pero no, por ejemplo, en el de la física o la medicina. Mucho me temo que cuando vamos a tratarnos a un hospital o a matricularnos en una Facultad de Física, solo exigimos que los médicos, profesores y autores a estudiar sean los mejores en su campo, independientemente de su color de piel, cultura o género.

 

miércoles, 12 de junio de 2024

Escuela y polarización

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Todo el mundo reconoce que el grado de polarización y disgregación social actual es insoportable. A la habitual inquina entre izquierda y derecha, y la más feroz entre las propias izquierdas o derechas, se unen (entre otros) la aversión entre nacionalistas, entre urbanitas y gente del agro, entre feministas verdaderas y traidoras, entre ecologistas y negacionistas, o – la última – entre adultos presuntamente sensatos y jóvenes (casi todos varones) votantes de opciones provocadoramente ultras y retrógradas. Todo (menos – curiosamente – la lucha entre poseedores y desposeídos) parece estar en guerra.

Este sistema de castas y odios entrecruzados es alimentado además por una estructura igualmente incomunicada de medios de comunicación que solo tienen en común el odio feroz al «enemigo». Esto explica el ascenso masivo de un candidato político (Alvise Pérez) del que muchos no sabían nada. Lógico. Vivimos en burbujas informativas (o desinformativas). Y en burbujas de burbujas, como la de los medios tradicionales (la tele, la radio, los periódicos) y los nuevos medios (las redes sociales y sitios web), ignoradas respectivamente por la otra mitad de la población.

La situación es implosiva y solo la salva de momento una situación económica relativamente estable. Mientras tanto, la confusa tentación de acudir a líderes salvadores que nos saquen del marasmo y generen cierta apariencia de consenso (aunque no sea otra cosa que gregarismo) es más alta cada día. Si ha pasado en Italia o Argentina, y parece a punto de pasar en Francia y en buena parte de Europa, ¿por qué no íbamos a merecer un Abascal o un Alvise Pérez en España?

La democracia es pluralidad y conflicto, es cierto; pero no disgregación y polarización absoluta. La pluralidad es democrática cuando se representa en un lenguaje y un escenario común, que es donde tiene lugar el diálogo entre distintas opciones y la ceremonia de la conformidad con la que es temporalmente elegida. Si ese escenario (que es institucional, mediático y tiene su reflejo en el debate público) se rompe, el juego democrático se acaba.

Y reparar esa quiebra del espacio público no es fácil. Entre otras cosas porque la disgregación y la polarización interesa a muchos: enriquece a las empresas que han privatizado ese mismo espacio público; mata a la política y favorece el avance de un mercado sin reglas; abre oportunidades infinitas a estafadores y déspotas; y proporciona generoso «opio del pueblo» a una ciudadanía que se siente aburrida e irrelevante. 

Solo sobrevive un espacio público desde donde intentar reconstruir lentamente un tejido social resistente a la disgregación, el odio y la tentación totalitaria. Ese lugar es la escuela (pública, claro: una escuela igual de disgregada que la sociedad no serviría de nada). Para muchos jóvenes la escuela es hoy el único referente social y cultural estable desde el que afrontar un mundo cada vez más líquido y del que no se salva ni la propia familia. Hay que agarrarse a ello y convertir las escuelas en un último reducto de convivencia democrática, educando con fe y firmeza en el uso de aquellas competencias que puedan librarnos de la ceguera fanática y de la incapacidad para pensar y dialogar con los demás.

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