miércoles, 7 de mayo de 2025

Ver a la gente dormir

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Nuestros abuelos y abuelas tenían el alma y el cuerpo atados al trabajo. Con trece o catorce años estaban ya bregando en el taller, la casa o el campo, por lo que a la mayoría no les daba la vida más que para ir tirando, sin tiempo para desarrollar cuitas, dudas, disquisiciones íntimas o problemas mentales. Solo unos pocos disponían del tiempo libre suficiente como para «darle a la cabeza», actividad para la que contaban con sólidas creencias religiosas o – los más exquisitos – con un poso de cultura humanística y filosófica (transmitido en la educación media) con el que afrontar el maremágnum mental que nos asalta a todos en cuanto nos libramos de las urgencias cotidianas.

Pero en apenas un siglo las cosas han cambiado mucho. La gente trabaja menos y vive más; tiene más tiempo para pensar, para hacerse preguntas y para percibir la inconsistencia y arbitrariedad de las respuestas que tenemos a mano. Con el agravante de que ya no dispone de los dogmas religiosos o la rigurosa formación humanística y filosófica con que se contaba antes para orientar u organizar la siempre compleja experiencia psíquica.

A esta ausencia de referentes firmes o de brújulas culturales, se le suman el tsunami de sobreestimulación desorganizada (y, a veces, hiperespecializada y críptica) en que se ha convertido la información; la pérdida de espacios comunitarios en los que compartir reflexiones de forma franca y sin exhibicionismos mediáticos; la «autoexplotación» mental a la que nos sujetamos para generar y difundir constantemente resultados estandarizables; o la inestabilidad y movilidad acelerada a la que sometemos nuestra propia vida personal…

¿A quién puede extrañar, pues, la eclosión actual de desórdenes mentales? Tanto es ese desorden que nos agarramos a casi cualquier producto ideológico que parezca firme y consistente (la demagogia de ciertos comunicadores estrella, la cháchara esotérica de terapeutas «alternativos», o las proclamas fascistoides de los líderes populistas). 

Pero fíjense que a veces no hace falta mensaje ideológico alguno. Me enteré hace poco de que hay miles de internautas enganchados a contemplar durante horas vídeos de gente haciendo tareas rutinarias como estudiar, limpiar, hacer maletas… ¡o incluso dormir! Se llama, esto último, sleep streaming, y está marcando tendencia...

¿Qué se busca con estas nuevas filias? ¿Evadirse de un modo más realista? ¿Relajarse contemplando la repetición hipnótica de ciertos gestos o reacciones humanas, como hacen los niños? ¿Evitar novedades que nos obliguen a reorientar nuestras ideas, como hacemos los mayores? ¿O más bien introducir un mínimo de orden y concentración en cabezas incapaces ya de rezar o pensar con un mínimo de confianza, orden o rigor? Igual son «cosas de viejo», pero me parece estar presenciando a una multitud cada vez mayor de personas sin más recurso para «domar» esa invencible fiera que es la mente que el mando a distancia o el pulgar con el que pasar de un vídeo a otro en el móvil. ¿Nos estaremos volviendo realmente locos? 

miércoles, 30 de abril de 2025

Eclipses

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Los antiguos consideraban a los eclipses como a una señal funesta que preludiaba mil desgracias y especialmente el fin de los tiempos. Había quienes, dotados con la luz del conocimiento, sabían predecirlos, pero callaban por temor a ser acusados de brujos y condenados a proporcionar luz desde la hoguera.

La luz – o, si quieren, la energía – lo es todo. Tanto en los cielos como en la tierra. La luz refiere a la divinidad en todas las religiones. Y en filosofía encarna imaginariamente al Ser mismo y a sus atributos principales: la Verdad, la Bondad y la Belleza. La luz nimba la cabeza de los sabios y de los santos, y es aura de alegría y belleza; gobierna la inteligencia y las emociones. Reparen, si no, cómo nos cambia el estado de ánimo cuando se acumulan los días sin sol, o incluso cuando entramos en un edificio o calle mal iluminados.

Pero la luz no es solo signo de lo más alto o modélico, sino también objeto-símbolo principal en la caverna del mundo, en la que adopta la figura del fuego, fuente y representación del poder técnico que el titan Prometeo robara para nosotros a los dioses. El fuego gobierna en la caverna como análogamente hace el sol en el cielo. En el símil platónico sirve para fabricar el teatro de imágenes en el que vivimos. Hoy equivaldría a la luz eléctrica, incluyendo esa luz oscura que recorre los circuitos de nuestro tecnológico mundo alimentando constantemente el espectáculo que llamamos «realidad».

Pero fíjense que, pese a todos los gigavatios que llevamos de ventaja, basta un chispazo imprevisto y enigmático para desequilibrarlo todo y volver casi de golpe al paleolítico. Hoy, como provocaban antaño los eclipses, los apagones generan conductas de pánico, proliferación de profetas y grupos de compadres compartiendo las ideas conspiranoicas más estrambóticas. Falta el elemento capital del chivo expiatorio, que para unos – cómo no – será el malvado Sánchez, para otros serán los rusos, y para otros Trump, o el feroz capitalismo, encarnado en las pérfidas compañías eléctricas, o incluso, como en los viejos tiempos (bulos ha habido al respecto), los infieles, sean terroristas musulmanes o pérfidos judíos. Nada nuevo bajo la luz del sol. 

Eso sí, a falta de más datos, hay que subrayar y celebrar dos cosas. La primera es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares (recuerden los saqueos y crímenes que se producen durante los apagones en ciertas urbes de los Estados Unidos), aquí no ha pasado nada espacialmente malo — ¡y miren que se ha ido la luz en todo el país! – ; todo lo contrario, la gente ha demostrado un espíritu cívico y solidario dignos de admiración. La segunda es que, por suerte, la tan cacareada transición digital sigue siendo de momento reversible, y la gente aún guarda -- además de una radio a pilas y algo de calderilla -- la sana costumbre de salir a la calle, hacer corro con extraños de carne y hueso, organizarse, preocuparse de los vecinos y echar una mano en lo que haga falta. Benditas sean la luz del sol, lo analógico y las analogías.

 

miércoles, 23 de abril de 2025

¡Qué nos gobierne el papa!

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La Iglesia católica en general, y el Estado vaticano en particular, representan instituciones y estructuras de poder dogmáticas, antidemocráticas y patriarcales. Cuando han tenido más poder de la cuenta han resultado siniestras y peligrosas. Y en ellas han proliferado la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria y el resto de los pecados capitales. No es nada que no ocurra en muchas otras organizaciones, pero en el caso de la Iglesia (de casi cualquier iglesia), en la que el poder se justifica por la virtud de quien lo detenta, los vicios resultan especialmente graves.

Dicho esto, la Iglesia católica es quizás una de las instituciones que más cerca ha estado (retóricamente al menos) de plasmar el viejo sueño filosófico de un gobierno del mundo fundado en la virtud y el conocimiento – del conocimiento revelado por Dios, claro, más o menos compatible con el de la razón –. Es por ello por lo que la sociedad medieval cristiana se organizó idealmente como una especie de república platónica en la que el estamento de los más sabios y virtuosos teólogos y religiosos aspiraba a una cierta prevalencia no solo espiritual, sino también política sobre la nobleza guerrera y el estado llano. De hecho, durante gran parte de la Edad Media occidental se debatió intensamente sobre si el poder supremo del mundo debía pertenecer al emperador o al Papa. Si las leyes políticas debían ser la continuación, como se pensaba entonces, de las emanadas de Dios, la respuesta estaba clara (aunque, en la práctica, la espada pudo siempre mucho más que la cruz).

Hoy las cosas parecen muy distintas. «Muerto Dios» (o más bien su concepción más humanista y razonable), según Nietzsche, y enterrado el ideal de una razón sustantiva en que fundar el orden social, diríase que el derecho solo puede apoyarse en la fuerza (incluyendo la fuerza de las mayoría que rige las democracias), en imaginarios y valores bastante más irracionales que los religiosos (como los que alimentan el nacionalismo o el transhumanismo), o en un vago compromiso cívico con pactos y procedimientos  adelgazados de casi todo sentido moral y trascendente.

Ante esta debilidad congénita del derecho moderno, no es raro que florezcan caudillos populistas dispuestos a anteponer su voluntad – y la de las masas que seducen – sobre cualquier consideración normativa. Estos nuevos reyes del mundo no lo son, ni siquiera simbólica o retóricamente, por sus capacidades espirituales, ni pretenden encarnar otros valores que los del estado de naturaleza (egoísmo, ambición, violencia, oportunismo…). Son productos grotescos de una civilización en plena decadencia, en la que ya ni siquiera se guardan los ritos ni las formas – esas últimas salvaguardas de la ley –. Piensen en estos nuevos y desvergonzados emperadores: Donald Trump, Elon Musk, Vladimir Putin, Xi Jinping… Puede parecer de locos decir esto pero, puestos a elegir, preferiría que, en vez de ellos, gobernase el mundo un papa como Francisco. Tal vez acabara corrompiéndose, como todo lo que es humano y mortal, pero creo que, con tipos como él, el diablo lo tendría mucho más difícil para intentar demostrar que existe.

miércoles, 16 de abril de 2025

Teoría urgente de la conciencia

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Para alertarnos de cómo nos engañan a través de la tecnología, el filósofo y editor Andrea Colamedici ha publicado un libro en el que engaña a sus lectores usando la tecnología. El libro se llama
«Hipnocracia», está firmado por un autor de pega (un tal Jianwei Xun, que no existe más que virtualmente) y ha sido escrito con ayuda de dos sistemas de inteligencia artificial.

¿Se puede educar contra el engaño engañando? Por supuesto. Cuando la forma de la fábula «dice» lo mismo que sus personajes (o lo contrario, de forma irónica), la moraleja es doblemente efectiva. El engaño esclarecedor de Colamedici contribuye además a despertarnos a esa forma superior de consciencia por la que, más allá de darnos cuenta de lo que nos cuentan, nos percatamos de la entidad fabuladora e igualmente manipulable del propio contar. Es aquello de que «el medio es (también) el mensaje», como diría McLuhan.

Pero es que además: ¿nos engañan realmente cuando nos venden el libro de un autor ficticio o escrito con inteligencia artificial? ¿Por qué? ¿Cuándo no es un autor (o cualquiera de nosotros) una ficción auto inventada? ¿O en qué se diferencian realmente una creación humana de la de una inteligencia artificial? Se me dirá que en el caso del autor «real» (por muy «personaje» que sea) y de la creación humana (por mecánicamente que se haga) interviene una consciencia, esto es, un sujeto con intenciones, cosa que no ocurre con las ficciones puras o con la inteligencia artificial. ¿Pero es esto cierto?

Sobre la conciencia hay muchas teorías – la mayoría filosóficas, claro, pues fenómenos como la subjetividad o la intencionalidad no son observables –, pero hay algunas que resultan incompatibles con la ingenua distinción que solemos hacer entre humanos, máquinas y seres de ficción. Así, para algunos, la conciencia y la identidad humana son un producto virtual del lenguaje y del proceso de socialización por el que nos acostumbramos a replicar interiormente el diálogo social que mantenemos, desde pequeños, con quienes nos enseñan – o «programan» –. Ahora bien, ¿qué impide qué sistemas de IA puestos a dialogar entre sí o con personas sean capaces de replicar ese diálogo por sí mismos, generando virtualmente un centro de gravedad narrativa al que llamar «yo» o «tú» y a los que el propio sistema adscriba intencionalidad o agencia?

Otros filósofos y teóricos de la mente objetarían que la subjetividad consciente, además de un producto virtual del lenguaje, es un modo peculiar de «sentirse» el organismo a sí mismo, pero esto topa con el problema, no menor, de saber en qué consiste toda esa complicada fenomenología mental que llamamos «sensaciones» y «emociones». Si la reducimos a fenómeno neuroquímico, no se ve qué es lo que impide que un proceso físico (tal como lo es una máquina) se vuelva lo suficientemente complejo como para generar procesos químicos. Y si introducimos factores no físicos (psicológicos, culturales…), volvemos al lenguaje y a las identidades narrativas, dominio en el que las máquinas de IA parecen ser cada vez más competentes. ¿Lo serán hasta el punto de pasar de «parecer» a «serlo»? Seguiremos discutiéndolo. Tal vez con ellas, como parece que ha hecho ejemplarmente este supuesto Colamedici.

 


miércoles, 9 de abril de 2025

Trump como héroe de la democracia

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Una de las cosas que no deja de llamar la atención a quienes hemos sido siempre escépticos con la presunta independencia de los políticos, es la forma de gobernar que exhibe Trump. No hay poder fáctico que parezca toserle. Ni los gigantes tecnológicos del «Big Tech», ni su amigo Elon Musk, ni Wall Street parecen poder parar al presidente democráticamente electo pese a los miles de millones que está haciéndoles perder. Y al electorado de Trump – para el que la apariencia lo es todo – esto solo puede parecerle un triunfo rotundo de la democracia y una prueba del cumplimiento de los compromisos electorales que asumió el candidato por el que votaron.

Al fin, lo que Trump ha vendido siempre es el sueño de la reindustrialización de América a través de la derogación de tratados comerciales y la adopción de agresivas políticas proteccionistas. Y es eso exactamente lo que está haciendo, por más que pese a los «poderosos» (los lobbies económicos que pululan por Washington o los ejecutivos de Wall Street) frente a los que la retórica trumpista ha antepuesto siempre los intereses de las clases medias (fíjense que en su anterior legislatura llegó a rescatar impuestos contra la especulación y a proponer leyes contra la conversión de la banca tradicional en banca de inversiones). Con su infalible estilo de telepredicador o tertuliano televisivo, lo que Trump encarna, en suma, es la vieja pero efectiva figura del justiciero que se enfrenta a los ricos para beneficiar a la gente sencilla y trabajadora (la única que entiende su lenguaje llano y franco frente a la hipocresía y el esnobismo «woke» de la izquierda elitista y corrupta). El relato, en boca de un «Robin Hood» millonario que encarna al héroe y al sueño americano, no puede ser más efectivo, por tramposo que realmente sea.

Por otra parte, no está en absoluto claro – como sueñan algunos ingenuos – que una hipotética recesión económica en el propio seno de los EE. UU. vaya a erosionar el apoyo popular a Trump. Por caótica que le parezca a los mercados, la imagen de contundencia y eficacia que transmite el presidente (tan distinta de la ambigüedad y la retórica inane de los políticos tradicionales), y el orgullo nacionalista que despierta con su forma de dirigirse al mundo (humillando, amenazando y obligando a todos a negociar y resarcir a América de lo que – según el discurso oficial – se le ha robado previamente), vale para compensar todas las dificultades económicas que puedan sobrevenir a corto plazo.

Alguien podrá objetar – y también con razón – que Trump no solo parece estar haciendo caso omiso de los poderes financieros, sino también de los jueces y las leyes. Es cierto. Pero esto no hace sino legitimar aún más esa concepción ultrapopulista de la democracia por la que la voluntad popular y la moral (la moral trumpista, cocinada con los viejos ingredientes de la ética puritana: el trabajo, el esfuerzo individual, la familia…) valen más que los aparatos de control, los equilibrios de poder y, si me apuran, hasta los preceptos constitucionales. ¿Qué esto puede desembocar en una suerte de tiranía o presidencialismo autoritario? Desde luego. Pero, de nuevo, será con el aval democrático que exhiben legítimamente los demagogos cuando – en olor de multitudes – se perpetúan en el poder. Si esto es o no es «verdadera» democracia habrá que discutirlo filosóficamente – ¡que no votarlo, por favor! –.

 

miércoles, 2 de abril de 2025

Europa y los nuevos bárbaros

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Siempre he pensado en Europa como en un archipiélago cultural, o como una capa más de la atmósfera, de la que respirara ideológicamente todo el globo. No diría, en este último caso, que Europa haya proporcionado siempre el aire más puro, ni que no haya sido en muchas ocasiones un huracán destructor, pero no ha habido otra cultura en los últimos quinientos años que haya esparcido su simiente – sus valores, su filosofía, su ciencia, su arte, sus instituciones, sus bancos… — como lo ha hecho Europa.

Hoy, sin embargo, Europa empieza a parecer un islote perdido, un volcán extinto, una brisa que hubiera cruzado media docena de siglos para, al cabo, detenerse y cambiar de dirección. Europa comienza a ser algo pequeño y venerable, como ese clásico que se cita sin hacerle demasiado caso o incluso sin haberlo leído. Todavía un oasis de libertad y bienestar, Europa corre el riesgo de convertirse, de forma irreversible, en una pieza de museo.  

Pero fíjense que incluso así, como pequeño oasis o pieza de museo, el ideal de mundanidad gozosa, riqueza, justicia y racionalidad crítica que, desde los antiguos griegos, inspira nuestra cultura, sigue siendo enormemente influyente y, por ello, peligroso. Y las pruebas son las amenazas de Putin o la hostilidad abierta del gobierno de Trump. Al fin: ¿Qué autócrata u oligarca no teme la existencia de un ecosistema político en el que la seguridad y la riqueza privada logran convivir con un estado de bienestar y unas cotas de libertad como jamás ha visto el mundo?  

Es cierto que buena parte de esos logros se han conseguido saqueando otros países. ¿Pero qué otro imperio expoliador ha dado tan buena cuenta del botín? ¿O qué otro reino de ladrones – como lo son todos – se ha permitido el lujo de criar una estirpe de críticos – filósofos, literatos, activistas… – dispuestos a descubrir y denunciar las tropelías del poder? Yo no conozco ninguna otra cultura en la que – por ejemplo – se pague a tipos como yo – profesor de filosofía en la educación básica – para cuestionar críticamente, hasta su misma raíz, las ideas, valores y acciones de aquellos que le mantienen.

Pues bien, mientras el bárbaro de aquella maravillosa «Historia del guerrero y la cautiva» de Borges cambiaba de bando al quedar prendado de la belleza de la Rávena que pretendía arrasar, aquí, una cantidad no despreciable de europeos se ha sumado a la barbarie ciega de aquellos para los que los derechos laborales, las pensiones, las prestaciones sociales, la sanidad y la educación públicas, la libertad de expresión, la posibilidad de elegir y deponer a los gobernantes, la pluralidad moral, la tolerancia religiosa, o el pensamiento crítico, resultan una amenaza existencial intolerable. 

Estos bárbaros quintacolumnistas son la ultraderecha europea, o casi toda ella, tontos útiles y serviles de Trump o Putin y negacionistas del proyecto europeo. A esos bárbaros y a sus jóvenes cachorros – sobre todo a estos –, les debemos un buen rearme educativo en valores y ciudadanía europea; una educación que abunde en todo lo que nos define: el diálogo crítico, la argumentación racional, la reflexión sobre nuestros propios valores, y los conocimientos científicamente objetivos. Dudo que nadie que pase de verdad (y no de manera retórica e impostada) por una educación así pueda no ver a Europa como a la Ravena que sedujo al bárbaro del cuento de Borges.

viernes, 28 de marzo de 2025

Antimilitarismo y cultura de defensa

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Una vez nos hemos cerciorado de que Europa ya no le interesa militarmente más que a sí misma, es hora – como dicen— de rearmarse. No solo de armas, ni de voluntades para desarrollar una estrategia de defensa común más firme y articulada (incluyendo un verdadero ejército europeo), sino sobre todo de ideas y valores. Es preciso reconstruir con ellos una cultura de seguridad que permita hablar sin tabúes hipócritas de estrategias de disuasión, conflictos bélicos, tecnología militar, control de armamento nuclear o movilización de la población. El antimilitarismo militante no debe dejar de reparar que las libertades, derechos y relativa paz que disfrutamos en Europa no son en absoluto ajenos a las guerras que libraron nuestros abuelos – la última de ellas contra el fascismo – y que no vamos a seguir disfrutando de ellos si no los protegemos con energía de quienes lo consideran un estorbo para el logro de sus ambiciones imperialistas. 

Reivindicar el valor de la defensa armada en el marco de un Estado democrático de derecho significa varias cosas: la primera es subrayar el monopolio del uso legítimo de la violencia por parte del Estado como un signo distintivo de civilidad. La paz no es un valor incondicional. Una paz injusta puede ser peor que la guerra. Y una paz justa no es posible fuera de una comunidad que reprima el uso privado de la fuerza y que se defienda eficazmente de aquellos que, desde fuera, desean violentarla y destruirla.

Rearmarnos de valores e ideas en el ámbito de la defensa quiere decir también reconocer el papel de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, un grupo de profesionales cuyo objetivo, tan loable como el de los médicos o los bomberos, no es otro que garantizar nuestra seguridad e integridad física frente a un variado rango de amenazas. Ya sabemos que en ciertos sectores (no necesaria ni primordialmente populares) resulta poco estiloso reconocer la labor de, por ejemplo, de la policía – salvo cuando la necesitan, claro –, pero esto es poco más que una pose estética de quienes, por vivir bien protegidos, pueden permitírsela

Reavivar una cultura de seguridad quiere decir, en tercer lugar, apostar por reforzar el compromiso cívico con la defensa del Estado y todo lo que este representa. Y esto puede incluir una suerte de servicio militar o civil obligatorio relacionado, como mínimo, con tareas auxiliares. La objeción relativa a la naturaleza poco democrática del servicio militar o civil obligatorio (en cuanto se supone que conculca el derecho a la vida y la libertad de los individuos) es muy discutible. Antes de nada porque el ejercicio de la defensa no implica necesariamente el sacrificio de la propia vida (aunque suponga asumir riesgos, claro está). Y en segundo lugar porque una sociedad que se precie de defender valores y derechos (y no solo intereses y obligaciones contractuales) no puede disociar la vida de la dignidad con la que la vivimos, ni las libertades individuales de las virtudes y responsabilidades cívicas.

Por supuesto, también es posible seguir pensando que todas las guerras (también las que sirven para defender derechos y libertades como los nuestros) son igualmente inaceptables, y que hay que aprestarse a negociar incondicionalmente con cualquiera que agreda, invada, amenace o dé un golpe de estado, por ver si milagrosamente se pliega a algo que no sea concederle todo lo que exija a punta de pistola. Este es, sin duda, el método más eficaz para conservar la paz y la vida. Al precio de que la vida no valga la pena y de que la paz no sea más que una guerra soterrada e inacabable.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Niños, crimen y castigo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Que algo tan entrañable como un niño cometa un crimen es una monstruosidad. Como lo es que trabaje en una mina, se prostituya, o que sea él mismo maltratado, violado o asesinado por sus familiares. Una de las peores caras de lo monstruoso es esta increíble simbiosis entre lo más entrañable (un niño, una relación filial o de cuidados…) y lo más inhumano (el crimen, la explotación, el abuso…) ¿Qué podemos hacer para afrontarla?

Lo primero es reconocer que esos niños o adolescentes «criminales», aunque han demostrado un comportamiento monstruoso, no son fieras rabiosas que sacrificar, sino personas libres susceptibles de ser reeducadas. Suponer que son asesinos congénitos o malvados sociópatas imposibles de reformar es una propuesta oscurantista y frívola que impide toda atribución de responsabilidad (quien es malo sin remedio no es responsable de nada) y que convierte en vano el empeño, e incluso el sacrificio, de educadores y educadoras como la asesinada hace unos días en Badajoz. 

As que, si se quiere hacer algo realmente útil para evitar estos crímenes, hablemos de seguridad, sí, pero también de educación. ¿En qué tipo de formación habría que insistir para reconducir la conducta agresiva de un niño o adolescente? ¿Basta con imponer reglas, premios y castigos, hacer terapia psicológica o entrenar habilidades de autocontrol o interacción social? Probablemente no. Las personas no cambian solo porque las castigues (solo se vuelven más astutas y rencorosas), y la formación psicosocial no toca de frente el aspecto moral, esto es, la suma compleja y casi siempre confusa de propósitos, valores y modelos que orientan la conducta, y que es aquello con lo que debemos operar con pericia para modificarla.

Fíjense que estos crímenes adolescentes – como todo lo que resulta terrible y monstruoso – no solo asustan, sino que también advierten y marcan el límite con lo que, estando del otro lado de la vida civilizada, se encuentra a su vez profundamente imbuido en ella: la debilidad e inconsistencia de nuestros valores (no hay más que reflexionar un poco sobre ellos), el uso de la fuerza como medio (miren lo que hacen los grandes líderes mundiales), la emocionalidad y el capricho como normas de conducta (no por nada respiramos publicidad) o un cierto gusto por una estética del poder y la violencia que, aunque se ha dado en todas las épocas, tal vez permea especialmente el mundo de la cultura y el entretenimiento contemporáneos.

Frente a todo esto solo cabe un gigantesco esfuerzo de educación crítica y ética. Y tener una mayor consideración hacia el trabajo de los educadores, profesionales cuya compleja tarea merece un reconocimiento similar, si no mayor, al de cirujanos, ingenieros o arquitectos (al fin, estos no tienen que lidiar con la construcción de ideas, valores o emociones, sino con cosas mucho más simples y previsibles). Una sociedad avanzada es la que cuenta con tantos y tan buenos educadores y recursos que puede permitirse el lujo de hacer de sus cárceles escuelas, así como de dotar a los centros formativos con el mismo nivel de seguridad que tiene casi cualquier institución pública. 

 

miércoles, 12 de marzo de 2025

¿Es la paz un valor absoluto?

 



Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Hay un pacifismo consistente, que comprende la guerra como mal menor; y un pacifismo inconsistente, en guerra con hechos y argumentos, que estima a la paz, sin más matices, como un valor absoluto.  Ahora bien, la paz, igual que la guerra, no es algo que podamos comprender de modo puro o aislado. De hecho, hay muchos tipos de paz y de guerra. Hay, sobre todo, guerras y paces justas e injustas.

Pongamos el caso de Ucrania. Una paz fundada en entregar un tercio del territorio al agresor (que en lugar de ser castigado recibe un premio), regalar la mitad de las riquezas naturales al país «protector» (en el sentido en que la mafia «protege» a aquellos que extorsiona), e hipotecar sine die las aspiraciones de ser una nación plenamente democrática (en lugar de una oligarquía corrupta bajo la órbita del sátrapa ruso), no es una paz justa, ergo conducirá, de un modo u otro, a una reanudación de la guerra, sea por parte de los que no pueden soportar la injusticia, sea por parte de los que se sienten lo suficientemente fuertes como para confundir la justicia con su regia voluntad.

Pongamos ahora el caso de Europa, donde hemos disfrutado de ochenta años de paz gracias a una guerra justa contra el fascismo, y su continuación en forma de guerra fría entre los bloques democrático y totalitario. Decir, como dice el portavoz parlamentario de IU Enrique Santiago, que «la paz nunca se ha logrado con el uso de la fuerza» es confundir el ámbito uránico de los principios con el de los hechos. Aquí abajo, la paz se logra continuamente mediante el uso de la fuerza (sea la de la guerra, sea la de cualquier otro tipo de coacción).

A los argumentos de papel maché que ya esgrimía parte de la izquierda contra el apoyo militar a los ucranianos (según los cuales las guerras hay que pararlas, a cualquier precio, mediante la sola diplomacia), se suma ahora otro muy curioso: «no hay que rearmar Europa para seguir apoyando a Ucrania porque – dicen – esto supondría enriquecer a la industria militar norteamericana». Digo que el argumento es curioso, porque si se propusiera desarrollar una industria militar europea, o reinstaurar alguna fórmula de servicio militar en nuestro entorno, para no depender, así, de la industria y la protección de EE. UU., me apuesto lo que quieran a que se rechazaría tajantemente desde esa misma izquierda. ¿Entonces? 

La idea que tal vez necesita comprender el pacifismo más inconsistente es que la fuerza, como el capital, en la medida en que resultan inevitables, han de estar en las mejores manos posibles, esto es, en las de aquellos que, al menos en teoría, están más cerca de poder subordinarlos a principios y valores que nos permitan vivir con dignidad y libertad. Es por todo ello que Europa debe desarrollar su propia tecnología militar y comprometer a la ciudadanía en la defensa de su proyecto civilizatorio (el que con más claridad se identifica idealmente con la razón y el derecho) frente a la amenaza autoritaria y oligárquica de Rusia, China y, ahora, incluso, de los EE. UU. de Trump. Tal vez esto sea «morir con las botas puestas», pero es lo que tiene creer que una paz sin justicia no es sino otra expresión sutil, pero igual de dañina, por indigna, de la guerra.

miércoles, 5 de marzo de 2025

Humillación y poder

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El poder representa, en general, la fuerza o potencia para dar forma a las cosas. Y el poder político la capacidad para conformar la voluntad de la gente con respecto al orden establecido (o por establecer). ¿Cómo se obtiene este poder? Simplificando mucho, de dos maneras, habitualmente correlacionadas: por coacción y por convicción. El poder coactivo violenta la voluntad del sometido desde fuera, y el poder por convicción la mueve a conformarse desde dentro, «libremente». El primero se funda en amenazas y chantajes. El segundo en la persuasión retórica y los argumentos.

Ahora bien, entre la coacción y la convicción podemos encontrar otras fórmulas mixtas para obtener conformidad. Una de ellas es la seducción, y la otra – casi inversa – la humillación. La seducción genera un efecto cautivador que mueve al sujeto a conformarse voluntariamente sin necesidad de razones o palos. Las fórmulas de seducción suelen tener varios ingredientes: el de la belleza (como la de un discurso o la del arte puesto al servicio del poder y sus rituales), el de la emoción religiosa, o el de esa mezcla entre religión y arte que representan el imaginario y los mitos de una cultura.  

La otra fórmula mixta, de la que se habla muy poco, y de cuya utilización podemos ver una muestra casi perfecta en la actividad pública del nuevo presidente de los EE. UU, es la de la humillación. Como la seducción, la humillación mueve al sujeto a convencerse de su inferioridad frente al poderoso (y, por ello, a obedecerle), pero, a diferencia de la seducción, en la que la inferioridad se experimenta por contraste con una superioridad sentida como legítima (por la belleza o la condición divina o sobrenatural del que nos somete), en la mera humillación la sensación de inferioridad se logra por la exhibición de fuerza (en absoluto bella o divina) de alguien que es sustancialmente como nosotros. Así, mientras que la seducción parece estar más cerca de la convicción que de la coacción (aun cuando sea una convicción rendida a instancias irracionales y heterónomas, como ocurre en la pasión amorosa o la religión), la humillación parece más cerca de la coacción que de la convicción, en tanto el que humilla no es un dios ni una belleza superlativa, sino alguien como tú –– de ahí lo humillante – pero dueño circunstancial de la fuerza o los recursos.

Visto lo anterior, la conclusión es que el poder de la coacción y la humillación no puede ir tan lejos como el de la convicción y la seducción. Acciones y discursos tan zafios como los protagonizados por Trump y sus secuaces no deberían tener más éxito que el de un mediocre «reality show». Si, además, la apuesta proteccionista y neoimperialista escenificada por Trump no tiene el efecto económico para la clase media que esta espera (no se ve fácilmente cómo) o/y coloca al mundo al borde de un conflicto generalizado, su prestigio debería durar muy poco. La moneda está en el aire. Y si, caiga como caiga, sirve para despertar y fortalecer el poder – fundado en la convicción y la seducción – de la UE (es decir, de la realización menos imperfecta que conocemos del ideal civilizatorio occidental), pues mejor que mejor.

 

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

Miedo y felicidad

Ilustración de María Tilos
 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Me escribía el otro día una buena amiga, recién agraciada con un nieto, para confesar que estaba completamente aterrorizada. Ahora no solo temía por sí, me decía, sino por ese otro e indefenso ser que traspasaba su existencia. Algunos padres suelen decir que no hay congoja mayor que la que sienten ante cualquier riesgo, real o imaginario, que puedan correr sus hijos. Parece que el amor es indesligable del horror, nunca suficientemente bien disimulado, a lo que les pueda pasar a las personas que quieres.

No es extraño. El miedo es la clave de bóveda de nuestra vida psíquica y social. No solo el miedo a «no ser» (raíz de todos los demás), sino también, como le ocurre a mi amiga (y a todos), el miedo a «ser», es decir, a concretar nuestra vaporosa existencia en algo (un hijo, un amor, una obra, una verdad…) igualmente susceptible de destrucción, daño, error o fracaso.

Junto al miedo al «no ser» de los seres que queremos o creamos, está el miedo a la propia muerte, al hecho increíble de nuestra propia desaparición. Y esto a pesar de que los más luminosos filósofos nos demuestren su imposibilidad metafísica o lógica, o la transformen en acicate para – justamente – querer, crear y creer más allá de lo que parece posible.

Pero tal vez peor que el miedo a morir está el pavor a esa otra forma de «no-ser» que es la irrelevancia social, la soledad forzada, el silencio poblado del eco de nuestra sola voz. Un miedo a ser un don nadie que, en el fondo, no es más que la forma más soportable del terror a la insignificancia absoluta, esto es, a la certeza de nuestra completa inconmensurabilidad con una realidad que, si uno la piensa (pensar requiere valor), parece completamente inefable y absurda.

Tantos y tan terribles son nuestros miedos, que hemos poblado nuestra cultura de figuras monstruosas (brujas, herejes, pervertidos, extranjeros, enemigos…)  para descargar en ellos, como si fueran un pararrayos, todos los terrores que barruntamos de forma imprecisa, mientras que para los más concretos (el abandono, el hambre, la violencia…) nos hemos constituido en comunidad política, al precio de mantener ese otro miedo (más soportable) a la violencia del poder – o a no estar a la altura de su expresión idolatrada y totémica –.

No hay ganancia en felicidad y libertad, dicen también los filósofos, que no dependa de la liberación de todos estos miedos: un alejamiento del poder y de los ídolos, una visión crítica de las convenciones sociales, un no pensar en lo que «no es» (empezando por la muerte), y una cuidadosa huida de pasiones y apegos. Claro que todo esto no es siempre posible y para algunos supone poco menos que renunciar a vivir. O tal vez resulte que no haya cosa que nos dé más miedo que dejar de tenerlo. A saber. Atrevámonos a pensarlo.

miércoles, 19 de febrero de 2025

«¡Es la moral, estúpido!»

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


¿Cómo es que los pobres y las clases medias depauperadas votan en masa a gente como Trump o Milei, representantes de las grandes fortunas, la desregulación financiera y la eliminación de impuestos y políticas sociales? – se preguntan los intelectuales y prebostes de la izquierda – ¿No es como si un condenado votara a favor de su propia sentencia de muerte? Puede ser. Aunque cabría responder que, en ocasiones, un condenado puede estar a favor de su propia condena…

El prejuicio (sea marxista o liberal) de que nadie actúa contra sus intereses materiales, presupone la idea de que la economía es más importante que la moral para explicar nuestra conducta (“Es la economía, estúpido”, rezaba la propaganda electoral de Clinton en los 90), algo que los hechos desmienten una y otra vez. No hay más que comprobar el grado de animadversión que, pese a sus generosas políticas sociales y a un crecimiento económico espectacular, despierta el gobierno de Pedro Sánchez en buena parte de la población española (y no solo, ni mucho menos, de la más rica).

Las personas nos movemos por ideas y valores (que no son más que otro tipo de ideas), e incluso cuando creemos que nos determinan la economía o los genes estamos hablando de ideas filosóficas o científicas. Si admitimos este presupuesto, la solución al presunto enigma de pobres-que-votan-a-ricos empieza a estar más cerca. Solución que pasa por analizar qué relatos morales son los que laten en la cabeza de la gente.

Uno de ellos es el de meritocracia, un discurso que, por tramposo que sea, no deja de cautivar a la mayoría. Su principal efecto es el de disolver la fuerza de las masas precarizadas convirtiéndolas en un amasijo de individuos aislados y atormentados por la idea de creerse los responsables de su fracaso; culpa y rabia que acaban proyectando, no contra el poder cada vez más absoluto de los ricos y sus herederos, sino contra los que son más pobres aún (inmigrantes, minorías, mujeres…) o, en el mejor de los casos, contra el cada vez más menguado poder de la «élite» política que, peor que mejor, aún les protege de la rapiña oligárquica.

Pero el de la meritocracia y el del antagonismo «pueblo-políticos corruptos» no son los únicos relatos de carácter moral que epatan a mayorías cada vez más amplias. Otro de estos relatos es el de la nostalgia por un pasado idílico que hay que «hacer grande de nuevo» y en el que no había corrupción ni chorradas «woke», la gente prosperaba y los hombres se vestían por los pies. Discurso retroutópico este en el que cabe integrar la vieja ética obrera del trabajo duro frente a la inmoralidad de las «paguitas» y los «chiringuitos» subvencionados por el Estado.

A todos estos relatos el sociólogo Jessé Souza añade el que llama «síndrome del joker», una suerte de rebeldía ciega con la que parte de esa clase media empobrecida y humillada expresa su resentimiento votando a esos otros «jokers» de lujo que, motosierra o decretos ejecutivos en mano, prometen dar una patada al tablero y voltearlo todo (a su favor, claro, pero esto último ya no se oye).

Sea como fuere, la política real trata de moral, de ideales. Si no tocamos (con toda la imaginación posible) esta parte del motor, no habrá giro real de tendencia, y estaremos condenados a ese otro síndrome del joker intelectual y moralista que encarnan algunos gurús de la izquierda, exhibiendo por los salones su depresión y deserción de un mundo que – como de costumbre – no cabe en su exigente mirilla moral.

miércoles, 12 de febrero de 2025

¿Subsistir sentado?

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura

«Es mejor morir de pie que vivir de rodillas». El poster del Che Guevara que teníamos en nuestro cuarto de adolescentes de los 80 no dejaba lugar a dudas. Aunque en la mayoría de las circunstancias cabía plantearse lo que replicaba el genial Quino – por boca de Felipe, el inolvidable niño angustiado de las tiras de Mafalda –: «¿Y sería muy deshonroso subsistir sentado?» 

Si algo hay de bueno en la nueva era de Trump – un personaje de tira cómica convertido en presidente del país más poderoso de la Tierra – es que nos pone en nuestro sitio sin eufemismos ni componendas, obligándonos a recordar el viejo y presunto dilema revolucionario: o nos arrodillamos y miramos para otro lado, o… ¿qué?

¿Qué tipo de heroicidad cabe imaginar ante la sucesión de injusticias cometidas o prometidas por un matón histriónico y ostentoso sostenido por millones de votos y por una oligarquía que controla los flujos mundiales de información? ¿Hasta dónde es prudencia, y no simple humillación, el silencio de los principales países occidentales ante las intenciones declaradas de Trump?

¿Tanto nos hemos insensibilizado frente a la ración diaria de niños, mujeres y ancianos reventados impunemente por el ejército israelí delante de nuestras narices como para que ya nos dé igual que Trump decida imponer o perdonar aranceles a su antojo, comprar u ocupar naciones (Groenlandia, Canadá, Panamá), deportar a inmigrantes encadenados – muchos de ellos al campo de detención y tortura de Guantánamo – , o despedir a los funcionarios que, en el cumplimiento de su deber, participaron en su procesamiento? 

La desvergüenza con que Trump y su cuadrilla propone la expulsión de más de dos millones de palestinos supervivientes del genocidio israelí para construir un complejo turístico encima de sus tumbas y las ruinas de sus casas, riéndose del Derecho internacional y de todas las instituciones supranacionales (la ONU y sus fastidiosos derechos humanos, la OMS y sus falsas pandemias, el Tribunal de la Haya y su estúpida pretensión de justicia universal…), es directamente proporcional a la vergüenza que sentimos todos, o casi todos, ante la falta de autoridad moral (y militar, y tecnológica y económica) de Europa. Digo «casi todos» porque a los «patriotas» de VOX les parece todo esto de perlas, incluyendo que Trump pisotee la lengua y la cultura española en USA y hasta rebautice el Golfo de México como Golfo de América. ¡Valientes patriotas!

Pues bien: ¿Cómo es posible «subsistir sentado» ante esta avalancha de amenazas, insultos y hechos consumados? Diríamos que, ante todo, no cayendo en estereotipos ni análisis burdos. Clamar al cielo antifascista, cediendo a la polarización reinante, ni basta ni parece inteligente; es imprescindible intentar comprender el complejo de factores que explican el fenómeno Trump y su alocado anarco-liberalismo de Estado (ese cóctel explosivo de democracia, oligarquía y tiranía); solo así podremos combatirlo y ofrecer alternativas viables y seductoras. Lo segundo es repensar el viejo ideal de dignidad humana. Tal vez no encontremos hoy grandes causas por las que «morir de pie», pero sí una firme convicción en ese derecho a la felicidad que proclama, justamente, la Constitución de los EE. UU. Y nadie puede ser feliz, estimarse a sí mismo y tener genuino interés por los demás, si vive arrastrándose bajo las botas de un tirano. ¿Y no es así como nos encontramos precisamente ahora? 

domingo, 9 de febrero de 2025

La categoría de lo monstruoso y su función en la dramaturgia política

Estamos de enhorabuena. Ya ha visto la luz el número 40 de la Revista ALFA. Un homenaje sincero y cargado de admiración hacia VALERIANO BOZAL, en el que tengo el honor de publicar un pequeño artículo sobre la categoría de lo monstruoso y su función en la dramaturgia política: https://alfa.revistasaafi.es/alfa/numeros/40/4011.pdf

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