jueves, 25 de julio de 2024

«Vamos a escuchar»

 

La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) 
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en la Crónica de Badajoz.


Los aficionados al flamenco tienen una jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.

Pues bien, al discurso racional le pasa como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la atención. 

Diríamos que eso mismo que exige la buena música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración democrática.

Frente a las tendencias «neoluditas» contra las redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».

Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura. 

Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto. Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.

miércoles, 17 de julio de 2024

Juegos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Decía Ortega y Gasset que la vida no tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Vistas
«desde dentro», y sujetas a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera», objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el fútbol. Visto «desde dentro» es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto «desde fuera» no hay más que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con incomprensible alborozo en una red.

Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra. 

Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio lúdico, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.

¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuento repleto de ruido y furia narrado por un idiota, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!

jueves, 11 de julio de 2024

Faltan inmigrantes

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Se informaba hace unos días, en este mismo periódico, de la creciente y desesperante necesidad de trabajadores que tiene nuestra región. Faltan jornaleros, peones, camareros, camioneros, albañiles, carpinteros, electricistas, profesores, ingenieros, informáticos, médicos... Y no solo en Extremadura. Según un reciente informe, España está en máximos históricos en cuanto a puestos de trabajo sin cubrir, situación que empeorará notablemente en cuanto comience a jubilarse la nutrida generación del baby boom.

Todo esto supone una rémora para todos: para los ciudadanos, que se las ven y desean para contratar ciertos servicios; para las empresas, que no pueden crecer y, a veces, ni mantener siquiera su nivel de actividad; y obviamente para el Estado, cuyos recursos dependen en gran medida de la fiscalización de tales empresas. De esos recursos estatales y de la cotización de los cada vez más escasos trabajadores habría de provenir – no se sabe aún cómo – la enorme cantidad de dinero que hace falta para pagar las pensiones de una población cada vez más envejecida.

¿Soluciones? Dado que por variadas razones (no solo económicas) la tasa de natalidad lleva decenios bajo mínimos, y que, por múltiples factores también (en absoluto económicos), hay trabajos que no queremos hacer los nativos, la solución que se ha impuesto es recurrir a la inmigración. Los inmigrantes son contribuyentes netos a las arcas públicas, y llegan con el suficiente grado de desesperación (el mismo que teníamos nosotros hace 70 o 60 años) como para aceptar los trabajos que ya no queremos hacer los españoles. En cuanto al gasto público que ocasiona su integración, este resulta insignificante en relación con los beneficios que procuran; más aún si lo comparamos, por ejemplo, con el coste del subsidio de desempleo o con el gasto sanitario que supone atender a millones de jubilados.

¿Entonces? ¿Cuál es el problema con la inmigración, del que políticamente vive la extrema derecha – y cada vez más la derecha a secas –? Pues no es fácil de determinar. Desde un punto de vista estrictamente económico el problema real sería que no vinieran inmigrantes. De hecho, uno de los problemas de la economía extremeña es que somos una de las regiones con menos inmigración. Y en España, aunque la población de trabajadores no nacidos en el país ha aumentado notablemente, esta no representa aún ni una mínima parte de todos los que harían falta.

Dicen algunos que la llegada de inmigrantes amenaza nuestro modo de vida. Pero la verdad es que ese modo de vida es complementa insostenible sin ellos. ¿Queremos mantener ese mismo modo de vida y, a la vez, la «pureza» de la civilización cristiana, o de la cultura española, francesa, alemana, catalana, etc., frente a «negros» y «moros», como afirman los demagogos de la ultraderecha? Muy bien. Podemos empezar a convencer a nuestros hijos de «pura raza» para que asfalten autovías, limpien habitaciones de hotel o recojan fresas, volver a convertir a las mujeres en máquinas de tener hijos, y hacer lo necesario para rebajar la esperanza de vida a 65 o 70 años. Es claro que ni aun de este modo lograríamos nuestro objetivo pero, eso sí, seríamos europeos y españoles de pura cepa (es decir, descendientes históricos de «negros y moros»). Y hasta es posible que, legítimamente insatisfechos con ese escaso nivel de vida, a muchos de nosotros nos diera por volver a emigrar, como hacíamos no hace mucho, y como hacen hoy miles de personas jugándose la vida en frágiles cayucos para mejorar un poco su existencia y de paso, y sobre todo, para asegurar la nuestra.

miércoles, 3 de julio de 2024

Soledad con androide al fondo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lo recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos marchábamos me llamó la atenció
n la postura encorvada de una anciana que permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.

Hasta que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen, publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias. Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué de plano.

Los filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad – o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro ser humano?

Yo creo que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.

Tal vez lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?).  Es posible que el progreso sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos, ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su androide más cercano.

 

jueves, 27 de junio de 2024

Pseudopedagogía de las emociones.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 

Como en otras ramas del saber, en la pedagogía hay cosas muy valiosas y otras malas y mediocres. Estas últimas provienen a veces de personas que, sin capacidad o disposición para reflexionar seriamente o para desarrollar ideas propias, se dedican a divulgar de manera frívola y hueca lo que han oído o leído a otros.


A esto se suma el problema de que en estos saberes no siempre es fácil separar el grano de la paja. De hecho, si en loca
«sinergia» mezcla usted palabras como «innovación», «creatividad», «empatía», «resiliencia», «complejidad» y otras por el estilo, y añade expresiones como «enfoque socioafectivo», «pensamiento crítico», «experiencia vivencial» o «inteligencia colectiva», le aseguro que, por desestructurada y superficial que sea su cháchara, se le simulará escuchar con toda la seriedad que la circunstancia exija. 

Ahora bien, de todos los lugares comunes de la retórica pseudopedagógica (nada que ver con la pedagogía de verdad, donde las palabras antes citadas tienen realmente sentido), el más preocupante es aquel que dice que hay que «poner las emociones en el centro» del proceso educativo. ¿Qué significa esto? ¿Se han de anteponer las emociones a cualquier otro criterio? Eso querrían, desde luego, los publicistas, los políticos populistas y todo tipo de tiranos y fanáticos. ¿Pero es algo que debamos querer también los docentes?

La educación emocional, más necesaria que nunca, no consiste en enaltecer o expresar sin más nuestras emociones, sino en comprenderlas, apreciarlas en lo que valen y aprender a controlarlas sujetándolas a criterios de mayor entidad moral. No es la emoción lo que debe «estar en el centro», sino la razón, la reflexión y los valores más estimables. Las emociones son un sistema primario y tosco de evaluación, relativamente útil (aunque no siempre) en determinadas situaciones y que, sin una educación precisa, suele depender de prejuicios, valores e ideas poco conscientes. A lo único que conduce el obedecer a los «impulsos del corazón» es a hacernos esclavos de esas pasiones y prejuicios, incluyendo los más destructivos.        

Situar a las emociones en el centro del proceso educativo, en lugar de al servicio de los más nobles valores y principios, y de las razones que nos permiten vislumbrarlos (y someterlos a crítica), es sentar las bases para convertir la educación en un instrumento potencialmente integral de manipulación. Incorporar la dimensión socioafectiva en el aprendizaje es algo más que necesario, sin duda alguna; pero hay que saber hacerlo con delicadeza quirúrgica y exquisita asepsia ideológica, y, desde luego, tras haber vacunado a los niños con dosis masivas y diarias de raciocinio, sentido crítico y reflexión ética. Es decir, con mucha, buena y verdadera educación emocional.

miércoles, 19 de junio de 2024

Pensamiento decolonial

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Según un reciente artículo de prensa, la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres ha impulsado un conjunto de propuestas para
«descolonizar» y hacer más «inclusiva» la enseñanza universitaria de la filosofía, reemplazando el programa centrado en pensadores occidentales clásicos (Sócrates, Platón, Aristóteles, etc.) por otro con una mayor variedad de autores no occidentales.

Aparte de algunas tonterías, como considerar que los exámenes son una manera «colonialista» de evaluar (¡cuando los popularizaron los chinos!), o que emplear blogs o podcasts es más adecuado a una pedagogía no eurocéntrica (¡cuando son perfectas herramientas de colonización occidental!), la propuesta de esta Escuela es librar a la filosofía, o a cualquier otra manifestación cultural supongo, de sesgos eurocéntricos o racistas; algo la mar de loable. De hecho, sería bueno extender este movimiento a otras culturas (siempre que, rizando el rizo, esta extensión anti-etnocéntrica, tan occidental ella, no fuera considerada también una práctica etnocéntrica).

Ahora bien, una cosa es el provechoso ejercicio de la autocrítica, o la no menos loable universalización de la mirada a que nos aboca la perspectiva no-eurocéntrica (algo que, por cierto, ya nos enseñaron los viejos filósofos griegos, que acostumbraban a viajar y aprender de los sabios de otras culturas y latitudes), y otra muy distinta el incurrir en la relativización absoluta de los conceptos o en los sesgos ideológicos.

Así, alguien podría pensar que, dado que la filosofía se caracteriza desde sus orígenes como una alternativa crítica y dialéctica a las creencias tradicionales, es difícil justificar que el magnífico caudal de sabiduría de muchos pueblos pueda considerarse otra cosa que un compendio ancestral de preceptos prácticos y creencias sobre el mundo que, aunque dé mucho que filosofar, no sea estrictamente hablando «filosofía». Es claro, por ejemplo, que la teosofía hindú o la tradición confuciana tienen mucha profundidad filosófica (igual que la tienen la teología católica, la escolástica marxista o el psicoanálisis), ¿pero responden realmente a una especulación filosófica libre de dogmas y sometida a una duda radical?

Pasa algo parecido con algunos de los intelectuales erigidos como candidatos a «filósofos no eurocéntricos»: que parecen científicos sociales admirablemente aplicados a deconstruir y explicar la cultura a partir de un determinado paradigma (el del anticolonialismo, el del género, el del antirracismo, etc.), pero no tanto filósofos o filósofas dispuestos a cuestionarlo radicalmente todo, empezando o terminando por su propio marco de interpretación. Admito que la distinción no es fácil, como casi ninguna en filosofía, pero no que sea irresoluble o dé pábulo a un relativismo irrestricto.

En cualquier caso, me parece digno de reflexión que todas estas consideraciones decolonialistas se dirijan casi siempre a saberes como la filosofía o la historia del arte, y casi nunca o significativamente menos a la ciencia. No entiendo bien por qué todo el mundo exige diversidad cultural o paridad de género en el ámbito filosófico o el artístico, pero no, por ejemplo, en el de la física o la medicina. Mucho me temo que cuando vamos a tratarnos a un hospital o a matricularnos en una Facultad de Física, solo exigimos que los médicos, profesores y autores a estudiar sean los mejores en su campo, independientemente de su color de piel, cultura o género.

 

miércoles, 12 de junio de 2024

Escuela y polarización

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Todo el mundo reconoce que el grado de polarización y disgregación social actual es insoportable. A la habitual inquina entre izquierda y derecha, y la más feroz entre las propias izquierdas o derechas, se unen (entre otros) la aversión entre nacionalistas, entre urbanitas y gente del agro, entre feministas verdaderas y traidoras, entre ecologistas y negacionistas, o – la última – entre adultos presuntamente sensatos y jóvenes (casi todos varones) votantes de opciones provocadoramente ultras y retrógradas. Todo (menos – curiosamente – la lucha entre poseedores y desposeídos) parece estar en guerra.

Este sistema de castas y odios entrecruzados es alimentado además por una estructura igualmente incomunicada de medios de comunicación que solo tienen en común el odio feroz al «enemigo». Esto explica el ascenso masivo de un candidato político (Alvise Pérez) del que muchos no sabían nada. Lógico. Vivimos en burbujas informativas (o desinformativas). Y en burbujas de burbujas, como la de los medios tradicionales (la tele, la radio, los periódicos) y los nuevos medios (las redes sociales y sitios web), ignoradas respectivamente por la otra mitad de la población.

La situación es implosiva y solo la salva de momento una situación económica relativamente estable. Mientras tanto, la confusa tentación de acudir a líderes salvadores que nos saquen del marasmo y generen cierta apariencia de consenso (aunque no sea otra cosa que gregarismo) es más alta cada día. Si ha pasado en Italia o Argentina, y parece a punto de pasar en Francia y en buena parte de Europa, ¿por qué no íbamos a merecer un Abascal o un Alvise Pérez en España?

La democracia es pluralidad y conflicto, es cierto; pero no disgregación y polarización absoluta. La pluralidad es democrática cuando se representa en un lenguaje y un escenario común, que es donde tiene lugar el diálogo entre distintas opciones y la ceremonia de la conformidad con la que es temporalmente elegida. Si ese escenario (que es institucional, mediático y tiene su reflejo en el debate público) se rompe, el juego democrático se acaba.

Y reparar esa quiebra del espacio público no es fácil. Entre otras cosas porque la disgregación y la polarización interesa a muchos: enriquece a las empresas que han privatizado ese mismo espacio público; mata a la política y favorece el avance de un mercado sin reglas; abre oportunidades infinitas a estafadores y déspotas; y proporciona generoso «opio del pueblo» a una ciudadanía que se siente aburrida e irrelevante. 

Solo sobrevive un espacio público desde donde intentar reconstruir lentamente un tejido social resistente a la disgregación, el odio y la tentación totalitaria. Ese lugar es la escuela (pública, claro: una escuela igual de disgregada que la sociedad no serviría de nada). Para muchos jóvenes la escuela es hoy el único referente social y cultural estable desde el que afrontar un mundo cada vez más líquido y del que no se salva ni la propia familia. Hay que agarrarse a ello y convertir las escuelas en un último reducto de convivencia democrática, educando con fe y firmeza en el uso de aquellas competencias que puedan librarnos de la ceguera fanática y de la incapacidad para pensar y dialogar con los demás.

miércoles, 5 de junio de 2024

El retorno del alma

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

En la tiranía extraña y próxima que retrató George Orwell en la novela «1984» (escrita en 1950) andaban ya pululando todos los estigmas de nuestro tiempo: la vigilancia de las pantallas, la manipulación extrema del lenguaje, las noticias falsas, la polarización como mecanismo de control… Pero hay uno que siempre me ha llamado la atención y que entronca también excepcionalmente con nuestra época: el de la estandarización completa de la creación artística.

Como tal vez recuerden, en la inquietante distopía orwelliana el siniestro Ministerio de la Verdad contaba con máquinas que componían novelas, obras de teatro, películas y canciones para consumo de las masas. Para ello bastaba con introducir en el mecanismo ciertas variables temáticas (pasiones y decepciones amorosas, sexo, sucesos morbosos…), aplicarles un «versificador» automático (esto solo para la poesía y las canciones), y organizarlas bajo estructuras narrativas o musicales simples. Los «proles» (que es como se llama en la novela a las clases populares) se volvían locos por estos engendros.

¿No les suena esto familiar? Si alguien observara con distancia el prolífico y vertiginoso mercado editorial o musical actual, podría sospechar que hay por ahí detrás cientos de máquinas como las imaginadas por Orwell produciendo libros, películas y canciones en serie para consumo masivo. Es cierto que esto de producir maquinalmente romances, folletines o espectáculos comerciales no es algo nuevo; pero la capacidad industrial y tecnológica para hacerlo es hoy tan increíblemente potente que hasta podría prescindir completamente de agentes humanos. ¿Por qué no va a poder componer una novela, una canción o una película de éxito una aplicación de inteligencia artificial (IA) como ChatGPT? Piensen en la mayoría de los best sellers que han leído y en lo que se parecen entre sí; o en las tropecientas mil canciones pop recreadas de nuevo cada temporada; o en las cientos de películas románticas o de machotes justicieros, completamente previsibles, que ofertan las plataformas de streaming. ¿Qué hay en todo ello que no pueda hacer una máquina?

Algunos dirán que esos productos no son realmente obras de arte, y que estas sí que son imposibles de crear por sistemas de IA, pero esto es poco más que un brindis retórico al sol. ¿Alguien sabe, acaso, qué es y qué no es «arte» y por qué no puede escribir una máquina algo como, por ejemplo, el Ulises de Joyce? Si se trata de combinar información según ciertas estructuras narrativas a partir de intuiciones estéticas provenientes del entorno cultural, tan preparado podría estar James Joyce como un programa bien entrenado de IA. ¿Quién notaría la diferencia?

A todo esto los más románticos luditas solo saben oponer el viejo arcaísmo del aura: hay «algo», un «no-se-qué» fetiche y mágico en la obra humana. A esta extraña e invisible «cosa», si no les diera vergüenza, le podrían volver a llamar «alma». Y quizás tuvieran razón. Pero entonces habría que pasar de la pregunta por el arte a la no menos mistérica y magnífica sobre el alma… ¿Quién se atreve con ellas?

miércoles, 29 de mayo de 2024

Las anodinas imágenes del universo

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Hace unos días se hicieron públicas las imágenes del telescopio espacial Euclid, lanzado hace casi un año para captar el universo más lejano y oscuro. Las imágenes son espectaculares, pero el asunto ha pasado sin pena ni gloria por el saturado escenario mediático. Parece que la gente tenía mejores cosas que ver. ¿No es increíble?

Tal vez no tanto. Seguramente la mayoría de las personas tenemos un concepto de lo real más exigente que el que supone el universo de los científicos, e intuimos que casi cualquier otra cosa o imagen (una serie de ficción, un conflicto diplomático, las canciones de una artista pop o los estertores de un niño machacado en Gaza) es más real y merece más atención que las lejanas galaxias fotografiadas por un telescopio.

La cosmovisión actual es, de hecho, una de las más pobres que ha parido la historia. No solo carece de encanto mitológico, sino de profundidad filosófica. Describir el mundo como un evento espaciotemporal surgido inexplicablemente de la nada y compuesto en un 95% de una materia desconocida no parece especialmente interesante. Si a eso sumamos la incapacidad congénita de la ciencia para comprender las cosas que más nos importan (la felicidad, la justicia, la conciencia, el propio conocimiento, la razón de ser del mismo cosmos…) tenemos una explicación plausible de por qué a la gente le importan relativamente poco las fotografías del Euclid.

Es posible que hace siglos, aún sin telescopios ni imágenes detalladas a todo color, la gente estuviera mucho más pendiente del cielo. Y no porque no hubiera otros estímulos distractores (realmente los había y, a escala, seguro que tan absorbentes como los de hoy), sino porque entonces el cielo era parte de una realidad poblada de elementos trascendentes (míticos o racionales) que explicaban el mundo, lo relacionaban con nuestra condición existencial y hasta parecían útiles para orientar nuestras decisiones vitales.

Ahora, la gente no ve en el cielo más que imágenes psicodélicas, parecidas a las que puede generar cualquier ordenador, asociadas a una montaña de datos que pocos comprenden y que, en el fondo, no sirven más que para inventariar el aspecto más superficial (visible, cuantificable) de una ínfima parte del mundo.

Alguien dirá que esta cosmovisión desencantada que nos trae la ciencia nos libra al menos de dogmatismos irracionales (más allá de los dogmas consustanciales a la propia ciencia, claro). Es cierto. Pero promueve, por el contrario, un nihilismo huero (y no menos irracionalista). Tampoco dudo que la ciencia moderna, ciega para los problemas metafísicos, epistemológicos, existenciales, morales o estéticos, pero esforzadamente precisa para todo lo demás (si es que queda algo), pueda seguir generando nuevos y sorprendentes ingenios que, si no nos matan antes, sirvan para proporcionarnos una vida más cómoda y longeva. Pero ¿para qué querríamos una vida tan larga y ociosa si no se nos da la más repajolera esperanza de saber qué diablos pintamos aquí?

La enseñanza de la Constitución y los valores democráticos en la Lomloe

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario EL PAIS.


Hace unos días se reunieron los miembros de la Red de Asesores en Política Educativa del Consejo de Europa para dar forma al proyecto de implantación de un “Espacio Europeo para la Educación para la Ciudadanía”, una estrategia cuyo objetivo es reforzar una educación en valores comunes y en cultura democrática que ponga en el centro la capacitación del juicio crítico del alumnado. Estaba previsto que la reunión se celebrara en Tbisili, Georgia, pero la situación política de aquel país (vecino de Ucrania) lo desaconsejó ―a la par que hacía patente la pertinencia de fortalecer la educación democrática y en derechos humanos en toda la UE―.

Lo que el Consejo de Europa promueve como una necesidad para evitar lo que lamentablemente ocurre en muchas partes de Europa y del mundo, fortaleciendo el conocimiento de las instituciones democráticas, la asunción racional de valores comunes, y el desarrollo del espíritu crítico frente a la desinformación y los discursos de odio, consiste en consolidar contenidos similares a los de materias como la vieja Educación para la Ciudadanía, que hubo de retirarse de los currículos de nuestro país debido a la feroz e incomprensible resistencia del Partido Popular.

Es precisamente este mismo partido, empeñado desde hace años en borrar la educación cívica del mapa, el que, según la prensa, pretende proponer ahora una proposición no de ley para instar al Gobierno a incluir la enseñanza de la Constitución y los valores democráticos en la Educación Primaria y Secundaria. No sería esta rectificación una mala noticia si no fuera porque tales enseñanzas están ya amplia y profundamente implementadas en la ley educativa actual. Y no de modo transversal, como alega el Partido Popular, sino como parte de los contenidos y competencias específicas de varias áreas y materias de carácter troncal.

Así, si uno acude a los reales decretos que establecen los contenidos y competencias que rigen los planes de estudio de todo el Estado, podrá comprobar (solo hay que leer el BOE) la obligación de que el alumnado, a través del trabajo en áreas y materias concretas, conozca y analice los valores constitucionales y los procedimientos e instituciones democráticas (por ejemplo, en la nueva materia de Educación en Valores Cívicos y Éticos, tanto en Primaria como en Secundaria); o que reconozca los derechos y deberes constitucionales (en la materia de Geografía e Historia); o que realice un análisis comparado de los distintos regímenes políticos y sus constituciones para reconocer el legado democrático de la Constitución de 1978 como fundamento de nuestra convivencia y garantía de nuestros derechos (en la asignatura de Historia de España). Recordemos, además, que el currículo tradicional de esta última asignatura se modificó, dando más peso al estudio de la época contemporánea, justo para ―entre otras cosas― poder tratar con detalle de las diversas constituciones de nuestro país, desde la Constitución de Cádiz hasta la actual.

¿Qué más pretende el Partido Popular? Desde luego, es digno de reconocimiento que en la propuesta difundida por el PP se incida en la necesidad de garantizar la capacidad crítica, el inconformismo y la autonomía de juicio de las nuevas generaciones. Este es, de hecho, uno de los objetivos clave de la nueva ley educativa, y no, de nuevo, de forma «transversal», sino como parte de los contenidos curriculares de materias muy concretas (la ya citada Educación en Valores Cívicos y Éticos, la Filosofía, que vuelve a ser troncal en todo el Bachillerato, la Lengua y Literatura, la Historia, etc.). Lo que no parece coherente es que en la propuesta del PP se exija promover una formación crítica y, a la vez, transmitir los artículos constitucionales de forma «práctica» y sin necesidad de acompañarlos de explicaciones de fondo ni de fundamentación alguna, como se desprende de la información disponible. ¿En qué quedamos entonces? Porque promover el inconformismo y el espíritu crítico enseñando los artículos de la Constitución como si fueran la tabla de multiplicar, sin explicaciones de fondo ni fundamentación alguna, son intenciones claramente opuestas. No se enseña al alumnado a ser crítico ni a comprometerse con la Constitución haciéndole memorizar y repetir sus artículos como si fuera un loro, sino ofreciéndole razones y argumentando con él acerca de su valor y pertinencia.

Parece en fin que la iniciativa del Partido Popular viene a reivindicar la orientación hacia la educación cívica, crítica y en valores democráticos que inspira justamente a la Lomloe y a las más recientes recomendaciones europeas en política educativa; orientación que es exactamente la misma que la que informaba a la vieja y perseguida Educación para la ciudadanía… La lástima es que el PP no haya estudiado antes la ley vigente, ni analizado la consistencia de su propuesta.

miércoles, 22 de mayo de 2024

La antiparroquia

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Asistí hace unos días a un encuentro en el Ateneo de Cáceres junto a su presidenta, M.ª Ángeles López Lax, y a su presidente de honor Esteb
an Cortijo – cuyo reciente libro sobre la historia del Ateneo he tenido el honor de prologar –. La cosa iba sobre el futuro de una actividad tan aparentemente anacrónica como la de promover el encuentro y el debate entre ciudadanos, así porque sí, de cuerpo presente y sin ser pretexto para pasar la tarde en un bar, obtener un título académico o medrar en un grupo político, secta o sección de los Boy Scouts.

Cuando me preguntaron qué ventaja específica podría tener hoy – en la época de Internet, del consumo pasivo de cultura y del individualismo global – esto de acudir a un ateneo, la respuesta me vino como un resorte: dialogar con gente distinta y participar de un fenómeno cultural vivo, austero si quieren, pero libre del mercado, del tiesto administrativo, del espectáculo mediático y del elitismo vetusto y críptico (que no crítico) de la academia.

Solo por lo primero, por el encuentro con ciudadanos con creencias, ideologías y conocimientos diferentes, merece mil veces la pena acudir a lugares como el Ateneo de Cáceres (o a las actividades de la Sociedad Científica de Mérida que organiza el profesor Rufino Rodríguez, otro reducto de pluralidad y convivencia en nuestra Comunidad). No hay nada más opuesto a una parroquia o a un seminario universitario – en donde se discute, desde luego, pero de manera tan hiperespecializada que (por motivos diferentes a los de la parroquia) se pierde la noción de realidad –.

Y ojo que con lo de «parroquia» no me refiero solo a la iglesia, sino a todas aquellas congregaciones escolásticas (empezando por las de los adeptos al laicismo) cuyo principal objetivo es celebrar que tienen las mismas ideas y que están encantados de conocerse (o de agarrarse unos a otros de los pelos – como un Barón de Münchhausen colectivo –, no vayan a incurrir en el error de pensar y hundirse en la ciénaga de las dudas). Conozco algunas de estas «parroquias», tanto de derechas como de izquierdas; en ellas la programación es tan previsible y uniforme como los gustos, gestos, opiniones y discursos de quienes acuden regularmente a ellas a comprobar que, al menos en su particular burbuja, todo sigue en orden…

Frente a ese espíritu sectario, acomodaticio y entontecedor del que no quiere arriesgar ni saber nada que no confirme (o a lo sumo matice) sus ideas, del que deja de leer un periódico o se marcha de la sala porque se ha dado voz a quien no piensa como él, o del que hace escrache al «enemigo» para que no pueda ni hablar (¡no vaya a ser que le convenza!), está el espíritu ateneísta y cívico del diálogo y hasta la amistad – la más interesante y provechosa – con el que difiere, incluso hasta las antípodas, de nuestra visión del mundo, y que es el único que en el fondo puede confirmarnos en (o librarnos de) nuestras inciertas certezas. Vayan pues al Ateneo, y piensen en esos pobres bienaventurados que lo tienen todo claro, porque – como decía el maestro Serrat– de ellos es el reino… de los ciegos.

miércoles, 15 de mayo de 2024

Defender a Israel de quienes la defienden

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El número de falacias e iniquidades que acumula el gobierno y el Estado israelí en relación con la masacre de Gaza empieza a ser enciclopédico: la falsa dicotomía (el conmigo o contra mi), el tomar la parte por el todo («no hay civiles inocentes en Gaza», dijo hace meses el presidente Herzog), la creencia de que el fin siempre justifica los medios, la acusación de terrorista o antisemita a todo el que hace la más mínima crítica, el matar al mensajero (más de cien periodistas muertos, según la ONU), la confusión entre la justicia y la venganza…

Esto último no es nuevo. La práctica del escarmiento (por la que se arrasa el pueblo de un presunto culpable con todos sus habitantes dentro) es muy vieja, pero el Estado israelí la ha llevado a su máxima expresión, encerrando y machacando sin contemplaciones y durante meses a más de dos millones de gazatíes. Le ha pasado lo mismo con la vengativa Ley del Talión, que solo obliga al ojo por ojo, pero que Netanyahu la ha versionado para asesinar a treinta civiles palestinos – de momento – por cada civil asesinado por Hamás (ya sabemos que en el mercado de la justicia la carne del paria no vale lo mismo que la de uno de los nuestros, ¡pero treinta veces menos! ...).

Pese a todo, algunos intelectuales y políticos, especialmente de la derecha más necesitada de atención, declaran que lo de Gaza no es un feroz escarmiento destinado a convertir definitivamente a Palestina en un solar, sino una noble lucha entre la democracia y el fanatismo islámico. Es increíble que no hayan reparado que en Gaza hay cientos de miles de personas no radicalizadas por Hamás (aunque Netanyahu no pare de darles motivos), o que el actual gobierno israelí está controlado por fundamentalistas religiosos no muy distintos de los ayatolás iranies. En cualquier caso, ¿de verdad piensan estos intelectuales y políticos que es asumible sacrificar a treinta y cinco mil civiles (más de la mitad niños) para defender los valores occidentales de los que se ríen en la ONU los diplomáticos israelíes? ¿De verdad alguien cree que vamos a hacer más tolerantes y amantes de los DD. HH a los palestinos bombardeándolos y matándolos de hambre?

No se debe dejar de insistir en esto: casi veinticinco mil niños y adolescentes muertos y heridos (según la pérfida UNICEF), algunos con la cabeza partida en dos por francotiradores, otros (agonizantes, quemados, amputados) sin un mal analgésico que llevarse a la boca, otros deambulando solos y muriéndose de hambre por las calles, y otros – todos los que tengan la mala suerte de sobrevivir – incapaces para siempre de olvidar lo que han visto, sufrido y perdido…  ¿De verdad que alguien cree que es ese el modo de defender la democracia israelí? ¿No habría que defenderla, más bien, de aquellos que la defienden? ¿Habrá alguien más antisemita que el propio Netanyahu y sus retorcidos apologetas?

miércoles, 8 de mayo de 2024

Psicología y filosofía del bulo

 


 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Qué hoy vivamos especialmente envueltos en una nube de «noticias» falsas es una «noticia» falsa o, cuando menos, cuestionable. Desde los albores de la historia han existido mitos, cuentos chinos e «información» al servicio de intereses políticos, económicos o bélicos. Unas más que otras, apenas hay sociedad humana que no se haya fundado sobre bulos y creencias irracionales – no hay más que escuchar el discurso de cualquier nacionalista –. Es cierto que los bulos se difunden ahora más rápida y masivamente que antes, pero también las culturas eran antes más pequeñas y estáticas, por lo que los bulos venían a cundir lo mismo.

Con esto no quiero decir, ojo, que los bulos no sean peligrosos. Lo son, y mucho. Ante todo, porque lastran el desarrollo pleno y libre de las personas y las sociedades, manteniéndolas en un estado de inopia, idiotez y minoría de edad.

Ahora bien, igual que el efecto más pernicioso de los bulos se da en las personas, la causa de su éxito intemporal está también en ellas. Es innegable que a la gente le gustan las «noticias» falsas; y la razón es que estas son aparentemente más interesantes, emocionantes y psicológicamente placenteras, especialmente si están hechas a medida de nuestros prejuicios. Es siempre más cómodo y satisfactorio aceptar «información» objetivamente dudosa, pero acorde con nuestras ideas e intereses, que arriesgarnos a cambiar de opinión (o de forma de vivir). En cierto modo, los bulos llaman al agradable e irresistible autoengaño de tener razón a toda costa (nos va mucho en ello). Por eso, para vencerlos no bastan las leyes, ni el celo de los periodistas, ni el conocimiento de los poderes que controlan a los medios. Hace falta, más que nada, incidir en la educación de la gente. 

Es por ello que la OCDE ha propuesto introducir en los planes de estudio contenidos dirigidos a la «alfabetización mediática e informacional»; y que algunos países, como Finlandia, o recientemente España, incorporan dichos contenidos de manera transversal en diversas materias y etapas educativas. Pero con esto tampoco basta. Aprender cómo se elabora un bulo o cómo se manipulan datos estadísticos es insuficiente cuando la gente está decidida a creerse lo que le hace más feliz. Es necesario algo más drástico: es preciso rescatar el espíritu filosófico y la actitud inquisitiva y crítica que (algunos mitómanos) suponemos en la raíz misma de nuestra cultura.

Sócrates pensaba que una vida sin reflexión no valía la pena. Platón nos enseñó a distinguir entre opinión y conocimiento. Los grandes filósofos modernos (Descartes, Hume, Kant…) tuvieron a la «duda sistemática» como condición de todo desarrollo intelectual y moral. En general, la filosofía nos impele a priorizar la búsqueda de la verdad sobre la mera satisfacción psicológica o el interés privado, y nos muestra que lejos de esa búsqueda no es posible una vida digna y plena. Si una buena porción de la población estuviera convencida de todo esto, los bulos tendrían mucha menos acogida.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Educar para la controversia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Todo el mundo critica el irrespirable ambiente político del país, pero nadie propone medidas concretas para mejorarlo. Y el violento «diálogo» de sordos que protagoniza la vida pública, y que es similar en las instituciones y en la sociedad, no parece que vaya a detenerse.  

Es cierto que exigir a los políticos que debatan en un tono más mesurado y constructivo parece ingenuo. Al fin, lo que ocupa a la mayoría de ellos es la lucha por el poder, y entre esto y el servicio a consignas, intereses y fidelidades partidistas, poco tiempo y capacidad les queda para debatir de forma objetiva y desinteresada sobre los asuntos públicos.

¿Pero qué pasa con el resto de la sociedad? Los ciudadanos que no hacemos carrera política no tenemos que pelearnos por el poder, ni servir a nadie, ni repetir medias verdades o argumentarios ad hoc; podemos, pues, dialogar de forma honesta, independiente y racional. Si es verdad que cada sociedad tiene los políticos que se merece, ¿por qué no hacemos algo como sociedad para merecer unos políticos mejores?

Ahora bien, para conseguir que proliferen socialmente pautas de comportamiento más edificantes es imprescindible adoptar medidas educativas de calado. Medidas que hasta la fecha nadie se ha tomado muy en serio. Enseñar a los más jóvenes a dialogar racionalmente, a argumentar con corrección, y a analizar con profundidad y sin prejuicios los problemas éticos y políticos que conforman el debate público, es esencial para generar una ciudadanía madura e inmune al espectáculo de la trifulca partidista.

Leo en la prensa que, desde el último informe PISA, a las familias les preocupa que sus hijos no reciban una enseñanza de calidad y estén en desventaja en un mundo global, tecnológico y ultracompetitivo. Pero ese mismo mundo podría irse al garete si, además de matemáticas, informática o idiomas, no enseñamos a los futuros ciudadanos todo aquello que garantiza una convivencia pacífica y democrática: la educación en valores comunes, la reflexión ética, el desarrollo de la capacidad argumentativa y dialéctica, el pensamiento crítico frente a la multiplicación de bulos y falacias…

La democracia es un caldo de cultivo perfecto para la controversia. Esta es su mayor virtud, pero también su mayor debilidad. Para que sea más virtud que debilidad es imprescindible educar para afrontar esa controversia; esto es: para formar una ciudadanía capaz de compartir, comprender, analizar y enjuiciar puntos de vista diferentes sin tener que darse de garrotazos. ¿Comprenderemos esto antes de que el proceso de descomposición social en que estamos inmersos sea irreversible?

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