jueves, 30 de enero de 2020

Crispación y publicidad


Alguien dijo que la política consiste en una combinación de burocracia y publicidad. Burocracia para administrar el orden imperante, y publicidad para convencernos de su legitimidad. Esto siempre ha sido así. Pero si el escenario y el lenguaje con que el poder “vendía” tradicionalmente su producto eran los de la sublimidad estético-religiosa, ahora ese escenario y lenguaje son los mismos con que se publicitan el resto de mercancías (un líder o medida política se venden hoy igual que cualquier otro producto en el mercado). Ahora bien, esta secularización democrático-liberal de la propaganda política tiene sus propios problemas: el universo publicitario se expande a tal velocidad que la lucha por captar la atención (no menos dispersa) del cliente/ciudadano exige nuevos recursos. Y uno de ellos es el de la crispación. Sobre esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura



sábado, 25 de enero de 2020

¿Quién, en qué y cómo educar a los hijos?


Es corriente que los partidos políticos busquen puntos de desacuerdo en torno a los que reafirmarse y pregonar su (a veces escasa) mercancía ideológica. Algo para lo cual la educación es terreno siempre fértil. De ahí que la comunidad educativa tengamos este síndrome de punching ball de feria en el que unos y otros exhiben, en cuanto tocan poder, sus sacrosantas diferencias. El último golpe ha sido la propuesta de VOX de establecer un “pin parental” que faculte a los padres a eximir a sus hijos de determinados contenidos educativos que ellos (los de VOX) consideran moralmente controvertidos.


Sin embargo, pese al carácter anecdótico, y el breve recorrido legal que probablemente va a tener la medida, el asunto del “pin parental” plantea una controversia que como sociedad no tenemos del todo resuelta, y que no solo despierta debates públicos más o menos oportunistas, sino que también da alas a la instrumentalización política de la educación.


Para analizar y resolver dicha controversia, lo primero es retirar la capa de demagogia que intencionadamente la cubre. Ni el derecho natural de los padres a educar a sus hijos es absoluto (ningún padre podría educarlos en prácticas ilegales o que dañaran gravemente su salud o integridad moral), ni el derecho de los niños a la educación – que clama el ministerio – es algo que quepa acatar sin aclarar antes quién, en qué asuntos y cómo se debe implementar ese indiscutible derecho.


En cuanto al quién y al cómo – y simplificando mucho el debate –, para los más liberales la familia siempre ha tenido, directa o indirectamente (a través de instituciones afines), la prioridad absoluta en educación moral, con que el Estado tendría que limitarse, esencialmente, a la formación científico-técnica y profesional. Del lado de la socialdemocracia y afines, aunque conceda a la familia la prioridad natural en educación moral, siempre se ha defendido la necesidad de una educación cívica en valores por parte del Estado (fundamentalmente de aquellos que sostienen el orden jurídico-político).


¿Cómo resolver esta controversia? La verdad es que nuestras democracias liberales han dado, desde hace tiempo, con una fórmula enormemente sensata. A los niños hay que educarlos moralmente entre todos (ni solo la familia ni solo el Estado); y todos han de hacerlo en un mismo y único sentido: en el del logro de su mayor autonomía y libertad de criterio. Pues los niños no son propiedad ni de sus padres ni del Estado (falso dilema este). Los niños son, fundamentalmente, propiedad de sí mismos.


El logro de la autonomía moral del niño como fin fundamental de la educación supone que, sean cuales sean los valores que se le enseñan, estos no deben coartar (idealmente en ningún grado) su libertad para experimentar, pensar y escoger por sí mismo qué vida quiere llevar y quién quiere ser. ¿Qué como se hace esto? Esencialmente de tres maneras complementarias.


La primera es poblar el entorno del niño de la mayor pluralidad moral posible, mostrándole no solo los valores propio a su entorno familiar o privado, ni aquellos que nos son comunes a todos (incluido el valor mismo de lo común, sin el cual no hay sociedad que valga), sino también – “a más saber más libertad” – algunos de los que, idealmente, se han propuesto como deseables o dignos del ser humano en cualquier otra época o cultura.


Lo segundo es dotar al niño – cuanto antes mejor – de las herramientas analíticas y expresivas, y de la actitud reflexiva y crítica imprescindibles para cimentar el ejercicio serio y consciente de su libertad – algo que debe hacer la escuela a través de materias especializadas en fomentar el pensamiento crítico y autónomo –.


Y lo tercero: permitir y alentar, en un entorno seguro y afectuoso, la experiencia, gradual, de esa misma autonomía de criterio por parte del niño. A ser libre se aprende siéndolo.


Pluralidad moral, pensamiento crítico y respeto al criterio del niño. No hay elementos más importantes con los que justificar un derecho a la educación que, sobre todo lo demás, ha de servir para formar personas íntegras y capaces tanto de dirigir su vida como de ejercer de forma madura su soberanía política.

Sobre esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí. 









jueves, 16 de enero de 2020

Un máster para ser padres




Se ha hablado estos días del nuevo “máster” de formación prematrimonial de la Iglesia. Más allá de la habitual crítica a su desfasada concepción de la sexualidad (cosa que, por otro lado, solo representa una pequeña parte del curso – en el que también se incluyen asuntos como la fidelidad y los celos, la concepción del amor o la resolución de conflictos –), lo que más ha llamado la atención es su duración: entre dos y tres años. El argumento – al decir de los obispos – es que si para ser sacerdote, médico o lo que sea, se exigen años y años de formación, ¿cómo van a bastar veinte horas – lo que dura el cursillo prematrimonial de toda la vida – para formar a alguien como esposo y padre o madre de familia?

La verdad es que no puedo estar más de acuerdo. Yo mismo suelo plantear algo parecido a mis alumnos. “A ver – les digo –, si yo, vuestro profe, para educaros tres horas a la semana en una materia muy determinada y durante un solo año, he tenido que estudiar una carrera, superar una oposición, realizar decenas de cursos y diseñar una programación detallada, ¿cómo es que para tener un hijo y educarlo en todo y durante toda la vida no se requiere – por lo general – ni    un mísero test psicotécnico? ¿Nos es esto un poco extraño?”... De todo esta tratamos en nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí. 

sábado, 11 de enero de 2020

Imposibilidad del desacuerdo


Muchos se escandalizaban estos días del tono bronco del debate de investidura. Pero salvo en aquellos que lo tienen por profesión, no veo yo que haya que escandalizarse de nada. El teatrillo de los aspavientos, los ataques verbales y los rostros de indignación es táctica habitual de los regímenes parlamentarios. Como los jugadores de lucha libre, los líderes políticos escenifican una rivalidad exagerada, no solo para negociar al alza o captar la atención de votantes y patrocinadores, sino, sobre todo, para disimular la ausencia real de controversia que entraña el juego democrático.

En nuestras democracias, más que verdaderos desacuerdos ideológicos, lo que hay es rivalidad por el poder, que es cosa muy distinta. De hecho, la bronca exhibición de “principios irrenunciables” y “diferencias insalvables” se activa especialmente cuando el poder está en juego (investiduras, periodos electorales) y – cuando no se usa como estrategia de crispación permanente – se desactiva en periodos de estabilidad.

Ahora bien, aunque en torno al objetivo del poder los políticos son – como dice la gente – “todos iguales”, en cuanto a lo que unos y otros pretenden hacer con ese poder sí que debería haber una verdadera controversia. ¿O no? Veamos.

En primer lugar, la controversia política es, en nuestras democracias, muy relativa. Cualquier partido que se haga con el poder y quiera conservarlo necesita el apoyo electoral de mayorías ideológicamente poco posicionadas y reacias, por principio, a aventuras políticas. Esto tiende a igualar en la práctica la política de los partidos (los que tienen acceso al poder; los que no, pueden fantasear y generar controversias ficticias, en la confianza de que, al menos de momento, no van a gobernar).

En segundo lugar, las disputas políticas que se exhiben públicamente son, por lo general, bastante superficiales. No hay más remedio: lo más importante está ya decidido de antemano por políticas económicas, equilibrios geopolíticos y dispositivos de legitimación cultural a gran escala que superan con creces las capacidades de los cada vez más endeudados, impotentes y culturalmente desustanciados Estados. De ahí que la controversia político-mediática se vuelque en debates morales (cuestiones bioéticas, derechos de las minorías, cuestiones de género…) o simbólicos (identidad nacional, religión, monarquía…) y no en tratar con profundidad sobre las estructuras productivas y sociales.

Pero, en tercer lugar, y más aún, la “controversia” – en sentido fuerte – resulta, sea cual sea, metafísicamente imposible. Las creencias y deseos de la gente, por distintos que parezcan, o son racionales o no lo son. Si son racionales la controversia es solo accidental y el acuerdo, tarde o temprano, necesario (razón, como la madre de uno, no hay más que una). Y si son irracionales, o lo son por defecto o lo son por principio. Si lo son por defecto – como cuando somos víctimas de falacias, sesgos o noticias falsas – es de nuevo la razón la que disuelve la controversia librándonos de engaños y errores; y si lo son por principio – suponiendo que tal cosa fuera posible – solo cabe la fuerza para dirimir el conflicto; pero la fuerza no equivale a ninguna controversia, sino a un simple mecanismo físico (por el que unos presionan o resisten más que otros, una urna tiene más o menos votos que otra, etc.).

La controversia es, pues, en nuestras democracias, relativa y superficial y, en un sentido más amplio, imposible. Pero esto no anula la diferencia entre fuerzas políticas. Así, las utopías de la izquierda revelan esa imposibilidad apostando por la educación y el diálogo (que supone y persigue la resolución lógica de toda controversia), mientras que el realismo político de la derecha hace lo propio apostando por la fuerza (que es ya puro mecanismo sin controversia alguna). Ahora bien, esta última y supuesta controversia teológica entre el teleologismo y optimismo racional de la izquierda, y el mecanicismo y pesimismo antropológico de la derecha – o, como suele decirse, entre “convencer” y “vencer” – no puede ser, por lo dicho, menos aparente e imposible que cualquier otra. Ojalá nos convenza de ello esta nueva legislatura. (Este artículo fue publicado el 8 de enero de 2020 en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo publicado pulsar aquí)

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