jueves, 30 de junio de 2016

La izquierda en su burbuja.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El diario. es Extremadura




Cuando entré en el colegio electoral la mesa estaba ocupada, de manera informal, por apoderados del PP y del PSOE. Estaban de cháchara y hablaban del caso de un apoderado de Podemos que les llegó en las pasadas elecciones, maleducado, “dándoselas de listo”, y sin acreditación. Esta vez, por lo que se ve, no había venido ninguno. El presidente de la mesa, colocado junto a la urna, acabó la conversación con un grave: “¡mejor!”. Voté y salí del colegio con la clara impresión de que el podemismo era, al menos aquí, y en muchos pueblos como este (que es de lo más normalito), casi cosa de extraterrestres.

Por la tarde, sentado en un velador y leyendo los datos, ya casi definitivos, del escrutinio, escuchaba los comentarios de la gente (gente del “pueblo” desde todos los puntos de vista). La mayoría hablaba de sus cosas. Una mesa llena de jóvenes comentaba los últimos resultados del fútbol. Una chica se quejaba de lo que había cobrado por estar en la mesa electoral. En algún momento uno de aquellos jóvenes contó riendo el susto que había pasado: “Pues no va y me dice – refiriéndose al bromista – que habían ganado los de Podemos. ¡Se me paró el corazón!”... Luego recordé los mensajes de una de mis sobrinas adolescentes en el wasap familiar: “Cómo votéis al coletas os retiro la palabra. ¡¡Quiere cerrar mi colegio (un colegio concertado de curas) !! ¡¡Y eso sí que no!! – clamaba con desesperación – ”....

Es cierto que las elecciones las ha ganado el miedo (o lo que otros llamarían, legítimamente, “prudencia”). La astuta estrategia de polarizar las opciones (o PP o Podemos) ha funcionado como nunca. ¿Cuántas personas de mi pueblo (o cuantos ciudadanos, en general) podrían imaginarse, seriamente, a Iglesias como presidente? Una cosa es que le votaran para castigar a otros, o para desfibrilar al PSOE, y otra auparlo a presidente del gobierno (cosa que, en su imaginación, podría haber pasado de darse el más que seguro sorpasso sobre Sánchez, tal como auguraban unas encuestas que han perjudicado, más que beneficiado, a Podemos). El PP está podrido por la corrupción, todo el mundo lo huele, pero “más vale que me roben a que me arruinen”, dicen en mi pueblo.

Así piensa la gente. La de verdad. Y, tras la gente, todo el poder de los medios de comunicación. Y las mentiras repetidas y amplificadas por esos mismos medios. Y el dinero que ha financiado todo eso. Y los que tienen ese dinero. Podemos no lo tenía y no ha podido responder a la propaganda en contra con la misma fuerza y persistencia que los demás. Son los medios, más que el mensaje, lo que ha fallado a Podemos. Baile ideológico en campaña electoral lo tienen todos los partidos, mala imagen del líder casi todos también (¡menos el que más escaños ha perdido!), el mensaje moderado de Iglesias era el adecuado, aunque sin la amplificación mediática (que estaba supeditada a sus cualidades de showman) quedó demasiado apagado. Todo eso no explica el fracaso con respecto al 20D.

Un factor decisivo, por el contrario, ha sido la guerra entre PSOE y Podemos, la mejor arma electoral, con diferencia, del PP. Por cierto que, con ciento treinta y siete escaños en la mano de Rajoy, Sánchez ya puede respirar tranquilo: no tendrá que responder a la pregunta nunca más veces ni más descaradamente evitada: la de si iba a apoyar al PP o a Podemos.

Pero inexperiencia, descrédito en los temas importantes (como la economía), acoso y ninguneo por parte de casi todos los medios de comunicación, y el desgaste (mutuo) en la pelea con el PSOE, no son las únicas causas de los decepcionantes resultados de Podemos. Hay otra, que entronca con la imagen del principio. Creo que buena parte de los dirigentes y las bases de Podemos no han entendido, aún, lo que Podemos quiere ser. Muchos podemitas y afines se habían creído, ingenuamente, que el “pueblo” (el “pueblo” de mi pueblo y, por lo que se ve, también de las ciudades) se había vuelto de golpe de izquierdas: todos a favor de una economía social, del ecologismo o del laicismo militante. Tengo la impresión de que muchos han confundido su particular burbuja (la de las redes de la izquierda de toda la vida) con la descarnada realidad.

Y he ahí el error. Podemos ha dado a la izquierda (por vez primera y en tiempo récord) un poder que jamás ha tenido. Y ha sido gracias al populismo que, de forma tácita y táctica, practicó desde el principio. Un populismo en el mejor de los sentidos: pedagógico, incluyente, transversal. Ese populismo ha sido la marca diferencial de Podemos. Y cuando no funciona bien convierte a los podemitas en extraterrestres. A los de mi pueblo hay que explicarles, muy clarito, qué van a sacar de bueno con todo esto de la regeneración democrática. Y no decirles, de sopetón, cosas como que se les acaban los toros, o que les cierran el colegio concertado de toda la vida. Para esto último hace falta educación y tiempo, y una dosis enorme de diálogo y respeto, algo que no siempre tiene la izquierda tradicional muy claro.

Si Podemos quiere tener futuro político – y no estancarse como una versión actualizada de IU – ha de persistir en su dominio del marketing político, demostrar experiencia de gobierno, inspirar más confianza pero, sobre todo, ha de profundizar en la transversalidad de los comienzos, dejando de lado los más intolerantes y sectarios tics que tenemos en la izquierda. Empezando por esa pobre percepción (exhibida hasta la nausea durante estas horas) de que “nuestra gente”, con su buen rollo alternativo, es la pera limonera, y el pueblo (ese al que cantamos en nuestras canciones – pero que poco tienen que ver, por cierto, con las suyas – ) no más que una suma de pobres ignorantes manipulados – cuando no unos egoístas sin remedio –. ¡Mira que no votarnos, los muy desgraciados!




miércoles, 29 de junio de 2016

Este país no es idiota (aunque podría ser mejor)

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura



Llevo más de cuarenta y ocho horas leyendo y escuchando, en las redes y en la calle, que la gente es idiota, que ha sido manipulada o que es tan sinvergüenza como los políticos a los que ha dado, de nuevo, el poder. Es una reacción visceral, lo sé. Pero por eso mismo ya se está prolongando demasiado. Especialmente si viene de los del partido que ha tomado a esa misma “gente” como símbolo y como fuente de legitimidad.

El pueblo (el de verdad, no el de las canciones de los mítines) ha hablado, y no ha dicho nada que exceda los límites de lo previsible. Desde hace meses sabíamos que el PP, sin mayorías y con pactos, y pese a todos los escándalos, iba a volver a gobernar. Lo que no podíamos (o no queríamos) imaginar es que, al fin, lo hiciera con catorce escaños más que los logrados el 20D y toda la legitimidad moral que, en democracia, otorga esa diferencia. Tampoco era previsible el descalabro de Unidos Podemos, pero todo ha de tener su explicación (sin necesidad de teorías conspiratorias).

Se ha hablado del voto del miedo. Y está claro que los medios de comunicación opuestos a Podemos, que eran la inmensa mayoría, han servido de altavoz a todo tipo de infundios alarmistas. Pero con esto no basta. La gente no es tan manipulable como algunos creen (especialmente cuando han perdido su apoyo). Las insistentes y falaces referencias a Venezuela, por ejemplo, no resultaron eficaces y los periódicos y canales de televisión acabaron por dejar el asunto.

Lo que ha funcionado a la perfección (aunque solo a favor del PP) has sido la polarización de las opciones, alentada por PP y Podemos, y por las encuestas (un elemento cada vez con más valor estratégico en las campañas). Gracias a esa prevista polarización del voto, muchos indecisos y electores de posiciones moderadas han visto muy de cerca una presidencia de Iglesias (algo realmente muy improbable, dada la animadversión hacia Podemos por parte del PSOE) y han optado por otros partidos, especialmente el PP. (Tengo la impresión de que el temor a una victoria de UP podría haber calado, incluso, en algunos de sus potenciales votantes; de hecho, parte de su electorado votó anteriormente a Podemos para castigar al sistema, pero no – o no muy claramente – para verlo tomar el poder.)

De otra parte está la economía. El partido de Iglesias no ha podido transmitir una imagen de solvencia en este asunto tan sensible para la mayoría. En gran medida porque le ha faltado amplificación mediática a sus propuestas (mientras que sus enemigos la tenían toda), y en menor medida porque sus propuestas aparentan – si no se explican muy bien – una excesiva osadía. Además, la gente suele desconfiar de la gestión económica de la izquierda en momentos de crisis. Y en cuanto al aumento de desigualdad u otras injusticias, es algo que no cala fácilmente en la gente (la inmensa mayoría) que no ve más alternativa que la economía de mercado, con todos sus pros y sus contras.

Podemos, por último, ha pecado de modestia durante la campaña. El perfil más moderado de sus líderes le ha hecho perder visibilidad (algo esencial para un partido ninguneado por la mayoría de los medios) sin que, por eso, haya logrado compensar la alianza con IU y la consiguiente pérdida de una transversalidad ideológica que ha sido, desde el comienzo, su seña de identidad política.

De hecho, si Podemos no quiere acabar como otra Izquierda Unida, eternamente condenada a resistir en un rincón del hemiciclo, tendrá que reconquistar, con la vehemencia de antaño, ese espíritu de pluralidad ideológica, regeneración democrática y populismo honesto y didáctico con el que comenzó a caminar. No hace falta que asalte los cielos. Basta con que represente a la gente – la de verdad, la que votó el domingo – y que pelee por mejorarla (y por mejorarse con ella).


Y trabajo no le va a faltar: hace falta mucha regeneración en un país tan partidista y poco dado al reconocimiento de las razones y bondades del otro que – más allá de cualquier otra consideración– prefiere tildar de idiota o ladrón al que no nos vota, o ver ganar (¡o hasta perder!) a los “nuestros” – por muy corruptos o incompetentes que sean – antes que ceder un ápice ante el “enemigo”.  

martes, 21 de junio de 2016

El lugar de la religión en una educación laica.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es Extremadura


Cada vez que menciono, siquiera de pasada, mi opinión acerca del lugar de la religión en el sistema educativo, me saltan al cuello los defensores del laicismo en la escuela. Ya es hora de hacer un análisis desapasionado de sus argumentos, y de exponer, de paso, los míos. A ver si logramos sacar algo en claro.

El argumento principal de los laicistas opuestos a la religión en la escuela tiene que ver con una determinada interpretación de lo que es la laicidad y la distinción entre lo público y lo privado. Bien. Simplificando mucho, partamos de que el laicismo, en un sentido muy básico, no designa más que la exigencia de separación de los poderes de la Iglesia y el Estado. El desacuerdo está en cuál sea el alcance, las consecuencias y el significado de esa separación. Así, mientras que algunos piensan que la separación solo se refiere al ámbito político, y la entienden como la no injerencia de la Iglesia en decisiones políticas, otros piensan que la separación incumbe a todos los aspectos de lo público (desde la educación al calendario festivo), al menos los más formales, y que debe entenderse como ausencia absoluta de relación entre este ámbito público y el ámbito religioso, que quedaría estrictamente relegado a la esfera de lo privado.

Comencemos por decir que la distinción público-privado es una abstracción que dista mucho de estar clara. ¿Qué es, por ejemplo, lo “público”? Desde una lógica democrática, lo que es público (el interés común) ha de expresar la suma, compleja, de los intereses privados y de los principios acordados entre todos. En este sentido, si gran parte de la gente de un determinado país (por ejemplo, el nuestro) se siente identificada con ciertas creencias religiosas, sería una muestra inaceptable de totalitarismo que el Estado negara a estas creencias su carácter público – obligando a retirar, por ejemplo, símbolos cristianos de las calles, o prohibiendo las celebraciones religiosas (y todas – la navidad, los carnavales, las fiestas del solsticio – lo son o fueron en su origen), como he oído pedir a algunos laicistas.

El mismo problema de distinguir entre lo público y lo privado afecta a la educación. ¿Quién ha de decidir lo que es de interés público en la educación? ¿El propio público? ¿O un comité de paternales y presuntos sabios elegidos por quién? Si no queremos incurrir en actitudes totalitarias o religiosas (ese comité de sabios iluminados se parecería mucho a una congregación eclesiástica), tenemos que admitir que son los ciudadanos los que deben orientar la decisión acerca de lo que sea y no sea de interés público. Y lo cierto – insisto – es que una notable proporción de los ciudadanos de este país (nos guste o no) comparten unas determinadas creencias religiosas que quieren, legítimamente, trasvasar a sus hijos –junto a muchas otras cosas – a través del sistema educativo. ¿Qué se puede objetar a esto?

Otro argumento muy recurrido es el del carácter ideológico y doctrinario de la materia de religión. Pero, vamos a ver: ¿qué no es un contenido ideológico o doctrinario? Sobre este asunto discutirían hasta la extenuación relativistas y dogmáticos (y, entre estos últimos, cristianos y cientifistas ateos, ambos seriamente convencidos, por supuesto, de que las ideas que defienden no son meras ideas, sino verdades como puños). Pero parece claro que esto de lo “doctrinario” es un asunto de grados, y que pocos filósofos o científicos (muchísimos de ellos creyentes, por cierto) dejarían de reconocer que la ciencia es también, en buena parte, un producto ideológico repleto de axiomas y de supuestos carentes de fundamento racional. Además, y por otro lado, el caso es que, por motivos muy variados (y no necesariamente racionales), el estudio de las ciencias positivas se han impuesto desde hace décadas como el eje vertebral de nuestros sistemas educativos, dejando al margen a las enseñanzas artísticas, a las llamadas humanidades y, mucho más allá, a la religión. ¡No sé, por tanto, de qué se quejan los laicos afines al positivismo cientificista: su ideología casi se confunde, hoy en día, con el “sentido común” – exactamente tal como ocurría con la de los creyentes cristianos hace unos siglos – !

Finalmente, hay dos rasgos fundamentales que distinguen a una sociedad democrática (y que, consecuentemente, deberían distinguir también a su sistema educativo): la pluralidad ideológica y la capacidad crítica de los ciudadanos. Esto quiere decir que en una educación realmente democrática el alumno habría de tener libre acceso a todas las perspectivas ideológicas posibles (la científica, la humanística, la artística, la religiosa...); quizás no todas en el mismo grado, ni en el mismo momento de su desarrollo, pero sí todas las posibles, incluso las más alejadas de los valores comunes. La condición de toda esta pluralidad es que, a la vez, se les proporcione a los alumnos las herramientas adecuadas para el análisis y la decisión racional – como es el cometido de las materias filosóficas – . Con esto debería bastar y sobrar. Tal vez – como afirman ingenuamente algunos de mis amigos laicos – la ciencia sea la única fuente legítima de verdades, y la religión una simple colección de mitos falsos y moralmente perniciosos. ¿Pero por qué no se deja decidir a los alumnos sobre esto, una vez bien pertrechados de toda la información y de las herramientas de análisis adecuadas?

El resto de los argumentos para prohibir la religión en la escuela me parecen, honestamente, muy débiles. La idea – por ejemplo – de que la educación religiosa tenga que ofertarse en las parroquias, y no en los centros educativos, es tan peregrina como la de que la educación musical, o la educación física, tengan que ofrecerse, exclusivamente, en los conservatorios o los gimnasios. De otro lado, la caricatura que hacen algunos de la enseñanza de la religión como un atavismo propio de nuestro país no responde a los hechos, pues en la práctica totalidad de los países europeos (la excepción más conocida es Francia) la religión confesional es de oferta obligada (cuando no obligatoria de cursar) en los centros públicos. Finalmente, la crítica a la elección de los profesores de religión por parte de los obispos es en parte razonable (debería haber más transparencia y control del Estado), pero en parte no (¿quién habría de escoger a los profesores de religión sino, justamente, las autoridades religiosas?).

En fin, y en mi opinión, la exigencia de una educación laica, democrática y de calidad, no supone la exclusión de la formación religiosa (como optativa de libre elección) de las escuelas. Aunque, a mi juicio, sería más sensato que se ofertara a partir de secundaria (no en primaria), que no fuera evaluable, y que se impartiera en las márgenes del horario escolar, sin requerir, por tanto, de una materia alternativa.



sábado, 18 de junio de 2016

Los buenos profesores.


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura


Los maestros y profesores tienen más influencia de la que suponemos. Un buen profesor te puede cambiar la vida. Y algunos te la pueden fastidiar bastante (la gente cree que solo los médicos o los arquitectos incompetentes son peligrosos – y solo a ellos les exige una buena formación – , pero la mala educación también tiene efectos perniciosos, y difíciles de curar).

Me preguntaban hace unos días por las cualidades que definen a un “buen profesor”. Cuando contestamos a esta pregunta enseguida se nos vienen a la cabeza esos pocos docentes que, en la escuela, el instituto o la universidad, nos han dejado una huella indeleble – a veces, casi la única –.

La mayoría de los profesores de los que tengo buen recuerdo (alguno de ellos, además, marcó mi destino laboral) tenían estos dos rasgos, especialmente el primero: eran tipos muy vividos, y tenían un pico de oro.

Que fueran muy vividos no significa necesariamente que hubieran recorrido el mundo en barco o cosas así; la intensidad que transmitían provenía más bien de su interior, de tener una vida más intensa y más pensada – si es que ambas cosas no son lo mismo – que la de los demás. Estos profes siempre tenían algo interesante y genuino que contarnos, y la materia que daban – griego, física, filosofía – era, a veces, no más que el pretexto para hacerlo. De ellos no me olvidaré jamás ( mientras que de los que se limitaban a repetir como loros las lecciones – y a hacer exámenes tremebundos para, al menos, ser buenos en ser malos – no me acuerdo casi de nada).

Lo de tener un “pico de oro” y saber contar las cosas era también importante, aunque no tanto. He tenido profesores fascinantes incapaces de mirarte a los ojos, torpes hasta lo indecible en eso que la pedantería psicologoide llama “inteligencia interpersonal”, pero que, pese a todo, no podían evitar que les desbordara todo aquello que llevaban dentro y que llegara a sus maravillados alumnos. Otros, en cambio, virtuosos en el uso de todo tipo de “medios” (juegos, actividades, tecnologías...), pero de mediocre “mensaje”, han pasado también al olvido.

Hay otro elemento, adjunto a lo anterior, y que nunca he echado a faltar en los buenos profesores: el respeto a los alumnos, la falta de fiereza, la capacidad para, de un modo u otro, hacernos cómplices de aquella rara intensidad que llenaba de sentido sus clases. Estos profesores te trataban como a personas, es decir, hacían algo tan fácil como pedir tu consentimiento y darte explicaciones de cada paso que daban en su rol de profesores (¿habrá mejor muestra de respeto hacia un ser racional – por joven que sea – que darle razones?). Y cuando te animabas a intervenir te escuchaban como si fueras a decir la cosa más importante del mundo – a veces, y solo por eso, empezabas a soñar con que alguna vez la dirías –

Por demás, no recuerdo que hubiera en esas clases ningún problema de “disciplina”. Nadie se aburría como para eso. Las sesiones no eran un simulacro en el que todos – profesores y alumnos – miraran el reloj de reojo implorando que sonara el timbre. Y si alguna vez pasaba algo, esto era ocasión para una reflexión o un diálogo interesante, y no para un burdo espectáculo de gritos y amenazas. Esos profes, como dice un amigo mío, no eran como domadores de fieras, sino más bien como jardineros. Se preocupaban de que creciéramos, no de que nos mantuviéramos callados (y así, curiosamente, es como más callados – y meditabundos – nos dejaban).

A veces se me ocurre que el asunto de una buena educación no tiene tanto que ver con leyes ni presupuestos, ni con que se den estas o aquellas materias – aunque todo esto no deje de ser muy importante – , como con algo tan aparentemente lógico como que nuestros maestros y profesores sean los mejores entre los mejores ciudadanos. Solo cuando nos tomemos tan en serio (o más) la formación de los docentes como la de, por ejemplo, los ingenieros o los cirujanos, y les exijamos – y le permitamos desarrollar – a los aspirantes el grado de competencia, sabiduría y madurez que debe corresponder a un buen profesor, estaremos en vías de hacer algo, de verdad, por mejorar la educación.


domingo, 5 de junio de 2016

¿Qué hacer con la educación concertada?

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es Extremadura


Como en otros periodos electorales, vuelve el debate en torno a la educación concertada. ¿Hay que protegerla como una opción educativa más (junto a la pública y la privada)? ¿O hay que optar por eliminar los conciertos? Los que estamos por lo segundo tenemos que empezar por reconocer y analizar los argumentos de los que defienden la concertada.

Más allá de la incapacidad coyuntural de la educación pública para atender a la demanda educativa, el principal argumento que se invoca para defender la concertada es la libertad de los padres. La concertada – se afirma – asegura la libertad de elección de las familias en cuanto a la educación de sus hijos. Ahora bien, en este argumento se esconden dos presupuestos que conviene discutir: uno sobre lo que es la libertad y otro sobre lo que debe ser la escuela. Además, se asume una perspectiva que es, a mi juicio, errónea, pues lo que hay que defender no es la libertad de elegir de los padres, sino la de los hijos. Pero vayamos por partes.

¿En qué consiste la libertad de elección de los padres? Este es un tema muy delicado. Pero ni en la sociedad más liberal del mundo se consideraría a los hijos como una mera propiedad de sus progenitores, ni que, por tanto, se pueda elegir para ellos cualquier cosa. Los niños no son solo hijos, sino también ciudadanos con derechos, y personas a las que se les debe una explicación, especialmente sobre aquello que más afecta a sus vidas. La libertad de los padres no debe ser, pues, un "déjeme usted hacer lo que yo quiera", sino en un "voy a poder considerar, racionalmente, lo que es mejor para mis hijos".

Suponiendo – como es lógico – que los padres decidan en función de lo que consideran mejor para sus hijos, aparece, no obstante, otro supuesto problemático. La libertad de elección presupone que existan escuelas diferentes en cuanto a su calidad, sus métodos pedagógicos, o su orientación ideológica y moral (escuelas religiosas y no religiosas, por ejemplo). Pero todo esto conculca los principios de igualdad de oportunidades y de formación general común que deben ser asegurados por la educación básica. Así, si esas diferencias (sobre todo, las de calidad) lo son de hecho y por defecto, habremos de exigir mayor inversión y cuidado para que todas las escuelas tengan una calidad pareja. Pero si lo son por principio, por ejemplo, por el principio liberal de la competencia y la regulación mercantil, hemos de contraargumentar: la educación no puede regularse (como lo hacen determinados servicios) por la competencia y el mercado, precisamente porque la educación tiene como fin corregir y equilibrar las desigualdades que genera el mercado.

En cuanto al argumento de que las escuelas sean distintas de acuerdo a las distintas opciones ideológicas o morales de las familias, esto tampoco resulta admisible. La pluralidad, sin nada que la contenga o unifique, diluye a la comunidad. Y ese papel de contención y unidad es el que, entre otros, cumple la escuela. No se trata de que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las opciones puedan convivir en el mismo colegio. Todas y cada una de las escuelas, en un sistema política y socialmente plural como es el nuestro, tendrían que ofrecer a los futuros ciudadanos la mayor pluralidad ideológica posible – junto a la mayor formación crítica para que el alumno discierna sabiamente (de ahí el papel central de materias, tan torpemente denostadas hoy, como la filosofía) –. Esta exigencia de pluralidad incluye, por supuesto, y mal que les pese a muchos, a la religión. La formación religiosa ha de estar presente en la escuela pública, como una opción, entre mil más, para que el alumno, si quiere, la escoja. Esto dejaría, por cierto, sin argumentos al que defiende la concertada como la única manera de asegurar una determinada formación religiosa para sus hijos.

Porque lo que más importa en educación no es la redicha libertad de los padres (que sean carcas, creyentes, progres, ateos, o lo que quieran ser), sino la libertad de los hijos. La libertad en el sentido que decíamos antes: el de poder argumentar nuestras decisiones (es decir, el de hacernos dueños de las ideas que nos mueven a actuar en un sentido u otro). Una escuela para la libertad exige, así, dos, y solo dos condiciones fundamentales: la mayor pluralidad (de enfoques, materias, competencias, valores, etc.) y, a la vez, la mayor competencia crítica y racional posible, de manera que el alumno aprenda a elegir y a construir su propias ideas, conocimientos, juicios y actitudes de manera consciente, reflexiva y en un diálogo argumentativo con los demás.

Si queremos defender de verdad a la escuela pública debemos, pues, exigir y contribuir a crear una educación de tanta calidad, pluralidad y rigor en la formación de personas y ciudadanos libres y autónomos que ninguna familia (más allá de una necesidad perentoria) tenga argumentos para elegir una escuela concertada. Solo entonces podremos, legítimamente, deshacernos de los conciertos. Eliminarlos o prohibirlos a golpe de decreto sería, en cambio, un abuso inadmisible del Estado.





viernes, 3 de junio de 2016

¡Qué trabajen los robots!

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura




Según una prestigiosa tropa de economistas y expertos en tecnología de aquí a treinta años la robótica habrá acabado con el 50% de los puestos de trabajo que hoy conocemos. Robots, procesos automatizados y algoritmos de computación arrasarán no solo con gran parte de los trabajos manuales, sino con toda actividad que sea más o menos rutinaria. Solo los oficios que impliquen una dosis elevada de creatividad, reflexión o análisis crítico seguirían siendo desempeñados por humanos.

Ante esta más que previsible revolución, algunos han adoptado una perspectiva casi apocalíptica: paro endémico, descenso abismal de los salarios, crecimiento de la desigualdad... Yo creo más sensato apuntarse al carro de los entusiastas. Mis razones son principalmente dos.

El uso generalizado de la robótica eliminará los trabajos más mecánicos y alienantes. Despachar gasolina, pasar artículos por un escáner, o registrar expedientes no son trabajos que nadie desempeñe por vocación o gusto; no desarrollan nuestro talento, tienden a embrutecernos o embotarnos.

La desaparición en muy poco tiempo de la mitad de los empleos conduciría a una situación social y económica insostenible, que haría inevitable la adopción de una renta básica universal para todos los ciudadanos. Esta medida es contemplada seriamente por un número considerable de economistas y políticos de todas las tendencias ideológicas. Para los más liberales, el reparto de una renta básica universal vendría a sustituir, además, a la suma de subvenciones y seguros sociales que comprende el estado de bienestar (a medio plazo – afirman – la renta universal sería más barata y limitaría, en gran parte, el control estatal del dinero público). Para la izquierda política la renta universal supondría una garantía contra la explotación laboral y un paso más hacia el efectivo cumplimiento de los derechos humanos de naturaleza social y cultural (derecho a vivienda digna, educación, participación en la vida cultural, etc.).

En cualquier caso, la automatización de gran parte de la producción y el disfrute, por parte de todos los ciudadanos, de una renta mínima con la que poder vivir, sin lujos, pero dignamente, incluso sin trabajar, supondría una transformación social, política y cultural de consecuencias difícilmente predecibles, pero no necesariamente negativas – ni mucho menos –.

El abaratamiento cada vez mayor de la producción (dependiente, en última instancia, de tecnologías de software fáciles de compartir y desarrollar colectivamente, y con costes marginales casi nulos – incluyendo energías renovables y casi gratuitas – ) acabará, según expertos como Paul Mason, o J. Rifkin, con el capitalismo tal como lo conocemos hoy, dando paso a formas colaborativas, y más sostenibles, de economía. Y la extensión de la renta universal haría posible un rearme cultural y moral en masas de población que en la actualidad no disponen de tiempo para formarse y desplegar sus aptitudes espirituales – un despliegue que podría ser, además, notablemente incómodo desde una concepción elitista y tradicional del poder –.

¿Qué pasaría, por cierto, y en estas nuevas circunstancias, con la sociedad de clases? Las clases propietarias seguirían siéndolo, pero si rebajan sus costes y aumentan sus beneficios, también podrían asumir una mayor carga impositiva – que, a través de la renta básica, se trocaría en poder adquisitivo de sus potenciales clientes –. Por otra parte, las clases no propietarias no tendrían que malbaratar su fuerza de trabajo ni estar expuestas a la miseria. Podrían aspirar a convertirse en clase propietaria, dados los bajos costes de producción, o podrían invertir el tiempo de su vida en actividades sin valor económico pero humanamente más enriquecedoras.

Obviamente, todo esto no es más que una simplificación. No cuenta, por ejemplo, con que, hoy por hoy, aún es más barata la mano de obra semiesclava de muchas partes del mundo (aunque la disminución del coste tecnológico avanza rápidamente, y las máquinas son más eficaces e infinitamente más sumisas que los esclavos). Así pues, y a simple vista, la automatización casi completa de la producción y la consecuencias que esto podría acarrear, no parecen un mal plan par un futuro no muy lejano. ¡Qué trabajen, pues, los robots!



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