miércoles, 28 de junio de 2023

Enanitos toreros

 

Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Cerramos la columna hasta septiembre, sin seguridad de que a la vuelta no hayamos retrocedido diez o doce temporadas de Cuéntame y nos encontremos con ministros falangistas, el Opus (o vete tú a saber qué secta ultracatólica) copando las instituciones, la violencia de género catalogada como problemilla doméstico, los parques nacionales como cotos de caza, y las plazas de toros como el lugar del renacimiento cultural patrio escenificado en la vuelta del bombero torero… ¡Que el dios del Papa Francisco nos pille confesados!

He de reconocer que, de todo lo dicho, lo de los enanitos toreros es lo que menos me disgusta. Tiene mucho de la España carpetovetónica y cañí, pero también del recio y hondo esperpento valleinclanesco: ese ruedo ibérico y cóncavo en el que los españoles podemos vernos cómicamente reflejados. No hay más que asistir al circo político diario, con su troupe de correveidiles y negociantes retrasando, con divertidos cambios de trayectoria, el cogobierno inevitable de los neofalangistas; o (en la pista de al lado) intentando elevarse con complicados castellets sobre su acondroplasia voluntaria y su complejo de superioridad moral.

Porque lo que ha casi matado a este gobierno no han sido la economía, la pandemia, la prensa o los pérfidos poderes fácticos… sino el afán moralizador, algo que nunca funciona en este país donde puedes machacar a la gente con recortes, reconversiones o palos, pero no decirles una y otra vez cómo tienen que vivir, hablar, amar, odiar, comer o reír. Si por obligar a los españoles a recortarse la capa formó la que formó Esquilache, poco parece, por todo lo anterior, perder unas elecciones. La gente no soporta – ¡y con razón! – el paternalismo despótico de los iluminados, ni el de la izquierda ni el de nadie.

Lo de la risa es un ejemplo paradigmático. La gente está hasta las narices de tener que andarse con pies de plomo con aquello sobre lo que se bromea, sean los dioses, la etnia, el género, el físico… o el sentimiento identitario, algo infinitamente dudoso y risible, y para lo cual el pueblo tiene una expresión correctiva implacable: «¿Pero tú quien c… te crees que eres?» … Pues eso, ¿quién c… se cree que es ningún gobierno para decirnos de qué hemos de reírnos, o a qué ridículas pretensiones de qué colectivo hemos de respetar más que a la sacrosanta libertad de partirnos el culo? La risa no es necesariamente un ataque y sí, a menudo, una vacuna contra la más preclara estupidez.  

Uno de los últimos casos de este risible paternalismo fue, justamente, el de la prohibición de los espectáculos cómico-taurinos (volvemos a los enanitos toreros). El gobierno interpretó, bajo la presión de algunas asociaciones de enfermos de acondroplasia, que tales espectáculos atentaban contra la dignidad de las personas, algo a lo que se oponían vivamente los protagonistas, a quienes por descontado nadie preguntó. Debieron pensar que empoderar y tratar dignamente a la gente es decidir por ellos y obligarles a dejar de ejercer libremente el farandulero oficio de cuya grave indignidad, pobrecitos míos, no estaban tan al tanto como sus déspotas e ilustrados protectores.  

Pero, ¿por qué diablos atenta contra la dignidad de alguien (suponiendo que sabemos lo que es eso) acudir a un espectáculo cómico-taurino? La gente no se ríe, y mucho menos se burla de los enanos, sino de su ingenua comedia, de su representación liliputiense y apayasada de la condición humana, siempre rota por la desproporción infinita entre lo que queremos y podemos. ¿Y qué mejor contra esa común discapacidad que el bálsamo de fierabrás de la risa?

¿Que en esto contribuyen en parte los rasgos físicos propios a las personas con acondroplasia? ¿Y qué? Hay rasgos físicos que, por lo desacostumbrado, provocan sorpresa y risa: la obesidad o la excesiva delgadez, una nariz prominente, una desacostumbrada forma de andar o hablar. Si el Gordo y el Flaco fueran modelos de Dior, Harpo Marx no fuera mudo o Woody Allen no tuviera la pinta que tiene, no harían tanta gracia. ¿Es eso reírse de ti? Solo de lo más accesorio: por suerte, no somos el cuerpo ni la cara que tenemos.

El problema de fondo es que tenemos satanizada la risa, razón por la cual nadie se molesta cuando los anormales rasgos físicos de alguien (los músculos de un atleta, el sex appeal de un cantante, la corpulencia de un actor...) producen pasmo, excitación o miedo, pero sí – ¿por qué? –  cuando provocan una carcajada espontánea.

Algún día, en fin, tendremos que pensar seriamente por qué molesta tanto la risa, y no, por ejemplo, jalear a gritos a gente anormalmente alta o fibrosa encestando canastas o corriendo como conejos en un estadio. ¿Qué mayor problema hay en que unas personas, especialmente bajitas, nos hagan reír mientras, entre acrobacias y monerías, intentan torear a una pobre – esa sí que ninguneada – vaquilla? … Más aún si – volviendo al ruedo ibérico – esa berlanguiana vaquilla somos también nosotros; y reímos, ay, para no llorar.

miércoles, 21 de junio de 2023

¿En qué estamos de acuerdo en educación?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El problema de la educación en nuestro país es complejo, pero hay dos aspectos, al menos, que parecen capitales. Uno es el de su instrumentalización ideológica, con el consecuente vaivén legal y la desmoralización creciente del profesorado, el alumnado y sus familias. El otro es el de su calidad, que no es en general deficiente, pero tampoco suficiente para bajar la tasa de abandono escolar y contribuir a reparar la brecha – creciente – entre las élites sociales y el resto.  

Reconocidos estos problemas, ¿sería posible afrontarlos desde unos mínimos programáticos con los que estuviésemos todos de acuerdo, y que sirvieran para romper la inercia de utilizar la educación como escenario de batallas culturales e identitarias en las que jugarse el voto? Vayamos a ello. Soñar es gratis. Pero también útil para para imaginar y clarificar fines y referentes.

El primero de estos soñados mínimos está dicho: consensuar, de una vez por todas, una ley educativa que no responda a la lógica de la reacción y la vendetta, sino a un acuerdo de mínimos que la blinde, en sus aspectos centrales, frente a los cambios de gobierno. Todos sabemos que la educación es un asunto político – todo sistema educativo reproduce un determinado modelo social y moral –, pero, por eso mismo, ha de estar sujeto a la política en su acepción más noble: la de arbitrar una ética común que la mayoría comprenda y comparta. Para ello – sigamos soñando – harían falta políticos lúcidos y honestos, capaces de gobernar considerando los intereses, principios y sensibilidades de todos, y no solo los de su propia «parroquia». 

El segundo elemento de este programa imaginario de mínimos es la financiación. A la estabilidad legislativa debería acompañarla una normativa presupuestaria generosa e igualmente blindada frente a recortes coyunturales. Una completa financiación estatal que, de un lado, permitiese a todos educarse a conveniencia (eliminando guetos y centros de élite, y reconvirtiendo, de facto, los centros concertados en públicos) y que, en justa correspondencia, implicase un nivel mucho más exigente de control y evaluación del trabajo educativo.

El tercer elemento se refiere a la formación del profesorado y a la dignificación de la tarea docente. La docencia debe dejar de ser un refugio laboral para personas sin una clara inclinación por la enseñanza. Por supuesto, esa inclinación inicial ha de complementarse con una formación y unas condiciones laborales que permitan el pleno desarrollo profesional: formación sistemática y rigurosa, ratios adecuadas, recursos materiales, licencias e incentivos para la investigación, promoción, apoyo al rol del profesor en el entorno del centro…

El cuarto elemento, relacionado directamente con el anterior, es asegurar la eficacia del proceso educativo, esto es: el logro en el alumnado de determinados aprendizajes. Tanto da que los definamos como «competencias fruto de la asimilación de conocimientos» que como «conocimientos asimilables de un modo competente»; o que empleemos para ese fin herramientas didácticas novedosas o más tradicionales. Todo esto es una discusión menor y de carácter preferentemente técnico.

En quinto lugar, y en cuanto a la concreción de los aprendizajes, debería ser un requisito mínimo su conexión con los retos y problemas (laborales, políticos, científicos…) que determinan el futuro de alumnos y alumnas, con los objetivos y agendas de instituciones de referencia (la ONU, la UNESCO) y con las recomendaciones que establece consensuadamente la Unión Europea en aras de desarrollar un espacio educativo común.

En sexto lugar, es ya inevitable la concepción del aprendizaje desde una perspectiva integral e integradora. Una educación integral es la que atiende a todas las dimensiones de la persona, no solo a la cognitiva o intelectual, sino también a su salud física y mental, a sus vínculos y responsabilidades sociales, a su faceta afectivo-sexual, a su experiencia emocional o a sus criterios éticos.  Y una educación integradora es la que conciliar el principio meritocrático con la compensación de las desigualdades socioeconómicas, culturales e individuales (que son las que más influyen en el éxito o el fracaso escolar del alumnado) a través de decenas de medidas (la detección temprana de problemas de aprendizaje, la atención a la diversidad, el apoyo a ciertos centros, la atención a la escuela rural, la dignificación de la formación profesional, etc.)

En séptimo lugar, y volviendo al principio, creo que todos estamos de acuerdo en el rechazo a una escuela ideologizada y adoctrinadora. Es cierto que en todo sistema educativo se imparten valores, por activa y por pasiva. Pero justo por ello es necesario priorizar el desarrollo del juicio crítico del alumnado. Enseñar a pensar (no en qué pensar) y a dialogar argumentada y constructivamente deberían ser, por ello, no la guinda del pastel educativo, sino su misma masa madre.

miércoles, 14 de junio de 2023

Jóvenes y «cultura verbal»

 

Este artículo fue originalmente publicado por El Periódico Extremadura.


La noticia de que en Suecia se revisan los planes de digitalización de las escuelas, y se proyecta la reintroducción de libros de texto, ha reavivado el debate en torno al uso de nuevas tecnologías en las aulas.   

Un debate a menudo superficial y prejuicioso. De entrada, lo que han propuesto en Suecia es una revisión crítica, y no una cancelación de las políticas de digitalización. Obvio. ¿Cómo íbamos a dejar de educar a los niños en el lenguaje y la tecnología del mundo en el que viven? ¿Y cómo se iba a evitar que abusaran de esa tecnología si no los educáramos, precisamente, en su uso?

En cuanto a los prejuicios, hay donde escoger. Uno de ellos es suponer que los jóvenes leen y se expresan cada vez peor. Suposición cuando menos discutible. En cuanto a la lectura, los índices españoles son hoy 5,7 puntos más altos que hace diez años, y si hablamos de menores y adolescentes, el incremento es el doble que en adultos. En comprensión lectora, los datos no son concluyentes, al menos en nuestro país, y la bajada a nivel internacional (Suecia incluida) parece achacable, fundamentalmente, a los efectos de la pandemia. Tampoco la presunta degeneración en el uso del lenguaje por parte de los jóvenes está demostrada, por mucho que abunden las típicas impresiones subjetivas (cuenta divertido el lingüista Steven Pinker que en algunas tablillas sumerias aparecen ya quejas por el modo de escribir y degradar el idioma que tenían los jóvenes) …

Otro tópico viejísimo es el de culpar a las nuevas tecnologías de todo tipo de males. Hace dos mil quinientos años, el filósofo Platón denunciaba (no sabemos si irónicamente) los prejuicios para el conocimiento que suponía la generalización de la escritura, es decir, de la «tecnología» de los libros (Platón preludiaba ya, como luego pintara Goya, que no hay peor burro que el burro erudito). Por otra parte, la retahíla de presuntos desórdenes cognitivos que asociamos hoy a móviles u ordenadores es la misma que alarmaba a padres y docentes cuando se generalizaron la televisión, el cine, la radio o la música rock…

Vayamos, en cualquier caso, a la cuestión central. Supongamos que es cierto que los jóvenes de ahora (haciendo abstracción de mil variables y suposiciones) se manejan peor con el lenguaje escrito que los jóvenes (alfabetizados) de hace treinta o cuarenta años. ¿A qué podría deberse esa diferencia? Si tal cosa fuera cierta, tendría mis dudas de que se debiera al uso de nuevas tecnologías antes que al abuso de determinados códigos no verbales de interacción (y fíjense que una cosa no está ligada forzosamente a la otra; de hecho, la mayoría de las culturas audiovisuales, en las que se han utilizado masivamente las imágenes como vía de comunicación, han estado nada o poco desarrolladas tecnológicamente).

Sí, como sospecho (sin prueba alguna), las presuntas dificultades de expresión verbal (si es que las hay) de los jóvenes (y no tan jóvenes) se deben al predominio cultural de las imágenes y de sus formas propias de transmisión e interpretación, esto podría explicar igualmente ciertos fenómenos conductuales, como esa dispersión o falta de atención que achacamos a los adolescentes actuales, y que no es más que el modo corriente de «leer» imágenes. De hecho, la atribución es injusta, pues la conducta juvenil de distraerse consumiendo un vídeo tras otro en Tik-Tok no es sustancialmente distinta de la de un adulto embobado viendo la televisión (o las procesiones de Semana Santa) ni la de un anciano mirando pasar el mundo desde un banco del parque. 

Si la hipótesis es cierta, la solución para salvaguardar nuestra capacidad verbal no es sencilla. Vivimos en una cultura profusa y profundamente entregada a lo estético, en la que el culto a las imágenes está tan asentado (y pseudo racionalizado) que hay toda una élite de intelectuales empeñados en demostrar la equivalencia (o «diferencia inconmensurable», que viene a tener el mismo efecto) entre el lenguaje verbal y otras formas alternativas de comunicación, cuando no a reivindicar, de modo ambiguo (y retórico, claro), la prevalencia de las imágenes sobre los conceptos.  

Esto no es nuevo: en todas las épocas oscuras y necesitadas de una ingente estructura mítica para autosoportarse, se insiste dogmáticamente en el valor de lo estético (en su versión religiosa o puramente artística) por encima de lo verbal y racional (lógico, dada la imposibilidad racional de legitimar un orden social y productivo como el nuestro). Lo esperanzador es que hoy, a la vez, y gracias precisamente a las nuevas tecnologías (especialmente Internet), la alfabetización y el acceso – por difuso y desordenado que sea – a la cultura verbal es generalizado y, como decía el poeta, un «arma cargada de futuro». Cuidemos celosamente de ese armamento, y dejémonos de tecnofobias y purismos estériles. 


miércoles, 7 de junio de 2023

Soledades

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El de la soledad es un problema cada vez mayor en las sociedades desarrolladas, en las que se extiende especialmente entre jóvenes y personas mayores. En países como Reino Unido o Japón se ha instituido un «Ministerio de la Soledad», dirigido a paliar los efectos más dramáticos de la soledad no deseada (como los suicidios), y hay quienes la denominan la «epidemia del siglo XXI». Para más inri, hablar de ella o reconocer que nos afecta sigue siendo un asunto complejo y vergonzante. Todavía hoy, a la persona solitaria (sea o no por elección propia) se la mira con desprecio o lástima, cuando no con cierta prevención.

Sin embargo, la soledad es parte de nuestra condición humana, y no una anomalía psicopatológica (al menos, en principio). Aunque somos seres extraordinariamente sociales, hemos desarrollado un grado excepcional de autoconsciencia y, por lo mismo, una capacidad no menos sorprendente para aislarnos, ensimismarnos y generar mundos propios. Esta capacidad de individuación con respecto al entorno hace que vivamos, durante la mayor parte del tiempo, desde ese lugar íntimo y estrictamente solitario que es nuestra consciencia personal.

Precisamente porque es parte de nuestra humana condición, lo soledad ha sido estimada en otras épocas como un objeto de deseo, e incluso como un privilegio reservado a las élites (las únicas que podían gozar de espacio y tiempo suficientes para el cultivo de la interioridad). En contextos en que el paradigma moral lo representaban la persona sabia o piadosa (tal como ahora lo representan el famoso o el negociante), la soledad se consideraba un atributo de los mejores, pues se entendía que solo en soledad se tenía acceso a una vida plenamente lúcida o virtuosa. Incluso en nuestra propia cultura moderna la soledad se ha concebido excepcionalmente como un estado idóneo para el «encuentro con uno mismo» (expresión secularizada de la comunicación personal con Dios) y la realización individual.

Ahora bien, dado el grado de vacuidad, desconcentración y confusión moral e intelectual que caracteriza nuestro tiempo, no es raro que la soledad no solo no contribuya hoy al autoconocimiento o la reflexión, sino que, por el contrario, incremente el caos mental en que vivimos, empujándonos a la búsqueda angustiosa de estímulos que nos distraigan del extravío interior y haciéndonos recaer en una soledad aún más terrible y crónica que aquella de la que huimos. Porque no hay peor soledad que la de estar uno alienado o perdido de sí mismo. Cuando eso ocurre, da igual la cantidad de gente que nos rodee; seremos incapaces de no sentirnos angustiosamente incomunicados y aislados de todo y de todos…

En cualquier caso, sea cual sea el «tipo» de soledad en que uno habita, y por dolorosa que esta pueda ser, no hay ninguna que no suponga una cierta condición constructiva. Piensen, por ejemplo, en las soledades de raíz más «biológica» (la del malogrado encuentro amoroso, o la del desamparo de los mayores, por dar dos ejemplos), y en como todas ellas se abren habitualmente a una solución «natural», aunque no perfecta, como nada en este mundo (el arrebato romántico – siempre que se mantenga lejos del suicidio o al crimen –, o la solidaridad con los iguales en el caso de los ancianos). De otro lado, y complementando a veces a la anterior, la soledad propiamente «social» – por la que uno se siente poco apreciado, e incluso insignificante para los demás –, aunque no tenga fácil remedio (y con frecuencia promueva conductas terribles como forma perversa y desesperada de resignificación), puede movernos también a la autocrítica y, si uno está muy atento (atento a la verdadera naturaleza del otro), a una suerte de amable y ataráxica magnanimidad.

Más interesantes aún son la soledad de naturaleza moral y la que podemos llamar existencial o «metafísica». La primera es condición de la autonomía y dignidad personal, y es la que asumimos («más vale solo que mal acompañados») cuando contrariamos justificadamente las opiniones o modos de vida comunes. Y la segunda, la soledad existencial, representa el germen de toda verdadera creación del espíritu. Cuando uno lee a grandes filósofos o literatos no puede por menos de intuir la enorme cantidad de soledad «metafísica» – esto es: de ausencia radical de sentido – que han logrado revertir en forma de luminosas y estimulantes creaciones. En soledades así germina lo mejor de nuestra cultura y, por ello, lo que más perfectamente puede librarnos de la soledad no deseada, aunque sea abismándonos en esa otra soledad compartida que comporta el disfrute de las más grandes y bellas obras humanas.  

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