domingo, 30 de diciembre de 2012

El significado (filosófico) del Año Nuevo.


Si en Navidad se celebra la unidad entre lo trascendente (lo divino) y lo inmanente (el mundo), a través de la figura del Dios hecho hombre, en Año Nuevo se celebra algo parecido, si bien de menor enjundia ontológica (no por nada el rito del año nuevo es de una sacralidad más pagana que la Navidad).

En el Año Nuevo también se celebra algo trascendente y eterno: la propia estructura del tiempo, la raíz constante en todo cambio, el tema invariable de las anuales variaciones. Esa estructura es la teleología (la ley que todo lo explica en orden a fines), elemento ontológico cuya correspondencia psicológica es la voluntad o deseo: el eros o amor (imaginemos esas, entre míticas e históricas orgías de las antiguas celebraciones de año nuevo –que, por cierto, se celebraban en primavera, coincidiendo con la renovación del espíritu de la vegetación y la vida—, y del que los “cotillones” podrían ser una pálida sombra). Cada año, cada renovado giro del mundo, es una revitalización del mismo anhelo erótico: el deseo de plenitud, es decir, de unión con lo que nos falta, y, así, el triunfo sobre el tiempo y la muerte (sobre aquello que nos desune de nosotros mismos). Por eso nos empeñamos en renovar nuestros propósitos y fines. Todo ritual de año nuevo celebra el triunfo de la vida (el deseo) resucitada contra el mal sueño de la muerte y el sinsentido (la ausencia de fines). 
Cada Nochevieja celebramos la verdad de lo eterno (o lo eterno de la verdad) contra la mentira del tiempo. Y esa verdad consiste en la realidad de lo Idéntico y Uno (del anhelo de identidad o unión -es decir: del amor-), contra la apariencia de lo diferente y múltiple. No hay más (no) tiempo que el "ahora" de esa amada consecución del fin (lo de los años y la novedad es espejismo y novelería).

Así sea. O, mejor: así es.


¡Feliz Año Nuevo a todos!

lunes, 24 de diciembre de 2012

El significado (filosófico) de la Navidad.


La Navidad es un cuento y un rito, pero como todos los cuentos y ritos, dice mucho más de lo que muestra a través de sus hermosas y emocionantes imágenes...

En el rito navideño se celebra la llegada al mundo del Salvador. En la teología cristiana el Salvador, Jesucristo, es el Dios hecho carne que viene al mundo (en un portal --¿o es una caverna?--) para liberarnos de la falsedad, la maldad y la injusticia, es decir, para revelarnos la Verdad y hacernos Buenos y Justos. Jesús es el como el Príncipe de los cuentos, hijo del Rey-Padre, que es enviado a la gruta del monstruoso y deforme Dragón (el Mundo), a librar nuestras Almas (es decir, a nosotros, que somos la Princesa cautiva) de la oscuridad y el Mal en que se hallan (el mundo siempre ha andado fatal), y conducirnos así a nuestra verdadera Casa o Reino, junto al Padre, pues hijos de reyes (o de dioses) somos también nosotros.

Este mito (o estructura mítica) es más antiguo que el propio tiempo, pero ¿qué puede significar en el lenguaje de la filosofía? El Mesías o Príncipe salvador simboliza la Forma trascendente (el Espíritu o Idea) materializada (“hecha carne”), es decir: la Estructura racional del mundo bajo la cual éste resulta posible y adquiere sentido. También, en un sentido más dinámico (es decir: desde la perspectiva del hombre), simboliza la Forma o Idea en cuanto se expresa o materializa en el Lenguaje, es decir: simboliza el “Logos”, la enunciación de la Palabra o Teoría verdadera, “hija” o reflejo de lo Real (como el Príncipe es hijo o reflejo de la Realeza). En ambos casos, el Mesías es aquello que viene a liberar nuestra Alma (nuestra forma o ser verdadero) de la materia que aparenta ser (de la apariencia de realidad que es el tiempo y la mortalidad, de la apariencia de verdad que es la ignorancia, de la apariencia de justicia que es el gobierno de los hombres...). Desde un punto de vista filosófico, Jesús (como cualquier otro Príncipe de cuento), es una personificación mítica de la  Luz de la razón, es decir, de la Verdad. A esta Verdad que viene del Cielo (como la estrella que guía hacia Belén) para iluminar fugazmente la tierra, se subordinan todos los poderes terrenos (como los que, por ejemplo, aparecen retratados en los belenes caseros: la Fuerza y los instintos –el buey, el asno-, la Emotividad –la madre, virgen o pura de corazón-, la Voluntad –el laborioso José- o la Inteligencia –los magos de oriente--)…

La Natividad celebra así la llegada o revelación de la Luz, el Beso del Príncipe que nos devuelve a la Consciencia. Este luminoso Beso representa, a la vez, al Dios hecho Hombre, y al Hombre que puede hacerse Dios; en suma: a la conmensurabilidad entre lo Divino y lo Humano. Esta misma idea, dada en una forma más pura y abstracta, es la que cada día suponen el filósofo, o el hombre de ciencia, cuando buscan y desvelan la Estructura que explica y descubre el Sentido de la realidad mundana. Esta búsqueda supone la relación entre lo Eterno de esa Estructura racional (los principios racionales, las leyes de la naturaleza...) y la Temporalidad del Mundo a la que dicha estructura da forma. Sin suponer esta relación no hay posibilidad alguna de verdad y de sentido. Y sin verdad y sentido no hay absolutamente nada (lo cual es obviamente falso y absurdo). Esto simbolizan la Navidad, y todos, todos los cuentos que se puedan contar: la Identidad entre lo Trascendente y este Mundo (en el) que soñamos...

¡Así que: feliz navidad a todos!


domingo, 9 de diciembre de 2012

El valor de la filosofía. O lo que no mide el informe P.I.S.A.


Algunos alumnos me confiesan, durante el curso o, más a menudo, después de él (a veces, al cabo de los años), que la asignatura de filosofía les despertó, en el bachillerato, a cuestiones antes impensables para ellos. Algunos me han llegado a decir (sin duda, exageradamente) que antes de dar clases de filosofía apenas habían “pensado de verdad” en nada. A muchos los he visto cambiar de creencias, sufrir crisis religiosas, tener discusiones inéditas con sus padres y amigos, en parte debidas (según ellos) a la filosofía. La inmensa mayoría de mis alumnos dicen salir de clase desorientados, pero también expectantes de que, en la próxima sesión, logremos profundizar y dar respuestas a las preguntas nuevas y radicales que han brotado en el aula. Digo “radicales” porque afectan a la raíz de la existencia de cada individuo. Pensar casi por primera vez en lo que es el mundo y uno mismo, en el sentido de la vida, en la razón de las propias creencias, en lo que de verdad es verdad y mentira, en el bien y el mal, en lo justo y lo injusto, sin prejuicios, más allá de los tópicos al uso… Todo eso representa una experiencia insustituible e inolvidable para muchos de mis alumnos. Incluso los que aún no llegan a apreciar estos asuntos (no todo el mundo madura a la misma velocidad), se quedan “tocados”, intuyen que algo muy importante se está cociendo en las clases, y aunque no lo entiendan, entienden que ahí hay mucho por entender. Y que en ese entenderlo está en juego su misma persona, su forma de estar en el mundo...



¡Pensar! En clase de filosofía (en los trabajos, en los ejercicios, en los exámenes de filosofía) hay que pensar. Gran parte de los alumnos que me llegan a primero e incluso a segundo de bachillerato (y doy a muchos, pues mi centro es de los más grandes) son supervivientes de la burocracia educativa. Apenas han tenido que pensar en nada. Al principio se incomodan por el cambio de costumbres. Están acostumbrados a memorizar contenidos y a resolver más o menos mecánicamente problemas de tipo académico. Pero no saben cómo “aprobar” filosofía. Vienen con un déficit de madurez (y no de habilidad) intelectual natural, pues muy pocas veces se les ha estimulado a pensar por sí mismos. La mayoría comienzan a hacerlo en filosofía por la sencilla razón de que en ella se tratan asuntos íntimamente ligados con su vida: el sentido de su existencia, la vida y la muerte, el valor de sus creencias, la forma de vivir, la relación con los demás  y con la sociedad, la libertad, el poder, la injusticia, el compromiso político, etc., etc.

Pero no solo es pensar. Del otro lado de la misma moneda está el diálogo: pensar con los demás. Los primeros diálogos en clase son, a veces, incontrolables. La primera noción que tienen muchos chicos de lo que es "debatir con los demás" proviene de lo que ven en algunos programas de televisión: gritar, interrumpirse, atacarse, afirmarse por encima de todo. Cuando al cabo de las semanas logramos construir un debate serio, profundo, respetuoso y fructífero se quedan sorprendidos: disfrutan de que los demás los oigan con respeto, se dejan llevar por los argumentos olvidándose de sí mismos, intuyen que es más enriquecedor y fructífero resolver los problemas verbalizándolos, hablando sobre ellos, convenciendo y dejándose convencer... Tras esa experiencia noto que continúan charlando entre sí tras la clase. A veces me cuentan que han seguido en casa, con sus padres, o que gracias a la discusión ha sido un poco menos aburrida la tarde con los colegas de la pandilla.


Se me ocurren mil cosas más para justificar las clases de filosofía. Al fin y al cabo somos seres racionales, vivimos (y, a veces, morimos) por ideas, y desarrollar esa condición y conocer las más grandes ideas que han parido o descubierto los filósofos bastaría para justificar con creces la relevancia de la asignatura. Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Marx o Nietzsche (entre otros) son los pilares de todo el pensamiento europeo (incluyendo en él a la teología cristiana o la ciencia). Hasta el positivismo antifilosófico actual no es más que una filosofía... Pero bastaría con lo dicho: desarrollar el hábito de pensar y de dialogar en los adolescentes; lograr que adquieran herramientas para gestionar su incipiente sentido de la identidad y de su posición frente al mundo y a los demás… ¿Hay algo con más valor instrumental y, a la par, algo más sustantivo para formar personas y ciudadanos?... 

Y sin embargo, así andamos, como otras veces, defendiendo lo obvio. El consuelo es que eso, argumentar y convencer de lo que, por tan evidente no se ve a veces, es tarea tradicional de la filosofía. Y también, me temo, el ir a contracorriente…



martes, 4 de diciembre de 2012

Adiós a la ética y a la historia de la filosofía en secundaria.



Visto lo visto en el nuevo borrador de la ley Wert de reforma de la educación secundaria, las consecuencias (caso de que el borrador, como es probable, se convierta en ley), en lo que respecta a la filosofía, son estas:

-   Dejará de existir la asignatura de Ética en la educación secundaria. Lo más parecido será la opción alternativa de “valores éticos" para aquellos que no den religión. Es decir: la educación obligatoria y universal para todos los futuros ciudadanos prescindirá, en general, de la reflexión sobre los valores (lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto...), sobre lo que uno debe o no debe hacer, sobre los problemas éticos (¡que no van a desaparecer por dejar de analizarlos en clase!), sobre el fundamento de la democracia, etc. Tan solo tendrán acceso a ese grado de formación los hijos de padres no católicos practicantes (habrán pensado que de alguna forma habrá que inculcarles unos mínimos principios a los hijos de esos descastados –aunque no sean dogmáticos, que le vamos a hacer—). El resto: religión, patria y familia. La ética del "como Dios manda". España volverá a ser la reserva espiritual de Occidente.

    Desaparece prácticamente la historia de la filosofía como asignatura troncal en bachillerato (queda como una optativa entre muchas otras, entre ellas… ¡Religión, faltaría más!). Los ciudadanos con un nivel de formación medio (y con aspiraciones universitarias, es decir, los futuros profesionales de alto rango, los futuros dirigentes, etc.) no tendrán la oportunidad, en general, de conocer las ideas que laten tras la historia de nuestra cultura (y tras lo que somos y hacemos): Sócrates, Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Nietzsche, etc., serán apenas más que sonidos exóticos para los oídos de la mayoría. Europa estará más cerca de estar muerta. Este estado de inopia profunda es ideal, por lo demás, para reciclarnos sin dolor en lo que nos tiene que parecer a estas alturas (o bajuras) inevitable: en trabajadores dóciles y embrutecidos, o en empresarios codiciosos y no menos ignorantes. Ideal para competir con los coreanos. Pensar demasiado es prescindible, resta eficacia.

    La filosofía, obviamente, no desaparecerá, pues los problemas filosóficos no se suprimen por decreto. Seguirán ahí, tras todas  las máscaras, intrigas y teatrillos con que se va construyendo y deconstruyendo la historia. Pero parece que ahora toca, de nuevo (o de “viejo”), el más burdo y bárbaro de los tiempos. El mundo será un poco peor, y nosotros un poco más ciegos.

Adjunto la respuesta de la Red Española de Filosofía al borrador
de la Lomce. Necesitamos una plataforma así (la R.E.F) desde la
que aunar esfuerzos.

Otros enlaces interesantes:
- Declaración de la filosofía española.
- ¿Qué pinta la Filosofía en la Educación de una Democracia?
- Lo prescindible. Del ser humano y las humanidades.

sábado, 1 de diciembre de 2012

¿Por qué no podemos decir lo que queramos? De la libertad de expresión y sus límites.


Aprovecho la estela que dejo la tertulia de ayer en Nunca Es Tarde Canal Extremadura para pensar en voz alta lo que se me ha venido a la cabeza más de una vez. ¿Qué es eso de los "límites" a la libertad de expresión? ¿Por qué hemos de tolerar ningún tipo de censura (o de autocensura) de lo que creemos y queremos públicamente expresar? ¿Qué es eso de las “líneas rojas” que, según decía uno de los tertulianos, no debe moralmente traspasar un medio de comunicación o, en general, cualquier persona, grupo o institución que haga públicas sus creencias, ideas, o cualquier tipo de mensaje? 

¿Por qué, por ejemplo, no se debe tolerar que un programa de televisión (como este, famoso y proscrito, de “la noria”) pague a alguien por explotar su valor mediático y simbólico (por ejemplo, por entrevistar a la madre de un famoso delincuente) para solaz y educación de la audiencia? O, en otros casos aún más importantes: ¿por qué no se debe tolerar (incluso, a veces, permitir legalmente) que se haga apología de ciertas creencias (como las que pretenden justificar la xenofobia, el terrorismo, el nazismo, el machismo, la homofobia, etc.)? 

Es cierto que hay casos y casos, y que convendría analizar cada uno de ellos. Pero creo que la cuestión de fondo que late bajo todos ellos es la misma. ¿Por qué ha de ser inmoral (o incluso estar prohibida) la manifestación pública de ciertos contenidos, creencias, símbolos o prácticas, una vez que no se incurre en ningún tipo de violencia directa (no se obliga a nadie a ir a un programa ni al espectador a verlo, ni se fuerza al que lee una página web nazi a hacerse nazi ni a ejercer la violencia que allí se enaltece)? Podemos también despachar el caso de la difamación (acusar sin pruebas visibles que todos puedan juzgar), o el de la propagación de mentiras con un fin injustificable, o la vulneración no consentida del (supuesto) derecho a la intimidad. Aceptemos todo esto (aunque da para muchos otros debates). Y también la protección de los menores, que en tanto aún no adecuadamente formados tienen prohibido el acceso a ciertos contenidos. Bueno. Tal vez. Pero en el caso de los ciudadanos adultos y en pleno ejercicio de sus derechos, ¿es tolerable que se les niegue el acceso a la información o a la libre expresión de sus creencias? ¿Por qué un productor no puede (o no debe) traer a su programa y pagar lo que quiera a quién le parezca que tiene interés para la audiencia? ¿Por qué un radical no puede defender en su página web el uso político de la violencia, o un nazi propagar prácticas antidemocráticas, o un ciudadano cualquiera proponer en las redes un asalto organizado al congreso? ¿Por qué hemos de considerar delito (o inmoralidad) incitar al delito (o a lo que nosotros nos parece inmoral)? ¿Es que no somos ciudadanos libres y maduros con la capacidad para enjuiciar por nosotros mismos la legalidad y moralidad de lo que se nos propone? 

En suma: ¿Qué suerte de paternalismo es este que pretende protegernos de “ver y oír” lo que no debemos… (No vaya a ser que nos contagiemos y acabemos delinquiendo o sucumbiendo a la tentación)? ¿Tan inseguros hemos de estar de nuestras convicciones como para que haga falta censurar aquello que pueda desarbolarlas? ¿No debería ser al contrario: que en una sociedad democrática madura, las convicciones morales que la sustentan (la tolerancia, la no discriminación, el respeto a la integridad física de los demás, su libertad de opción sexual, etc.) fueran constantemente puestas a prueba para aquilatar su firmeza? ¿No es la democracia el reino del diálogo en el que todo el mundo puede exponer sus creencias con los mejores argumentos que encuentre? 

Pues eso… ¿Por qué no podemos decir lo que queremos y, los demás, elegir si nos escuchan, juzgar lo que decimos como les parezca, y replicar lo que consideren oportuno con las mismas oportunidades y medios que nosotros? En una sociedad en la que el acceso a (casi) todo tipo de información es tan fácil, y en la que (esperemos que no sea una burbuja más) la posibilidad de expresar opiniones es tan accesible a todos, deberíamos aprovechar para cultivarnos en ese enriquecedor juego democrático que es el de probar a convencer y exponernos a ser convencidos por los demás. Sin censura previa, y sin que los gritos escandalizados de los abogados de lo incuestionablemente correcto nos impidan hablar...



domingo, 25 de noviembre de 2012

Una microreflexión sobre la violencia


¿Es la violencia consustancial al ser humano y, por tanto, algo (lamentablemente) inevitable? En algunas personas está instalada esta creencia (que ellos creen justificada por la ciencia: la biología, la psicología, etc.). Este fue, además, el asunto que discutimos ayer, a propósito del Día internacional de la violencia de género, en la tertulia radiofónica del programa Nunca es tarde, en Canal Extremadura. 

Es violencia, en general, forzar la naturaleza de algo o de alguien, esto es: obligarlo por la fuerza a ser lo que no es o no quiere ser. Es violencia cortar una flor (en la medida en que está en su naturaleza crecer) o enjaular un pájaro (en cuya naturaleza esté volar) o violentar a un ser humano (en cuya naturaleza está actuar por su propio criterio y libre voluntad).

Ahora bien, dado que la violencia parece ser un hecho generalizado (tanto en la naturaleza como en el ámbito humano) resulta tentador pensar que en la naturaleza de los seres está el “forzar a otros” o el “ser forzados por otros”, es decir, que la violencia es consustancial al mundo. Así, en la naturaleza de muchos animales (incluido el animal humano) estaría matar, violar, dominar por la fuerza a otros, etc. Y en otros (los más débiles) ser matados, violados, dominados, etc. La violencia parece, por tanto, inevitable, natural.

¿Por qué me parece falso esto? En primer lugar porque disuelve el problema (sin resolverlo). Si la violencia (forzar la naturaleza de algo) es esencial a la naturaleza de los seres (si las leyes de la naturaleza  o de la realidad decretan la necesidad del uso de la fuerza), entonces no es posible violencia ninguna. O, mejor, lo violento sería no ser violento. Así, un león vegetariano, o un Estado pacifista, estarían violando, según el argumento, su propia naturaleza. Y también la gacela o el súbdito al resistirse o rebelarse (al menos, más allá del punto en que esta resistencia o rebelión hace más fiero y efectivamente violento al león o al gobernante).

Ahora bien. Ninguna ley de la naturaleza obliga a ser violentos, ni siquiera a los leones. Y si alguna lo hiciera, aun quedaría apelar a una ley más fundamental (y no menos natural o real): la ley moral, que aún obliga más, al menos a los seres –como nosotros—que la tienen.

Contra el naturalismo más cientifista (que esta en la base de la creencia en la inevitabilidad de la violencia) hay que argüir que hay leyes y leyes, y no todas al mismo nivel. Las particulares leyes de la naturaleza que descubre la ciencia están subordinadas a las leyes (no científicas) que determinan lo que es ciencia y no lo es, lo que es verdadero y falso, y también lo que es bueno y malo. Todas estas, las “leyes de la legitimidad” (de la legitimidad epistémica y la legitimidad moral), no necesitan el aval de los hechos (al revés, los hechos las necesitan a ellas, pues nada es verdaderamente un hecho si no se ajusta al criterio previo de “que ha de ser un hecho”, ni ninguna verdad se desprende de hechos sin el criterio epistémico previo de que “la verdad está en los hechos” –lo cual no es, claro está, ningún hecho—). Pero es que, además (y a la vez), estas mismas “leyes de leyes” son hechos innegables. Es un hecho que consideramos a una creencias verdaderas y a otras falsas o erróneas. Y es un hecho que juzgamos las cosas y las acciones como buenas y malas (y que actuamos en consecuencia, contrariando, incluso, algunas de esas leyes naturales, como cuando alguien hace huelga de hambre o sacrifica su vida por una idea). Incluso si, amplificando el concepto de “natural” (hasta identificarlo con el de “realidad”), supusiéramos que también son de alguna forma naturales la reflexión y la moral, tendríamos que reconocer que en nuestra naturaleza o realidad (en nuestra esencia) está el juzgar los hechos y las creencias según criterios que necesariamente los trascienden.

La violencia no solo es ontológicamente innecesaria (existe pero podría no existir), sino moralmente cuestionable (existe pero quizás debería no existir).

Por lo primero, ninguna ley o teoría científica justifica la idea de que la naturaleza sea el reino de la violencia. Más bien es lo contrario: en muchísimos casos evolucionan mejor los organismos que se asocian y cooperan por interés mutuo. Esto incluye a los organismos sociales más complejos, tal como las culturas humanas. El hecho de la violencia no justifica, además, ninguna necesidad legal. Del hecho de que exista violencia (o cooperación, o linces ibéricos, o el hecho que sea) en la naturaleza no se deduce que tenga que existir siempre o necesariamente.

Pero incluso si aceptáramos como verdadera la creencia de que la violencia es un rasgo necesario, esencial, por definición, de la naturaleza (y, por extensión, de la naturaleza humana), esto tampoco nos obligaría a aceptar moralmente dicho rasgo. De hecho, la violencia genera rechazo moral y esto nos obliga a pensar que, o bien tenemos una naturaleza extraña y contradictoria (naturalmente violenta pero, a la vez, capaz de rechazarse a sí misma), o bien que no todo en nuestra naturaleza (o esencia) es “natural”. Tenemos una dimensión moral (y que esto sea un “estrato” de lo natural o algo trascendente a la naturaleza es irrelevante ahora mismo). Nuestra naturaleza se abre al juicio, a la esfera de lo valioso. Y como seres naturalmente juiciosos que somos, estimamos la violencia como un fenómeno juzgable y, en la medida en que es juzgado como negativo, inaceptable y evitable.

¿Por qué es inaceptable la violencia (no solo de género, sino todo género de ella)? Desde los presupuestos de una ética racional, por pura consideración del más preclaro principio de identidad. Todo ser tiende a ser lo que es. Y para un ser racional y autónomo, como estimamos que es el ser humano, ser lo que es equivale a conducirse según su propio criterio. Por convicción, no por coacción. Violentar a una persona es, en todos los casos, intentar forzarla a actuar según criterios heterónomos: por una fuerza externa a si misma. Es decir, intentar obligarla a que haga lo que no quiere, o lo que es igual: intentar obligarla a que sea lo que no es. A que se “contradiga” a sí misma. Esto, sea el grado que sea en el que se logre (en un grado profundo es imposible, como toda contradicción lo es), es destructivo. Pero no solo para el agredido, sino también para el agresor. Incluso más aún para él. 

El agredido se limita a recibir la violencia, casi siempre en lo más “externo” de su persona: su cuerpo, sus emociones, el estrato más superficial de su voluntad y sus creencias (en su estrato más profundo, el pensamiento, nadie puede violarle). Pero el agresor padece esa misma violencia es lo más íntimo y propio: en la intención consciente de ejercerla; en el error de creer que de violentar o negar la identidad a algo puede obtener algo más que pura disgregación: nada. El agresor (y no el agredido) es el que niega su identidad como ser racional.   
   
Si la violencia es contradicción y desintegración en uno mismo, y entre uno y su (otro) semejante (lo cual es casi lo mismo), lo único que cabe contra ella es educación y amor. Es completamente absurdo intentar acabar con la violencia (desvelándola como innecesaria y estéril) mediante el recurso (igualmente innecesario y estéril) a la violencia. No hay violencia realmente legítima. Nunca, jamás, se ha corregido o construido nada esencial con la violencia. Todo, hasta lo más nimio, ha sido hecho por amor, es decir: por el deseo de identidad con lo que intuimos que se nos asemeja y puede contestarnos desde el mismo deseo y el mismo lógico derecho a la integridad. 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Instrucciones (platónicas) para ser bueno y feliz


1. Sé tú mismo, pero el de verdad. No puedes ser lo que te de la gana, sino solo lo que ya eres (tras descubrirlo). Además es solo de eso (en el fondo, si te sabes observar) es de lo que tienes verdaderas ganas.

2. Sé tú mismo, pero lo mejor posible. Nadie puede quererse o estimarse sabiéndose menos de lo que puede ser. Busca ser un ser humano virtuoso del mismo modo que un músico busca ser un músico virtuoso, o un zapatero busca ser un zapatero virtuoso: haciendo lo que te define (como ser humano) con la mayor competencia con la que seas capaz.


3. Vive de acuerdo a la razón. Piensa en lo que eres y te darás cuenta que “estás” en la mente, no en las neuronas o en el ombligo. Y date cuenta, también, que, en la mente, estás en ese “tú” que cuenta, piensa y razona, incluso cuando piensas y razonas que eres otra cosa que razón. Eres un ser racional, así que hazte el favor de compórtate plenamente como tal.

4. Amalo todo, pero, sobre todo, ama el conocimiento. Todos intuyen que una buena vida es aquella que crece en la búsqueda y la unión con lo que nos perfecciona (lo bello, lo bueno, lo verdadero...). Pero solo los más mendrugos creen que lo bello es bello sin ser nada más que bello (y aman las cosas y los cuerpos), o que lo bueno es lo que, sin más, está mandado (y aman la estima de los demás más que a sí mismos). Solo el que conoce ama (lo que es de verdad, lo que de verdad es bueno, lo perfectamente bello). Solo el que conoce ama a cada uno hasta el mismo fondo, y ama lo mismo en el fondo de cada uno. Solo ese se reconoce en todo y, desde él, nada es doble, separado, extraño, odioso...


5. Actúa por entusiasmo. Si tu energía y tu valor es por miedo (al castigo, o al castigo de quedarte sin el premio), tu valor es cobardía, tu acción es pasión, tu actividad pasividad... Solo actúas, de verdad, cuando lo que haces vale de verdad y es en sí mismo el premio. Comprender lo que algo vale es lo mismo que querer hacerlo. La voluntad no es un látigo, sino un entusiasmo que te desborda y se torna acción en el mundo.


6. Modera tus pasiones. Reduce tus necesidades y prefiere aquellas pasiones y placeres cuya ausencia o exceso no suponga dolor. Serás más feliz si tus placeres son la música o la amistad, en lugar de la embriaguez de alguna droga o la pasión por algún cuerpo. La pasión no es más acción, sino menos: padecimiento, enfermedad.

7. Cultiva la armonía en el alma. Como si tu alma fuera un maravilloso instrumento musical en el que la razón fuera la nota dominante y el resto de las cuerdas (la voluntad, la pasión, las emociones...) se armonizaran con ella formando un sublime acorde.

8. No juzgues con severidad a nadie. Nadie actúa con maldad, sino con una bondad mal concebida. En lugar de castigarles, enséñales.

9. Prefiere sufrir un "mal" a cometerlo. Cuando el mal o equivocación lo cometen contra ti, es tu cuerpo el que padece, es solo pasión lo que sufres. Pero cuando el mal o error lo cometes tú, es el alma la que se daña a sí misma.  



martes, 6 de noviembre de 2012

Filosofía, ciencia y mito.



Me pregunto qué pensaría un escritor o un profesor de literatura si oyera decir al presidente del Instituto del Cómic del Consejo Superior de Investigaciones Literarias (el CSIL) --caso de que existiera-- que el cómic es la literatura de hoy, que satisface todos lo que se exige a la literatura, que la literatura clásica está obsoleta, y que la palabra sin el respaldo de la imagen carece de valor literario. ¿Qué sentiría si, además, dichas opiniones fueran emitidas con absoluta seguridad, como verdades obvias (y que, además, comprendiera que, en efecto, tales opiniones pasan por obviedades para el sentir común)?
 
El domingo pasado escuchaba por la radio al presidente del Instituto de Física Teórica del CSIC decir que la física es la filosofía de hoy, que satisface todo lo que se exige a un conocimiento racional sobre la realidad, que la filosofía clásica está obsoleta, y que las especulaciones sin el respaldo de los experimentos no tienen valor cognoscitivo.

Nada nuevo bajo el sol. La vieja osadía de la nueva ignorancia. Pero...¿He dicho nueva?

En la entrada anterior a esta escribía sobre el poco sentido que se le atribuye a la filosofía en la educación secundaria. Ahora no puedo dejar de pensar en lo fácil que es, sin embargo, percatarse de todo lo contrario, de su absoluta utilidad. En segundo curso de bachillerato comenzamos estudiando la rudimentaria (y aún empapada de mitología) filosofía de los primeros filósofos griegos, también llamados “fisicos”: Tales de Mileto, Anaxímenes, etc.  ¿Haría falta mucho esfuerzo para colocar entre ellos a la generalidad de los físicos actuales? Ninguno. Cometen todos y cada uno de los errores lógicos del atomista más tosco y primario (incluso, en ocasiones, con menos conciencia de tales errores). ¡Y estamos hablando de los filósofos más simples! ¿Podrían llegar las teorías físicas contemporáneas, en cuanto a sus supuestos ontológicos y epistemológicos, al nivel de exigencia racional y de profundidad de teorías filosóficas como las de Platón o Aristóteles? Ni por el forro. La ciencia moderna está presa de la más ingenua y dogmática filosofía que quepa concebir

Pues bien, solo por esto, por la necesidad de estimular la necesidad de los seres racionales de crecer y dejarse de cuentos, es ya imprescindible la filosofía en la educación. No ya solo como liberación frente a los mitos del saber común o de la religión. Sino, más aún, frente a esos otros mitos, más peligrosos en tanto no son tomados como tales, que hoy llamamos teorías científicas.





viernes, 2 de noviembre de 2012

¿Qué sentido tiene la filosofía en la educación secundaria?




Como es habitual en cada reforma educativa, la filosofía vuelve a estar en el aire (o en las nubes, como los filósofos de Aristófanes), y algunos profesores de filosofía, entre los que me cuento, nos reunimos (también como nubes) a tronar y alumbrar argumentos que justifiquen ante la sociedad la pertinencia de la filosofía en la educación secundaria. ¿Es posible dar algún argumento poderoso (es decir, no taimadamente “gremial”) a favor de esta pertinencia? Como comentaba a algunos compañeros en la última reunión de la Plataforma para la defensa de la filosofía en Extremadura, la respuesta dista mucho de estar clara. A mi modesto entender son dos los argumentos que se suelen esgrimir para justificar la presencia de la filosofía en secundaria, y los dos son demasiado fácilmente contestables por la opinión común (más por lo que esta tiene de "opinión" y de "común" que por otros más serios motivos, pero así es).

  1. El argumento del valor procedimental o instrumental de la filosofía. Según este argumento, la filosofía es necesaria como un conjunto de técnicas de razonamiento lógico, crítico y dialógico, por las que el alumno aprende a argumentar y contrastar racionalmente sus opiniones; estas técnicas son, por lo demás, de sumo interés para el logro de una ciudadanía políticamente activa y responsable.
Réplica común: El razonamiento lógico, crítico y dialógico es una habilidad que ha de enseñarse de modo transversal, en todas y cada una de las materias. ¿O acaso pretende el profesor de filosofía que solo en sus clases se piensa, se argumenta, o se debaten críticamente las cosas? No se puede tachar sin más al resto de las materias de simple colección de contenidos impartidos de forma irracional o acrítica. El profesor de matemáticas, lengua, historia, economía, etc., dirán que entre sus objetivos también está el de enseñar al alumno a pensar, a justificar racionalmente la validez de los contenidos (los teoremas, las leyes de la economía, etc.) y a tener una visión crítica (de los sucesos históricos, de los movimientos artísticos, etc.).

  1. El argumento del valor de los contenidos propios a la filosofía. Según este argumento, la filosofía es valiosa por los asuntos de que trata, que no se pueden tratar en ninguna otra asignatura y que tienen un indudable valor científico o teórico, y una gran utilidad práctica. Por lo primero, la filosofía supone una tipo específico de reflexión teórica acerca de la realidad y sus subconjuntos (la realidad humana, la realidad del conocimiento, etc.). Por lo segundo, la filosofía proporciona un marco de reflexión racional práctica acerca de los valores (la ética, la política, la estética, etc.).
Réplica común: El valor teórico de la filosofía es muy limitado. Lo que tenga que decir sobre la realidad lo dice mejor y con más precisión la ciencia (¡en donde también existe la reflexión!). La metafísica ha muerto, como Dios ("¡eso de la metafísica es cosa de curas!", he oído más de una vez a algunos profesores de filosofía). Y lo que le queda (ser filosofía de la ciencia o el lenguaje, etc.) es de un “meta-nivel” tal que queda muy lejos de lo que hay que enseñar en secundaria (mejor reservarlo para facultades especializadas en filosofía). El valor práctico también es muy ambiguo, pues por un lado la ética y la política no son ciencias, y si no son ciencias no tiene sentido enseñarlas en la escuela (nuestra sociedad sitúa justamente los valores en el ámbito de la subjetividad, de lo privado, por lo que es en esa esfera –la familia, las experiencias particulares, etc.— donde deben ser fundamentalmente transmitidos). De otro lado, si queda algo que enseñar en ética o política, como informar y debatir acerca de ciertos mínimos éticos y políticos comunes –los principios constitucionales, por ejemplo—, esto no parece que tenga que ser prerrogativa del profesor de filosofía. Cualquier profesor, como ciudadano y pedagogo, está preparado para informar y debatir sobre estos asuntos con los alumnos (¿O es que vale más o tiene más calidad el voto de un filósofo que el de un historiador, un economista o un profesor de educación física?)

Aunque no compartamos estas "replicas" (yo, al menos, no las comparto en absoluto), hemos de reconocer su fuerza de convicción en el entorno que nos rodea (incluyendo en él a muchos compañeros del gremio). Creo que el grueso de la opinión pública los compartiría. Y los políticos, que son los representantes de esa opinión, obviamente, no van a contradecirlos. 

Haciendo un poco de caricatura, los políticos y gentes de izquierdas piensan que la filosofía es algo de otro tiempo, que la metafísica es “cosa de curas”, y que lo que queda es convertir a la asignatura en divulgación científica y en teoría política (barriendo de paso para casa). De ahí los programas vigentes (esbozados en la época del PSOE) en primero y segundo de bachillerato (divulgación científica, antropología, psicología, sociología, etc. en primero; textos de carácter político, insistiendo en Ilustración, Marx, Escuela de Francfort…en segundo). Los de derechas piensan, por el contrario, que tal vez la filosofía tenga todavía algo que decir teóricamente (hay algo más allá de la ciencia, y cerca de Dios, claro), y es ese su escaso papel, pues sobre los valores éticos y políticos se ha de respetar la absoluta libertad de cada cual y, por tanto, no han de ser materia curricular (la escuela transmite conocimientos, no adoctrina –para eso ya esta la familia, la parroquia, el club de golf o la cédula anarquista, según escoja uno libremente—). Hay que añadir que en esta defensa de la libertad o el libertinaje liberal en materia de valores coinciden a menudos los de izquierdas y los de derechas (ambos coinciden que la ética y política no es materia racional, unos porque la ética no es de ciencias, y otros porque la ética es asunto de Dios, y en cierta medida ámbos porque la ética es cuestión de cada individuo y sus particulares creencias, laícas o religiosas).

¿Qué cabe hacer ante este cúmulo de opiniones vigentes? De entrada, reconocer que lo tenemos crudo. Que hay una gran probabilidad de que la filosofía, lenta pero inexorablemente, vaya convirtiéndose (y da igual el partido y la reforma educativa de la que se trate) en una asignatura residual. No es necesario que esto ocurra, claro, pero si tenemos alguna salvación sí que es necesario que (como mínimo):

(a) Sepamos defender (con razones de verdad, no sofismas interesados) el valor de los contenidos que identifican a la filosofía con una ciencia de primer orden (no de segundo): la ontología, la epistemología, la antropología y psicología filosóficas, etc., en el sentido más fuerte. Y que, por tanto, podamos defender la necesidad de una asignatura de filosofía teórica en la que se trate de asuntos tanto o más reales que aquellos de los que habla la física o la historia, e impartida por especialistas en tales asuntos ontológicos y epistemológicos (y no por meros aficionados a la divulgación científica). A propósito de esto no deja de ser divertido notar que en el ámbito de la filosofía anglosajona se vuelve desde hace muchos años, y sin complejo alguno, a la ontología y la epistemología más estrictamente filosóficas, mientras que aquí (en el culo del mundo) las despreciamos en nombre de todo lo que suena menos filosófico: la filosofía de la ciencia, la sociología marxista, etc., como si así fuéramos más rabiosamente contemporáneos (o, peor aún, como si esto fuera lo único que cabe ya hacer a la filosofía)

(b) Sepamos defender (a contracorriente de la ideología imperante) que la esfera de los valores (la ética, la política, la estética) está tan sujeta a la racionalidad como cualquier otro ámbito de la realidad y que, por tanto, es imprescindible una asignatura de ética (de la ciencia de lo bueno y lo justo), impartida por especialistas en la cuestión (y no por relativistas diletantes o por descarados ideólogos en pos de la revolución o de la reacción).

(c) Hagamos nuestros, en la teoría (¡y en la práctica!) educativa, los principios pedagógicos más coherentes con los contenidos de nuestra materia: el método dialógico en las clases, el escrúpuloso respeto por la autonomía racional y la libertad de pensamiento y expresión de los alumnos, el desprecio de toda coacción o argumento de autoridad en el trato con ellos, el uso ejemplar de la racionalidad en todos y cada uno de los avatares que ocurren dentro y fuera del aula, el rechazo de todo sistema de trabajo que no sirva a la actividad racional (la memorización de contenidos, la mera preparación técnica para superar exámenes estandarizados, la clase magistral, etc.).

miércoles, 31 de octubre de 2012

Cuatro cuentos platónicos sobre el alma



¿Qué somos los seres humanos? Como todo lo demás, los hombres somos realmente Ideas o Formas puras (cada uno es una Idea o Forma de sí mismo). Y sin embargo no parece que  seamos ese Ser Ideal que somos. Los hombres que vivimos en la caverna del mundo solo somos parecidos a lo que realmente somos. Y por eso, por ser algo deshecho en dos (la Realidad y la apariencia, el Ideal que soñamos y el sueño que no llega a ser…), estamos hechos de mitades y de espejos que se buscan y se aman. Las primeras dos mitades que somos son el alma y el cuerpo. Y en el alma también hay dos: el querer y el pensar. Y en el querer otro par: la pasión y la acción. Y… Por encima de todo (y es lo único único que aquí somos): el recuerdo de aquello Ideal que alguna vez...¿Fuimos?

Siendo dobles como parecemos ser, nos toca hablar en mitos (que son un doble de la verdad) de eso que somos y parecemos. Así que escuchad estos dos pares de mitos, que son cuatro, cuatro cuentos sobre el alma, que os recordarán, si están bien compuestos, a Uno solo...

El carro alado o la reencarnación.

Cuenta un viejo cuento que el alma cuenta con dos cosas: la alada carrocería (el cuerpo) y lo que la mueve y levanta, y a esto último llaman más bien alma, o ánima, porque anima a moverse al cuerpo. Dicen que este alma también es doble, tiene motor y guía, es decir, deseos y pensamiento. Y dicen también que los deseos son como un motor de dos caballos. Uno es la pasión (es un caballo negro y salvaje, al que llaman Apetito) y el otro es la acción voluntaria y esforzada (es un caballo blanco y sensato, al que llaman Coraje). El conductor o Auriga de este carro de dos caballos es la Razón, y desde que el mundo se hizo, dando alma (que es la forma de la Forma en la materia) a cada cosa, todo Auriga conduce su carro según quedó establecido por las leyes de circulación del cosmos. En esa armonía de movimientos, las almas humanas vuelan lo más alto posible, pues es allí, sobre las propias espaldas del cielo y a los pies de los dioses inmortales, donde crece su alimento favorito. No hay felicidad más grande que revolotear allí. Pero, ay, el vuelo de las almas humanas es inestable. Apetito, el caballo negro, se desboca a veces, atraído por los olores de la tierra, y entonces hace descarrilar el carro y el alma descarriada y con las alas rotas cae sobre el mundo, en donde cambia su carrocería brillante y alada (hecha del material de las estrellas) por la de la triste carne que padecemos. Pero el alma humana, caída como un ángel caído, no se conforma nunca, y tras recuperarse de la inconsciencia tras el golpe, recuerda vagamente el lugar aquel donde vagaba feliz. Y si logra en este mundo enderezar al caballo negro y, con ayuda de Coraje, alzar de nuevo el carro, poco a poco, hacia alimentos cada vez más celestiales y propios al alma, tal como la belleza más pura, la virtud y la sabiduría, se irá  reencarnando en la forma de seres cada vez más alados, del animal y el labriego hasta el noble guerrero o el sabio, hasta que encarnándose, como los buenos pensamientos se encarnan, de sabio en sabio, generación tras generación, logrará de nuevo merecerse alas y cielo y, así, volver a la casa de las Ideas, que es la suya propia.


Eros o el amor.


Cuentan los amantes de los cuentos que el alma es el Amor que mueve todo cuerpo y  mundo. Y dicen que este Amor (al que algunos llaman Eros) fue concebido entre dos dioses el día que, allá en el cielo, se celebraba el nacimiento de la divina Belleza (a la que también llaman Afrodita). Fue Amor hijo del dios de Todo, que ese día, olvidado de sí, no estaba para nada, y de la diosa de Nada que, por un día, olvidando lo que es, lo tuvo Todo. Así nacido, de Belleza, de Todo y del olvido que es la Nada, Eros fue luego enviado a la Tierra para sembrarla de deseos, y que por estos deseos todo en el mundo se moviera y creciera, en pos del amor de lo bello y contra aquel olvido de la nada. Pues bien, este armonioso baile que imprime Amor a los seres y los hombres es primero por deseo (o Apetito) de los cuerpos jóvenes y bien parecidos, pues en ellos es donde más pronto se refleja o recuerda la belleza. Y así, el alma amante va de un cuerpo a otro, descubriendo que lo bello es uno en muchos. Pero descontenta el alma de la belleza física, pues siendo efímera no es posible permanecer ni sembrar en ella nada que no sea (ni siquiera hijos) pasajero y olvidadizo, busca entonces la belleza que hay en las buenas acciones. Y así el alma se enamora de otras almas buenas y ambas emprenden, con coraje y valor, hermosos proyectos en común. Y si bien es cierto que esta belleza es más perdurable y alta, tanto en sí misma como en sus hijos (las proezas y la fama), no basta tampoco al alma, que recuerda y busca una belleza aún más pura y eterna. Por eso el alma se enamora al fin de otras almas, más sabias, con las que poder razonar y dialogar. Y junto a ellas logra recordar la mayor y más imperecedera belleza, la Belleza en sí, por la que todo lo bello es bello. Contemplando esta Idea eterna, el alma recuerda ya del todo quién es y de donde viene, y así vuelve al cielo donde nació y donde nada falta ni acaba.

La Caverna o el conocimiento.


Cuenta el mito que las almas humanas estamos prisioneras de un cuerpo o caverna, oscura como la noche y en la que, a falta de luz, vivimos en sombra soñando que vivimos en un mundo que es todo de sombras y de sueños. Lo peor es que las almas no parecen apetecer más que esa vida ignorante e infrahumana. Pero si alguna de ellas, por la fuerza de otro o la propia de su coraje, se liberara, vería las cosas origen de aquellas sombras, y el fuego que las alumbra, y comprendería que lo que sabía y quería antes no era más que copia de lo que ahora descubre digno de querer y ver. Pero si, una vez despertada de las sombras por su asombro, sigue esforzadamente camino arriba y sale fuera de la gruta, sus ojos se le quedarán inútiles de tanta luz, y solo podrá guiarse ya por la razón. Y descubrirá allí que aquellas cosas que asombraron sus ojos no son más que copias de estas otras que ahora iluminan su inteligencia. Y sabrá entonces, al pasar de la noche de los sentidos al día de la razón, que este nuevo mundo es más celeste, amable, bueno y verdadero, pues en él habitan la luz, la belleza, la bondad y la verdad puras, sin cuerpo ni tiempo, perfectas en sí mismas, hijas todas de la Perfección que, como un Sol, a todo ilumina y hace ser y vivir. Cuando esto comprende el alma se comprende a sí misma y queda comprendida y unida allí en lo más alto, como una más entre las Ideas, justo allí donde está su soleado hogar.

El Reino o la educación.


Una perfección falta al alma allá en su cielo de marfil, en el que feliz y plena contempla las Ideas y se descubre cada vez más sabia. Aunque nada le apetece más que su vida de retiro y filosofía, el alma del antiguo cavernícola, hoy alma libre, recuerda y razona que no es justo abandonar a esas partes olvidadas de sí que son los otros, las otras almas, las de la multitud de prisioneros que permanecen allá abajo en la caverna. Entonces, domando con coraje su más natural y verdadero apetito, el alma del filósofo bajo a la caverna a educar y gobernar al resto, para que todos puedan gozar de su misma libertad y conocimiento. Así, y aún a riesgo de que lo tomen por loco, el alma del filósofo se empeña valientemente en educarlos. Primero como a niños, con cuentos, mitos, canciones y juegos, hechos de imágenes o sombras, como aquellas que están acostumbrados a ver, les enseña a fortalecer el carácter y a vencer el apetito viciado en la costumbre. Una vez libres de esas primeras cadenas, el alma del filósofo les muestra la ciencia que hace útil a los objetos, y así, moderados en sus apetitos y expertos del saber práctico, los nombra artesanos y productores de un nuevo Reino. Luego, a los más capaces, el alma maestra los saca de la caverna y les muestra el difícil arte de la ciencia, por el que, mirando con inteligencia las Ideas descubren su forma tanto en las cosas como en las acciones de allá abajo, en la caverna. A estos, el filósofo los nombrará gobernantes o guardianes del Reino. Pero de entre estas almas, ya libres, hará de nuevo dos grupos. Las almas con más coraje que razón, no aprenderán mucho más y quedarán destinados a guardar, como soldados, y a gobernar, como auxiliares. Y a las almas con más capacidad para la razón les enseñará mucho más, pues aprenderán algo más que ciencia: a saber de las Ideas en sí mismas, de las relaciones entre ellas y de su unión bajo la Idea suprema, la Idea de Bien. Solo este conocimiento supremo, que da la filosofía, podrá hacerles saber qué es la Perfecta Justicia, y solo en posesión de ese conocimiento podrán gobernar perfecta y justamente el Reino, descubriendo el Cielo acá en la Tierra.    

sábado, 27 de octubre de 2012

Escenas de la vida de las ideas platónicas.

ESCENA 1.

Idea1.- Esto no puede ser.
Idea2.- Explícate.
Idea1.- Que haya por ahí compañeras nuestras que ni idea tienen de lo ideales que ellas mismas son.
Idea2.- Cierto, misterio.
Idea1. – Que anden creyendo que son cosas tales como caballos o aceitunas de carne y hueso…Cuando todas deberíamos saber que tales cosas no son más que…un sueño.
Idea2.- ¿Ah, pero acaso no hay realmente caballos y aceitunas, de esos que corretean por ahí o que caen de los árboles?
Idea1.- ¿Pero de dónde te has caído tú? ¿Cómo dices eso?
Idea2.- No sé, chica. Yo siempre he creído que existen los caballos que veo correr en el hipódromo o arrastrar los carros… O las aceitunas, que están tan ricas.
Idea1.- Dime qué es una aceituna.
Idea2.- Pues esas cosas verdes o negras que meten en unas latas o te sirven en el bar al pedir una consumición.
Idea1.- ¿No podrías ser más clara? ¿Cómo sabes que esas “cosas” son todas ellas aceitunas?
Idea2.- Jo, porque son iguales, todas ellas son redondeadas, pequeñas, aceitosas, más o menos sabrosas... Qué preguntas haces, ¿no?
Idea1.- ¿Dirías entonces que todas ellas son aceitunas por tener una misma forma o aspecto común?
Idea2.- Sí, ya te digo, todas se parecen entre sí.
Idea1.- Pero son distintas.
Idea2.- Claro, son distintas pero se parecen.
Idea1.- Y si se parecen se parecerán en algo.
Idea2.- Mujer, no se van a parecer en nada, entonces no se parecerían.
Idea1.- Luego hay algo que es igual en todas ellas.
Idea2.- Me parece que sí.
Idea1.- Es decir que son distintas pero también iguales.
Idea2.- Vale, lista. Son distintas en algunos aspectos pero iguales en otros.
Idea1.- ¿Y cualquiera de esos aspectos en que son iguales dirías que está, a la vez, en todas las aceitunas?
Idea2.- Sí, ese aspecto es común a todas las aceitunas del mundo.
Idea1.- Incluso a las aceitunas que imaginamos o recordamos, supongo. Pero dime ahora: ¿ese aspecto común a todas, acaso puede verse con los ojos de la cara?
Idea2.- ¿Cómo si no? Se ve al mirar las aceitunas.
Idea1.- ¿Podrías ver algo que no fuera un objeto físico?
Idea2.- No veo como podría ver algo que no fuera físico.
Idea1.- ¿Y dirías que todo objeto físico está en algún lugar y solo allí en tanto no se mueva a otro sitio, en cuyo caso estará en este sitio y ya no en aquel?
Idea2.- Lo diría.
Idea1.- ¿Y no ocurre que ese "aspecto de aceituna" está, a la vez, en todos los lugares en los que hay aceitunas, incluso en ese lugar tan raro que es la imaginación?
Idea2.- Eso es cierto.
Idea1.- ¿Y en todos esos lugares es ese aspecto siempre el mismo?
Idea2.- Ha de serlo.
Idea1.- Luego no podrá ser nunca un objeto físico, pues está, a la vez, y siendo el mismo, no en uno, sino en innumerables lugares, como si fuera un Dios.
Idea2.- No podría decirte que no.
Idea1.- ¿Cómo puedes decir entonces que lo ves?
Idea2.- Pues no veo claro que pueda verlo, no. ¿Pero entonces no son aceitunas las aceitunas? Por Atenea que no sé cómo digerir esto que dices.
Idea1.- Cambiemos de tema si prefieres. Qué me dirás de los caballos. ¿Tienen todos ellos algún aspecto común?
Idea2.- No uno, sino muchos. Es por ellos que reconocemos como caballo a cada uno de los caballos que se pueden ver.
Ideas1.- Vale. Ahora dime, ¿ese aspecto común será el mismo en los caballos que montaban los héroes de Homero y en los que monten los caballeros del futuro?
Idea2.- Claro. Siempre que en el futuro queden caballos, claro.
Idea1.- ¿Y si no existieran en el futuro caballos, dejaría por ello de existir aquello que hace que todo caballo sea caballo?
Idea2.- Supongo que no. Igual que ahora no existen dinosaurios pero puedo decirte qué tendría que tener algo para ser un dinosaurio.
Idea1.- Exacto. Y responde ahora a esto: ¿son los caballos de carne y hueso, cada uno de ellos, algo que deje alguna vez de moverse, tanto por dentro como por fuera?
Idea2.- No te entiendo.
Idea1.- ¿No es cierto lo que dicen tus amigas, las ideas de la física, acerca del universo?
Idea2.- ¿Qué dicen?
Idea1.- Que todo lo que existe en el cosmos se mueve y cambia a cada momento.
Idea2.- Sí, todo está moviéndose en el tiempo.
Idea1.- ¿Y los caballos? ¿Serán una excepción?
Idea2.- No, por ellos también pasa el tiempo.
Idea1.- Eso dicen. Así que cada caballo es un poco más viejo cada segundo que pasa, y se mueve no solo por fuera, cuando corre o cuando se agita durante el sueño, sino que también se mueve y cambia por dentro, pues cada una de sus células cambia y envejece cada día.
Idea2.- Cierto, es lo que tienen las cosas de este mundo, nada es eterno.
Idea1.- Pero el caballo es el mismo caballo, sea más joven o más viejo, ¿no es eso?
Idea2.- Bueno, hay algo en el caballo que no cambia, y que permite reconocerlo hoy como el mismo de ayer.
Idea1.- ¿Un cierto aspecto común a todos sus momentos?
Idea2.- Yo no lo diría mejor.
Idea1.- Pero querida, ese aspecto común no puede cambiar como cambia el cuerpo del caballo.
Idea2.- No claro, si cambiara no sería el mismo hoy que ayer y no podríamos reconocer al mismo caballo de un día para otro.
Idea1.- Eso es. Luego, ¿será ese aspecto común a todos sus momentos una parte del cuerpo del caballo o alguna otra cosa o aspecto físico que se pueda ver con los ojos?
Idea2.- No. Porque ese aspecto que dices es siempre el mismo, y las cosas físicas cambian cada día.
Idea1.- Muy bien. Pues tenemos entonces que las cosas que vemos las reconocemos como aceitunas o caballos porque poseen cierto aspecto o forma, de aceituna unas, y de caballo otros, que no puede ser nada físico, pues no parece afectarles para nada ni el espacio ni el tiempo.
Idea2.- Me he perdido.
Idea1.- No les afecta el espacio porque la forma de aceituna o de caballo es la misma esté donde esté cada aceituna y caballo, y no les afecta el tiempo porque son la misma sea cuando sea cada caballo o aceituna.
Idea2.- Ahora lo entiendo.
Idea1.- Ahora bien, si esas formas por las que conocemos lo que es un caballo o cualquier otra cosa no son afectadas por el espacio y el tiempo, ¿diremos que son cosas físicas, de carne y hueso?
Idea2.- No me dejarían pensar eso las ideas sobre física que conozco.
Idea1.- Luego el conocimiento de un caballo y cosas así no será por los ojos, ni por ningún otro de los sentidos, pues aquello que reconocemos como caballo de los caballos no es nada físico.
Idea2.- ¿Cómo se conocerán entonces?
Idea1.- Tal como yo me relaciono contigo, por el puro pensamiento, al cual no le son necesarios los ojos.
Idea2.- Pero tengo una duda.
Idea1.- No dudes en decírmela.
Idea2.- Un caballo no solo tiene el mismo aspecto que otros caballos, también puede ser diferente de ellos en muchas otras cosas. Por ejemplo, tal vez este caballo de aquí sea tuerto, o este otro sea más alto que los demás.
Idea1.- Bien dicho. Pero dime tú ahora. ¿Dirías que un caballo es tuerto, o alto, porque tiene ciertos rasgos en común con todo lo que es tuerto o alto?
Idea2.- Para, para, lo he entendido. Ya veo que ibas a volver a empezar.
Idea1.- ¿Y te imaginas cuál ha de ser la conclusión?
Idea2.- Difícilmente.
Idea1.- Cierto, es difícil de imaginar. Pero no de pensar. Las cosas son algo que no es físico.
Idea2.- ¿Y qué son entonces?
Idea1.- Ideas, como nosotras. Si quieres llamo a la idea de caballo y que te lo explique ella.
Idea2. – Bien. Pero no sé cómo te va a oír ni venir sin tener orejas ni patas.
Idea1.- ¿Pero en qué mundo crees que vives? ¿Has visto, sin ojos, que no los tienes, que en este mundo nuestro haya espacio alguno que recorrer o en el que hagan eco las palabras? ¿Crees que la idea de caballo habita acaso en alguna cuadra o cueva?
Idea2.- Mmm. Eso de cueva que has dicho no sé a qué me recuerda…  



ESCENA 2




Idea2.- He estado con otras ideas y, mira, que no veo claro esto de que existan las ideas y su mundo y todo eso.
Idea1.- ¿Es que no tienes espejo en casa?
Idea2.- Qué graciosa, ¿y para qué me serviría si no tengo cuerpo ni cara?
Idea1.- Era una metáfora. Las ideas no pueden reflejarse en un espejo, pero pueden reflexionar y especular sobre sí mismas. Reflejo, reflexión… ¿Lo pillas?
Idea2. - ¿Y qué es especular?
Idea1.- Estar juntitas, como tú y yo ahora. Los hombres lo llaman pensar, relacionarnos a unas y otras sin otro límite que las reglas lógicas.
Idea2. - ¿Las reglas qué?
Idea1.- Según otras ideas, a las que llamamos lógica. Déjalo. ¿Qué es lo que no te crees de ti misma?
Idea2.- Las ideas con las que he estado dicen que las tuyas están más pasadas que escribir con cincel.
Idea1.- ¿Y crees que a ideas exigentes consigo mismas, como somos nosotras, ha de importarnos lo que se diga o deje de decir?
Idea2.- Es que estas dicen que las ideas más admirables hoy en día, que son las de la ciencia, demuestran que las tuyas están anticuadas.
Idea1.- Y qué ideas tan admirables son esas y qué es lo que demuestran.
Idea2.- Las ideas de la física, la biología, la matemática y muchas otras demuestran que lo que realmente existen son las cosas de carne y hueso, las aceitunas y los caballos concretos, y que nosotras, las ideas, no somos más que un producto del cerebro, que también es una cosa con carne y con hueso.
Idea1.- ¿Y cómo lo demuestran? Desconocía que esas ideas tuvieran tanta amistad con las ideas filosóficas que son, según dicen, las que se ocupan de la idea de lo que existe y lo que no.
Idea2.- Bueno, demostrarlo no sé, pero parece obvio que ellas, las ideas científicas, estudian esas cosas de carne y hueso, los hechos, les llaman a veces. Y como son tan famosas, no creo que lo sean por nada, y menos por estudiar cosas que no existan.
Idea1. - ¿Pero qué es un hecho? ¿Será acaso aquello que tiene en común con todo los demás hechos?
Idea2.- ¡Oh no, por favor, no empieces de nuevo!
Idea1.- ¿No querías hablar otra vez de hechos, tal como hablamos ayer de los caballos y las aceitunas? Pero está bien. Responde entonces a esto. ¿Qué es lo que estudia el matemático? ¿Llamarías hechos a cosas tales como rectas, triángulos, números o similares?
Idea2.- ¿Por qué no?
Idea1.- ¿Dónde tienen la carne y el hueso? ¿Tendrá una recta las dimensiones de un objeto de los que solemos llamar “físicos”? ¿Crees que los triángulos nacen, crecen y mueren, como las polillas? ¿De qué color tendría la piel o la corteza un dos? Por cierto, que expresión más divertida: un dos.
Idea2.- Vale. Lo acepto, no son cosas físicas. Los objetos matemáticos son abstracciones de la mente.
Idea1.- O más bien producto del cerebro, dirían tus amigas. Pero dejemos eso ahora. ¿Son también producto de nuestras pobres cabezas las leyes que estudia el físico o el químico?
Idea2.- Pues, ahora que lo dices…
Idea1.- Lo digo porque es difícil imaginar que las leyes sean un hecho más entre los hechos, aunque sean hechos tan sutiles como los que, según dicen, ocurren en la mente.
Idea2.- De momento, no podrían explicar los hechos si ellas mismas fueran hechos que explicar.
Idea1.- Exacto. Además, caso de ser las leyes hechos físicos, sería ridículo imaginarlas así. Supón, por ejemplo, que la ley de la gravedad fuera del mismo tipo de cosa que las manzanas que caen al suelo, o que la ley de la evolución evolucionara y cambiara ella misma, como un vulgar gusano, en tanto permanece a la vez explicando, quieta y rígida, sus propios cambios.
Idea2.- Ridículo del todo. Debe ser que también las leyes son un fruto del cerebro de los físicos.
Idea1.- ¿Cómo? ¿Dices que las leyes no son como las manzanas pero que son un fruto del cerebro de carne y hueso de los físicos? ¡No te parece milagroso que de lo que es físico brote lo que no puede serlo! Además, ¿qué diremos de las leyes del cerebro, también serán un fruto cerebral las mismas leyes por las que el cerebro germina leyes?
Idea2.- Parece raro, sí.
Idea1.- ¿Y qué me dices de todo lo demás que estudian los científicos, las fuerzas, el espacio o el tiempo, la reproducción, la fotosíntesis y todo lo demás: serán todas estas cosas objetos o seres físicos?
Idea2.- ¿Cómo no?
Idea1.- Si todo lo físico está sujeto a fuerzas y ocupa espacio, ¿sabrías decirme que fuerzas afectan a la fuerza, o que espacio es el ocupado por el espacio?
Idea2.- Ni idea.
Idea1.- Tal vez pienses que la reproducción se reproduce ella misma, por esporas o por parejas, y que la fotosíntesis busca el sol para hacer lo que ella misma concibe.
Idea2.- Todo eso es absurdo. Lo que tú dices son conceptos, que viven en la mente, y que sirven para explicar los verdaderos hechos físicos.
Idea1.- ¿Quieres decir que son objetos mentales, carentes de carne y hueso, inventados por el genio de los científicos?
Idea2.- Tal vez.
Idea1.- Pero mujer, piensa en lo que piensas. Si las leyes o las fuerzas fueran esos extraños objetos mentales que dices, ¿no serían tan subjetivas y cambiantes como lo son nuestros pensamientos?
Idea2.- Bueno, pero lo que da valor objetivo a las cosas científicas son los hechos, la demostración experimental: porque todo lo que vemos ocurre como las leyes dicen es por lo que dotamos de autoridad y objetividad a las leyes.
Idea1.- ¿Quieres decir entonces que la objetividad y fortaleza de la ciencia se funda en lo que vemos?
Idea2.- ¿Es que tu no lo ves así?
Idea1.- Me cuesta trabajo creer que algo tan objetivo y firme como parece ser la ciencia tenga que depender de algo tan subjetivo y variable como la visión. Pero respóndeme a otra cosa: ¿crees que hace diez mil veces diez mil años el sol giraba tal como ahora, según las leyes astronómicas, y que dos partículas de polvo más otras dos eran, como lo son ahora y siempre, cuatro partículas?
Idea2.- ¡Claro!
Idea1.- ¿Y mantendrás aún que las leyes y los números y sus operaciones son un invento del genio de los científicos?
Idea2.- No puede ser, tienes razón, puesto que tales leyes regían el mundo mucho antes de que tales científicos nacieran.
Idea1.- ¿Qué diremos, entonces, que estudian las ciencias, dado que hemos comprobado que sus números, leyes, fuerzas, espacios o fotosíntesis no son ni objetos o hechos físicos, ni tampoco un milagroso producto de la mente, sea lo que sea lo que entienda el científico por “mente”?
Idea2.- ¿Ni siquiera los hechos son hechos de carne y hueso?
Idea1.- Ni siquiera: un hecho ha de ser uno, no divisible como es la carne, y ha de ser el mismo que si mismo, de forma bastante más perdurable que un hueso, cuyas infinitésimas partes no dejan de cambiar y envejecer, dejando constantemente de ser lo que son.
Idea2.- ¿De qué se ocupa entonces un científico?
Idea1.- ¿De qué va a ser? De la realidad, es decir, de nosotras, las ideas.
Idea2.- Pero ellos no dicen eso.
Idea1.- Ellos tienen ciertas ideas que les impiden conocernos con claridad a todas nosotras. Tienen la idea de que los hechos no son ideas, o la idea de que las ideas nacen de la tierra, como las aceitunas brotan del olivo.
Idea2.- Pero no tienen ni idea, verdad.
Idea1.- Bueno, hacen su trabajo. ¿Pretenderás que un buen carretero necesite para serlo saber mucho de las leyes de la dinámica, o que un buen pescador tenga que saber ni mucho ni poco de la evolución de las especies? Pues tampoco un buen físico o un buen biólogo necesitan, para serlo, del conocimiento de las leyes de la realidad.
Idea2. Esas que interesan a los filósofos.
Ideas1. Esas que interesan a todo el que, con razón, sospecha que vive en una…caverna.



ESCENA 3.



Idea2.- Aquí estoy otra vez.
Idea1.- Me temo que sé por qué.
Idea2.- ¿Cómo lo sabes?
Idea1.- Si crees que “estás aquí otra vez” es que sigues empeñada en que en este mundo hay “aquies” en que sentarse y “veces” que contar.
Idea2.- Ya, ya sé que aquí no hay espacio ni pasamos el tiempo charlando.
Idea1.- Aunque lo parezca.
Idea2.- ¿Y por qué lo parece tanto?
Idea1.- Porque, para que me entiendas tú, que no crees ser como nosotras…
Idea2.- ¿Yo?
Idea1.- No, ahora me refería a ti, el que estás leyéndonos.
Idea2.- Ah, entiendo. (A sí misma) ¿Entiendo?
Idea1.- Te decía que, para que nos entiendas, hemos de explicarnos y comunicarnos con esa mínima ración de espacio y tiempo que es el lenguaje y el pensamiento.
Idea2.- Pues menos mal, pues es así, con todo el lenguaje del mundo, y apenas me entero.
Idea1.- Qué es lo que aún no has pensado de ti misma.
Idea2.- A ver. Admito que todo conocimiento lo es de ideas, y que de todo, sean aceitunas, caballos o mi vecino de abajo, solo puedo conocer sus propiedades, es decir, los aspectos comunes que tienen con otras cosas. Y que, como tales aspectos son ajenos al espacio y al tiempo, no son visibles, sino pensables. ¿Pero y las cosas físicas, existirán como tales aunque no podamos conocerlas como tales?
Idea1.- Diabólica pregunta es esta que haces. ¿Ni siquiera podríamos conocerlas como “cosas que no podemos conocer”?
Idea2.- Bueno, eso sí.
Idea1.- Si admites que son, al menos “cosas”, o “algo”, o “realidad”, ya has admitido lo suficiente.
Idea2.- Me alegro.
Idea1.- Veamos que se sigue de que admitamos eso, sin que tengamos que conocer nada más. ¿Dirás que una cosa o realidad ha de ser, al menos, igual a sí misma?
Idea2.- De acuerdo. Porque si una realidad, desconocida o conocida, no fuera igual a sí misma, no sería una realidad, lo cual es absurdo.
Idea1.- Muy bien. Si lo real fuera irreal y lo irreal real todo sería absurdo, y no todo puede ser absurdo.
Idea2.- ¿Por qué?
Idea1.- ¿Entiendes, aunque sea de vez en cuando, lo que te digo?
Idea2.- De vez en cuando sí.
Idea1.- Pues si entiendes algo de lo que te digo y yo de lo que tú dices, ya no todo es absurdo, pues lo absurdo jamás se podría entender.
Idea2.- Entiendo.
Idea1.- Sigamos. Creo que hemos admitido que las cosas, conocidas o no, han de ser iguales a sí mismas. ¿Diremos que es por eso por lo que tienen identidad o unidad consigo mismas?
Idea2.- Lo diremos. Si una cosa no tuviera unidad no sería una, y sin identidad no sería nada.
Idea1.- Veamos ahora si, habiendo admitido esto tan simple, las cosas pueden ser o no de naturaleza física.
Idea2.- Veamos, entonces, si es posible verlas. Pues solo lo que es físico puede ser visto por los ojos.
Idea1.- A ver. ¿Diremos que las cosas, en cuanto físicas, tienen cuerpo con que ocupar el espacio?
Idea2.- Sin duda.
Idea2. ¿Y no son acaso los cuerpos divisibles en partes?
Idea2.- Sí.
Idea1.- ¿Y cada parte es divisible en otras mil partes?
Idea2.- Sí, aunque ya no haya cuchillo tan fino para cortarlas.
Idea1.- Te olvidas del cuchillo de la lógica. Ahora bien: si una cosa es partible en partes de partes de partes… ¿Será otra cosa que infinitas partes?
Idea2.- No.
Idea1.- ¿Y cada parte será diferente de las demás?
Idea2.- Claro.
Idea1.- ¿Y diferente de sí misma?
Idea2.- Eso no lo entiendo.
Idea1.- Si cada parte puede volver a dividirse en infinitas partes distintas, ¿habrá algo en ella que sea igual a sí mismo?
Idea2.- No podría, no.
Idea1.- Si cada cosa física es, por lo que decimos, infinitamente divisible en infinitas partes distintas unas de otras y cada una de sí misma, ¿qué diremos? ¿Diremos, por ejemplo, que esa cosa es infinitamente diferente de todo y de sí misma?
Idea2.- Creo que no hay más remedio que admitirlo.
Idea1.- ¿Y podrá ser alguna cosa sin ser igual a sí misma, sino diferente en todo de sí?
Idea2.- No podrá, pues según dijimos, una cosa ha de ser, al menos, igual a sí misma.
Idea1.- Ni tampoco será una cosa, pues cada vez que pretenda serlo será divisible en dos.
Idea2.- Cierto.
Idea1.- Ni mantendrá unidad alguna consigo misma, pues conteniendo infinitas partes será ella misma infinita, y lo infinito carece de fin y límite, luego nada habrá que la defina o delimite como una, separándola así de todo lo demás.
Idea2.- No puedo contradecirte en esto. Esa cosa no tendría identidad.
Idea1.- Luego no sería nada, ni siquiera cosa.
Idea2.- Parece que no.
Idea1.- Responde ahora a esto. Si las cosas fueran físicas, ¿estarían fluyendo en el tiempo o más bien estáticas fuera de él?
Idea2.- Lo primero. Eso dicen al menos los físicos, que todo se mueve y cambia en el tiempo. Eso es inamovible.
Idea1.- ¿Y podría una cosa ser lo mismo que sí misma si toda ella fuera fluida y cambiante?
Idea2.- Eso es fácil de responder: no podría ser igual a sí misma, pues a cada rato cambiaría.
Idea1.- Dices bien. Ningún río sería el mismo dos veces seguidas. ¿Carecería entonces de identidad o unidad?
Idea2.- Sin remedio, pues sería infinitamente divisible, esta vez en el tiempo como antes lo fue, según dijimos, en el espacio.
Idea1.- Bien. Tenemos entonces que una cosa, caso de ser lo que es, no puede ser física, pues ni el espacio ni el tiempo le permitirían ser una cosa. Y si no puede ser física, ¿podrías contemplarla con los ojos?
Idea2.- No. Pero lo curioso es que la veo, o eso me parece.
Idea1.- Tal vez lo que veas sea lo que parece y no lo que es. Pero, si no son físicas, ¿de qué extraña naturaleza podrán ser las cosas que son?
Idea2.- ¿Serán acaso de naturaleza mental? Quizás es en la mente donde se ven.
Idea1.- ¿Quieres decir que las cosas son, tal vez, pensamientos o conceptos?
Idea2.- Eso creo ahora.
Idea1.- Pero dime. ¿No es cierto que los pensamientos o los conceptos son siempre pensamientos o conceptos de una cosa?
Idea2.- Sí. Siempre que pienso pienso en algo. Me cuesta horrores pensar en nada.
Idea1.- Pero si las cosas fueran pensamientos o conceptos, como dices, los pensamientos pensarían pensamientos.
Idea2.- Y los conceptos serían conceptos de conceptos…
Idea1.- Más aún. Los pensamientos serían pensamientos de pensamientos de pensamientos…
Idea2.- Entiendo.
Idea1.- Has tardado un ratito en entenderlo. ¿Será eso señal de que la mente está también flotando sobre el tiempo?
Idea2.- Déjame que lo piense un rato.
Idea1.- Y si el pensar es, como su nombre indica, una acción en el tiempo, ¿podrán estar ahí las cosas, cambiando a cada momento?
Idea2.- No, ya dijimos que las cosas, si son, no pueden ser temporales. Pero ahora todo me parece doblemente extraño.
Idea1.- ¿Por qué?
Idea2.- Porque a todo esto nos ha conducido el pensamiento, pero ahora resulta que el pensamiento no puede ser nada, pues siendo él mismo tiempo, no puede ser nunca igual a sí mismo.
Idea1.- Cierto. Es extrañamente verdadero lo que dices. Pero quizás exista una solución a este enigma.
Idea2.- Pues líbrame, te lo ruego, de mi ignorancia.
Idea1.- Tal vez las cosas físicas que vemos y los pensamientos que alberga la mente no sean sino…Ideas, como tú y como yo, ajenas al espacio y al tiempo.
Idea2.- ¿Pero cómo, entonces, es que somos vistas en el espacio y pensadas en el tiempo?
Idea1.- Porque no nos conocemos bien y, así, nos extendemos en explicaciones y tardamos un tiempo en comprendernos. Pero cuando al fin nos comprendemos del todo, somos tan iguales a nosotras mismas, que ninguna extensión ni momento nos separa.
Idea2.- O sea, que yo soy lo mismo que tú.
Idea1.- Eso es fácil de entender. ¿No eres Idea2?
Idea2.- Eso parece.
Idea1.- ¿Y es ese dos algo distinto de un uno igual a otro?
Idea2.- Luego somos uno.
Idea1.- Soy uno.













ESCENA 4

Idea2.- Nunca hubiera creído que yo existiera tal como dices, tan así, estoy impresionada, como flotando por fuera del espacio y del tiempo.
Idea1.- Pues así de flotante eres. Si creías que existían las cosas de carne y hueso, con mucha más razón has de creer que existimos tú y yo totalmente descarnadas y deshuesadas.
Idea2.- Me lo puedes repetir, que aún no me lo creo del todo.
Idea1.- Sin nosotras nada se podría conocer, pues conocer algo es verlo y comprenderlo bajo aspectos comunes y atemporales, es decir, bajo la luz que nosotras, las ideas, le prestamos.
Idea2.- Sin las ideas todo sería ignorancia y oscuridad.
Idea1.- O ni tan siquiera eso, porque todo lo que existe, incluso lo más oscuro y dudoso, ha de existir con identidad, y eso, la identidad, también es gracias a nosotras. ¿Qué sería cualquier cosa si careciera de una forma idéntica siempre a sí misma?
Idea2.- Nada. Pura diferencia y cambio.
Idea1.- Ni siquiera eso, pues la diferencia existe si es idéntica, y no diferente de sí misma. Y el cambio es porque es, sin cambiar, lo que es.
Idea2.- ¿Entonces ni siquiera es nada lo que se divide y cambia?
Idea1.- Solo es en cuanto se relaciona con nosotras, lo indivisible y fijo.
Idea2.- Pero, entonces, ¿son o no son las cosas del mundo visible?
Idea1.- Son…relativamente. Relativamente a nosotras, las cosas del mundo invisible y pensable.
Idea2.- Como si hubiera dos mundos o dos maneras de ser.
Idea1.- Eso, como sí. Como si existiera un mundo de cosas sensibles y otro de ideas inteligibles. Pero con una gran diferencia entre ambos.
Idea2.- ¿Cuál?
Idea1.- Que el mundo de las cosas sensibles solo existe por relación al de las ideas, que es el único que de verdad es.
Idea2.- Es muy extraño.
Idea1.- Por cierto. ¿Cómo sabes que es muy extraño y no poco?
Idea2.- Pues lo comparo con otras cosas extrañas que conozco y esta se lleva la palma.
Idea1.- ¿Y cómo conoces la diferencia entre lo menos extraño y lo más extraño?
Idea2.- Pues supongo que tengo un idea de lo “más extraño del mundo” y, comparando las cosas extrañas con esa idea unas me parecen poco extrañas y otras mucho.
Idea1.- Y de eso que dices que es “lo más extraño del mundo”, ¿habrá algo más extraño aún?
Idea2.- No podría ser, pues para comparar la extrañeza de ambas cosas, tendríamos que volver a pensar en “lo más extraño del mundo”. 
Idea1.- Muy bien, y pensaríamos en ello aunque tamaña cosa no exista en ese mundo lleno de cosas extrañas.
Idea2.- ¿Qué dices?
Idea1.- Algo como que “lo más extraño del mundo” será parecido a “lo más perfectamente extraño”.
Idea2.- Parecido no, será lo mismo. Aunque me resulta raro pensar en lo que es perfectamente extraño, y si me obligaras a pensar en lo perfectamente dudoso, o perfectamente falso, o perfectamente malo, o perfectamente feo, y otras cosas así, te confieso que no sabría como concebir algo que es, a la vez, perfecto y feo, por ejemplo.
Idea1.- Tienes razón. Es muy extraño pensar en algo perfecto y, a la vez, extraño o malo. Pero dejemos ese oscuro sendero ahora y volvamos al camino principal. ¿Dirás que hay caballos que parecen más y mejor caballo que otros?
Idea2.- Lo diría, sobre todo si fuera experto en asuntos de caballos.
Idea1.- ¿Y dirías, sin problemas, que hay aceitunas más verdes que otras?  
Idea2.- Claro, y mil cosas por el estilo. Que hay día más lluviosos que otros, caramelos más o menos dulces, besos más o menos apasionados…
Idea1.- ¿Y dirás lo mismo en cuanto a las cualidades de las personas o de lo que ellas piensan y dicen?
Idea2.- ¿Cómo no?
Ideas1.- Dirás entonces, supongo, que hay personas más o menos inteligentes, y evaluarás lo que ellas dicen como más o menos verdadero, y las cosas que hacen las evaluarás también como más o menos justas o buenas, e incluso de su aspecto dirás que es más o menos hermoso.
Idea2.- Eso es.
Idea1.- ¿Pero podrías decir todo eso de las cosas o la gente si no creyeras saber algo de las cosas y las gentes más perfectas de todas?
Idea2.- ¿Cuáles son esas? ¿Los dioses acaso?
Idea1.- Algo parecido. ¿Podrías saber de un caballo si es mejor o peor sin creer que sabes algo del caballo óptimo o perfecto?
Idea2.- Me parece que no. Pues no tendría vara ninguna con que medir la calidad de un caballo.
Idea1.- ¿Y podría suponerse que esa vara de medir caballos no fuera igual a un caballo perfecto?
Idea2.- No podría suponerse, pues para suponerlo tendríamos que dejar de suponerlo. Como ves, ya hablo casi como tú.
Idea1.- Quieres decir que para dudar de la perfección de nuestra vara de medir perfecciones tendríamos que usar esa misma vara u otra que fuera de verdad perfecta.
Idea2.- Eso mismo. Si el caballo perfecto en que pienso no es tan perfecto como pienso será que hay un caballo de verdad perfecto en el que aún no he pensado del todo.
Idea1.- ¿Será por tanto útil y sabio buscar el conocimiento de tales caballos perfectos?
Idea2.- Sí, y más aún, de esas otras cosas que has dicho: la inteligencia perfecta, la verdad perfecta, la bondad y la justicia perfecta…
Idea1.- ¿Y solo aquel que sepa algo de la verdad perfecta podrá decir verdades y juzgar las de los demás?
Idea2.- Solo él y en la medida en que sea sabio.
Idea1.- Y, de igual modo, solo aquel que sepa algo de la justicia perfecta podrá proponer y hacer leyes justas y juzgar correctamente las acciones de los demás.
Idea2.- Solo ese será un buen político, si es lo que quieres decir, que es algo que siempre hace falta en las ciudades, tanto en las de antes como en las de ahora.
Idea1.- Y dime de nuevo, ¿dónde hemos de mirar para lograr algo de ese conocimiento de las cosas perfectas? ¿Al mundo de los seres sensibles o al de las ideas que dijimos?
Idea2.- Al segundo, supongo, pues que yo sepa en el mundo sensible no hay nada de perfecto o absoluto. Al menos yo no encuentro allí nada como caballos o aceitunas perfectas, y menos aún, personas perfectamente inteligentes o justas, ni tampoco nada tan bello que desespere de encontrar algo más bello aún.
Idea1.- ¿Entonces serán esos modelos de perfección algo así como ideas o ideales, habitantes de un mundo que, por ser todo en él perfecto, carece de la división y de la corrupción en el tiempo que caracteriza al mundo de lo sensible?
Idea2.- No habrá más remedio que pensar eso, pues lo perfecto no puede brotar de lo imperfecto.
Idea1.- Ni del mundo ni de la mente de las gentes, pues ambas cosas son… ¿diríamos perfectamente imperfectas?
Idea2.- No, pues entonces no serían nada. Quizás sean imperfectamente imperfectas.
Idea1.- ¿Quieres decir perfectas ya? ¿Y no serán, más bien, imperfectamente perfectas, y por eso pueden parecerse en algo a lo perfecto pero sin llegar a serlo aún?
Idea2.- Me estoy haciendo un lío casi perfecto.
Idea1.- Quiero decir que, por ejemplo, los caballos de carne y hueso, imperfectos como son, serán también perfectos, al menos en la medida, poca o mucha, en que se parezcan en algo al modelo o idea de caballo.
Idea2.- Al Caballo, así, con mayúsculas.
Idea1.- Al Caballo en sí, perfectamente igual a sí mismo.
Idea2.- ¿Cómo si los caballos del mundo visible fueran copias o algo así de ese modelo ideal?
Idea1.- Eso es, como si fueran copias, cuyo ser no está en ellas, sino en el modelo del que son copias.
Idea2.- ¿Y los caballos que vemos pintados en algunas cavernas de esas tan antiguas? ¿No son a su vez copias de los caballos de carne y hueso?
Idea1.- Muy bien pensado. Serían copias de copias. Y su ser estaría aún más lejos de lo que parece que son. Más que “ser” parecerían ser las cosas que representan, las cuales no son, también, más que por parecerse a lo que realmente es.
Idea2.- A las ideas. Pero dime ahora, ¿cómo es que decías antes que las ideas son indivisibles? Tal vez lo sean por dentro, porque carecen de cuerpo. Pero siendo tantas como parece que son, ¿no habrá divisiones entre unas y otras?
Idea1.- Preguntas bien. Pero te toca responder a ti ahora. ¿Será esa multitud de ideas un montón amorfo, como las pelusas en el suelo de una peluquería, o más bien a la manera de un edificio bien construido, en las que unas partes dependen de otras, y estas otras son, por ello mismo, las más importantes?
Idea2.- Supongo que más bien a la manera de un edificio bien concebido, pues de otra manera difícilmente podría nadie concebir nada, si las ideas fueran en sí un revoltijo caótico.
Idea1.- Acabas de demostrar lo que piensas, justo por poder pensarlo. Piensa ahora esto: entre las ideas, igual que entre las piezas de un edificio, habrá alguna que sea la más fundamental de todas, de manera que, sin ella, difícilmente podríamos concebir las demás.
Idea2.- Tiene que haberla. En un edificio esa pieza yo diría que es la estructura.
Idea1.- ¿Y dirías que la estructura es la pieza con la que todas las demás partes del edificio han de relacionarse de una u otra manera?
Idea2.- Lo diría.
Idea1.- Dime ahora qué te parece que tienen en común todas las ideas y con qué han de relacionarse todas para mantenerse siendo lo que son.
Idea2.- Bueno, parecen distintas en que una es idea de lo blanco, otra lo es de caballo, otra de círculo, otra de igualdad, y así muchísimas más.
Idea1.- También, no lo olvides, una lo será de lo bello, otra de lo virtuoso y justo, otra de lo verdadero y así hasta agotar todo lo que es. ¿Pero no se parecen todas en algo, según dijimos antes?
Idea2.- Creo que lo sé, pero se me ha olvidado. Recuérdamelo.
Idea1.- ¿No dijimos que cada idea es idea de algo en cuanto óptimo y perfecto?
Idea2.- Ah, cierto. La idea de lo blanco es idea de lo blanco perfecto, la idea de lo justo es la idea de lo perfectamente justo, y así con todas.
Idea1.- ¿Tendrán entonces todas relación con la perfección?
Idea2.- Ahora entiendo, todas las ideas lo son por ser perfectas en aquello de lo que son.
Idea1.- ¿Tendrán entonces como cualidad común la perfección misma?
Idea2.- ¿Quieres decir que la forma o idea de todas las ideas es algo así como la idea de perfección?
Idea1.- ¡Perfecto! ¿Y lo perfecto no es algo así como el mejor estado de algo?
Idea2.- Lo es.
Idea1.- ¿Y lo mejor no es lo mismo que lo más bueno?
Idea2.- Bueno, sí.
Idea1.- ¿Y te extrañará entonces que a esa idea le llamemos idea del Bien, así, con mayúsculas?
Idea2.- No, de eso no me extraño. Pero sí de que las ideas sigan siendo tantas, aunque bien construidas unas por relación a otras, y todas por relación a esta idea magnífica que dices.
Idea1.- ¿Dirías que la idea de caballo perfecto es perfecta en cuanto a sí misma?
Idea2.- Sí, no hay una idea de caballo perfecto más perfecta que ella misma.
Idea1.- ¿Dirás entonces que hay algo más que perfección en esta idea, así como en todas las demás?
Idea2.- No sé que responderte.
Idea1.- ¿Sería perfecta la idea de perfección si no fuera la causa del ser de todas las demás?
Idea2.- No, pues en ese caso algo le faltaría para ser perfecta.
Idea1.- ¿Y podría esa idea tan perfecta hacernos comprender a todas las demás?
Idea2.- Necesariamente. Y, además, comprenderíamos todo perfectamente.
Idea1.- ¿Y es comprender perfectamente la completa unidad entre el que comprende y lo comprendido?
Idea2.- Sí.
Idea1.- ¿Podría haber, por tanto, más de una única y perfecta idea para aquél tan sabio que supiera comprenderlo todo desde esa perfecta idea?
Idea2.- No. Sobre todo si comprendemos al comprendedor en lo así comprendido.
Idea1.- ¿Y cómo no incluirlo, si será también una idea, como tú y como yo?
Idea2.- Eso me sigue pareciendo extraño, tal como la idea de extrañeza me extrañaba.
Idea1.- Eso es señal inequívoca de que hemos de seguir hablando y discutiéndolo.
Idea2.- Eres buena idea, aunque no perfecta, por lo que acabas de decir.
Idea1.- Es que soy la idea de un filósofo.

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