miércoles, 29 de junio de 2022

Con Franco aprendíamos mejor

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


La afirmación del título es, desde luego, irónica. Pero no he podido resistir la tentación de parodiar el viejo lema de los nostálgicos de la dictadura (aquello de “con Franco vivíamos mejor”) al toparme estos días, y por casualidad, con la primera ley sobre educación secundaria del franquismo, firmada en 1938, sin acabar aún la guerra civil, y en la que se leen cosas como esta: “La técnica memorística, producto del sistema imperante, ha de ser sustituida por una acción continuada y progresiva sobre la mentalidad del alumno, que dé por resultado, no la práctica de recitaciones efímeras y pasajeras, sino la asimilación definitiva de elementos básicos de cultura y la formación de una personalidad completa”.

¿Cómo? ¿Qué la técnica memorística ha de ser sustituida por la acción sobre la mente del alumno (es decir, por una enseñanza comprensiva)? ¿Y esto lo decía un decreto educativo de Franco? Pues así es. Y hay más. En el punto tres del artículo preliminar de la misma ley se afirma que “como consecuencia lógica de lo anterior, [se establece la] supresión de los exámenes oficiales intermedios y por asignaturas, evitando así una preparación memorística dedicada exclusivamente a salvar estos exámenes parciales con todos sus conocidos inconvenientes”. ¿Qué les parece? ¡Suprimir los exámenes oficiales del Bachillerato para que los alumnos pudieran concentrarse en aprender y no en memorizar!

Por supuesto, estoy sacando estos párrafos del contexto de lo que fue una ley absolutamente retrógrada en muchos aspectos ideológicos. Pero no deja de ser asombroso que una norma así, y de hace un siglo, cuestionara los exámenes, algo con lo que se sigue fustigando hoy de forma inmisericorde incluso al alumnado de primaria (¡cincuenta exámenes ha tenido que hacer este año – casi uno y medio por semana – la hija de unos amigos, con 8 añitos, en un cole público de Badajoz!).

Y ojo, que no quiero decir que esas “viejas novedades” pedagógicas sean (ni mucho menos) patrimonio del franquismo. Podríamos citar aquí los movimientos de renovación pedagógica, de muchísimo mayor calado (y brutalmente cancelados tras la guerra civil), promovidos por la II República, o leyes seguramente más antiguas. ¡Pero que ciertas innovaciones pedagógicas básicas, por las que llevamos peleando decenios, hayan sido ya previstas hasta por las más rancias leyes de Franco es, cuando menos, humillante!

Por cierto, y visto lo visto, ¿a qué época de la historia se referirán los que reniegan de las nuevas pedagogías y suspiran por aquella escuela en la que, a base de clases magistrales y exámenes, los alumnos lograban un grado de excelencia hoy – presuntamente – impensable? Pues no se sabe. O, a lo sumo, a la ley del 1970, igual de franquista que la del 38, pero con el agravante de que lejos del romanticismo católico-humanista de esta, la del 70 estaba hecha a imagen y semejanza de los ideales de excelencia técnico-científica de los más liberales tecnócratas (y no menos católicos) del OPUS. Esta ley (la de la EGB, el BUP y el COU) es la que suelen invocar con lágrimas en los ojos los que no ven más que una progresiva decadencia de la enseñanza desde la LOGSE hasta hoy.

Ahora bien, ¿era la escuela de los 70 y 80 mejor que la de ahora? En absoluto. O solo en la imaginación de los que se educaron en ella y creen, como los más viejos suelen creer, que lo suyo fue la repera. ¡Entonces sí que se estudiaba, sí que había nivel en los exámenes, sí que había disciplina en clase! – dicen –. Pero la verdad es que en aquellos años las clases eran, la mayoría, tan buenas o malas como las de ahora, las horas de estudio o los exámenes igual de numerosos y duros que los de hoy, y sobre la disciplina solo hay que revisar las actas de los claustros de aquella época: nada nuevo bajo el sol…

Y atención, que este tipo de demencia se encuentra también en los docentes más jóvenes y primerizos. Yo mismo recuerdo mí primer año de profesor, recién salido de la facultad, exigiendo con petulancia a mis alumnos el nivel de competencia que presumía haber tenido “cuando era como ellos”. Hasta que una tarde, tras corregir unos exámenes en los que me había cargado a la mayoría, el destino quiso que me topase con uno mío, casi del mismo tema y nivel, en una vieja carpeta escolar. Era tan malo y estaba tan mal escrito (pese a que me lo habían calificado con generosidad) que, tras leerlo, no tuve más remedio que revisar y cambiar la nota a todos mis alumnos.

Aquello fue el inicio de una conversión que acabó en el mismo punto que las leyes de Franco: en la convicción de que los exámenes rara vez tienen relación con aprender nada, algo que muchos docentes actuales no parecen aún entender. ¿Acabarán por hacerlo? ¿Serán capaces de ponerse al día y llegar, al menos, a principios del siglo XX? En septiembre, que empieza todo (otra vez), lo veremos.

Hasta entonces, y por lo que pueda venir, qué tengan unas felices vacaciones.   

 

miércoles, 22 de junio de 2022

La izquierda en su púlpito

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El hundimiento de la izquierda alternativa en Andalucía no ha sorprendido a nadie. Lo que sí que sorprende siempre es la diligencia con que ella sola se precipita una y otra vez al abismo. Una diligencia inversamente proporcional a la que debe tener uno en aprender de los errores. Estoy hasta por sospechar que son esos errores, junto a la altivez despechada de los que creen que es la humanidad entera (y no ellos) la que se equivoca, los que dan identidad y razón de ser a buena parte de esa izquierda siempre al borde de la irrelevancia política. 

El desafortunado discurso de Inma Nieto, la cabeza de cartel de Por Andalucía (la penúltima marca de la coalición entre IU y UP), la noche del domingo, tras confirmarse su estrepitoso batacazo electoral, fue una exhibición impúdica de esos vicios y errores en los que incurre constantemente la izquierda, siendo el principal de ellos el insoportable complejo de superioridad moral que muestran (algunos con iracundia de obispos y otros con desparpajo de párroco molón, pero siempre con una naturalidad que espanta) buena parte de sus dirigentes y militantes. 

De este modo, y sin caer por un segundo en la tentación de la autocrítica, la dirigente andaluza pasó a desgranar ante las cámaras las causas de su fracaso electoral. ¡Y, por increíble que parezca, ninguna tenía que ver ni con ella ni con su coalición! Así, la causa principal de tamaño fracaso habría sido la falta de participación (y eso que ha sido casi la misma de 2018, cuando la misma coalición obtuvo más del triple de escaños). Esa menor participación – afirmó Nieto – habría supuesto una menor movilización de los votantes de izquierda y, consecuentemente, una pérdida de votos. ¿Conclusión? Que la culpa, lejos de ser nuestra (vino a decir la líder de PA), era de la desidia de nuestros potenciales votantes…

La segunda causa principal del desastre electoral de Por Andalucía habría sido, según dijo Nieto ante toda la prensa, la profusión de encuestas y propaganda mediática que (son sus palabras) habrían “modulado” a la opinión pública para que votara a la derecha. Es decir que la culpa, de nuevo, no es nuestra (vino a insinuar Nieto), sino de la gente que (es idiota y) se deja manipular. Y la prueba es que, estando todos sujetos a las mismas encuestas y a los mismos y maléficos medios de comunicación, solo unos pocos (ellos y sus votantes) habrían sabido resistir tanta manipulación y votar como es debido.

Indescriptible. Es tal la soberbia que se gasta esta izquierda dogmática y completamente fuera de la realidad que, en lugar de entonar el “ahora toca recuperar la confianza de la ciudadanía” de los partidos cuando pierden (más aún ante un fracaso de la magnitud del sufrido), la dirigente se infló a repetir (a coro con Ione Belarra) que el resultado electoral era “una mala noticia para el Pueblo andaluz” ¡No para ellos – ojo – sino para el Pueblo andaluz, que es el que, por lo visto, se había equivocado! Pues si el Pueblo es el que vota, y lo que vota representa una mala noticia para él, la conclusión está clarísima: es el Pueblo, pobrecito mío, el que no sabe lo que hace. Menos mal que Yolanda Diaz estuvo más contenida, y matizó un poco después que el resultado era una mala noticia solo para los progresistas (algo es algo).

Lo único lejanamente parecido a una autocrítica que hizo Nieto fue a la (obvia, crónica, patética) falta de unidad de la izquierda. Y digo aparente porque realmente no fue autocrítica, sino crítica al partido escindido de Teresa Rodríguez, con quien se estuvieron peleando durante toda la campaña (después de pelarse públicamente entre sí por ver quien encabezaba la coalición). Ya saben: lo del Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. ¿Pero cómo diablos creen que el electorado puede confiar en una fuerza política dividida por dentro y por fuera, que cambia de siglas en cada proceso electoral, que vive ensimismada en reivindicaciones simbólicas, disputas ideológicas e incomprensibles luchas por una microscópica porción de poder y que, en vez de reconocer su fracaso y hacer propósito de enmienda, se sube al púlpito para reprochar a la gente su desidia, maleabilidad e ignorancia? Pues tal como ven: de ninguna manera.

No sé si está ya perdida toda esperanza, pero si la izquierda alternativa quiere tener aún una mínima expectativa electoral (y falta haría frente a la que se nos avecina) tiene que despabilar, unir fuerzas, abrir ventanas, salir de la parroquia, abandonar el estilo tribal, escuchar, hacer política, dejar de sembrar miedo, tener ideas en lugar de consignas, exhibir proyectos ilusionantes en vez de un cabreo permanente, mirar al futuro en lugar de obsesionarse con la historia y los símbolos, tratar de lo que de verdad importa a la gente y no de delirantes batallas culturales… Y, sobre todo, y por favor, y antes de nada: bajarse de una maldita vez del púlpito.

 

miércoles, 15 de junio de 2022

Contra la positividad corporal: los feos también existen.

 

Esté artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

El movimiento por la “positividad corporal” abriga el ideal de que todos los seres humanos deben tener una imagen corporal positiva de sí mismos, y se opone a que la sociedad promueva estándares de belleza poco realistas o inclusivos, abogando por la representación de todos los tipos de cuerpos, especialmente en ámbitos como los de la moda o la publicidad. Sin embargo, y aunque tras estos propósitos hay una innegable buena intención, es conveniente que los pensemos más a fondo.

En primer lugar, que todas las personas tengan una imagen corporal positiva de sí mismas no debe confundirse con pensar que todos los cuerpos son indistintamente bellos. Esto no es ni lógica ni fácticamente cierto. No lo es lógicamente, porque la belleza sería indistinguible si nada se le opusiera o limitara (¿cómo distinguir lo bello si no existe más que eso?); y no lo es desde un punto de vista fáctico porque, de hecho, todos tenemos criterios de belleza y emitimos juicios estéticos sobre los cuerpos o cualquier otra cosa (aunque no nos atrevamos a reconocerlo a veces – precisamente porque creemos que en ocasiones resulta “feo” y de “mal gusto” –).

Por otra parte, tener criterios de belleza no está reñido con el aprecio por la diversidad. Las cosas o cuerpos pueden ser diversos también en cuanto a su cualidad estética (reconocer que unos son más bellos que otros, es, también, un reconocimiento de la diversidad), y las cualidades y criterios estéticos son más interesantes aún gracias a que se plasman de manera relativamente distinta en cada cultura o incluso en cada tipo o género de cuerpo (hay muchas maneras de ser guapos – y de ser feos –). Incluso, rizando el rizo, y dado que estimamos que lo diverso es más bello o “positivo” que lo “estandarizado”, ¿no deberíamos deducir a partir de ahí que un cuerpo es más bello cuanta más diversidad encierra, y más feo cuanto más se ajusta a los estándares vigentes?

Otro elemento a considerar es la crítica al “poco realismo” de los estándares o modelos de belleza. Porque, ¿cabe exigir realismo a lo que, justo por ser modélico, ha de distinguirse de lo real (o de lo que concebimos vulgarmente como tal)? Piensen, además, que la belleza es un valor, no un hecho. Los hechos reales (tal como los cuerpos que habitamos) no son en sí mismos bellos o feos; somos nosotros los que los valoramos como “bellos” aplicándoles un determinado criterio, esto es, comprobando hasta qué punto se ajustan a nuestras normas o ideales de belleza. Exigir un “modelo-realista” es, pues, un oxímoron, una contradicción “in terminis”.

Pasemos a otro asunto. Que debamos renegar de los ideales de belleza porque haya gente que se deprime al no verse adecuadamente reflejada en ellos es otra supina memez. De entrada, el ideal de que no hay más ideal que lo que hay, y de que hay que adorar el propio cuerpo sí o sí, resulta tan exigente y estresante como cualquier otro ideal. Y, en segundo lugar, negar la evidencia de que hay personas más bellas (y nobles, inteligentes, simpáticas, carismáticas…) que otras, por la sola razón de que esto pueda serle doloroso o frustrante a alguien, no es sino un engaño inútil, condescendiente y absurdo. ¿Deberíamos sacarnos también un ojo para no molestar o deprimir a los tuertos?

Es claro que no. Lo que hay que hacer es educar a las personas para lidiar con la propia condición humana. Y es parte de esa condición el ser conscientes de nuestras miserias (también de las corporales) tanto como el aprestarse constantemente a superarlas. Decía Shakespeare que estamos hechos de la materia de los sueños, y, según Platón, del deseo de unirnos a los que nos engrandece y mejora. Sin esa tensión erótica entre lo real y lo ideal, o entre lo que somos y lo que anhelamos ser, la vida carecería completamente de sentido. ¿Qué esto implica dolor e insatisfacción? Claro. Es el precio a pagar por estar lúcido y vivo; algo que una sociedad tan infantiloide y narcisista como la nuestra, que reclama comisarios políticos para que les quiten de delante todo aquello (¡hasta los maniquíes de las tiendas!) que pueda hacerle daño, no parece dispuesta a reconocer.

Ah, y otra cosa: sería estupendo dejar de obsesionarse con el cuerpo, en relación con el cual hemos pasado del extremo del dualismo que lo concebía como algo radicalmente distinto y opuesto al “espíritu”, a un monismo idólatra, no menos extremista, que pretende reducirlo todo a él. Frente a todo esto recuerden que la belleza, como se ha dicho siempre, está en el interior. Y que, en todo caso, y esté donde esté, para ser bello (o bueno, o listo, o sabio…) lo primero es reconocer que uno no lo es (al menos todavía). Cosa para lo cual los ideales y los modelos (y hasta los maniquíes) nos vienen que ni pintados.

miércoles, 8 de junio de 2022

La identidad europea en el desarrollo curricular de la LOMLOE

 



Hoy se presenta en Madrid este trabajo en el que he tenido el honor de participar con un artículo sobre el desarrollo de la identidad europea en el nuevo currículo LOMLOE. Para quien quiera consultarlo, puede encontrarlo aquí.




Cómo adoctrinar en la escuela (lo justo y necesario).

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


¿Hay adoctrinamiento moral o ideológico en las aulas? Sí, por supuesto. Con la nueva ley educativa y con cualquier otra. Aquí y en Pekín (en Pekín muchísimo más). ¿Cómo no iba a haberlo? Una de las funciones de la escuela es transmitir los valores comunes en torno a los que se articula una sociedad. Sin un mínimo adoctrinamiento en tales valores (es decir, sin un mínimo de educación cívica), los niños y niñas solo conocerían los valores particulares de su familia o entorno inmediato, y la vida pública carecería de referentes morales desde los que orientar la convivencia.  

Ahora bien, aunque toda educación y sociedad implican un cierto adoctrinamiento moral, no todo adoctrinamiento moral es educativo ni socialmente valioso. Cuando este es excesivo y adopta un carácter completamente dogmático, la educación se reduce a mera instrucción, es decir, al tipo de aprendizaje en que prima la obediencia al razonamiento, algo que en nada conviene a una sociedad democrática en la que lo deseable es que la gente, que es la que en última instancia toma las decisiones políticas, piense de forma racional y por sí misma.

Pues bien, ¿cómo podemos hacer entonces para que el necesario adoctrinamiento moral que compete a todo sistema educativo no sea excesivo ni demasiado dogmático, de manera que los niños y niñas sean correctamente educados como ciudadanos capaces de ejercer la soberanía política? Aquí va la receta. Apunten (u opinen al respecto).

Lo primero para que el adoctrinamiento escolar sea el justo y necesario es que los valores morales en los que se adoctrina sean únicamente aquellos que emanan de las leyes o principios que despiertan mayor acuerdo o consenso democrático: la Constitución, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados por la ONU, etc. En esas leyes y acuerdos de amplio consenso está contenida la moral mínima en que se ha de educar a la ciudadanía.

Lo segundo se deduce de lo anterior, y consiste en que las administraciones velen para que en la escuela no se dé especial cuartelillo a ningún mensaje moral o ideológico que (dejando aparte el que se deriva de la enseñanza de las distintas materias) no sea el mínimo consensuado y consignado en leyes y acuerdos. Así, es estupendo, como proponen algunos políticos, que se revisen los libros de texto para eliminar sesgos ideológicos impropios (es decir: no derivados de las leyes y consensos vigentes), ¿pero por qué no se revisa también el modo entero de enseñanza de algunos colegios concertados, en los que también se adoctrina, y de forma más invasiva y persistente, en valores alejados de lo que hoy consideramos moralmente aceptable (piensen, por ejemplo, en aquellos colegios religiosos en los que se segrega a chicos y chicas para educarlos por separado)?

Una tercera medida útil para minimizar el adoctrinamiento escolar es dejar de emplear la educación como arma arrojadiza en la pelea por el poder. Ya sabemos que la única que da y quita votos es hoy la “batalla cultural” (la económica o política se agotaron hace mucho), pero los políticos deberían trasladarla a otros escenarios menos lesivos para el sistema que les da de comer. No puede ser que tras cada cambio de gobierno vengan los halcones de la derecha montaraz, o los iluminados inquisidores de la izquierda verdadera, a imponer a todo el mundo sus consignas y valores vía decretos educativos, impidiendo una y otra vez el mil veces implorado consenso educativo.

La cuarta medida ha de consistir en promover la pluralidad del profesorado (algo que, por cierto, es mucho más difícil en la concertada, donde los profesores no son elegidos por oposición, sino, a menudo, por afinidad ideológica con quien los contrata), y en formarlos como buenos profesionales de manera que, entre otras cosas, no aprovechen su posición de autoridad para adoctrinar dogmáticamente al alumnado (¡menor de edad!) en sus propios valores o posiciones políticas.  

Y la quinta y última medida: fortalecer la educación crítica, esto es, aquella que promueve una actitud analítica y reflexiva frente a todo tipo de adoctrinamiento, incluido aquel que viene amparado por la ley (pues el fundamento de una democracia está precisamente en permitir la revisión dialéctica de sus propios fundamentos, leyes y valores). Así, si dejamos que aquellas materias en las que más se ejercita el pensamiento crítico (la ética, la filosofía, la crítica literaria, la historia…) hagan su trabajo formativo (en lugar de convertirlas en panfletos moralizantes o desquiciados ejercicios de revisionismo histórico al servicio de los ismos de turno), estaremos garantizando la mejor inmunización contra el adoctrinamiento excesivo, así como una educación cívica consecuente con los propios valores democráticos, esto es: basada en la convicción y el diálogo, y no en el dogma y la catequesis ideológica.

miércoles, 1 de junio de 2022

Desorden, filosofía y salud mental.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Uno de los rasgos más visibles de nuestro tiempo es el aparente aprecio por el desorden, una patología ideológica que se muestra, entre otras cosas, en la manera irreflexiva e inconsecuente con que se rechaza todo lo que suponga categorizar o jerarquizar las cosas. Así, definir se concibe hoy, por definición, como algo políticamente incorrecto (que estigmatiza y coarta la libertad de ser lo que se quiera a cada instante), sistematizar se percibe sistemáticamente como un ejercicio de dogmatismo poco respetuoso con la diferencia, y clasificar se clasifica como una inaceptable expresión de poder excluyente. No digamos si de lo que se trata es de valorar y (por tanto) de establecer jerarquías: eso es ya fascismo puro (ya saben que en la romántica metafísica de lo líquido y fluido rige aquello del viejo tango: todo es igual y nada es mejor…).

Pero negar el orden como impostura frente al presunto caos indomesticable de la realidad es ya, de entrada, un tipo específico de contradicción. Decir que “todo es fluido” es suponer que todo es permanentemente lo mismo y que, por tanto, nada cambia ni fluye; afirmar que “las cosas son indefinibles” es imposible sin suponer una definición mínima de lo que se define y lo que no; proclamar que “toda jerarquía es imposición arbitraria” implica que dicha proclamación (que sitúa una tesis por encima de otras) es tan arbitraria como su contraria. Y así podríamos seguir hasta el infinito. No hay verdad más dogmática que enunciar que “nada es verdad”, ni juicio de valor más “fascista” que estimar que “nada es en realidad más estimable que nada” (con lo que, finalmente, lo valioso solo puede ser lo que impone la voluntad del más fuerte).  

El presunto desorden regente tampoco tiene nada que ver con la realidad. El mundo no es energía indiferenciada ni simple materia en movimiento; en él hay leyes, constantes, jerarquía; y hay razones para creer (diga lo que diga la limitada fontanería teórica de los físicos) que no hay más realidad que esa estructura o forma suya (esa forma que tan bien describen las fórmulas matemáticas).

Lo mismo podríamos decir de la ciencia: que no es más que un modo estructurado de jerarquizar datos, hipótesis, teoremas y axiomas con objeto de definir la forma real que subyace al desorden aparente. O del ámbito moral o estético, en el que los seres se clasifican como mejores o peores en multitud de aspectos (entre los cuales también hay una clara jerarquía – no es lo mismo ser más sabio que más inteligente, ni más bello que más fornido –). Si no tuviéramos claro todo esto careceríamos de razón alguna para elegir a nuestros amigos, cuidar nuestra imagen o educar nuestro talento. 

Pero si en algún aspecto resulta especialmente sangrante esta aparente negación de la jerarquía y al orden es en el terreno político y social. Nada más estúpido que creer que estás al mismo nivel de los que mandan porque les tratas de tú o porque te hacen “sugerencias” en lugar de darte órdenes. Es falso que exista algo así como una estructura “horizontal”; toda organización mínimamente compleja (un estado, una empresa, un partido, una institución, una familia…) supone asimetría, niveles distintos y, por lo mismo, verticalidad y jerarquía. Simular que este orden no existe no es sino una manera perversa de invisibilizarlo y volverlo, por ello, más difícil de fiscalizar.

Uno de los “brazos armados” de este poder invisible (en la peor de sus versiones) es, justamente, el desorden informativo. La desinformación consiste en difundir representaciones indebidamente desorganizadas (en que se mezclan la ficción o apariencia con la realidad, las partes con el todo, lo contrastado con lo que no, lo que es con lo que debe, lo necesario con lo contingente, lo sustantivo con lo accesorio…), y frente a las que no queda otra que educar a la ciudadanía en habilidades tan filosóficas y desprestigiadas como definir, categorizar, sistematizar y jerarquizar las ideas y las cosas.

Y digo esto último porque buena parte de las personas con las que me topo son incapaces de hacer todo esto por sí mismas, ni, por tanto, de ordenar y expresar las ideas (las suyas y las ajenas) en un discurso o sistema estructurado desde el que se pueda entender algo de lo que ocurre o tomar decisiones con un mínimo de responsabilidad y espíritu crítico.

Esta alienante incapacidad para pensar de modo estructurado delata, además, un desorden mental que, aceptado con complacencia por el discurso dominante y multiplicado por la fábrica mediática del mundo, está en la raíz de ese deterioro de la salud psíquica que acusamos hoy, y ante el que lo que se precisa no son fármacos o atención psicológica, sino precisamente esto: aprender a pensar o, lo que es lo mismo, aprender a reconocer en el orden de las ideas el orden de todo lo demás. Sin ello, no hay más que cambalache: el viejo orden del poder y del dinero revestido de estupidez y confusión. El tango de siempre, vaya.

 


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