miércoles, 27 de abril de 2016

Ética y religión.

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura.

Una de las novedades del nuevo decreto educativo que ha presentado el gobierno extremeño es la reducción de las horas de religión católica – que pierde, en total, dos horas semanales – . Que una materia cuya presencia en el sistema educativo resulta tan polémica e injustificable para buena parte de la sociedad se reduzca al mínimo parece bastante sensato. Tan sensato debe de ser que los propios portavoces del colectivo de profesores de religión han elegido tomar esta reducción como una afrenta laboral antes que como un asunto ideológico. Los profesores advierten que se van a perder puestos de trabajo, dado, sobre todo, que los profesores de religión solo pueden dar religión, (a diferencia de otros docentes, que pueden impartir materias afines a su especialidad para completar su horario). Es lamentable, sin duda, que se pierdan puestos de trabajo. Pero es obvio que un problema laboral como este no puede condicionar la política educativa, o el diseño del currículo. En cuanto a la otra queja (la de que los profesores de religión solo puedan dar religión), carece de todo fundamento. Hay que recordar a la opinión pública que los profesores de religión lo son por elección directa del obispado, y no porque hayan acreditado mediante una prueba selectiva (como el resto de profesores) su competencia en ninguna especialidad docente.

Otra de las novedades de la futura ley educativa extremeña es la recuperación de la Educación para la ciudadanía, así como también de una materia optativa, llamada Ética y Derechos Humanos, en el primer curso de Bachillerato. En el fondo son medidas casi simbólicas, pues ambas materias no cuentan más que con una hora a la semana cada una, pero, pese a todo, resultan muy significativas; reflejan, cuando menos, que volvemos a una perspectiva más coherente con las necesidades y los ideales educativos de una sociedad como la nuestra. Y como la de los países de nuestro entorno. De hecho, la materia de Educación para la ciudadanía proviene de una recomendación del Consejo y el Parlamento europeos, que siempre estimó necesario formar a los ciudadanos de la Comunidad europea de acuerdo a ciertos valores – los Derechos humanos – y procedimientos democráticos.

Ahora bien, la estimación de esos valores y procedimientos nunca se ha entendido como una asunción dogmática, al menos en las leyes españolas, en las que, además, la materia suele ser adscrita a los departamentos de filosofía, lo que, sin duda, es un seguro contra todo dogmatismo o visión superficial. Lo que se ha pretendido siempre en Educación para la ciudadanía no es “adoctrinar” en esos valores (que no son otros – insistimos – que los que se enuncian, explícita o implícitamente, en la Declaración de los Derechos humanos), sino procurar que los alumnos los conozcan y los analicen crítica y racionalmente. No hay ningún valor que se pueda convertir en principio moral de alguien si ese alguien no se convence, antes, de la valía del mismo. Y para eso es necesaria la reflexión crítica y el diálogo racional en torno a la racionalidad y justificación del dicho valor o norma. Para colmo (de bienes) los programas de Educación para la Ciudadanía suelen contener temas de naturaleza ética, y algunos alumnos (los que no eligen religión) cursan también alguna hora de ética (que es, en la LOMCE, no más que la “alternativa” a religión).

La ética, como rama de la filosofía que es, no se dedica a “dictarnos” lo que es valioso o no, bueno o malo, sino a elaborar una reflexión radical en torno al concepto de valor y a los distintos sistemas morales (sin optar dogmáticamente por ninguno). Es el alumno, en última instancia, el que tiene que escoger y justificar sus principios morales. Y esos principios no caen del cielo, ni simplemente lo inculcan la familia o el entorno del alumno, sino que, en el ciudadano maduro, solo pueden ser el fruto de una larga y bien construida reflexión personal. Reflexión que, en último término, depende de ese diálogo íntimo, pero también social, que mantienen unas ideas con otras. Ese diálogo es lo que caracteriza a nuestro pensamiento, y poder ejercitarlo es la condición fundamental de la libertad y la dignidad humanas. Este ejercicio, y no ningún adoctrinamiento, es el objeto de la formación ética y, más indirectamente, de la Educación para la Ciudadanía. ¿Habrá algo más importante que esto para la educación de las personas?



domingo, 24 de abril de 2016

La vuelta de la filosofía a las aulas.

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura, el diario HOY, y el Periódico Extremadura



Hace cuatro años, la LOMCE borraba del mapa educativo español a la ética y la filosofía. Pese a las recomendaciones del Consejo y el Parlamento europeo, la UNESCO, y la mayoría de las fuerzas políticas del país, el ministerio Wert decidió eliminar dos tercios de las horas de ética y filosofía en la educación secundaria; el mayor recorte a una materia desde que arrancó la democracia. Profesores, reconocidos intelectuales y científicos, padres y alumnos, buscábamos, en vano, algún tipo de explicación a este despropósito. ¿Qué sería de la educación – nos preguntábamos – sin la ética o la historia de la filosofía (dos de las materias que se eliminaban de un plumazo)?

¿Cómo podría – por ejemplo – articularse más eficazmente nuestra sociedad en torno a valores cívicos y democráticos sin que nuestros jóvenes tuvieran la convicción razonada de que tales valores son, en efecto, valiosos? ¿Y cómo podría darse esa convicción sin una reflexión crítica en torno a los mismos?

De otro lado, sabíamos que, en una sociedad democrática, la soberanía reside en la ciudadanía, en su juicio acerca de las opciones políticas que se le presentan. ¿Cómo no iba a ser entonces una prioridad capacitar a los ciudadanos en las competencias adecuadas para justificar, con rigor y responsabilidad, sus soberanos juicios? ¿Qué democracia sería aquella en la que no se ejercitaran la reflexión crítica y el diálogo constructivo en torno a las distintas opciones morales y políticas? ¿Cómo se sostendría ningún sistema de convivencia sin educar, desde niños, en la honestidad o el respeto a los demás? ¿Sería todo esto posible negando a los ciudadanos la formación para, justamente, ejercer su ciudadanía?

La LOMCE también eliminaba la Historia de la Filosofía como materia común en el Bachillerato, condenando a los alumnos a desconocer las ideas que fundamentan su propia cultura. Sabíamos que desconocer el pensamiento griego, las raíces doctrinales del cristianismo, las ideas clave que han constituido la modernidad europea, las raíces del pensamiento liberal o socialdemócrata, así como los fundamentos y problemas filosóficos que laten tras la economía, la ciencia, el arte, la religión y el resto de manifestaciones de la cultura contemporánea, condenaba a estos alumnos a un estado de inopia y de vulnerabilidad ideológica que lastraba peligrosamente no solo su competencia ciudadana, sino también su propia identidad como personas.

Por todo esto, y frente a la amenaza de la LOMCE (que ayer era conjurada parcialmente por el proyecto de nuevo decreto curricular del Gobierno de Extremadura), los profesores de filosofía de Extremadura hemos peleado incansablemente durante estos años, recabando el apoyo de la ciudadanía, de la comunidad educativa, de los medios de comunicación, de los partidos y las instituciones, sin más armas que nuestros argumentos y el ideal de una educación que forme a los alumnos como ciudadanos y como personas, dueños, por sí mismos, de aquello que les hace ser y hacer todo lo que son y hacen: las ideas. La filosofía, que es la reflexión en torno a esas ideas fundamentales, vuelve, como debe ser, a las aulas extremeñas.




miércoles, 20 de abril de 2016

La pedagogía castiza.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El diario.es Extremadura.


Entre tanto se deroga, se reforma o se acaba de aplicar la LOMCE (la ley educativa del PP), vuelve el debate entre “nueva” y “vieja” pedagogía. La “nueva” pedagogía es aquella que, muy en general, aboga por una educación integral y diferenciada, se centra en los procesos de comprensión sobre los de memorización, refuerza el sentido lúdico y libre del aprendizaje, insiste en la educación en valores, y pone entre paréntesis los métodos de evaluación cuantitativos (tal como los exámenes típicos). De otro lado, la “vieja” pedagogía (aquella que representa la LOMCE) suele defender una formación formación estrictamente académica, competitiva y dirigida a la excelencia y el mérito profesional como piedra angular el esfuerzo y la disciplina del alumno, es muy parca con la educación en valores (el niño debe venir educado de casa, dice), y considera imprescindible la evaluación cuantitativa del rendimiento (exámenes, reválidas, etc.).

A la “vieja” pedagogía (que no es estrictamente “vieja”: muchos filósofos y pedagogos muy antiguos la rechazarían de plano) a mi me gusta llamarla “pedagogía castiza”. No ya solo porque reivindique una – idealizada – tradición educativa (libre de pedagogías modernas), sino también por esa típica actitud prepotente suya que desprecia lo que, generalmente, ignora, a la vez que exhibe soluciones simplonas para problemas cuya complejidad apenas alcanza a concebir. A estos pedagogos castizos los leo y escucho desde hace muchos años, pero aún no he logrado coincidir con ellos... ¡Absolutamente en nada!

Hace unos días, alguien colgó en el tablón de mi instituto una entrevista a uno de estos antipedagógicos pedagogos. El titular remitía a unas palabras del entrevistado: “La escuela – decía – tiene que dar formación, no es un lugar donde enseñen la búsqueda de la felicidad”. El mensaje es contundente y tremendo. ¿Qué escuela podría ser esa que desvincula el aprendizaje de la felicidad del alumno? – pensaba yo – La respuesta, me temo, está muy clara: una escuela consagrada, exclusivamente, a la formación académica y profesional. La educación del alumno como persona que busca ser feliz, o como ciudadano preocupado por su entorno, quedaría relegada al ámbito privado de la familia o al mundo extraescolar. Esta distinción (entre formación y educación) suele defenderse en nombre de la libertad del individuo para escoger sus propios fines y valores. Pero esto un profundo error. ¿Qué libertad tiene nadie sin esa educación en la pluralidad y la racionalidad que, no la familia, ni el entorno, sino solo la escuela – una escuela que eduque para la felicidad y la justicia, y no solo para el trabajo – puede garantizar a todos?

Tampoco logro coincidir con la insistencia en la disciplina y el esfuerzo. El deseo del hombre por saber es natural, decían los viejos filósofos. Observen a cualquier niño (y casi a cualquier animal superior) y se convencerán. No hay nada que nos guste (y necesitemos) más que observar, interpretar, discutir y entender lo que pasa a nuestro alrededor. Lo hacemos a cada momento. Gozamos de la vida, o de cualquier otra cosa, en la medida en que la comprendemos. Aprender y saber son, esencialmente, algo gozoso. Entonces, ¿cómo es que hay que imbuir en los aprendices toda esa “cultura del esfuerzo y la disciplina”? ¿Cómo es que, para tantos niños y adolescentes (y profesores), ir a la escuela parece ser un verdadero suplicio?

No es difícil responder a esto. Una escuela fundada en el logro de la excelencia académica, la competencia y el mérito es incompatible, no ya solo con la búsqueda de la felicidad, sino con el más simple de los gozos. ¿Qué niño puede aspirar a desarrollar felizmente su individualidad cuando tiene que perder su tiempo en competir con otros y malbaratar su talento para ajustarse a unos determinados estándares de excelencia (no elegidos ni relacionados, por lo general, con sus reales intereses)? ¿Qué niño podría entregarse gozosamente a la experiencia del aprendizaje si supiera que es permanentemente juzgado según “méritos” y “deméritos” que, además, no son suyos? (¿Qué mérito tiene alguien por nacer inteligente o rápido, o por ser más o menos voluntarioso o sumiso a tareas mecánicas que no entiende y a las que se aplica por pura debilidad? La respuesta es: ninguno. La idea de mérito carece de todo mérito).

Si vaciamos al aprendizaje de todo su sentido natural, si cambiamos el amor al saber por el adiestramiento útil, el desarrollo personal por la competencia en pos de unos logros predeterminados, la entrega desinteresada por la conducta vigilada, premiada y castigada... No hay, en efecto, gozo ni felicidad que valgan. Por lo que solo cabe (intentar) enseñar por la fuerza. El que no comprende ni comparte el valor de lo que hace, solo puede hacerlo (si es que eso es hacer y no parecer que se hace) por fuerza de voluntad y disciplina marcial. Aunque con ello no aprenderá nada, por supuesto (salvo a disimular y conformarse). Dijo el filósofo Platón – que recomendaba el juego y el placer como medios naturales para el aprendizaje – que nada puede entrar en el alma de un hombre libre que le haya sido impuesto por la fuerza. ¿Aprenderemos alguna vez esto?

Pese a mis muchos años de profesor, todavía no he averiguado qué diablos tienen que ver los exámenes con la educación. Cuando, por sufrirlos o incluso tener que hacerlos yo mismo, me olvido de lo que es aprender, recuerdo cómo lo hace naturalmente un niño, cómo investiga un científico, o cómo crea un artista. El aprendizaje es una actividad desinteresada y apasionada, como lo es el amor. Pues bien, imaginen ustedes que les obligaran a cumplir un estricto horario de efusiones amorosas, y que, tras ellas, fueran examinados y evaluados por el profesor que las estuviera observando y juzgando. ¿Podrían dar, en esas condiciones, un solo beso genuino?...

¿Entienden ahora mejor – o más castizamente – por qué es imposible que un niño aprenda absolutamente nada (salvo a doblegarse y sobrevivir) bajo la – castiza – pedagogía de la LOMCE? Por suerte, hay otros muchos enfoques pedagógicos, con otros fines, y que demuestran cada día su eficacia, y no solo en Finlandia, también aquí, en centros pioneros de nuestra comunidad, y cada vez más. Esperemos que cuando toque elaborar una nueva ley educativa, no nos olvidemos de esa “nueva” pedagogía.



martes, 12 de abril de 2016

Úteros artificiales

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura



Últimamente, he vuelto a leer y discutir sobre ectogénesis o úteros artificiales, un tema recurrente en el ámbito de la bioética. El problema arranca de la posibilidad, cada vez más cercana, de gestar crías humanas fuera del vientre materno, en dispositivos diseñados para substituir al cuerpo de la madre. ¿Se debe o no se debe dar vía libre a este tipo de tecnología? ¿Es deseable o no contar con esta posibilidad (obviamente, sin forzar a nadie a hacer uso de la misma, y suponiendo que el dispositivo cumple, en efecto, todas las funciones fisiológicas que realiza el vientre materno)?

Una opinión extendida afirma que este artilugio no solo libraría a las mujeres de las molestias y riesgos del embarazo sino que, mucho más, supondría una revolución cultural mil veces mayor que la que provocó a mediados del siglo pasado la generalización de la píldora anticonceptiva. Entre otras cosas – se afirma – , este útero artificial crearía las condiciones para una igualdad plena entre varones y mujeres, y liberaría definitivamente a las madres del "rol" biológico que (frente al “rol” jurídico y moral, generalmente asociado al padre) mantienen en las familias y culturas tradicionales. Todo esto me sonó muy convincente, pero cuando lo he comentado con algunas amigas (la mayoría bastante “progresistas”, por lo general, en asuntos morales) me han mirado con el ceño fruncido y me han contestado que esto de los úteros artificiales es una barbaridad inaceptable. ¿Por qué? – les he preguntado yo—. Y aquí vienen sus razonamientos.

Casi todas afirman que la experiencia del embarazo y el parto es, en general, y pese a molestias y dolores, enormemente enriquecedora. Si les pregunto qué tiene de enriquecedor estar tantos meses en una condición física tan frágil y molesta, por la que han de interrumpir o poner en suspenso su vida normal, y que les aboca a un parto más o menos doloroso, me dicen que todo eso se ve compensado por la gratificación afectiva que supone sentir como su hijo se desarrolla dentro de ellas. Si les pregunto si no sentirían lo mismo (o más aún) viendo y oyendo claramente y cada día al embrión a través del cristal o el plasma de una máquina, me dicen que no es lo mismo “ver” que “sentir por dentro”. Si insisto y les digo que con la máquina – que tendrían en su casa, y llevarían consigo cuando quisieran – podrían hasta tocar a su hijo (mucho más allá de sentir las "patadas" del feto), hablar con él cara a cara, espiar diariamente sus más mínimas reacciones (mucho mejor que con la mejor de las ecografías), jugar con él, etc., vuelven a insistir con el misterioso “no es lo mismo”, y con que el vínculo biológico “vientre-hijo” es incomparable con la relación a través de una máquina. Si les objeto que la máquina permitiría un vínculo compartido y en igualdad de condiciones con su pareja (los dos podrían ver, oír, tocar a cada momento a su hijo, jugar con él, etc.), me dicen que...

Si añado que quizás lo que les molesta es perder el papel protagonista que siempre han tenido las mujeres en la gestación y el parto, me dicen que su identidad y autoestima ya no depende – por fortuna – de ser o no ser madres. Pero si vuelvo a empezar y les recomiendo, entonces, que se piensen mejor lo de la ectogénesis, ellas vuelven a empezar con lo de la "maravillosa experiencia" íntima que es la gestación tradicional... Y si sigo y sigo, la conclusión es a veces esta: "mira – me dicen – esto es difícil de explicar, y de entender, y más aún no siendo una mujer”. Ante tal (y tan hormonal) argumento, no tengo más remedio que callarme. Aunque no por eso lo tenga más claro.

Así que, si hay alguien (independientemente de su sexo) que pueda explicarme qué virtudes o ventajas insuperables tiene el embarazo natural sobre la gestación en un útero artificial, soy todo oidos.

lunes, 4 de abril de 2016

El dilema de Podemos.

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El diario.es Extremadura.



No pasa el tiempo por la vieja estrategia de dejar pasar el tiempo. En la política, el amor, el arte... es  él quien dicta lo que merece perdurar y lo que no. Unos más y otros menos, y cada uno por distintas razones, todos los partidos han jugado a dejar pasar el tiempo durante estos tres largos meses. El primero, por supuesto, ha sido el PP. Y muy oportunamente para sus intereses. El electorado del PP es de una fidelidad a prueba de bomba; de hecho, pese a Rajoy y la corrupción, mantiene al partido a la cabeza en las encuestas. En unas nuevas elecciones, esa fidelidad podría marcar la diferencia frente a un electorado de izquierdas desilusionado tras el fracaso de sus opciones y con una fuerte tendencia a la abstención. Como todo el mundo sabe –y se demostró palpablemente en las elecciones tras el 11-M – en este país gana la derecha cuando la izquierda no es capaz de llevar a las urnas a sus votantes.

Pero no solo el PP. Tampoco el PSOE, pese a su despliegue de actividad, se ha obsesionado por romper el impasse político. El pacto con Ciudadanos, que ha sido su único logro, respondía a la necesidad de Sánchez de hacerse respetar en su partido tanto o más que a la iniciativa real de formar un gobierno que, en principio, se antojaba casi imposible. En general, a los dos partidos tradicionales, PP y PSOE (aunque sobre todo al primero), no les ha venido mal dejar pasar el tiempo. Los partidos emergentes, Podemos y, en menor medida (porque ha sido una emergencia, en cierto modo, de “laboratorio”), Ciudadanos, viven de la ilusión de muchos de sus votantes que, sin un compromiso claro con las ideas, se han sentido seducidos por una vaga y genérica ilusión de cambio. Pero este tipo de ilusiones son lo que primero se desvanece en un proceso lento y complejo de institución del poder como el que ahora vivimos. Por el contrario, los partidos viejos (y sus clones, como Ciudadanos), que ya no despiertan esa ilusión, viven de algo mucho más tangible y resistente al tiempo: el miedo y el interés por mantener el status quo. Los partidos del bipartidismo saben que, en buena medida, han sido ellos los que han generado ese status quo cuyos beneficiarios (una no escasa parte de la sociedad española) no van a dejar de acudir a las urnas a defenderlo (especialmente, de partidos, como Podemos, a los que se ha asociado insistente e interesadamente con el radicalismo político más desquiciado).

Pero también Podemos y Ciudadanos apostaron, desde el principio, por la estrategia de dejar correr el reloj. El desgaste de Rajoy y de un PP incapaz de renovarse, y la pugna interna en el PSOE, les daban esperanzas en los resultados de una nuevas elecciones. Podemos, además, se vio creciendo en las encuestas inmediatamente después del 20 de diciembre y, sumando votos a IU, confió en la idea de superar al PSOE. De ahí la actitud desafiante y soberbia de Iglesias frente a Sánchez. Por otro lado, Ciudadanos no tenía nada que perder (y si mucho que ganar), dado sus mediocres resultados electorales, dejando que la situación llegara a donde está hoy.

¿Y dónde está hoy? Las encuestas más recientes confirman que unas nuevas elecciones están bastante más cerca de beneficiar al PP, a su clon Ciudadanos, e incluso al PSOE, antes que a Podemos. Como decía, el electorado de izquierdas – que se mueve a golpe de ideales – , y el menos inclinado a posiciones políticas – que es simplemente seducido por la ilusión de un cambio – caen pronto en la desilusión y la  abstención. Mientras que el electorado conservador, y el que vota por una mezcla calculada de miedo e interés, votan siempre, pase lo que pase. Unas nuevas elecciones podrían representar un triunfo de PP y Ciudadanos. El PSOE, aun pagando el precio de su preferencia por Ciudadanos ante su electorado más a la izquierda, mantendría sus opciones. La peor parte, por tanto, podría corresponder a Podemos.

Podemos se enfrenta, así, a un serio dilema, que se ha manifestado estos días en una crisis interna: votar la investidura de Sánchez, permitiendo el gobierno del PSOE y Ciudadanos, u optar por unas nuevas elecciones. No es fácil decidir. Si permite que gobierne el PSOE, y que este muestre su dimensión más liberal junto a Ciudadanos, Podemos podría hacer un trabajo efectivo de oposición, substituyendo, de facto, al PSOE, como el partido referente de la izquierda (y presentándose electoralmente como tal en el caso de que el pacto no funcionara). La mayor desventaja, para Podemos, de esta opción es, obviamente, que el pacto funcione, e inaugure un ciclo largo del PSOE y Ciudadanos en el poder. La otra alternativa es ir a nuevas elecciones. Esto supondría entrar en campaña y recrear una tensión e ilusión en los electores similar, si no mayor, a la de las elecciones de diciembre. Pero esto no es sencillo: la gente está cansada de procesos electorales, los lemas no funcionarían igual, la crisis y la corrupción no dan mucho más de sí, la unidad de la organización no es la misma, y su maquinaria  – que, en sus bases, es casi puro (y admirable) voluntarismo – podrían no resistir otro esfuerzo electoral.

Finalmente, Podemos es un partido nuevo, sin una organización acabada,y en él confluyen un sector de izquierda más radical con otros más moderados y “transversales”. La tensión entre unos y otros, sostenida hasta ahora en la ilusión común por el triunfo y el cambio, estallaría al día siguiente de una derrota electoral, mientras que podría ir articulándose, de manera más orgánica y consistente, en un periodo más largo y en torno a una labor de oposición con las fuerzas (más que considerables) de las que dispone ahora.

La decisión no es fácil. Y los militantes y simpatizantes de Podemos han de pensárselo muy bien. Lo que en ningún caso pueden permitirse es arruinar un proyecto político que, como poco (y ya es muchísimo), ha renovado y vuelto a movilizar a la izquierda, y ha hecho recuperar a tantos ciudadanos su fe en la democracia.


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