Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El diario.es Extremadura.
No pasa el tiempo por la vieja
estrategia de dejar pasar el tiempo. En la política, el amor, el
arte... es él quien dicta lo que merece perdurar y lo que no.
Unos más y otros menos, y cada uno por distintas razones, todos los
partidos han jugado a dejar pasar el tiempo durante estos tres largos
meses. El primero, por supuesto, ha sido el PP. Y muy oportunamente
para sus intereses. El electorado del PP es de una fidelidad a prueba
de bomba; de hecho, pese a Rajoy y la corrupción, mantiene al
partido a la cabeza en las encuestas. En unas nuevas elecciones, esa
fidelidad podría marcar la diferencia frente a un electorado de
izquierdas desilusionado tras el fracaso de sus opciones y con una
fuerte tendencia a la abstención. Como todo el mundo sabe –y se
demostró palpablemente en las elecciones tras el 11-M – en este
país gana la derecha cuando la izquierda no es capaz de llevar a las
urnas a sus votantes.
Pero no solo el PP. Tampoco el PSOE,
pese a su despliegue de actividad, se ha obsesionado por romper
el impasse político. El pacto con Ciudadanos, que
ha sido su único logro, respondía a la necesidad de Sánchez de
hacerse respetar en su partido tanto o más que a la iniciativa real
de formar un gobierno que, en principio, se antojaba casi imposible.
En general, a los dos partidos tradicionales, PP y PSOE (aunque sobre
todo al primero), no les ha venido mal dejar pasar el tiempo. Los
partidos emergentes, Podemos y, en menor medida (porque ha sido una
emergencia, en cierto modo, de “laboratorio”), Ciudadanos, viven
de la ilusión de muchos de sus votantes que, sin un
compromiso claro con las ideas, se han sentido seducidos por una vaga
y genérica ilusión de cambio. Pero este tipo de ilusiones son lo
que primero se desvanece en un proceso lento y complejo de
institución del poder como el que ahora vivimos. Por el contrario,
los partidos viejos (y sus clones, como Ciudadanos), que ya no
despiertan esa ilusión, viven de algo mucho más tangible y
resistente al tiempo: el miedo y el interés por mantener el status
quo. Los partidos del bipartidismo saben que, en buena medida,
han sido ellos los que han generado ese status quo cuyos
beneficiarios (una no escasa parte de la sociedad española) no van a
dejar de acudir a las urnas a defenderlo (especialmente, de partidos,
como Podemos, a los que se ha asociado insistente e interesadamente
con el radicalismo político más desquiciado).
Pero también Podemos y Ciudadanos
apostaron, desde el principio, por la estrategia de dejar correr el
reloj. El desgaste de Rajoy y de un PP incapaz de renovarse, y la
pugna interna en el PSOE, les daban esperanzas en los resultados de
una nuevas elecciones. Podemos, además, se vio creciendo en las
encuestas inmediatamente después del 20 de diciembre y, sumando
votos a IU, confió en la idea de superar al PSOE. De ahí la actitud
desafiante y soberbia de Iglesias frente a Sánchez. Por otro lado,
Ciudadanos no tenía nada que perder (y si mucho que ganar), dado sus
mediocres resultados electorales, dejando que la situación llegara a
donde está hoy.
¿Y dónde está hoy? Las encuestas más
recientes confirman que unas nuevas elecciones están bastante más
cerca de beneficiar al PP, a su clon Ciudadanos, e incluso al PSOE,
antes que a Podemos. Como decía, el electorado de izquierdas – que
se mueve a golpe de ideales – , y el menos inclinado a posiciones
políticas – que es simplemente seducido por la ilusión de un
cambio – caen pronto en la desilusión y la abstención.
Mientras que el electorado conservador, y el que vota por una mezcla
calculada de miedo e interés, votan siempre, pase lo que pase. Unas
nuevas elecciones podrían representar un triunfo de PP y Ciudadanos.
El PSOE, aun pagando el precio de su preferencia por Ciudadanos ante
su electorado más a la izquierda, mantendría sus opciones. La peor
parte, por tanto, podría corresponder a Podemos.
Podemos se enfrenta, así, a un serio
dilema, que se ha manifestado estos días en una crisis interna:
votar la investidura de Sánchez, permitiendo el gobierno del PSOE y
Ciudadanos, u optar por unas nuevas elecciones. No es fácil decidir.
Si permite que gobierne el PSOE, y que este muestre su dimensión más
liberal junto a Ciudadanos, Podemos podría hacer un trabajo efectivo
de oposición, substituyendo, de facto, al PSOE, como el
partido referente de la izquierda (y presentándose electoralmente
como tal en el caso de que el pacto no funcionara). La mayor
desventaja, para Podemos, de esta opción es, obviamente, que el
pacto funcione, e inaugure un ciclo largo del PSOE y Ciudadanos en el
poder. La otra alternativa es ir a nuevas elecciones. Esto supondría
entrar en campaña y recrear una tensión e ilusión en los electores
similar, si no mayor, a la de las elecciones de diciembre. Pero esto
no es sencillo: la gente está cansada de procesos electorales, los
lemas no funcionarían igual, la crisis y la corrupción no dan mucho
más de sí, la unidad de la organización no es la misma, y su
maquinaria – que, en sus bases, es casi puro (y admirable)
voluntarismo – podrían no resistir otro esfuerzo electoral.
Finalmente, Podemos es un partido
nuevo, sin una organización acabada,y en él confluyen un sector de
izquierda más radical con otros más moderados y “transversales”.
La tensión entre unos y otros, sostenida hasta ahora en la ilusión
común por el triunfo y el cambio, estallaría al día siguiente de
una derrota electoral, mientras que podría ir articulándose, de
manera más orgánica y consistente, en un periodo más largo y en
torno a una labor de oposición con las fuerzas (más que
considerables) de las que dispone ahora.
La decisión no es fácil. Y los
militantes y simpatizantes de Podemos han de pensárselo muy bien. Lo
que en ningún caso pueden permitirse es arruinar un proyecto
político que, como poco (y ya es muchísimo), ha renovado y vuelto a
movilizar a la izquierda, y ha hecho recuperar a tantos ciudadanos su
fe en la democracia.
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