miércoles, 29 de marzo de 2023

Comités para reescribirnos los libros

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Primero, como diría Brecht, vinieron por la literatura infantil, desfigurando los cuentos clásicos y trocándolos por homilías fabuladas que aburren a las piedras. Luego fueron por la cultura popular, intentando cancelar todo aquello (canciones, películas, bromas…) que no se ajustara al programa de reeducación ideológica que pretenden imponer a la fuerza. Y hace ya tiempo que han venido a por la literatura para adultos.

La nueva inquisición de la corrección política alcanzó hace unos días a Agatha Christie. Las nuevas ediciones inglesas de sus famosas novelas policíacas han sido expurgadas de todo contenido presuntamente lesivo para la sensibilidad de los lectores. Asesorada por equipos de censores (llamados eufemísticamente «comités de lectores sensibles»), la editorial Harper Collins ha decidido cercenar o eliminar descripciones, parlamentos y hasta pasajes completos (incluyendo personajes) en los que se hagan referencias étnicas, se usen adjetivos poco inclusivos, o se exprese (por ejemplo) tirria a los niños. Así, ya no se puede escribir «nativo» u «oriental» (sino «local»), ni «mujer agitanada» (sino «mujer»), ni «temperamento indio» (sino «temperamento» a secas), ni comparar el torso de una persona con «el mármol negro» (¡), ni decir que a uno de los personajes le repugnan los niños (sino que «cree que no le gustan mucho»)…

Ya ven: tenemos la inmensa suerte, en pleno siglo XXI, de contar con comités de probos ciudadanos ocupados en reescribirnos los libros para que no nos dañen o perviertan. Por lo visto, somos tan vulnerables (o sin censura: tan imbéciles), mental y moralmente, que no nos podemos aventurar a leer una novela en la que se hable de «nativos» u «orientales» sin correr el riesgo de sentirnos dolorosamente aludidos (o reforzados en nuestros vicios colonialistas). Así están las cosas. Donde antes teníamos principios y capacidad de juicio, ahora tenemos comités que velan por la salvación de nuestras almas. Y donde antes había ciudadanos críticos y responsables, ahora hay zombis morales a los que hay que reescribir los libros. ¡Y por la santa inquisición, que no caigamos, zombis como somos, en manos de comités equivocados!

Es cierto que las obras literarias, buenas o malas, han sido modificadas a menudo. Todos hemos leído de jóvenes adaptaciones de los clásicos, o aquellos resúmenes de novedades que publicaban revistas como Reader’s Digest (en español Selecciones); pero mientras que estas adaptaciones tenían una finalidad didáctica o divulgativa, las de ahora tienen un propósito directamente moralizante: no permitir que la ciudadanía, prejuzgada como enfermizamente sensible y moralmente incompetente, experimente como natural ciertas actitudes, valores o ideas dados en el mundo de ficción de las obras literarias (por si le pasa como a Don Quijote con la caballería, que de tanto leer obras de griegos esclavistas y pederastas, o de detectives racistas y a los que repelen los niños, el lector se vaya a volver como ellos).

Uno puede entender, a lo sumo, el interés comercial de este asunto: un mercado cada vez más repleto de memos incapaces de leer nada que no sea una apología de su moralina de burgueses acomplejados (acomplejados por vivir en la misma abundancia que desprecian). ¿Pero alguien cree que, más allá de vender libros a tontos del bote, toda esta misión apostólica sirve, de verdad, para algo? 

Quienes crean tal cosa son unos insensatos. Primero, porque invisibilizar los términos no acaba con la realidad que designan, solo la vuelven más indetectable y, por lo tanto, peligrosa. En segundo lugar, porque censurar libros para adultos es un ejercicio paternalista de negación de la soberanía democrática, fundada en la autonomía y responsabilidad de los ciudadanos. Y,en tercer lugar, porque eliminar de las obras literarias todo lo que zahiere los valores vigentes priva a la literatura (yen general al arte) de una de sus principales funciones: la de despertar las tensiones morales que laten tras la aparente estabilidad de nuestras ideas y valores, provocando el conflicto interno, el diálogo y el cambio. Y esto no solo en los adultos, sino también en los niños, en los que los cuentos «incorrectos» suponen un revulsivo moral y un elemento imprescindible para aprender a afrontar el mundo.

Así que rebélense: exijan leer a Agatha Christie en versión original. A Christie y a todos los demás, porque no duden de que esto no acaba aquí, y que estos orwellianos «comités de lectores sensibles» acabarán reescribiéndolo y homogenizándolo todo, de la epopeya de Gilgamesh al último mensaje en las redes, olvidando que parte de la fuerza que aplicamos a luchar por lo mismo que ellos, depende de que sigamos reconociendo en el lenguaje toda la complejidad humana, buena o mala, que nos rodea (y habita). Y de que, así, nos hagamos más sabios y críticos; no más lerdos y ciegos.

miércoles, 22 de marzo de 2023

Consumar

 

 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

En unos meses tendremos que elegir gobierno. Dado que los dos grandes partidos que solían capitalizar el poder tienen ahora que pactar con otros grupos (pasa en las mejores democracias), solo hay dos opciones realistas: un nuevo gobierno de derechas coaligado con la ultraderecha, o mantener la coalición progresista que gobierna hoy. De esto se deduce que el único modo de evitar que la ultraderecha llegue al poder es que gane las elecciones la coalición progresista.

Segunda obviedad: la coalición de derechas tiene en sus manos varias cartas habitualmente ventajosas (el apoyo de sectores económicos muy poderosos, la crispación que generan sistemáticamente los medios de comunicación afines, etc.), pero hay dos completamente decisivas: la tradicional impasibilidad del voto progresista, y el deseo natural de renovación por parte del electorado frente a un gobierno que inevitablemente, y pese a sus logros, denota el desgaste propio al ejercicio del poder – recuerden que, entre otras cosas, ha afrontado una pandemia mundial y las secuelas económicas de una guerra –.

Dicho lo anterior, la tercera idea cae por su propio peso: la única posibilidad de que gane las elecciones la coalición progresista es que esta se presente como un proyecto renovado y fortalecido, capaz de generar ilusión y movilizar a los votantes. Y para ello no sirve empeñarse en publicitar lo ya hecho, por trascendente que sea: lo que ilusiona y moviliza a la gente no es el pasado (lleno además de las sombras que proyecta todo lo que se hace real), sino una cierta visión de futuro. Renovarse o morir. Eso, y exhibir unidad y capacidad de consenso (hacia dentro y hacia fuera). Esa capacidad de consenso es la marca de calidad distintiva de un gobierno de coalición, y presupone, además, otro activo importantísimo para lograr la victoria: ofrecer esa imagen de moderación, sensatez y diálogo resolutivo que tanto aprecia la ciudadanía, y de la que pretende apropiarse en exclusiva el bifaz Feijóo (digo «bifaz» porque a la vez que vende esa imagen de moderación se abre al pacto con la ultraderecha, sin complejos ni cordones sanitarios que valgan).

¿Qué se deduce de todo esto en términos concretos? Es fácil y todo el mundo lo sabe. A las elecciones generales ha de concurrir, del lado progresista, una proto-alianza entre el PSOE y SUMAR, la plataforma que ha ido pacientemente construyendo Yolanda Díaz. Una alianza en la que SUMAR proporcione justo esos elementos de renovación, unidad y diálogo que hacen falta para ilusionar y movilizar al electorado progresista y de izquierdas. 

¿Y por qué SUMAR y no otro proyecto político? Pues porque SUMAR y Yolanda Díaz representan, ahora mismo, esa dimensión renovadora, de unidad y de talante que acabamos de decir. SUMAR tiene todo el aire de ser un movimiento político nuevo, constituido como una plataforma cívica y plural de regeneración democrática (tal como lo fue Podemos en sus inicios); representa también la anhelada unidad de la izquierda (tarea en la que Podemos ya dio de sí lo que pudo); y encarna, en la figura y el carisma de su líder, una voluntad de consenso y diálogo alejada de la crispación constante (ininteligible a veces para la mayoría) que muestra con frecuencia Podemos. SUMAR supone entonces todo lo que hace falta para romper el nicho electoral de la izquierda de toda la vida (lo mismo que logró Podemos en sus inicios para convertirse, después, en una Izquierda Unida 3.0).

Todo esto parece evidente. Y frente a estas evidencias, a Podemos no le cabe más que sumarse disciplinada y responsablemente al único proyecto viable que puede parar a la ultraderecha y con el que comparte el 90% de sus objetivos. Todo otro asunto o polémica está completamente injustificado. Es lógico que el resto de los partidos convocados por SUMAR quieran esperar a los resultados del 28-M para establecer cuotas: el proyecto de Díaz es a futuro, y tiene que jugar con una correlación actualizada de fuerzas. Es lo justo y democrático. Parece mentira que algunos líderes de Podemos, muchos de ellos talentosos politólogos, no vean lo que se nos viene encima y anden reivindicando méritos como viejos y cansinos popes de la izquierda. Olvidan que a sus potenciales votantes les dan soberanamente igual (si es que no les provocan legítimo rechazo) las trifulcas personales, las luchas internas de poder, los protagonismos innecesarios y el destino, en general, de los personajes que hoy, eventualmente, dan rostro a uno u otro proyecto. En política sobran egos y soberbia, y falta sentido de la responsabilidad. En esto se parecen todos los partidos, pero los de izquierda deberían ser aquí un ejemplo de subordinación de las posiciones particulares al interés de esa mayoría progresista que de ninguna manera quiere a un partido como VOX gobernando este país.   

miércoles, 15 de marzo de 2023

Una educación para salvarnos de nosotros mismos

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Ya saben ustedes que tenemos un grave problema con el planeta que habitamos. Un cambio climático de consecuencias catastróficas, unos alarmantes niveles de contaminación y una pérdida irreparable de biodiversidad son algunas de sus cabezas de hidra.

El problema, más que con el planeta, es con nosotros mismos, pues sus causas son reconocidamente humanas, y diría que reducibles a tres: (1) la irresponsabilidad de una parte especialmente codiciosa de la población; (2) lo mal repartido que está lo importante (suelo, agua, alimento, energía…); y (3) lo sobrevalorado que está lo que no importa (casi todo lo que frenéticamente producimos y consumimos).

Actuar sobre estas tres causas, exigiendo responsabilidad a los que más daño hacen, estableciendo una distribución más equitativa de los recursos, y promoviendo un modo de vida ajustado a los límites del planeta, exige medidas inmediatas, tanto políticas como educativas. Pero está claro que sin las educativas las políticas no son posibles: para obligar a los que están arriba a renunciar a parte de sus privilegios es imprescindible la presión de los de abajo, y para generar esta presión son indispensables la concienciación y la educación.  

La educación para la sostenibilidad y la toma de conciencia de los problemas ecosociales ha venido siendo hasta ahora apenas más que un adorno retórico en leyes y currículos. Era hora, pues, de que asuntos tan importantes, y en los que nos va la vida, ocuparan (tal como establece la nueva ley educativa) un lugar central en la formación de los ciudadanos.

En este sentido, el nuevo currículo educativo da un paso de gigante en relación con esta tarea de concienciación ecosocial. En él se reconoce a la educación para la sostenibilidad – por vez primera de forma explícita – como finalidad del sistema educativo. De momento es casi pura retórica, pero que la retórica haya pasado del preámbulo al articulado de la ley no es moco de pavo.

Por demás, la ley introduce el enfoque ecosocial en todos los ámbitos de funcionamiento de los centros: no solo en el proyecto didáctico de las distintas etapas (incluyendo Educación Infantil y Formación Profesional), sino también a nivel administrativo, tanto en la gestión sostenible de los recursos (edificios, energía, accesos, alimentación, transporte…), como en la interacción con ese «espacio educativo extendido» que es el entorno (familia, instituciones, asociaciones, medios de comunicación, empresas…). Arraigar el desarrollo del currículo en entornos reales garantiza el despliegue de su carácter competencial, y también su resistencia ante cambios y veleidades políticas.

Hay que insistir en que la educación ecosocial que propugna el nuevo currículo no se reduce a una vaga mención general, transversal a las distintas áreas y materias, sino a una articulación explícita y detallada de competencias y contenidos. El alumnado, a partir de ahora, tendrá que analizar, con el mayor rigor científico, y en el marco de distintas disciplinas (Ciencias Naturales, Historia, Geografía, Matemáticas, Economía, Tecnología, Filosofía, Educación Física…) las causas y consecuencias del cambio climático, la dinámica de los ecosistemas, el uso responsable y justo de los recursos que son vitales para todos, la importancia de la movilidad y el desarrollo urbano sostenibles, el papel de la publicidad en relación con el consumo responsable, la arquitectura bioclimática, el diseño sostenible de proyectos, la economía circular, los detalles de la Política Agraria Común, o los peligros del extractivismo o la ganadería intensiva, entre otras muchas cosas. Con todo esto va a ser mucho más difícil que los ciudadanos sean víctimas de bulos, paranoias conspiratorias o vergonzantes apreciaciones de cuñado.

Ahora bien, si los alumnos y alumnas no están convencidos, desde su propios códigos y razones, de la necesidad de un giro sustancial en nuestras relaciones con el entorno (y con nosotros mismos), todo esto será en vano. Por ello, el nuevo currículo exige también que los estudiantes aborden y valoren críticamente todos los planteamientos posibles (científicos, éticos, políticos, culturales) para afrontar la crisis climática, que analicen en profundidad ideas como la de progreso ilimitado, que discutan sobre los derechos de los animales, el decrecimiento o el ecofeminismo, y que, en general, conozcan y desmenucen las distintas posiciones que se plantean en el ámbito de la ética ambiental.

No olviden que lo que nos abre los ojos no son las mostrencas acciones, ni las ciegas y fugaces emociones, ni las fábulas bienintencionadas, ni los meros datos, sino las muy poderosas razones. Son ellas las que, una vez asentadas, generan acciones, emociones, relatos, hábitos y actitudes. Somos animales, desde luego. Pero animales racionales. Y es lo racional lo que mueve a lo animal, incluso en aquellos que están convencidos (con razones, por supuesto) de lo contrario. 


miércoles, 8 de marzo de 2023

El debate en torno al género

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El debate actual entre (simplificando muchísimo) el feminismo clásico y el llamado feminismo queer tiene, como todo en esta vida, un profundo trasfondo filosófico. Tras la disputa en torno al sexo, el género, las sexualidades, las corporalidades o el transgenerismo, laten problemas ontológicos, antropológicos o políticos que distan mucho de estar resueltos.

Una de las nociones filosóficas y más problemáticas en este debate es, por ejemplo, la de «género». No ya en el sentido particular en que lo usa el feminismo, para referirse a la construcción social de lo femenino o masculino, sino en su sentido más genérico y fundamental, como clase lógica o como forma aplicable a una pluralidad de seres.

La polémica filosófica en torno al género, o a la relación género-individuo, es más vieja que el mundo. Sobre ella siempre han existido (simplificando infinitamente) posiciones realistas y constructivistas. Para la primera, los géneros (entendidos en sentido filosófico, como la forma o propiedades que comparte una clase de cosas) gozarían de una naturaleza objetiva (material o ideal); mientras que para la segunda, estos mismos géneros o formas serían única o fundamentalmente constructos o convenciones culturales y subjetivos.

Apliquemos ahora esta distinción al tema que nos ocupa. El feminismo clásico, en un alarde de realismo o esencialismo filosófico (mayormente materialista), afirma que el género o clase «mujer» (como el de «varón», y muchos otros) sería definible según propiedades de orden biológico (determinadas características sexuales) y, a lo sumo, histórico (determinadas condiciones históricas, relaciones de poder, etc.); mientras que el llamado feminismo queer, expresión de una suerte de constructivismo filosófico, afirmaría (no sin innumerables matices) que el género o clase «mujer» respondería, como el de «varón» y muchos otros, a una invención cultural, tanto en su presunta dimensión biológica (la biología sería también un constructo cultural), como en su dimensión sociocultural (suposición esta última en que coincide con el feminismo clásico).  

¿Qué papel juega, en esta disputa, el llamado «transgenerismo» (simplificando toda la casuística que esconde el término, y distinguiéndolo, por ejemplo, del transexualismo), al menos el más cercano al feminismo? Pues diríamos que la reivindicación (en la línea del constructivismo filosófico y cierto feminismo queer) de una experiencia o construcción del género o clase (femenino, masculino u otros) libre no solo de constricciones biológicas (de ahí que algunas personas trans no estén interesadas en modificar su sexo biológico), sino también de los estereotipos socioculturales y psicológicos vinculados a dicho género.

Ahora bien – y esta es la cuestión importante –, si el estatuto de feminidad, masculinidad u otros no se refiere necesariamente a determinadas características orgánicas, ni pretende revalidar los rasgos culturales o psicológicos asociados estereotípicamente a los géneros, ¿a qué llaman «mujer» o «varón» algunas personas transgénero cuando dicen percibirse (y piden que le reconozcan) como tales, especialmente desde parámetros feministas?

Esta pregunta no parece tener una respuesta clara. Algunos hablan de una sexualidad simbólica, pero no está claro que ese simbolismo esté libre de las convenciones culturales que denuncia, en general, el feminismo. Otras veces se menciona el concepto de «género fluido»; pero si esta fluencia del género no es absoluta (si fuera absoluta, no habría género que experimentar), se presenta el mismo problema a escala menor: ¿cómo determinar en ese proceso el estado, por fugaz que sea, de feminidad, masculinidad u otros?...

Toda esta aparente indeterminación del género casa mal con la determinación y urgencia con que se exige un reconocimiento administrativo irrestricto de la autopercepción de género. Si los géneros objetivos no existen, y su experiencia subjetiva es indeterminable y fluida, ¿qué podría aquí certificar el administrador?

Es perfectamente comprensible que la sociedad, que no puede organizarse sino bajo la presunción de existencia de todo tipo de clases o géneros (por eso reconoce, justa y legalmente, entre otros, al género de las personas trans), y que se fundamenta en una dialéctica, no siempre sencilla, entre los intereses comunes y los deseos individuales, tome sus precauciones y someta la adscripción de género, dada su relevancia social y su complejidad jurídica, a un mínimo protocolo de pautas objetivas.    

Sea como sea, este debate no debería empañar una conmemoración como la de hoy, que tiene como protagonista la lucha histórica de las mujeres por liberarse de la opresión y la violencia. Como tampoco comprometer el derecho de toda persona a vivir su sexualidad y experimentar su corporalidad como le plazca, sin verse, en ningún sentido, discriminada o atacada por ello.

miércoles, 1 de marzo de 2023

Ser adolescente y no morir en el intento.

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más trastornos psíquicos que hace una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios incluidos) son para echarse a temblar. ¿Cuáles son las causas de esta oleada de «problemas mentales» (un término ambiguo que no se limita solo a las patologías psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que religiosamente cultivamos tiende a hacernos creer que se trata solo de problemas psiquiátricos. Y si bien es cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y que muchos pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de conducta.

En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y adolescentes obedecen, en su mayoría, a un estado crónico de desorientación y confusión a todos los niveles, y a la inevitable zozobra, por no decir profunda angustia que este estado genera, especialmente cuando, a la vez, se les exige adaptarse (con éxito) a un mundo cada vez más complejo e incierto, en el que todos los horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino global de nuestras sociedades) se presentan claramente desdibujados.  

Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas por habitante. Los jóvenes no necesitan talleres de atención plena o sesiones de control de la frustración; lo que necesitan son referentes culturales, herramientas intelectuales, modelos morales y espacios de sociabilidad y diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente por sí mismos, y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que el que tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.

A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en el que heroicamente tuvimos que esforzarnos por salir adelante con una entereza de la que carecerían las nuevas generaciones. Pero esta estupidez – falsa y síntoma habitual de senilidad – se derrumba en cuanto uno se percibe de la diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las nuestras. Nadie duda de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una vida materialmente más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más compleja e incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente soportable de precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y afectiva. 

Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una ganga, sino una época a menudo turbulenta y repleta de dudas e inseguridades, en la que se derrumban las creencias infantiles y toca reinventar un mundo nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a veces traumáticas, con las que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima casi siempre precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante quince o veinte años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los jóvenes que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus expectativas laborales).

Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres de resiliencia, sino con medidas políticas mucho más ambiciosas (becas, viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas universales) y, sobre todo, con una educación que sirva para prever y afrontar realmente los conflictos mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación que, más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente nos atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho, y que tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una visión coherente del mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que viven, o gestionar la suma de ideas, creencias, valores, emociones y estímulos de los que depende todo lo que hacen, desde la forma de afrontar un conflicto hasta la consideración del valor de la propia vida antes de hacer algo irreparable.

Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco de socialización y referencia más estable y estructurado que tienen muchos jóvenes es la escuela, esta ha de comprometerse activamente con la orientación y formación personal, con la educación ética y en valores, y (siento la deformación profesional) con la experiencia de la filosofía como esa suma de conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para domar al angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado, nuestros jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.

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