lunes, 26 de julio de 2021

Gente enseñando los colmillos

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Lo conté hace años en algún sitio. En mi pueblo, que es el suyo, el ayuntamiento tuvo, tiempo ha, la feliz idea de invertir unos fondos europeos en regenerar un humedal cercano que andaba convertido en un vertedero. Dicho y hecho, cubrieron la escombrera con tierra y sembraron encima unos buenos árboles de sombra, aunque dejando aquí y allá unos misteriosos claros que nadie sabía decirme muy bien para qué eran. ¿Serían para colocar bancos donde sentarse? ¿Para instalar paneles informativos? ¿O para construir unos discretos observatorios de aves? Al fin – pensé –, el paraje (un complejo de lagunas cruzado por una cañada y a las puertas de un parque natural) está reconocido por la riqueza de su fauna… ¡Pero quía, ingenuo de mí! A los pocos días, los operarios ancharon la pista de acceso, para que pudieran circular mejor los coches, y dispusieron en aquellos extraños claros unas mesas de madera que no eran más que el preludio de lo inevitable: unas enormes barbacoas de piedra y ladrillo que – orgullo del albañil que las perpetró – parecían, entre los árboles aún raquíticos, tótems prehistóricos de alguna tribu consagrada al consumo ritual de chuletones…

Digo lo de “ritual” porque esto de colocar barbacoas municipales en mitad de un paraje idílico (inflamable, para más inri, durante cuatro o cinco meses al año) o se me explica de un modo estético-religioso – como una suerte de grasiento sacrificio o rito de comunión que desconozco –, o no le veo más justificación que la del capricho de poder hartarse de panceta en cualquier lugar más o menos agradable. Lo que no es, en ningún caso, es algo racional. Y lo traigo a colación para intentar explicarme la reacción visceral e igualmente alocada que ha provocado la timidísima campaña del Ministerio de Consumo en pro de un consumo moderado y cuidadoso de productos cárnicos. Una campaña avalada por la OMS, la UE y la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, y dirigida a un país en que se consume seis veces más carne de lo recomendable.

Honestamente, y en relación con esta polémica, yo aún no me he enterado de qué parte de las consecuencias que genera el consumo masivo de carne no entienden los que echan espumarajos por la boca o se burlan en plan chuleta del ministro y su campaña. Porque no es solo que la dieta de nuevo rico de carne día sí, día también, provoque multitud de enfermedades (a pagar solidariamente entre todos); es que la necesidad de alimentar a los cientos de millones de animales necesarios para que todos los pudientes comamos carne al mismo ritmo que un americano de clase media es una de las causas fundamentales de la desforestación del planeta, del cambio climático y de la falta de alimentos saludables para todo el mundo. Piensen que con solo una mínima porción del grano cultivado para alimentar a todo ese ganado se podría dar de comer, mañana mismo, a los ochocientos millones de personas que pasan hambre en el mundo. 

Pero es que, además, promover campañas para contrarrestar esta “cultura de la hamburguesa” en la que se está educando globalmente a la gente, haciéndoles creer que viven mejor por comer carne barata todos los días, no solo atiende a objetivos que deben ser ahora absolutamente prioritarios, como parar o aminorar la catástrofe medioambiental y social que se nos viene encima, sino que también supone un estímulo al modelo de ganadería extensiva y regenerativa de la que viven muchas familias  y que sufre de forma agónica de la competencia de las grandes empresas de producción intensiva, que son las que hinchan a antibióticos a los animales, agotan y contaminan los recursos, y emiten anualmente millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera.

Claro que, como decíamos al principio, todo esto no es solo culpa de un sistema agroindustrial concebido fundamentalmente para producir beneficios, y no para alimentar saludablemente a la gente, sino también de la misma dosis de inmadurez con que esa misma gente idolatra esa cultura del exceso pantagruélico y el hedonismo low cost que, en el ámbito gastronómico, nos ha llevado a cambiar la olla o la paella tradicional por las hamburguesas chamuscadas. Y las chanzas de cuñado castizo-liberal defendiendo – aunque solo sea en la barra del bar – el consumo libérrimo de chuletas no ayuda en esto para nada; mucho menos cuando, de modo irresponsable, vienen del mismísimo presidente del Gobierno.

Por todo esto hacen falta no una, sino cien campañas como la lanzada por el Ministerio de Consumo. A ver si así recuperamos la razón. Porque es la razón, y no los colmillos, lo que nos define como especie. Lo digo porque, en el colmó del absurdo, un prestigioso tertuliano de la televisión pública enseñaba el otro día los suyos (tal como oyen) para “demostrar” lo carnívoros que somos. Hay que tenerlo flojo o retorcido para no calcular que por encima del colmillo tenemos la frente y, por delante, unos problemas de narices como para andar con tantas tonterías.

 

miércoles, 21 de julio de 2021

Fotovoltaicas: el bosque inanimado

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La avalancha de proyectos para construir gigantescas plantas fotovoltaicas y, en menor medida, parques eólicos, en Extremadura y otros lugares del país, está pidiendo a gritos un proceso de información y deliberación pública. No con respecto al objetivo de sustituir las energías fósiles por las renovables – en lo que todos estamos de acuerdo –, sino con respecto al modo de hacerlo.

En primer lugar, toca hacer un llamamiento a la calma. No es normal que los proyectos aprobados para construir plantas fotovoltaicas multipliquen ya por diez (¡y los que están en estudio por veinte!) los objetivos de producción establecidos por el gobierno para 2030. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que este desmadre obedece a intereses especulativos, y no a una política planificada y sensata de transición ecológica, como debería ser.

Por demás, la ocupación del territorio, especialmente tierras fértiles y arboladas, con inmensos bosques inanimados de placas solares o molinos eólicos, acarrea consecuencias que no son solo de naturaleza estética o ecológica, sino también y, sobre todo, de carácter económico y social. Unas consecuencias que hay que analizar con detalle antes de dejarse llevar por la vorágine del dinero fácil (sobre todo, para unos pocos).

La primera de estas consecuencias es el empobrecimiento y abandono de las zonas rurales. El uso creciente de tierras fértiles, arrancando frutales a veces centenarios, o el desmontaje de terrenos forestales, para instalar placas, supone un cambio drástico para poblaciones que viven, desde hace siglos, de la agricultura y del monte, y que van a pasar a convertirse, de golpe y porrazo (y con mucha suerte), en simples vigilantes de inacabables filas de placas.

No se olvide que el empleo que las plantas fotovoltaicas prometen es temporal (dura lo que dura el montaje de las placas) y que, a cambio, no solo eliminan una cantidad mayor y mucho más estable de puestos de trabajo (los ligados a las tareas del campo) sino, más importante aún: amenazan una antiquísima tradición de cultura y laboreo de la tierra que va a dejar de transmitirse a las nuevas generaciones. Pueblos rodeados de placas van a ser pueblos muertos, sin nada que ofrecer a la gente joven, y con propietarios pudiendo vivir de las rentas en cualquier otro lugar. 

Salvo para esos propietarios no parece, en fin, que este del sol sea un buen negocio. Tampoco hay que ser un lince para saber que, a medio plazo, las tierras fértiles o los bosques como sumideros de CO2 van a ser recursos estratégicos de muchísimo más valor económico que las placas. En un mundo atenazado por el cambio climático y el aumento demográfico lo que se va a necesitar son bosques y alimentos (recursos de los que aquí andamos aún sobrados) y no energía solar, de la que, muy probablemente, va a disponer fácilmente casi todo el mundo.

Tampoco podemos olvidar las consecuencias para el sector turístico. Es obvio que, si cubrimos el paisaje con placas solares y gigantescas torres eólicas, poca gente va a tener interés en visitarnos. Urge, pues, fiscalizar con mucha más firmeza los estudios de impacto ambiental, incorporando en ellos estrictos criterios paisajísticos. La transformación de cientos de parajes naturales, mantenidos sin apenas cambios durante siglos, va a ser de tal magnitud, que la prudencia y el control sobre las empresas han de ser igualmente extraordinarios.

Por otra parte, hasta ahora, y que yo sepa, nadie ha explicado de manera convincente por qué resulta imprescindible construir esas gigantescas plantas fotovoltaicas en el campo, en lugar de otras más reducidas e instaladas en terrenos ya degradados, polígonos industriales o incluso en los tejados y cubiertas de los edificios, promoviendo de paso el autoconsumo y el uso responsable de la energía. ¿Será que, aunque esto resulta mucho más beneficioso para todos, resulta menos rentable para unos pocos?

¿Y a qué, por cierto, tantas placas en Extremadura? Hace unos meses, un joven ingeniero de una de las compañías que las plantan por aquí me lo explicó con descarnada franqueza. Además de confirmarme que en su empresa no existía la más mínima planificación paisajística ni preocupación medioambiental (más allá de la imprescindible para afrontar velozmente los trámites administrativos), me respondió que los proyectos abundaban en Extremadura porque el terreno era más barato, porque había más territorio despoblado, y por la menor resistencia de la gente. Así de simple. Le falto decir: “porque sois los más pobres y desinformados”. Espero que no tuviera razón y que nos pensemos muy bien esto de cambiar el oro de las vides y los olivos (no digamos las encinas, que todo se andará) por la plata de esos bosques inanimados de silicio que, sobre el espejismo del beneficio inmediato, van a acabar de desarraigar a la gente de esta hermosa y prometedora tierra.

 

viernes, 9 de julio de 2021

Fatigas adolescentes


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 Las urgencias psiquiátricas se han disparado durante la pandemia, especialmente entre los más jóvenes. Depresiones, ataques de ansiedad e intentos de suicidio son tres de las situaciones más o menos etiquetables que han motivado los ingresos hospitalarios. ¿A qué vienen estas fatigas adolescentes?

No es fácil responder a esta pregunta. Sin duda que las causas son muchas y variables. Pero estoy seguro de que una de ellas, ligada al confinamiento y al cese de rutinas y actividades, es que, sencillamente, chicos y chicas han tenido más tiempo para pensar.  

Pensar no suele ser un ejercicio fácil, ni siempre placentero. Pensar duele, solía pensar el filósofo Wittgenstein; más aún a quién se pierde por primera vez a conciencia en ese laberíntico discurrir que lo descuadra y desfonda todo. Pensar en el pensar (es decir: en nosotros mismos) y en aquello que pensamos (es decir: en el mundo) es una aventura fascinante, inenarrable a veces, pero también, como toda aventura que lo sea, una fuente inagotable de zozobra.

¿Qué es todo esto? ¿Qué pinto yo aquí? ¿Cómo pueden los adultos hablar con tanta seguridad de lo que ni ellos ni nadie sabe? ¿Cómo pueden vivir en esa gran mentira que parecen haber inventado para soportar la existencia? Al adolescente que de golpe se hace estas preguntas la realidad empieza a parecerle – con razón – como esa jalea temblona y llena de agujeros con que alucinaba Johnny Carter, el genial protagonista de El Perseguidor de Julio Cortazar, o como el holográfico mundo de Morel en la isla inventada por Bioy Casares.

Pero ojo, la perplejidad metafísica no tiene por qué derivar necesariamente en angustia. Descubrir que la realidad o la vida no tienen sentido es, para algunos adolescentes, una excitante oportunidad de recuperarlo entregándose a su búsqueda. El problema es otro: es tener que soportar la empanada mental y la cobarde suma de trolas y autoengaños de aquellos (padres, profesores, médicos, curas y demás ralea) que no entienden (u olvidaron, que es lo mismo) lo incierto de todo y que, convencidos de no se sabe qué, les presionan sin piedad para que traguen y pasen por el aro de las ruedas de molino de sus patéticas milongas.

Yo al menos no creo que el incremento de ansiedad de los adolescentes se deba a que son poco “resilientes ante la frustración” o tonterías por el estilo. Se debe, como siempre (aunque ahora más, porque tienen más tiempo para pensarlo), a la presión con que se les empuja para que acepten con entusiasmo un mundo absurdo, montado sobre un kafkiano y peligroso andamiaje de mentiras, sin más motivo que el de la claridad con que lo ven los ciegos (por nacimiento o elección) que lo parasitamos. Violentar así de irracionalmente a un adolescente, con la saña de quien tiene más poder que argumentos (y lo sabe), es como mutilarles la humanidad en flor – esas alas de la razón recién desplegadas –. ¿Y cómo no va a provocarles angustia esa patada en el alma? ¿De qué nos extrañamos, entonces, si piden, desorientados e incapaces aún de abandonarnos, acudir a ese padre o madre alternativo que es el psicólogo?

Pero la terapia solo ayuda a ajustarle las mentiras al que ya vive con ellas, lejos de esas grandes preguntas adolescentes que ninguna terapia o pastilla resuelve. El único tratamiento eficaz para la ansiedad común de los más jóvenes es el de escucharlos y tratar de responderles con absoluta franqueza. Si les permites que te pongan en tu sitio (esto es: cara a tus contradicciones y tu mundo de morondanga) y aprendes con ellos a relativizar la importancia y urgencia de lo que con impaciencia les pides, y a no responsabilizarlos de tus propias neuras e inseguridades, estarás ayudándolos más que mil psicólogos juntos. Mucho más si, además, logras hacerte cómplice, aunque solo sea un poco, de aquella busca que los invade.

Porque no hay nada más terrorífico y angustioso para cualquiera que esa soledad metafísica del que no puede entenderse con nadie (ni aún consigo mismo). Y ese miedo radical a salirse completamente del redil, a la tiniebla sin corazón y sin caminos, y no la falta de madurez o vigor (“Estos jóvenes de en día no valen para nada”, han dicho todas las gelatinosas generaciones de viejos desde hace cien mil años), es lo que, sobre las mentiras e imposiciones del adulto, alienta la ansiedad del adolescente.

Con razón decía Kant aquello de “atrévete a pensar”. Si alguna vez, en lugar de la huida continua hacia adelante, el consumo infantil de emociones, el rezo, el mantra, el jogging, el emprendimiento, los cuencos tibetanos y todas las novelerías del mundo, nos atreviéramos de verdad a pensar como lo hace (hasta que lo mutilamos o no puede más) un adolescente, el mundo cambiaría de eje, e igual hasta pasaba algo, algo que no fuera insoportablemente leve, repetido o previsible. Piénsenlo. No se lo dejen al psiquiatra.


martes, 6 de julio de 2021

Izquierdas e innovación educativa

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


La continua trifulca educativa que caracteriza a nuestro país tiene dos dimensiones: la que se da entre los partidos políticos, casi siempre alrededor de los mismos asuntos (el lugar de la escuela concertada, la enseñanza religiosa, las lenguas autóctonas…), y otra, más esotérica, que es la que prende una y otra vez entre los profesores.

La trifulca entre docentes es polémica hasta de contar. Se podría decir que es la que mantienen los “innovadores” con los defensores de la escuela “tradicional”, aunque todo esto depende de cómo entendamos los términos. Así, si “innovación” significa una cosa (“mercado”) para los docentes más liberales – y antiliberales – y otra (“modernización”) para parte de los progresistas, “tradición” significa una cosa (“nacionalcatolicismo”) para los conservadores (y anticonservadores) y otra distinta (“ilustración”) para los izquierdistas poco amigos de innovaciones (y defensores – dicen – de la “tradición” de la escuela republicana). En todo caso, el mayor lío, como vamos a ver, lo tenemos en la izquierda.

Comencemos por esto de la innovación. Es cierto que el término se ha convertido en una palabra fetiche para la tropa de altos cargos, expertos y gurús al servicio de la neoliberalización de la escuela (es decir: de su subordinación a los objetivos del mercado y su completa reconversión como nicho de negocios). Pero que esta innovación de charlas TED, publirreportajes pagados por empresas y congresos de postín, sea toda ella una trampa neoliberal, no quiere decir que la innovación no sea en sí misma algo necesario. Innovar también significa sustituir la “expendeduría de títulos” que es hoy el sistema educativo por algo en lo que, como mínimo, pueda darse una experiencia real de aprendizaje – no digamos de realización personal y compromiso social – para la mayoría. 

Ahora bien, ¿cómo mejorar la educación sin el concurso de las ciencias de la educación? Parece impensable. Y, sin embargo, pocas veces he visto un desprecio más visceral y prepotente que el que expresan algunos profesores de la (autodenominada) izquierda verdadera por la pedagogía. La idea básica – y bien que lo es – de estos compañeros es que el buen profesor “se hace a sí mismo” en el aula, de lo que se deduce que todos los docentes deben ser igualmente buenos (pues todos trabajan en un aula), y que enseñar es algo tan simple que no requiere de más saber (o gramática parda) que el llevar haciendo lo mismo una pila de años.

Otro asunto con el que se desgañitan algunos docentes de la izquierda fetén (también aquí junto a los más conservadores) es el de la “depreciación de los contenidos y de la cultura del esfuerzo” que, según ellos, supone la “nueva pedagogía”, algo que – dicen – genera alumnos cada vez más ignorantes, vagos e incapaces de salir de su nicho social – esta última concesión a la lógica liberal no deja de tener su gracia en boca de furibundos antiliberales –. Ahora bien, ¿de qué contenidos y esfuerzo hablan estos docentes? Porque si estos se reducen al cúmulo de información concreta con que se ceba mecánicamente al alumnado antes de los preceptivos exámenes, no creo que hagan falta muchos argumentos para demostrar la inutilidad de insistir en ellos; y si los contenidos a que se refieren son, en cambio, aquellos conceptos y habilidades que nos hacen competentes para comprender, procesar y utilizar consciente y críticamente el caudal de información que recibimos por doquier, no hay nada que discutir: son, precisamente esos contenidos los que muchos “innovadores” pretendemos situar, hoy, en el centro del proceso educativo.

Es cierto, por último, que el pragmatismo estrecho de muchos de los (inexplicables) prebostes de la política educativa (tales como la OCDE) resulta, cuando menos, sospechoso (yo, cada vez que salen con aquello de educar “para la vida” o “el mundo real” me echo a temblar: ¿qué entenderán ellos, y sus expertos y psicólogos, por tales cosas?); pero no es menos cierto que si el aprendizaje no gira en torno a eventos significativos para el alumnado, y en los que este involucre todas las dimensiones de su personalidad – no solo la cognitiva, sino también la moral, social y emocional –, todo se queda en el simulacro de costumbre. “Educar para la vida” ya es algo más que educar para zombis a los que no les cabe más que vegetar en las aulas.   

Aclarémonos. Si la educación ha de transformarlo todo – como creemos desde la izquierda – ha de empezar por dar ejemplo y transformase ella misma en orden a criterios científicos (los de la pedagogía) y con al fin de educar no solo expertos o eruditos, sino también personas capaces de entender, valorar y adoptar una posición coherente, crítica e innovadora ante eso, siempre por hacer, que es el “mundo real”.  

 

 


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