Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
La palabra “ciudadanía” es de esa clase de términos fetiche
(como “igualdad”, “libertad”, “democracia” y otros) que, de tanto y tan
retórico uso, han terminado casi por no significar nada. Así, se habla del
logro de la “ciudadanía global”, del ejercicio de la “ciudadanía democrática”,
de la “Europa de los ciudadanos” o de la “competencia ciudadana”, sin saber,
salvo reverendas y redichas vaguedades, que significa exactamente todo eso.
Veámoslo nosotros.
Antes de nada, la ciudadanía no es un atributo innato, ni
que merezca nadie por el hecho de nacer aquí o allí. Es curioso que se hagan
exámenes para obtener carta de ciudadanía a los que vienen de fuera, pero no
a los nativos (de modo análogo a la manera en que se hacen pruebas de idoneidad
a los adoptantes de un niño, pero no a sus progenitores naturales), algo que
siempre me ha llamado la atención, como si ser buen ciudadano (o padre o madre)
fuera una virtud telúrica que proporcionara mágicamente el terruño (el
embarazo o el uso eficaz de los genitales).
La ciudadanía es una condición adquirida que, aunque
generosamente la supongamos común a todos (a todos los del terruño al menos),
lo es solo en cuanto creemos que es, en cada uno, susceptible de desarrollarse.
Y lo mismo ocurre con los derechos atribuibles a la condición de ciudadano: no
lo son por nacimiento, aunque hayamos estipulado que algunos se otorguen al
nacer, sino por una decisión política que se debe, precisamente, al ejercicio
adquirido, y a la adquisición por ejercicio, de esa misma ciudadanía.
Si el ciudadano no nace, sino que se hace, la pregunta
pertinente es cómo debe hacerse uno ciudadano. Los filósofos griegos
proponían una fórmula insuperable: mediante la educación y la participación
política real (no nominal o ritual, como en las democracias actuales). O, si
quieren, mediante una educación que fuese tanto teórica como práctica. Ahora
bien, ¿cómo educar teórico-prácticamente para la ciudadanía?
Está claro que no bastan para ello ni los cursos de
formación del espíritu nacional (se trata de “hacer ciudadanía”, no de
“hacer patria”), ni los talleres de educación en valores, que son lo
mismo pero con procedimientos más invasivos y eficaces (en los viejos cursos de
formación cívica solo tenías que repetir consignas y entonar alguna canción, en
el “taller”, con sus juegos y dinámicas de grupo, no dejan nada sin formatear,
empezando por cosas tan manipulables como la imaginación y las emociones).
Todo lo anterior, aunque necesario (toda sociedad ha de
adoctrinar a sus miembros en ciertos valores y principios mínimos), no se
corresponde exactamente con lo que debe ser una educación para la ciudadanía, y
la prueba es que se da también en sociedades totalitarias en las que, en rigor,
no hay propiamente ciudadanos. ¿Entonces?
Averigüemos, en primer lugar, en qué consiste ser un
“ciudadano”. Un ciudadano no es, como su nombre indica, el habitante de una
ciudad, sino el que participa, constituyéndolo con sus actos, de un cierto
modelo de civilización. Un modelo que fue fundado hace dos mil quinientos
años en la Grecia clásica, y que se basaba en el ejercicio de dos actividades
complementarias (y que nacieron, además, a la vez): la filosofía y la democracia.
Lo que estas dos actividades representaban al unísono era que el poder ya no
dependía de la voluntad de los dioses o los reyes, sino de la razón común
y del uso de la misma por parte de todos (un “todos” que, sin duda, hemos ido
concibiendo mucho más atinadamente desde entonces).
Si la ciudadanía es, pues, fundamentalmente, el ejercicio de
la soberanía racional (los argumentos son los que mandan) a
través del juicio y el diálogo de los ciudadanos (que son quienes vehiculan
esos argumentos), debería estar muy claro ya en qué consiste desarrollar la
“competencia para la ciudadanía”.
Consiste en cultivar aquellas mismas competencias que
definen la práctica de la filosofía: la reflexión rigurosa sobre cuestiones
esenciales para la convivencia (el bien, la justicia, la condición humana, la
verdad…), la capacidad para argumentar, el diálogo cooperativo, el empeño en
saber y convencer (y no en vencer), la certidumbre de que en todas las
opiniones racionalmente defendibles hay algo de certidumbre, o la capacidad
para tratar con problemas éticos y políticos desde un conocimiento cabal de las
posiciones del otro.
“Hacer ciudadanía” es, pues, fundamentalmente, hacer o
educar filósofos. Esto es, formar a las personas en aquellas virtudes éticas e
intelectuales sin las que no es posible una convivencia fundada en la razón y
la justicia o, más concretamente: en el uso de criterios racionales para tomar
decisiones y en el acceso de todos a las condiciones que permiten desarrollar
tales criterios.