jueves, 25 de febrero de 2021

La educación de la princesa

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Nos enteramos estos días que SS.MM. los reyes envían a su primogénita a estudiar a un costoso colegio privado del Reino Unido. El asunto es, sin duda, polémico. No ya por el coste (más de 75.000 euros, que van a sufragar los padres), ni porque el colegio esté en el extranjero, sino – al menos para mí – por el hecho de que los reyes insistan en evitar los centros públicos para educar a sus hijas.

¿Y por qué es esto tan relevante? Imaginen que el presidente, no sé, de Toyota, exhibiera como coche propio un Mercedes-Benz, o que Bill Gates declarase que en su familia solo se usan ordenadores Apple. El escándalo sería mayúsculo. Pues bien, ¿qué diferencia sustancial encuentran ustedes entre estos casos y el de que la máxima autoridad del Estado rehúse utilizar los recursos educativos del Estado para la formación de sus hijos?

El mensaje que transmiten los reyes al escolarizar sistemáticamente a la princesa y la infanta en colegios privados es, obviamente, que los públicos no le merecen confianza. O mejor (y peor) aún: que el Estado (al que encarna el rey) no sigue, en la práctica, los principios políticos sobre los que asienta su legitimidad, y que aquello de que la escuela es “un elemento de cohesión social que garantiza la igualdad de oportunidades entre todos los españoles” no es más que retórica huera.

Más allá de las proclamas oficiales – parecen decirnos los reyes con su decisión –, todo el mundo sabe que no es lo mismo un colegio privado que público. En el primero tus hijos harán migas y agenda con las familias más encumbradas; en el segundo vete tú a saber. En el primero tus hijos disfrutarán de ratios bajísimas, de instalaciones de lujo y de una pedagogía innovadora; en el segundo se hará lo que se pueda. En el primero el pensamiento crítico, la filosofía (la princesa estudiará teoría del conocimiento) o el arte serán elementos de primer orden; en el segundo no serán más que pijerías – ¿para qué va a aprender a disfrutar del arte o a analizar críticamente cómo se construye la información el hijo de un obrero, que lo único que va a hacer es ver la tele y consumir esa información? –…

El mensaje real es, pues, que las cosas no han cambiado un ápice (si no cambian en la educación, ¿en qué van a hacerlo?): el que vale (por ser hijo de quien es) vale, y va al colegio fetén sí o sí, y el que no (por ser hijo de un cualquiera) tendrá que conformarse con ese recurso para los menos pudientes o exigentes que es el centro público – del que, por supuesto, y como excepción que justifica la regla, siempre podrá surgir algún advenedizo y voluntarioso triunfador con el que dar ejemplo a los hijos de la plebe –.

Frente a este mensaje claro y meridiano, los argumentos de los que intentan justificar la decisión real son triviales. Veámoslos. Muchos de los que he oído empiezan por desgranar las (innegables) virtudes del futuro colegio de la princesa, y de las que, obviamente, carecen los colegios del Estado, algo que (parece deducirse) obligaría al jefe del Estado (que, por supuesto, nada tiene que ver con el estado del Estado al que representa) a educar a la futura jefa del Estado en colegios no estatales. Tal como suena.

Otro de los argumentos parte de la idea de que a los reyes (y clases dirigentes en general) hay que educarlos de forma diferente (por ejemplo, en modales y protocolo), como si formarse en compañía de los ciudadanos sobre los que ha de (democráticamente) reinar no fuera algo infinitamente más importante que aprender a saludar al cuerpo diplomático.

Un tercer argumento alude a lo oportuno que resulta que los jóvenes estudien en el extranjero. Pero, amén de preguntarnos por qué no todos los jóvenes pueden permitirse ese lujo, ¿justifica esto que las infantas hayan estudiado toda la primaria y secundaria en uno de los colegios privados más elitistas de Madrid?

En cuanto al argumento de la libertad de elección, el problema es que las elecciones del jefe del Estado (siempre en la misma dirección: la de la enseñanza privada) muestran bien a las claras que hay colegios más elegibles que otros, y que los elegibles (para el que puede pagarlos) son los privados. Esto sin considerar hasta qué punto no debe intervenir el gobierno en las decisiones que afectan a la educación de la futura reina de todos los españoles (también de los que van a colegios públicos).

No sé, en fin, si a alguno de ustedes les convencen esos argumentos, pero yo no logro ver en la decisión de los reyes más que una muestra de olímpico desdén hacia la educación pública y todo lo que esta representa. Y que ese gesto provenga de la máxima institución del Estado es para que el país entero se lo haga mirar.

domingo, 14 de febrero de 2021

Liberación de patentes y lucha contra el COVID

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Durante estos días, los países más ricos, con la UE y EE. UU a la cabeza, han vuelto a rechazar la propuesta de Sudáfrica e India al Consejo de los ADPIC (Acuerdos de Propiedad Intelectual) de la Organización Mundial del Comercio (OMC), para aplicar una liberación temporal y parcial de las patentes en medicamentos, vacunas, pruebas de diagnóstico y otras tecnologías contra la COVID-19. Una propuesta que ha inspirado movilizaciones ciudadanas (como Right to Cure en Europa) y que cuenta con el apoyo de la mayoría de las naciones de la OMC (más de cien países), de ONG como Médicos Sin Fronteras, o del mismo director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom.

La liberación temporal de las patentes permitiría, según estos países y organizaciones, que muchos otros laboratorios y empresas pudieran fabricar y distribuir las vacunas en todo el mundo, acelerando así el proceso de inmunización y poniendo fin a la sangría humana, social y económica que está provocando la pandemia.

La posibilidad de una liberación como la citada está, además, contemplada en acuerdos internacionales como la Declaración de Doha en 2001, o el Acuerdo de Marrakech de 1994, en el que se prevé también la opción de exigir a las empresas licencias obligatorias para, por ejemplo, fabricar genéricos (previa indemnización a dichas empresas), en contextos de grave crisis sanitaria.

En el caso presente, a la extrema gravedad de la situación – una epidemia global de proporciones desconocidas que mantiene paralizado al mundo – se une el hecho de que las vacunas cuyas patentes se pretenden liberalizar han sido desarrolladas merced a enormes inversiones de dinero público (unos 10.000 millones de euros tan solo en la U.E.), por lo que exigir la exención temporal de tales patentes no equivaldría más que a reclamar un retorno parcial, obligado por las circunstancias, de aquellas mismas inversiones

De otra parte, el argumento esgrimido por el lobby farmacéutico, según el cual la liberación de patentes “desincentivaría” a largo plazo la investigación e innovación médica, es exagerado o falso. Es exagerado porque la liberación tendría carácter temporal (el tiempo que dure la pandemia), y es falso porque el ansia de beneficios económicos millonarios (como son los que procuran las patentes a las grandes farmacéuticas) no es el único ni el principal incentivo de la investigación médica. De hecho, gran parte de los medicamentos desarrollados por las multinacionales farmacéuticas son comprados a bajo coste a universidades, institutos de investigación (muchos de ellos públicos) o pequeñas empresas que trabajan con márgenes de beneficios razonables, sin que eso resienta en nada la vocación de sus investigadores. Las patentes exclusivas suponen, además, una grave limitación al intercambio de información que se requiere para el desarrollo del conocimiento, algo especialmente doloso cuándo nos referimos a las ciencias de las que dependen la salud y el bienestar de todos. 

La justificada mala prensa de las multinacionales farmacéuticas (debido a la opacidad de sus políticas de precios, sus escandalosas estrategias especulativas o el saqueo continuo al que someten a los sistemas de salud pública), junto a lo excepcional de la situación (la mayor campaña de vacunación colectiva de la historia), representan, así, una ocasión única para limitar el inmenso poder de aquellas y reestructurar la gestión de un bien de primera necesidad como son los medicamentos básicos.

Los gobiernos no tienen, en esto, más que ser consecuentes con sus propias leyes y declaraciones (el artículo 122 del Tratado de la UE o, en el caso español, lo consignado en la Estrategia de Respuesta Conjunta de la Cooperación Española con la Pandemia de Covid-19) para promover políticas de propiedad intelectual orientadas a facilitar el acceso universal y equitativo a las vacunas – un “bien mundial común”, como ha declarado reiteradamente la presidenta de la Comisión Europea –.

De este modo, y más allá de ineficaces componendas caritativas (como los fondos COVAX), y frente a la estrategia suicida de los países ricos de acaparar la producción de vacunas (algo que retrasaría durante años la vacunación en los países más pobres, con el consiguiente riesgo para todos), se impone forzar a las empresas farmacéuticas a compartir sus patentes a nivel global, establecer políticas de precios máximos, sumarse a la iniciativa de la OMS para compartir el conocimiento científico desarrollado contra la COVID-19 (iniciativa C-TAP) y establecer un riguroso control internacional sobre la producción y distribución de medicamentos esenciales, algo que no puede estar, en estas catastróficas circunstancias, al albur de los intereses especulativos de las compañías farmacéuticas.

 

 

 

 

miércoles, 10 de febrero de 2021

Ponernos existencialistas

 

Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura.


Ponerse uno existencialista” equivale, en el habla común, a ponerse uno profundo o filosófico, algo que tiene mucho que ver con la popularidad que esta corriente filosófica llegó a adquirir en la segunda mitad del siglo XX, y que provocó que aun hoy se la confunda con la filosofía misma.

Son varios los motivos que hicieron del existencialismo una filosofía tan popular. El primero es que, más allá de tecnicismos y sutilezas, mantiene una tesis extremadamente simple y que, en cierto modo, justifica esa obsesión natural por estar mirándonos (complacida o angustiosamente) el ombligo, a saber: que nuestra propia y particular existencia es el “dato” fundamental del que partir en cualquier posible consideración del mundo.

El segundo motivo pudo ser el gran despliegue artístico (casi más que propiamente filosófico) que tuvo el movimiento. Bebernos las novelas de Mann, Hesse o Camus, el teatro de Sartre o Beckett, o las películas de Bergman o Bertolucci, para exhibir luego, embriagados de lucidez y amargura, la pose de aquellos antihéroes existencialistas, con su aire de estar de vuelta, por aulas y cafés, fue un momento estético, por decirlo con Kierkegaard, por el que cruzó casi toda mi generación.

El tercer motivo es, empero, el más importante: el existencialismo es una filosofía que integra perfectamente la mayoría de los prejuicios propios al espíritu moderno. Es por eso que sus ideas nos parecen tan claras y distintas (por oscuras o confusas que sean) y nos resulta tan fácil identificarnos con ellas. Veamos cuáles son.

Como dijimos, la tesis central del existencialismo es la de que no hay dato más objetivo que el de la inefable y subjetiva experiencia de existir. Primum vivere deinde philosophari. Existo, luego actúo, siento, quiero, pienso… Todo esto de que la existencia precede a la idea es una muy discutible idea, pero parece que prende fuerte cuando – como hoy – no hay nada más trascendente a lo que agarrarse que al hecho (crudo y trivial) de estar vivos.

Otra creencia fetén del existencialismo es la de que somos radicalmente libres para hacer de nuestra vida lo que queramos. La idea de que cada persona se hace a sí misma (como una especie de artista de sí), o la de que podemos ser lo que nos propongamos (sean cuales sean las circunstancias), casan bien con la doctrina existencialista de la libertad, según la cual el ser humano, por carecer completamente de esencia, debe ser aquello que elija, a cada momento, ser.

La libertad es, para los filósofos de esta corriente, la expresión más propia del existir humano y, como tal, se concibe como algo previo a todo concepto o valor. Los propios valores son elegidos subjetivamente por cada cual, de manera que, en el fondo, no elegimos algo por ser justo o bueno (al contrario: será justo o bueno solo si lo elegimos), sino por un acto de espontaneidad inexplicable. Esta concepción irracionalista de la elección como manifestación incondicionada de la existencia es, en esencia, la misma que presupone hoy en nosotros la industria del entretenimiento y el consumo, invitándonos constantemente a ejercer una libertad libre de restricciones, juicios o criterios previos. 

Somos, así, tan condenadamente libres que – según el existencialismo – podemos (y debemos, que es lo raro) elegir nuestros propios valores, conscientes, a la vez, de que, si los valores son una elección subjetiva, no hay criterio objetivo alguno con el que distinguir lo realmente valioso de lo que no lo es.

Este último sinsentido se agrava si reparamos en la consideración existencialista del “sentido de la vida”. Arrojados a la existencia – dicen Sartre o Heidegger –, y sin más fin que la nada de la muerte, nuestra vida es una pasión inútil, un simple juego al que, sin embargo, parece que debemos entregarnos con trágica seriedad. Aunque, ¿por qué? ¿Qué sentido tendría luchar o comprometerse con nada si nada tiene, finalmente, sentido? ¿No sería más sensato entregarse a ese tibio y gozoso dejarse llevar en que vegeta la mayoría (y al que el existencialista tacha, de manera injustificable, de modo “inauténtico” de vivir)?

Confundir el mundo con nuestro propio ombligo, creer que podemos autogenerarnos – como onanistas y libérrimos demiurgos – sin planos o esencias previas, autoproclamarnos como supremos legisladores morales, o burlarnos de toda idea que trascienda el nudo y simple (pero sagrado e inefable para el creyente) hecho de la existencia, son algunos de los dogmas de fe del existencialismo y de casi cualquiera de nosotros. Pensémoslos ahora a fondo, y dejemos de “ponernos existencialistas”.

 

 

viernes, 5 de febrero de 2021

A puerta cerrada y el existencialismo de Sartre

 

Hace unos días en La Gatera, el programa de Raquel Bazo y Javier Llanos en Canal Extremadura Radio, analizamos una obra maestra del teatro "existencialista": A puerta cerrada, de J. P. Sartre.

Podéis escucharlo aquí



El lugar de la filosofía en la educación en Radio Pinajarro

Aquí tenéis la magnífica entrevista sobre el lugar de la filosofía en la educación que nos hicieron los amigos de Radio Pinajarro, del IES Valle de Ambroz (Hervás), dentro del Proyecto Radio Edu,  Julio Murillo y Antonio Rol.



lunes, 1 de febrero de 2021

¿Qué hacemos con los antivacunas?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 ¿Qué ocurre si un ciudadano se niega en redondo a vacunarse contra el coronavirus (o cualquier otra enfermedad contagiosa)? ¿Tendría derecho a hacerlo? No es fácil resolver esto en términos jurídicos o políticos. Mucho menos si, en lugar de un solo ciudadano, fueran muchos los reticentes a la vacuna. ¿Qué pasaría si representaran, incluso, una amplia mayoría?

Supongamos, además, que las motivaciones de estos ciudadanos, expuestas cortésmente por ellos (digo “cortésmente” porque no tendrían obligación de hacerlo), consistieran en opiniones, ideas o creencias científicamente infundadas, algo a lo que, en términos democráticos, no cabría hacer ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios tengan rigor científico).

¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científicos, podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los ciudadanos, o los políticos que la representan, rechazaran esa ley. Aquí acabaría, aparentemente, todo posible recorrido democrático.

Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones democráticas caen una y otra vez en derivas populistas tan políticamente legítimas como peligrosas. Los movimientos antivacunas, el patrioterismo nacionalista, la histeria en torno a los inmigrantes o el amplio catálogo de creencias conspiranoicas en torno al poder de élites secretas, son ejemplos más o menos recientes a considerar.

Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a contemporizar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a demagogos que representen mejor el “sentir popular”. Y no hay constitución, tribunal o procedimiento moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña se puede modificar lo que haga falta, desde la Constitución a los propios procedimientos de modificación; sin que nada de ello deje de ser escrupulosamente democrático.

¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar “mensajes de odio” (o de lo que sea), reprimir movilizaciones o ilegalizar partidos políticos, son medidas contraproducentes y de dudosa calidad democrática, amén de peligrosamente reversibles. La única opción es, por tanto, la del diálogo. Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de “vicepresidencia científica” con poderes ejecutivos), nos preocupemos de fomentar y dar cauce a ese procedimiento neto de legitimación democrática que son la deliberación y el diálogo ciudadano.

No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicción; bastaría, pues, con reducir sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a esta solución “socrática”, en el marco de nuestras sociedades complejas, parece quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e imaginación. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamentalmente – en el ámbito educativo, sino también en el propio organigrama político, de manera que la deliberación pública tuviera un papel institucional realmente determinante. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmente al azar y periódicamente renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de relevancia, representaría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.

Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracias estarán cada vez más cerca de desintegrarse en una proliferación de populismos insensatos y de demagogos dispuestos a capitalizarlos. No es que esta situación sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería históricamente sustantivo: ponerle remedio.

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