miércoles, 28 de diciembre de 2022

Mujer con escuela al fondo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en el diario El día.


Hubiera podido ser pedagoga, antropóloga o experta en derecho, como lo son hoy sus hijas. O ingeniera agrónoma y trabajar en un kibutz, como soñaba de joven. No le faltaban ganas, perspicacia, y un afán obsesivo por leer alimentado desde chica por aquellas novelas de quiosco que, en su infancia pobrísima, apenas alcanzaba a comprar e intercambiar mil veces por otras igualmente desvencijadas y maravillosas…

Pero mi madre no solo tuvo la mala suerte de nacer pobre de solemnidad, sino también la de ser mujer en la tenebrosa España de los años cuarenta. Así que, por más ganas y talento que tuviera, hubo de cambiar rápidamente la escuela por el desabrido mundo del trabajo. Para ayudar en casa y para que su hermano pudiera, él sí, seguir acudiendo a esa escuela que a ella se le cerraba.

No digo que fuera la única: millones de mujeres se vieron forzadas, antes y después al enorme sacrificio de privarse de educación y proyección profesional para beneficiar al hermano, al marido, a los hijos… Un sacrificio enaltecido en cátedras y púlpitos con la mística de la maternidad y justificado desde tiempos inmemoriales por los más ruines prejuicios misóginos…

No he podido evitar recordar a mi madre al toparme estos días en los medios con el llanto desconsolado de una niña afgana a la que las medidas de su gobierno impedían volver a la escuela. Se la ve en un vídeo casero, con su ajada ropilla escolar y la carita (aún) descubierta, llorando a lágrima viva mientras su padre intenta en vano consolarla y, al fondo, los chicos entran y salen del aula que hasta hace unos días era también la suya.

La historia de esta niña es la crónica de una barbaridad anunciada pero no por ello menos odiosa. Porque es un odio igualmente inconsolable el que uno siente por esa turba de fanáticos analfabetos que en Afganistán (y en otros lugares del mundo) han decidido que las niñas no tienen derecho a recibir más educación que la imprescindible para entender las órdenes de sus amos. Unos amos que, seguramente, han visto las barbas de su vecino iraní pelar, o al menos peligrar, por una revuelta de mujeres, muchas de ellas con estudios superiores, hartas de vivir aplastadas bajo la doble tiranía del patriarcado y de los clérigos que gobiernan su país a golpe de jaculatoria y horca.

Es curioso que nos escandalicemos con toda justicia ante las guerras que asolan el mundo, exigiendo la intervención frente a aquellos que las provocan, y no sepamos ver en toda su dimensión global e histórica la violencia que se ejerce secularmente sobre la integridad física, moral e intelectual de las mujeres (es decir, sobre la mitad o más de la población del mundo). Una violencia ante la que no caben ya componendas ni subterfugios, sino el enfrentamiento directo y un ejercicio todo lo feroz que haga falta de intolerancia.

Frente a lo que repite retóricamente (¿Cómo si no?) el discurso oficial, las distintas culturas y creencias morales que nos rodean no son «igualmente válidas». Es cierto que el buen sentido político nos obliga a tolerar mucho de lo que no nos resulta moralmente respetable, pero incluso esa tolerancia carece de sentido si no es en relación con los límites que permiten, precisamente, definirla y legitimarla.

Frente a esa retórica oficial, y contra el prejuicio inconsistente de que no hay valores ni verdades universales (salvo el de ese mismo prejuicio, claro, que se pretende él mismo valioso y verdadero urbi et orbi), las protestas de mujeres en todo el mundo demuestran que el relativismo moral tiene una validez muy relativa. A poco que se le concede a alguien, sea de la cultura o época que sea, el lugar, el tiempo y los conocimientos suficientes para formarse y pensar por sí mismo, surge universalmente el ansia de libertad y justicia, esto es, el anhelo de vivir según tu propio criterio, y el prurito de que se te reconozca (a ti y a los demás) el derecho de hacerlo. Como decía Sócrates, una vida sin reflexión (es decir: sin el cultivo del propio pensamiento) y sin aspirar a la justicia, no merece la pena ser vivida. Es por ello que, para desesperación de sus verdugos, las mujeres iraníes o afganas le están perdiendo el miedo a la lapidación o la horca…

Mi madre murió con la espina clavada de no haber podido seguir acudiendo a aquella escuela que ella intuía como el lugar desde el que como mujer podía aspirar a una vida plenamente libre y digna, pero le dio tiempo a ver como sus hijas y nietas, ellas sí, lo conseguían. Que el sacrificio hoy de las iraníes o afganas no sea totalmente en balde, y que las repugnantes creencias culturales y religiosas que justifican la sumisión de las mujeres al poder y la violencia de los hombres sean vencidas gracias, precisamente, a esas escuelas que, aunque cerradas hoy para ellas, les han inoculado ya ese veneno liberador al que, una vez probado, nadie puede renunciar.

 

miércoles, 21 de diciembre de 2022

La democracia y su «reducción al absurdo»

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La lucha por el poder no da cuartelillo. Y si alguien creía que la cúpula judicial estaba al margen de ella es que vivía en lo más alto de un guindo. De hecho, la cuestión no es si el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial deben participar o no de la «maraña de la política» (parece inevitable que así sea), sino si esa participación ha de tener algún límite, y si ese límite está más o menos relacionado con los propios a la arquitectura del sistema político. Veamos.

La presente guerra proviene directamente del «secuestro» del Consejo General del Poder Judicial por parte del Partido Popular, que se ha negado reiteradamente a cumplir con la obligación constitucional de facilitar la renovación de sus miembros, algo que hubiera cambiado su composición (ahora de mayoría conservadora) y, por ende, la del propio Tribunal Constitucional (que también mantiene de forma anómala una mayoría de jueces conservadores). En este sentido, la estrategia del PP ha consistido en chantajear recurrentemente al gobierno, exigiendo cambios legislativos imposibles, a cambio de facilitar la renovación de los jueces y obligando, mientras tanto, a prorrogar sus mandatos de forma artificiosa.

Hasta aquí, los golpes de la lucha política afectaban – pero solo afectaban – de modo inusualmente enérgico a uno de los pilares del sistema: el de la rotación del control del ejecutivo sobre el poder judicial (equivalente al que el poder judicial tiene sobre el ejecutivo). El problema es que en el asalto visto estos días la pelea ha llegado a quebrar, no sabemos hasta qué punto, al propio sistema.

Este segundo y peligroso asalto ha comenzado con la acción, desesperada e insensata, por parte del gobierno, de intentar romper el control del PP sobre el poder judicial con una artimaña legal poco ortodoxa y por la vía de urgencia; algo que, dada la trascendencia de lo que se pretendía reformar, no parece que fuera lo más procedente. Pero esto, que podría quedar expuesto, con toda normalidad democrática, a una reprobación posterior del Tribunal Constitucional, ha dado pie, sin embargo, a una reacción aún más explosiva del PP, que ha pedido a un TC bajo su control que emprenda una medida tan democráticamente inconcebible (jamás vista, de hecho, ni aquí ni en la UE ) como la de suspender cautelarmente la discusión y votación de una propuesta de ley (ya aprobada, además, en el Congreso) por parte de los representantes públicos, «no fuera a ser» que estos acabaran votando enmiendas poco constitucionales…

Con esta medida, el Partido Popular ha escalado hasta un extremo peligrosísimo la lucha por destruir a un gobierno que, contra todo pronóstico, se muestra más correoso, unido y resistente de lo que se preveía. La escalada consiste en utilizar el control de la cúpula judicial para generar una inestabilidad política e institucional tan grave que Núñez Feijóo pueda relanzar su imagen como la alternativa moderada que necesita imperiosamente el país. Si el valor distintivo de la «marca Feijóo» (frente al extremismo de VOX y el populismo chocarrero de Ayuso) es el orden y la moderación, no hay más que crear la necesidad de tales cosas y, para ello, nada mejor que colocar el país al borde de un colapso que quepa atribuir al «radicalismo de izquierdas».

¿Por qué esta estrategia? Dado que el malestar por la crisis económica o la (escasa) contestación social son insuficientes para dar del todo la vuelta a las encuestas, el PP habría optado por explotar la bronca institucional permanente. No queda otra. Pese a quien le pese, el gobierno de Sánchez ha logrado, sin un excesivo desgaste, gestionar una pandemia nunca vista, afrontar los efectos demoledores de una guerra, apaciguar la situación en Cataluña y mantener la situación económica bajo control (incluso en mejor estado que los países vecinos). Además, afrontará el próximo periodo electoral desde la presidencia de la Unión Europea, algo en lo que la imagen de estadista internacional de Sánchez supera con creces a la del provinciano y escasamente carismático Feijóo...  

Ahora bien, lo malo de provocar una gravísima crisis (como la de estos días) para adelantar y/o ganar unas elecciones, es que supone poner en jaque (o en tablas) al sistema entero. Y esto, lo haga quien lo haga, es sumamente peligroso e irresponsable. Y una prueba no menor de que la lucha política ha traspasado los límites democráticos tiene algo que ver con lo que los filósofos llaman «reductio ad absurdum». Cuando el proceso de legítima confrontación política conduce al absurdo de ver a los magistrados del TC decidiendo de forma indigna sobre su propia recusación, o bloqueando, ellos mismos, la votación en el Senado que podría forzarlos a renovar sus cargos, es que hemos llegado al límite mismo de la sensatez. Y hay que rectificar, antes de que salgamos perdiendo todos.


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Barras, siempre barras

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Tengo una amiga que se niega por sistema a sentarse en las mesas de los bares. O hay sitio en la barra o hay que cambiar de garito. Su argumento es que en las mesas se amuerma uno, y que donde pasa la vida es en las barras. Parece una tontería, pero solo si lo miras desde la cordura de la mesa. Vayamos, pues, a la filosofía de (la) barra.

De entrada, dice mi amiga, que es muy feminista, que la oposición mesa/barra representa una vieja estructura patriarcal. Y tiene más razón que una santa. A las mujeres, en los bares, se les ha tratado tradicionalmente de pena. Cuando entraban con sus maridos los domingos y fiestas de guardar (pues otro día, o solas, era indecente), se las abandonaba en la mesa (prolongación de la casa) mientras ellos ocupaban su sitio a pie de barra: ese fálico lugar en el que los machos beben, discuten, proveen a su prole (que espera en el nido de la mesa) y rivalizan por ver quién la tiene más larga.

Dense cuenta de que, en la estructura simbólica del bar, la barra equivale al espacio público y la mesa al privado; por ello el varón solía ocupar la primera y la mujer, a lo sumo, la segunda (salvo que la mesa fuera la del reservado de las conspiraciones, la juerga o los vicios prohibidos, en cuyo caso era también patrimonio masculino).

Mientras que por la mesa, más primaria, se prodigan las raciones, por el espacio público de la barra circulan el vino y las razones: dos ingredientes principales del desarrollo de la civilización. Con un plus democrático: en la barra (y salvando el tema de género) todo el mundo puede igualmente hablar y beber (otra cosa es que te escuchen o acepten la copa). Fíjense que si a la mesa va la tribu (familias, amigos, empresas…), a la barra va, con frecuencia, el ciudadano solo, y no solo a tomar algo, sino, sobre todo, a tomar la palabra junto a sus anónimos semejantes, aquellos a los que lejos del mostrador apenas dedicaría un saludo, pero que en la barra trata como a personas con voz y criterio, y si me apuran (o apura uno las cañas), como compadres o comadres en el duro oficio de vivir…

La barra de bar es doblemente embriagadora. No solo provee de balsámicos licores, sino también, y como si de un karaoke político se tratara, de un escenario accesible en que ensayar las relaciones cívicas. Así, además del lugar en que se encuentran los amigos, la barra puede ser púlpito donde dar el mitin o clamar al cielo, ventanilla en que desahogarte, despacho sobre el que arreglar el mundo o estrado en que administrar justicia (con sentencia adjudicada a golpes de vaso en el mostrador). Más en general, la barra es escaparate en que exhibir públicamente apostura, ingenio, maneras y poderío … Es difícil no encontrar la manera de «ser alguien» en una barra (sobre todo si uno no es todo lo que quisiera ser fuera de ella).

Ahora reparen en el lado estético-cultural del asunto. Si es cierto que la mesa genera sesudas y chispeantes tertulias, la barra es más plural y versátil. En la barra se practica el diálogo y el monólogo (con camarero o sin él, según lo bebido), el cante solitario o con cómplice (agarrado del hombro, para que no escape), la anécdota parca o su teatralización completa (sobre taburete o a cuerpo gentil) y, siempre, la improvisación, la llegada del otro, la hebra pegada, el verbo seductor… Si la mesa es, en fin, el buen rato alquilado de lo familiar y previsto, la barra es la performance continua, el no saber cómo y con quién se va a terminar… desbarrando.

Sin embargo, y pese a lo dicho, el ecosistema-barra se extingue. Cada vez son menos y más exiguas. El bar dispuesto en torno a la barra (como el templo en torno al altar) se suple hoy con el ejército de mesas de la franquicia, la gastro-taberna, la hamburguesería o la terraza. Los jóvenes, con sus botellones y pizzas a escote, ni saben ya de lo que hablo. Es cierto que con la barra se hace poco dinero (en la mesa se consume, en la barra «se está» – y si uno bebe o habla lo suficiente, hasta «se es» –), pero sin ella la dimensión pública del bar desaparece. ¿Dónde encontrarse ahora con vecinos y desconocidos? ¿Dónde expresar públicamente nuestras cuitas, sin camarero frente al que hablar, parroquianos a los que invocar, o rincones donde echar (o dar) el cante?...

La sustitución de la barra como espacio de sociabilidad abierta es un síntoma más de la decadencia de la vida civil. Como lo es la sustitución de la plaza por el «mall», del parque público por el centro de ocio, o del encuentro real por el virtual… Piensen que todo lo que antes hacíamos en calles y bares, lo hacemos ahora en el laboratorio particular de esas corporaciones privadas (Twitter, Facebook, WhatsApp…) que se dedican a mercadear con nuestra vida, y no, ni de lejos, a preservar las relaciones cívicas y humanas.

Así que aprovechen y reivindiquen ese conato de civilización que son las barras. Si por mí fuera, hasta las declaraba patrimonio cultural de la humanidad. ¿Habrá cosa más humanizadora que compartir a pie de calle el vino y las palabras?

miércoles, 7 de diciembre de 2022

¿Existe China?

 


Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Hace decenios que se repite proféticamente que el fin de Occidente está cerca, y que el eje del poder económico, político y cultural se traslada inexorablemente al sudeste asiático y, concretamente, a China; un tópico este que da mucho que pensar.

Antes de nada, ¿de qué China estamos hablando cuando admiramos, denostamos o tememos su reciente conversión en potencia mundial? Porque la China tradicional, considerada la principal antípoda cultural de Occidente, hace mucho que desapareció. La colonización europea, las guerras y la revolución marxista de Mao (también importada de Europa) la dejaron convertida en el solar histórico que se necesitaba para edificar esa «copia económica» de Occidente que es hoy el país; hasta tal punto que, salvo en los folletos turísticos o la demagogia de sus gobernantes, podríamos decir que China ya no existe, y que su peso internacional se debe al éxito de su conversión desesperada (era eso o disolverse como la URSS) en un clon barato del mundo occidental, esto es: en una mezcla entre el capitalismo global (especulación, grandes urbes contaminadas, consumo desaforado, desigualdad galopante, hedonismo digital, moral del éxito individual, referentes mediáticos globales…) y los residuos, ya menos que marginales, de su tradición cultural.

Así que, logre lo que logre ser China en un futuro próximo, dicho logro no será más que la confirmación del triunfo absoluto del modelo económico, social, moral y cultural de Occidente. Un modelo que, bajo la estrategia de la disgregación y relativización de todos los parámetros ideológicos (ese juego con la diversidad y lo trans, que no es sino la cara amable de la homogeneización de todo bajo el imperio de la libre transacción), se ha ido infiltrando en el último gran reducto de «otredad» que quedaba en el mundo para deconstruirlo y reedificarlo a la medida de las necesidades expansivas del mercado.

Ahora bien, que China haya quedado reducida a una exitosa amplificación de Occidente no elimina la inquietud con respecto al potencial expansionista de su sistema político (este sí relativamente original) mezcla de capitalismo sin complejos y dictadura orwelliana. Mientras este sistema persista, el mejor fruto de esa forma de neocolonialismo posmoderno que representa la globalización («un sistema, un planeta») no estará del todo maduro.

En este sentido, la gran pregunta es: ¿Tiene futuro a medio plazo el régimen político chino? ¿Hasta qué punto (o plazo) son compatibles el liberalismo económico y la autocracia política? En su visionario manifiesto de 1848, Marx cayó ya en la cuenta de que el imperio global de las mercancías conllevaba inevitablemente un intercambio simbólico con importe revolucionario: el modelo de vida occidental transmitido por el consumo y el mercado (un modelo individualista, moralmente «líquido», hedonista y cínico) resultaría letal – decía Marx – para todo régimen político fundado (como es hoy el chino) en la fortaleza y perdurabilidad de creencias excluyentes y supremacistas.

Abrirse al mercado – no hay más que recordar el caso de nuestro propio país en los años 60 – suele ser, pues, el primer paso en el derrumbe del absolutismo político. ¿Debemos confiar entonces en que las jóvenes clases medias chinas, una vez acumulen experiencia en el disfrute de la riqueza y de la cultura – occidental – que andan adquiriendo en sus modernas universidades, vayan a exigir masivamente al goce de los derechos que se les niegan hoy? ¿Son las protestas por la asfixiante y paternalista política frente al COVID, o las recurrentes revueltas prodemocráticas, los primeros pasos hacia ese cambio de escenario? Desde luego, el discurso ultranacionalista de los líderes chinos parece un claro síntoma (dime de qué presumes…) del temor de la oligarquía a un mayor reparto de poder que ralentice un desarrollo económico cuya rapidez depende, justamente, de la ausencia de trabas políticas…

Que una futura democratización y, por ello, completa occidentalización de China (que ya copia, perfeccionándolo, hasta nuestro modo de neocolonización «soft power») vaya a dar mayor estabilidad económica y geopolítica al planeta creo que está fuera de dudas. Miles de millones de chinos reconvertidos definitivamente de súbditos en ciudadanos y trabajadores conscientes de sus derechos, ofrecen buenas garantías de que ningún visionario va a lanzarlos a una aventura bélica; entre otras cosas porque una China democrática con masas de trabajadores concienciados ya no podría ser la incomparable potencia industrial que ahora es.

La segunda y temible opción es que los jerarcas chinos, aliados con otros oligarcas poco deseosos de compartir el poder, pretendan extender el modelo de autocracia digital y capitalismo de estado al resto del mundo; algo que sí que podría representar un riesgo cierto para todos.

Conferencia para la SCM: ¿Por qué la filosofía ha de ser el eje de la educación en una democracia?

Aquí tenéis, grabada en vídeo, la charla que ofrecimos hace unos días para la Sociedad Científica de Mérida en el Centro Cultural Alcazaba de Mérida, sobre la relación entre filosofía, educación y democracia (y a partir de este artículo publicado recientemente). Gracias a Rufino Rodríguez Sánchez por la invitación y a Ángel M. Felicísimo por la grabación, así como a todos los asistentes por el interesante coloquio posterior. 

domingo, 4 de diciembre de 2022

viernes, 2 de diciembre de 2022

La Red Española de Filosofía frente a la nueva EVAU

 


Rectificar es de sabios. Gracias a la presión, entre otros, de la Red española de Filosofía y del comunicado que emitimos hace unos días, el gobierno recapacita y retira la inminente aprobación de un nuevo modelo EVAU que no contaba con los consensos suficientes y que pretendía disolver la prueba específica en una prueba global (para filosofía, historia, lengua e idiomas) con preguntas tipo test y desarrollos de no más de 150 palabras. Una prueba competencial de filosofía, justo por ser competencial, no puede reducirse a preguntas tipo test y desarrollos telegráficos. Si se quiere una EVAU consensuada, el ministerio tiene que contar con los colectivos de docentes. 

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