Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en el diario El día.
Hubiera podido ser pedagoga, antropóloga o experta en
derecho, como lo son hoy sus hijas. O ingeniera agrónoma y trabajar en un kibutz, como soñaba de joven. No le
faltaban ganas, perspicacia, y un afán obsesivo por leer alimentado desde chica
por aquellas novelas de quiosco que, en su infancia pobrísima, apenas alcanzaba
a comprar e intercambiar mil veces por otras igualmente desvencijadas y
maravillosas…
Pero mi madre no solo tuvo la mala suerte de nacer pobre de
solemnidad, sino también la de ser mujer en la tenebrosa España de los años
cuarenta. Así que, por más ganas y talento que tuviera, hubo de cambiar
rápidamente la escuela por el desabrido mundo del trabajo. Para ayudar en casa
y para que su hermano pudiera, él sí,
seguir acudiendo a esa escuela que a ella se le cerraba.
No digo que fuera la única: millones de mujeres se vieron
forzadas, antes y después al enorme sacrificio de privarse de educación
y proyección profesional para beneficiar al hermano, al marido, a los hijos… Un
sacrificio enaltecido en cátedras y púlpitos con la mística de la maternidad y
justificado desde tiempos inmemoriales por los más ruines prejuicios misóginos…
No he podido evitar recordar a mi madre al toparme estos
días en los medios con el llanto desconsolado de una niña afgana a la que las
medidas de su gobierno impedían volver a la escuela. Se la ve en un vídeo
casero, con su ajada ropilla escolar y la carita (aún) descubierta, llorando a
lágrima viva mientras su padre intenta en vano consolarla y, al fondo, los
chicos entran y salen del aula que hasta hace unos días era también la suya.
La historia de esta niña es la crónica de una barbaridad
anunciada pero no por ello menos odiosa. Porque es un odio igualmente
inconsolable el que uno siente por esa turba de fanáticos analfabetos que en
Afganistán (y en otros lugares del mundo) han decidido que las niñas no tienen
derecho a recibir más educación que la imprescindible para entender las
órdenes de sus amos. Unos amos que, seguramente, han visto las barbas de su
vecino iraní pelar, o al menos peligrar, por una revuelta de mujeres, muchas de
ellas con estudios superiores, hartas de vivir aplastadas bajo la doble tiranía
del patriarcado y de los clérigos que gobiernan su país a golpe de jaculatoria
y horca.
Es curioso que nos escandalicemos con toda justicia ante las
guerras que asolan el mundo, exigiendo la intervención frente a aquellos que
las provocan, y no sepamos ver en toda su dimensión global e histórica la
violencia que se ejerce secularmente sobre la integridad física, moral e
intelectual de las mujeres (es decir, sobre la mitad o más de la población del
mundo). Una violencia ante la que no caben ya componendas ni subterfugios, sino
el enfrentamiento directo y un ejercicio todo lo feroz que haga falta de
intolerancia.
Frente a lo que repite retóricamente (¿Cómo si no?) el
discurso oficial, las distintas culturas y creencias morales que nos rodean no
son «igualmente válidas». Es cierto que el buen sentido político nos obliga a
tolerar mucho de lo que no nos
resulta moralmente respetable, pero incluso esa tolerancia carece de sentido si
no es en relación con los límites que permiten, precisamente, definirla y
legitimarla.
Frente a esa retórica oficial, y contra el prejuicio
inconsistente de que no hay valores ni verdades universales (salvo el de ese
mismo prejuicio, claro, que se pretende él mismo valioso y verdadero urbi et orbi), las protestas de mujeres
en todo el mundo demuestran que el relativismo moral tiene una validez muy relativa. A poco que se le concede a
alguien, sea de la cultura o época que sea, el lugar, el tiempo y los
conocimientos suficientes para formarse y pensar por sí mismo, surge
universalmente el ansia de libertad y justicia, esto es, el anhelo de vivir
según tu propio criterio, y el prurito de que se te reconozca (a ti y a los
demás) el derecho de hacerlo. Como decía Sócrates, una vida sin reflexión (es
decir: sin el cultivo del propio pensamiento) y sin aspirar a la justicia, no
merece la pena ser vivida. Es por ello que, para desesperación de sus verdugos,
las mujeres iraníes o afganas le están perdiendo el miedo a la
lapidación o la horca…
Mi madre murió con la espina clavada de no haber podido
seguir acudiendo a aquella escuela que ella intuía como el lugar desde el que como
mujer podía aspirar a una vida plenamente libre y digna, pero le dio tiempo a
ver como sus hijas y nietas, ellas sí, lo conseguían. Que el sacrificio hoy de las
iraníes o afganas no sea totalmente en balde, y que las repugnantes creencias
culturales y religiosas que justifican la sumisión de las mujeres al poder y la
violencia de los hombres sean vencidas gracias, precisamente, a esas escuelas
que, aunque cerradas hoy para ellas, les han inoculado ya ese veneno liberador al que, una vez
probado, nadie puede renunciar.