Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Tengo una amiga que se niega por sistema a sentarse en las
mesas de los bares. O hay sitio en la barra o hay que cambiar de garito. Su
argumento es que en las mesas se amuerma uno, y que donde pasa la vida es en
las barras. Parece una tontería, pero solo si lo miras desde la cordura de la
mesa. Vayamos, pues, a la filosofía de (la) barra.
De entrada, dice mi amiga, que es muy feminista, que la
oposición mesa/barra representa una vieja estructura patriarcal. Y tiene más
razón que una santa. A las mujeres, en los bares, se les ha tratado
tradicionalmente de pena. Cuando entraban con sus maridos los domingos y
fiestas de guardar (pues otro día, o solas, era indecente), se las abandonaba
en la mesa (prolongación de la casa) mientras ellos ocupaban su sitio a pie de
barra: ese fálico lugar en el que los machos beben, discuten, proveen a su
prole (que espera en el nido de la mesa) y rivalizan por ver quién la tiene más
larga.
Dense cuenta de que, en la estructura simbólica del bar, la barra
equivale al espacio público y la mesa al privado; por ello el varón solía
ocupar la primera y la mujer, a lo sumo, la segunda (salvo que la mesa fuera la
del reservado de las conspiraciones, la juerga o los vicios prohibidos, en cuyo
caso era también patrimonio masculino).
Mientras que por la mesa, más primaria, se prodigan las
raciones, por el espacio público de la barra circulan el vino y las
razones: dos ingredientes principales del desarrollo de la civilización. Con un
plus democrático: en la barra (y salvando el tema de género) todo el mundo
puede igualmente hablar y beber (otra cosa es que te escuchen o acepten la
copa). Fíjense que si a la mesa va la tribu (familias, amigos, empresas…), a la
barra va, con frecuencia, el ciudadano solo, y no solo a tomar algo, sino,
sobre todo, a tomar la palabra junto a sus anónimos semejantes, aquellos a los
que lejos del mostrador apenas dedicaría un saludo, pero que en la barra trata
como a personas con voz y criterio, y si me apuran (o apura uno las cañas),
como compadres o comadres en el duro oficio de vivir…
La barra de bar es doblemente embriagadora. No solo provee
de balsámicos licores, sino también, y como si de un karaoke político se
tratara, de un escenario accesible en que ensayar las relaciones cívicas. Así, además del lugar en que se encuentran los amigos, la barra
puede ser púlpito donde dar el mitin o clamar al cielo, ventanilla en que
desahogarte, despacho sobre el que arreglar el mundo o estrado en que administrar
justicia (con sentencia adjudicada a golpes de vaso en el mostrador). Más en
general, la barra es escaparate en que exhibir públicamente apostura, ingenio,
maneras y poderío … Es difícil no encontrar la manera de «ser alguien»
en una barra (sobre todo si uno no es todo lo que quisiera ser fuera de ella).
Ahora reparen en el lado estético-cultural del asunto. Si es
cierto que la mesa genera sesudas y chispeantes tertulias, la barra es más
plural y versátil. En la barra se practica el diálogo y el monólogo (con
camarero o sin él, según lo bebido), el cante solitario o con cómplice
(agarrado del hombro, para que no escape), la anécdota parca o su
teatralización completa (sobre taburete o a cuerpo gentil) y, siempre, la
improvisación, la llegada del otro, la hebra pegada, el verbo seductor… Si la mesa es, en fin, el
buen rato alquilado de lo familiar y previsto, la barra es la performance continua,
el no saber cómo y con quién se va a terminar… desbarrando.
Sin embargo, y pese a lo dicho, el ecosistema-barra se
extingue. Cada vez son menos y más exiguas. El bar dispuesto en torno a la
barra (como el templo en torno al altar) se suple hoy con el ejército de mesas
de la franquicia, la gastro-taberna, la hamburguesería o la terraza. Los
jóvenes, con sus botellones y pizzas a escote, ni saben ya de lo que hablo. Es
cierto que con la barra se hace poco dinero (en la mesa se consume, en
la barra «se está» – y si uno bebe o habla lo suficiente, hasta «se
es» –), pero sin ella la dimensión pública del bar desaparece. ¿Dónde
encontrarse ahora con vecinos y desconocidos? ¿Dónde expresar públicamente
nuestras cuitas, sin camarero frente al que hablar, parroquianos a los que
invocar, o rincones donde echar (o dar) el cante?...
La sustitución de la barra como espacio de sociabilidad
abierta es un síntoma más de la decadencia de la vida civil. Como lo es la
sustitución de la plaza por el «mall», del parque público por el centro
de ocio, o del encuentro real por el virtual… Piensen que todo lo que antes
hacíamos en calles y bares, lo hacemos ahora en el laboratorio particular de esas
corporaciones privadas (Twitter, Facebook, WhatsApp…) que se
dedican a mercadear con nuestra vida, y no, ni de lejos, a preservar las relaciones cívicas y humanas.
Así que aprovechen y reivindiquen ese conato de civilización
que son las barras. Si por mí fuera, hasta las declaraba patrimonio cultural de
la humanidad. ¿Habrá cosa más humanizadora que compartir a pie de calle el vino
y las palabras?
Más razón que un santo. Para mi, simboliza el declive de la cultura mediterranea. La verdadera Cultura, vamos! Lo otro es mercantilismo
ResponderEliminarAsí es, Carmen. Vamos a una cultura global y regida por el mercado. Mientras, y como mínimo, resistiremos juntos en las barras. :-) Un abrazo
EliminarTotalmente en sintonía con lo que explícitamente expones Víctor. El vocablo “progreso” parece que es sinónimo de todo lo contrario. Lo que relatas es un gran ejemplo de cómo lo auténtico y genuino de algunos comportamientos de la sociedad, se están evaporando. La alta tecnología avanza tan rápida, que pone en evidencia la esencia de aquel llamado progreso.
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