miércoles, 14 de diciembre de 2022

Barras, siempre barras

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Tengo una amiga que se niega por sistema a sentarse en las mesas de los bares. O hay sitio en la barra o hay que cambiar de garito. Su argumento es que en las mesas se amuerma uno, y que donde pasa la vida es en las barras. Parece una tontería, pero solo si lo miras desde la cordura de la mesa. Vayamos, pues, a la filosofía de (la) barra.

De entrada, dice mi amiga, que es muy feminista, que la oposición mesa/barra representa una vieja estructura patriarcal. Y tiene más razón que una santa. A las mujeres, en los bares, se les ha tratado tradicionalmente de pena. Cuando entraban con sus maridos los domingos y fiestas de guardar (pues otro día, o solas, era indecente), se las abandonaba en la mesa (prolongación de la casa) mientras ellos ocupaban su sitio a pie de barra: ese fálico lugar en el que los machos beben, discuten, proveen a su prole (que espera en el nido de la mesa) y rivalizan por ver quién la tiene más larga.

Dense cuenta de que, en la estructura simbólica del bar, la barra equivale al espacio público y la mesa al privado; por ello el varón solía ocupar la primera y la mujer, a lo sumo, la segunda (salvo que la mesa fuera la del reservado de las conspiraciones, la juerga o los vicios prohibidos, en cuyo caso era también patrimonio masculino).

Mientras que por la mesa, más primaria, se prodigan las raciones, por el espacio público de la barra circulan el vino y las razones: dos ingredientes principales del desarrollo de la civilización. Con un plus democrático: en la barra (y salvando el tema de género) todo el mundo puede igualmente hablar y beber (otra cosa es que te escuchen o acepten la copa). Fíjense que si a la mesa va la tribu (familias, amigos, empresas…), a la barra va, con frecuencia, el ciudadano solo, y no solo a tomar algo, sino, sobre todo, a tomar la palabra junto a sus anónimos semejantes, aquellos a los que lejos del mostrador apenas dedicaría un saludo, pero que en la barra trata como a personas con voz y criterio, y si me apuran (o apura uno las cañas), como compadres o comadres en el duro oficio de vivir…

La barra de bar es doblemente embriagadora. No solo provee de balsámicos licores, sino también, y como si de un karaoke político se tratara, de un escenario accesible en que ensayar las relaciones cívicas. Así, además del lugar en que se encuentran los amigos, la barra puede ser púlpito donde dar el mitin o clamar al cielo, ventanilla en que desahogarte, despacho sobre el que arreglar el mundo o estrado en que administrar justicia (con sentencia adjudicada a golpes de vaso en el mostrador). Más en general, la barra es escaparate en que exhibir públicamente apostura, ingenio, maneras y poderío … Es difícil no encontrar la manera de «ser alguien» en una barra (sobre todo si uno no es todo lo que quisiera ser fuera de ella).

Ahora reparen en el lado estético-cultural del asunto. Si es cierto que la mesa genera sesudas y chispeantes tertulias, la barra es más plural y versátil. En la barra se practica el diálogo y el monólogo (con camarero o sin él, según lo bebido), el cante solitario o con cómplice (agarrado del hombro, para que no escape), la anécdota parca o su teatralización completa (sobre taburete o a cuerpo gentil) y, siempre, la improvisación, la llegada del otro, la hebra pegada, el verbo seductor… Si la mesa es, en fin, el buen rato alquilado de lo familiar y previsto, la barra es la performance continua, el no saber cómo y con quién se va a terminar… desbarrando.

Sin embargo, y pese a lo dicho, el ecosistema-barra se extingue. Cada vez son menos y más exiguas. El bar dispuesto en torno a la barra (como el templo en torno al altar) se suple hoy con el ejército de mesas de la franquicia, la gastro-taberna, la hamburguesería o la terraza. Los jóvenes, con sus botellones y pizzas a escote, ni saben ya de lo que hablo. Es cierto que con la barra se hace poco dinero (en la mesa se consume, en la barra «se está» – y si uno bebe o habla lo suficiente, hasta «se es» –), pero sin ella la dimensión pública del bar desaparece. ¿Dónde encontrarse ahora con vecinos y desconocidos? ¿Dónde expresar públicamente nuestras cuitas, sin camarero frente al que hablar, parroquianos a los que invocar, o rincones donde echar (o dar) el cante?...

La sustitución de la barra como espacio de sociabilidad abierta es un síntoma más de la decadencia de la vida civil. Como lo es la sustitución de la plaza por el «mall», del parque público por el centro de ocio, o del encuentro real por el virtual… Piensen que todo lo que antes hacíamos en calles y bares, lo hacemos ahora en el laboratorio particular de esas corporaciones privadas (Twitter, Facebook, WhatsApp…) que se dedican a mercadear con nuestra vida, y no, ni de lejos, a preservar las relaciones cívicas y humanas.

Así que aprovechen y reivindiquen ese conato de civilización que son las barras. Si por mí fuera, hasta las declaraba patrimonio cultural de la humanidad. ¿Habrá cosa más humanizadora que compartir a pie de calle el vino y las palabras?

3 comentarios:

  1. Más razón que un santo. Para mi, simboliza el declive de la cultura mediterranea. La verdadera Cultura, vamos! Lo otro es mercantilismo

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    1. Así es, Carmen. Vamos a una cultura global y regida por el mercado. Mientras, y como mínimo, resistiremos juntos en las barras. :-) Un abrazo

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  2. Totalmente en sintonía con lo que explícitamente expones Víctor. El vocablo “progreso” parece que es sinónimo de todo lo contrario. Lo que relatas es un gran ejemplo de cómo lo auténtico y genuino de algunos comportamientos de la sociedad, se están evaporando. La alta tecnología avanza tan rápida, que pone en evidencia la esencia de aquel llamado progreso.

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