La lucha por el poder no da cuartelillo. Y si alguien creía
que la cúpula judicial estaba al margen de ella es que vivía en lo más alto de
un guindo. De hecho, la cuestión no es si el Tribunal Constitucional o el
Consejo General del Poder Judicial deben participar o no de la «maraña de la
política» (parece inevitable que así sea), sino si esa participación ha de
tener algún límite, y si ese límite está más o menos relacionado con los
propios a la arquitectura del sistema político. Veamos.
La presente guerra proviene directamente del «secuestro» del
Consejo General del Poder Judicial por parte del Partido Popular, que se ha
negado reiteradamente a cumplir con la obligación constitucional de facilitar
la renovación de sus miembros, algo que hubiera cambiado su composición (ahora
de mayoría conservadora) y, por ende, la del propio Tribunal Constitucional
(que también mantiene de forma anómala una mayoría de jueces conservadores). En
este sentido, la estrategia del PP ha consistido en chantajear recurrentemente al gobierno,
exigiendo cambios legislativos imposibles, a cambio de facilitar la renovación
de los jueces y obligando, mientras tanto, a prorrogar sus mandatos de forma
artificiosa.
Hasta aquí, los golpes de la lucha política afectaban – pero
solo afectaban – de modo inusualmente enérgico a uno de los pilares del
sistema: el de la rotación del control del ejecutivo sobre el poder judicial
(equivalente al que el poder judicial tiene sobre el ejecutivo). El problema es
que en el asalto visto estos días la pelea ha llegado a quebrar, no sabemos
hasta qué punto, al propio sistema.
Este segundo y peligroso asalto ha comenzado con la acción,
desesperada e insensata, por parte del gobierno, de intentar romper el control
del PP sobre el poder judicial con una artimaña legal poco ortodoxa y por la
vía de urgencia; algo que, dada la trascendencia de lo que se pretendía
reformar, no parece que fuera lo más procedente. Pero esto, que podría quedar
expuesto, con toda normalidad democrática, a una reprobación posterior del
Tribunal Constitucional, ha dado pie, sin embargo, a una reacción aún más
explosiva del PP, que ha pedido a un TC bajo su control que emprenda una medida
tan democráticamente inconcebible (jamás vista, de hecho, ni aquí ni en la UE ) como la de suspender cautelarmente la
discusión y votación de una propuesta de ley (ya aprobada, además, en el
Congreso) por parte de los representantes públicos, «no fuera a ser» que
estos acabaran votando enmiendas poco constitucionales…
Con esta medida, el Partido Popular ha escalado hasta un
extremo peligrosísimo la lucha por destruir a un gobierno que, contra todo
pronóstico, se muestra más correoso, unido y resistente de lo que se preveía.
La escalada consiste en utilizar el control de la cúpula judicial para generar
una inestabilidad política e institucional tan grave que Núñez Feijóo pueda
relanzar su imagen como la alternativa moderada que necesita imperiosamente el
país. Si el valor distintivo de la «marca Feijóo» (frente al extremismo de VOX
y el populismo chocarrero de Ayuso) es el orden y la moderación, no hay más que
crear la necesidad de tales cosas y, para ello, nada mejor que colocar el país
al borde de un colapso que quepa atribuir al «radicalismo de izquierdas».
¿Por qué esta estrategia? Dado que el malestar por la crisis
económica o la (escasa) contestación social son insuficientes para dar del todo la
vuelta a las encuestas, el PP habría optado por explotar la bronca
institucional permanente. No queda otra. Pese a quien le pese, el gobierno de
Sánchez ha logrado, sin un excesivo desgaste, gestionar una pandemia nunca vista, afrontar los efectos
demoledores de una guerra, apaciguar la situación en Cataluña y mantener la situación económica bajo control (incluso en mejor
estado que los países vecinos). Además, afrontará el próximo periodo electoral
desde la presidencia de la Unión Europea, algo en lo que la imagen de estadista
internacional de Sánchez supera con creces a la del provinciano y escasamente
carismático Feijóo...
Ahora bien, lo malo de provocar una gravísima crisis (como
la de estos días) para adelantar y/o ganar unas elecciones, es que supone poner
en jaque (o en tablas) al sistema entero. Y esto, lo haga quien lo haga, es
sumamente peligroso e irresponsable. Y una prueba no menor de que la lucha política ha traspasado los límites
democráticos tiene algo que ver con lo que los filósofos llaman «reductio ad
absurdum». Cuando el proceso de legítima confrontación política conduce al
absurdo de ver a los magistrados del TC decidiendo de forma indigna sobre su
propia recusación, o bloqueando, ellos mismos, la votación en el Senado que
podría forzarlos a renovar sus cargos, es que hemos llegado al límite mismo de
la sensatez. Y hay que rectificar, antes de que salgamos perdiendo todos.
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