Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Hace decenios que se repite proféticamente que el fin de
Occidente está cerca, y que el eje del poder económico, político y cultural se
traslada inexorablemente al sudeste asiático y, concretamente, a China; un
tópico este que da mucho que pensar.
Antes de nada, ¿de qué China estamos hablando cuando
admiramos, denostamos o tememos su reciente conversión en potencia mundial?
Porque la China tradicional, considerada la principal antípoda cultural de
Occidente, hace mucho que desapareció. La colonización europea, las guerras y
la revolución marxista de Mao (también importada de Europa) la dejaron
convertida en el solar histórico que se necesitaba para edificar esa «copia
económica» de Occidente que es hoy el país; hasta tal punto que, salvo en los
folletos turísticos o la demagogia de sus gobernantes, podríamos decir que
China ya no existe, y que su peso internacional se debe al éxito de su
conversión desesperada (era eso o disolverse como la URSS) en un clon barato
del mundo occidental, esto es: en una mezcla entre el capitalismo global
(especulación, grandes urbes contaminadas, consumo desaforado, desigualdad
galopante, hedonismo digital, moral del éxito individual, referentes mediáticos
globales…) y los residuos, ya menos que marginales, de su tradición cultural.
Así que, logre lo que logre ser China en un futuro próximo,
dicho logro no será más que la confirmación del triunfo absoluto del modelo
económico, social, moral y cultural de Occidente. Un modelo que, bajo la
estrategia de la disgregación y relativización de todos los parámetros
ideológicos (ese juego con la diversidad y lo trans, que no es sino la
cara amable de la homogeneización de todo bajo el imperio de la libre
transacción), se ha ido infiltrando en el último gran reducto de «otredad» que
quedaba en el mundo para deconstruirlo y reedificarlo a la medida de las
necesidades expansivas del mercado.
Ahora bien, que China haya quedado reducida a una exitosa
amplificación de Occidente no elimina la inquietud con respecto al potencial
expansionista de su sistema político (este sí relativamente original) mezcla de
capitalismo sin complejos y dictadura orwelliana. Mientras este sistema
persista, el mejor fruto de esa forma de neocolonialismo posmoderno que
representa la globalización («un sistema, un planeta») no estará del todo
maduro.
En este sentido, la gran pregunta es: ¿Tiene futuro a medio
plazo el régimen político chino? ¿Hasta qué punto (o plazo) son compatibles el
liberalismo económico y la autocracia política? En su visionario manifiesto de
1848, Marx cayó ya en la cuenta de que el imperio global de las mercancías
conllevaba inevitablemente un intercambio simbólico con importe revolucionario:
el modelo de vida occidental transmitido por el consumo y el mercado (un modelo
individualista, moralmente «líquido», hedonista y cínico) resultaría letal –
decía Marx – para todo régimen político fundado (como es hoy el chino) en la
fortaleza y perdurabilidad de creencias excluyentes y supremacistas.
Abrirse al mercado – no hay más que recordar el caso de
nuestro propio país en los años 60 – suele ser, pues, el primer paso en el
derrumbe del absolutismo político. ¿Debemos confiar entonces en que las jóvenes
clases medias chinas, una vez acumulen experiencia en el disfrute de la riqueza
y de la cultura – occidental – que andan adquiriendo en sus modernas
universidades, vayan a exigir masivamente al goce de los derechos que se les
niegan hoy? ¿Son las protestas por la asfixiante y paternalista política frente
al COVID, o las recurrentes revueltas prodemocráticas, los primeros pasos hacia
ese cambio de escenario? Desde luego, el discurso ultranacionalista de los
líderes chinos parece un claro síntoma (dime de qué presumes…) del temor de la
oligarquía a un mayor reparto de poder que ralentice un desarrollo económico
cuya rapidez depende, justamente, de la ausencia de trabas políticas…
Que una futura democratización y, por ello, completa occidentalización
de China (que ya copia, perfeccionándolo, hasta nuestro modo de neocolonización
«soft power») vaya a dar mayor estabilidad económica y geopolítica al
planeta creo que está fuera de dudas. Miles de millones de chinos reconvertidos
definitivamente de súbditos en ciudadanos y trabajadores conscientes de sus
derechos, ofrecen buenas garantías de que ningún visionario va a lanzarlos a
una aventura bélica; entre otras cosas porque una China democrática con masas
de trabajadores concienciados ya no podría ser la incomparable potencia
industrial que ahora es.
La segunda y temible opción es que los jerarcas chinos,
aliados con otros oligarcas poco deseosos de compartir el poder, pretendan
extender el modelo de autocracia digital y capitalismo de estado al resto del
mundo; algo que sí que podría representar un riesgo cierto para todos.
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